The Project Gutenberg eBook of Los Caminos del Mundo

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Title: Los Caminos del Mundo

Author: Pío Baroja

Release date: June 25, 2015 [eBook #49280]

Language: Spanish

Credits: Produced by Carlos Colón, University of Toronto and the
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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS CAMINOS DEL MUNDO ***

Nota del Transcriptor:

Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

Páginas en blanco han sido eliminadas.

La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público

PÍO BAROJA

MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

El aprendiz de conspirador.

El escuadrón del Brigante.

Los caminos del mundo.

Con la pluma y con el sable.

Los recursos de la astucia.

La ruta del aventurero.

Los contrastes de la vida.

La veleta de Gastizar.

Los caudillos de 1830.

La Isabelina.

El sabor de la venganza.


ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES

COPYRIGHT BY
RAFAEL CARO RAGGIO
1921

Establecimiento tipográfico de Rafael Caro Raggio


PÍO BAROJA

MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
LOS CAMINOS DEL MUNDO

NOVELA

RAFAEL CARO RAGGIO
EDITOR
MENDIZÁBAL, 34
MADRID


AL LECTOR

Al comenzar a revisar este tomo de Las memorias de un hombre de acción, para enviarlo a la imprenta, encuentro que el cronista, don Pedro de Leguía y Gaztelumendi, fuera porque así le convino, fuera porque no halló medio de fundirlas en una sola, escribió tres narraciones cortas que no ofrecen más unidad que la de aparecer en ellas Aviraneta y sucederse una a otra en breve espacio de tiempo.

Es posible que Leguía no conociese todos los detalles de la vida de su amigo y maestro en un riguroso orden cronológico; es posible también, y más probable aún que, aunque los conociese, no encontrara en los intervalos, entre narración y narración, nada digno de ser contado.

Las vidas, aun las más aventureras, tienen, naturalmente, días normales y tranquilos, como los ríos, aun los más impetuosos; calman su corriente en las paradas y en los remansos.

Leguía dió a sus narraciones y a los capítulos de éstas títulos un tanto extraños y folletinescos, que yo no he querido cambiar. De los tres relatos que forman este volumen, el primero se titula La culta Europa (Amores, hambre, peste y filosofía); el segundo, Una intriga tenebrosa (Los hombres de la conspiración del Triángulo); y el tercero, La mano cortada (Historia de Tierra Caliente).

[8]

Es muy probable que un escritor de hoy hubiera intentado modernizar estos relatos y darles un carácter más en armonía con el gusto de nuestra época. Yo he preferido dejarlos tal como los escribió Leguía.

Leguía, ciertamente, no era un maestro, sino un aficionado; y así como a un caballo de coche «simón» cuando se desboca, la furia senil le hace brioso y difícil de sujetar, así la imaginación del hombre, que no se ve obligado a tenerla, le empuja a desmandarse y a galopar por los campos de la fantasía.

Hecha esta salvedad, cedo la palabra a Leguía para que vaya explicando cómo se agenció los datos y papeles que le sirvieron para escribir el volumen, y desarrolle después sus tres narraciones en orden de batalla.


LA CULTA EUROPA
AMORES, HAMBRE, PESTE Y FILOSOFÍA

LOS PAPELES DE ARTEAGA

Examinando unos papeles que habían pertenecido al padre de mi mujer, don Ignacio de Arteaga, encontré un libro de apuntes escrito por él, donde contaba su vida.

El libro estaba magníficamente encuadernado en piel, y tenía en la cubierta el escudo de la familia pintado a la acuarela.

La primera parte de la narración me molestó. Era petulante, con ínfulas aristocráticas y disertaciones genealógicas, cosa muy propia de un zapatero republicano enriquecido, pero no de una persona discreta. El narrador expresaba ideas reaccionarias, que a mí me parecen perjudiciales y anticuadas. Iba pasando las páginas del cuaderno sin gran curiosidad, cuando tropecé con el nombre de Aviraneta.

Todos mis amigos saben que este nombre ha sido para mí una preocupación, y desde el momento que lo vi escrito encontré ya más interés en el relato de mi suegro.

[10] Don Ignacio de Arteaga había sido amigo y compañero de la infancia de Aviraneta.

Don Ignacio, al comienzo de la guerra de la Independencia, cayó prisionero de los franceses y estuvo varios años en los depósitos de Dijón y de Chalon-sur-Saone, hasta que se celebró la paz entre Bonaparte y Fernando VII.

Al acabar la guerra, Arteaga volvió a España, se casó, vivió varios años en la Península, y después marchó a Méjico con su mujer.

De la ciudad de Veracruz, donde habitó algún tiempo, pasó a ser destinado de guarnición al castillo de Ulúa. Allí, dentro de la fortaleza, último refugio de los españoles en Méjico, enfermo y aburrido, escribió este Diario, del cual copio la parte que se refiere a su prisión en Francia, por ser la única donde aparece Aviraneta.


LIBRO PRIMERO
EN LA EMIGRACIÓN

I
PRISIONERO

A principios de 1808 me encontraba yo en Irún de ayudante del general Rodríguez de la Buria.

Creíamos la mayoría de los españoles que en Bayona no se ventilaba mas que una cuestión de familia entre Don Carlos IV y el príncipe Fernando, en la cual ejercería de árbitro el poderoso soberano francés, cuando quedamos horrorizados al saber la inicua usurpación tramada por Buonaparte contra el mejor de los reyes y el más amable de los príncipes.

Al conocer lo ocurrido en Madrid el día 2 de mayo, salí al momento de Irún, me dirigí a la corte y pasé lo más pronto que pude a Sevilla.

De Sevilla me enviaron a Zaragoza, y aunque Palafox opuso dificultades a que permaneciera allí, porque, sin duda, no quería tener cerca testigos de sus andanzas en Bayona, después de una entrevista con su ayudante y de largas explicaciones, quedé de guarnición en la heroica ciudad.

En este glorioso sitio hubo de todo: muchos soldados valientes aparecieron postergados y obscurecidos, y [12] otros que no se señalaron en la hora de los combates fueron los más celebrados en el momento de las recompensas.

No es fácil, ciertamente, en el campo de batalla aquilatar con exactitud los méritos de cada uno, y aunque haya buena voluntad y rectitud en el mando, siempre queda motivo para la murmuración y el descontento.

En las primeras páginas de este cuaderno he detallado las acciones en que tomé parte, y todas constan en mi hoja de servicios. No volveré a repetirlas.

Rendida Zaragoza, salí prisionero el mismo día de la entrega con la columna de jefes, oficiales y tropa.

Poco después nos dividieron en destacamentos y enviaron éstos a diferentes puntos.

Yo fuí con un grupo de oficiales dirigido a Pamplona, y después de un viaje penosísimo de muchos días, fatigado y enfermo, pude llegar a la ciudad navarra.

Prisionero, hambriento, maltratado por la barbarie del invasor, no es de extrañar que el estado de mi espíritu fuera triste y decaído.

Escribí desde allá a mi madre; y ésta, que tenía muy buenas relaciones en Pamplona, avisó a varias personas distinguidas para que vinieran a verme. Gracias a sus atenciones pude recuperar la salud; si no, la desesperación y la melancolía hubieran acabado conmigo.

Al reponerse mis fuerzas fuí a visitar a varias familias aristocráticas, a darles las gracias por sus cuidados, y en una de estas nobles casas conocí a Mercedes Rodríguez de la Piscina, a la que hoy es mi mujer.

Mercedes era una muchacha ideal, amable, sonriente, dulce, tímida. Nuestras almas se comprendieron al momento, y en la primera mirada fuimos el uno del otro.

Habíamos entablado relaciones formales ella y yo, cuando un mes o mes y medio después de mi llegada a Pamplona, me encontré con un oficio del duque de Mahón, virrey del reino de Navarra por el Gobierno intruso de José Buonaparte.

[13]

Los demás oficiales, compañeros míos, recibieron el mismo escrito, que se nos envió a todos con la anuencia del comandante general.

En el oficio se nos inducía a firmar un papel declarando que, bajo palabra de honor, guardaríamos obediencia a Su Majestad Católica José Napoleón. Después de cumplida esta formalidad quedaríamos libres.

En el caso de no aceptar seríamos considerados como prisioneros e internados en Francia.

La perspectiva de separarme de Mercedes era para mí dolorosísima; hubo instantes en que di paso en mi alma a proyectos de egoísmo personal; pero la idea del honor se sobrepuso a conveniencias mezquinas y contesté al virrey de Navarra, duque de Mahón, con una carta enérgica, diciéndole que prefería la muerte a aceptar en mi patria la usurpación y la tiranía de un intruso.

No todos los oficiales rechazaron la propuesta, y hubo españoles indignos que la aceptaron.

Cuando comuniqué a Mercedes mi decisión, me dijo:

—No esperaba de ti otra cosa; si te llevan a Francia te esperaré toda la vida.

¡Santa y noble mujer!

Una semana después el comandante de la plaza nos llamó a los oficiales rebeldes y nos advirtió preparáramos nuestros equipajes, pues íbamos a ser internados en Francia.

Efectivamente, el siguiente día salimos de Pamplona, escoltados por una columna de infantería y caballería, y tomamos por Villava hacia Burguete.

En los días sucesivos cruzamos Roncesvalles, descansamos en Valcarlos y seguimos por San Juan de Pie del Puerto a internarnos en territorio francés. Aunque llovió mucho, el tiempo no era desapacible, y pudimos hacer el largo viaje hasta Dijón con relativa comodidad.


II
EL DEPÓSITO

Dijón, la antigua capital de la Borgoña, es una hermosa ciudad de calles anchas y bien enlosadas, hermosos edificios, grandes monumentos y antiguos y amenos paseos. Es ciudad aburrida, como muchas capitales de provincia francesa, sobre todo para el extranjero. En el depósito de esta ciudad quedé yo acantonado.

Fuí a vivir a una pequeña pensión de madama Chevalier, vieja avara que nos trataba muy mal.

Esta casa, por lo barata, siempre estaba llena y había en ella un ir y venir constante de oficiales españoles que pasaban solamente días.

Yo estuve algunos meses allí, y vi renovarse mucha gente. Sólo dos oficiales eran los constantes: uno de ellos, Guillermo Minali, italiano de nacimiento y coronel del ejército español, que había sido hecho prisionero por los franceses en el sitio de Gerona, y el otro, un tal Jerónimo Belmonte, castellano viejo, tipo terco, malhumorado y cerril.

Minali tenía un asistente catalán con cara de pillo, aunque muy grave y muy serio, a quien llamaban el Noy.

Belmonte, el otro oficial, había sido encontrado mutilado y medio muerto en el campo por los franceses después de la batalla de Talavera, y el general Víctor le [16] había puesto, para que le cuidase, un guardia valón, joven efusivo con más condiciones de enfermero que de militar.

Entre el oficial español mutilado y este muchacho flamenco, llamado Hans, se estableció una amistad fraternal, a pesar del genio insoportable de Belmonte, quisquilloso y agresivo.

A este oficial mutilado le faltaban una oreja y varios dedos de la mano, y no quería considerar sus mutilaciones como accidentes naturales de la guerra, sino como una ofensa inferida a su honor personal. Así, cualquier alusión a las orejas o a las manos le ponía fuera de sí y la consideraba como un insulto.

No pensaba quedarme mucho tiempo en la casa de huéspedes misérrima de madama Chevalier; pero estuve más de lo que esperaba. Yo vivía en Dijón muy apartado; iba al Jardín Botánico, paseaba por la Plaza Real, visitaba los monumentos, y a la hora de la retreta me marchaba a casa. Mi único consuelo era la música, la música religiosa, que oía en la iglesia siempre que podía, y la música profana, cuando encontraba sitio donde se tocaba algún instrumento, como el violín o el clavicordio.

Me hubiera gustado mucho comprar una clave y tocar en casa; pero no tenía dinero para estos lujos.

Un oficial español, jugador empedernido, un tal Mancha, a quien veía en el café, realizó en parte mis deseos. Este oficial, al oír que yo me lamentaba de no tener un instrumento de música, quiso venderme una guitarra; le dije que no; pero la ofreció a precio tan bajo, que al último tuve que comprársela. Me hice el cargo; tal era la miseria de los tiempos, que durante algunos meses, en vez de ir al café, me quedaría en casa tocando este instrumento.

La guitarra que me proporcionó Mancha era muy buena, antigua, de madera negra; tenía dentro la fecha de construcción; era de a mediados del siglo XVII. Qui[17]zá la había tocado en su vejez don Vicente Espinel, el autor de la Vida del escudero Marcos de Obregón, que, según dicen, fué el que añadió la quinta cuerda a la guitarra.

Llegué a ser un guitarrista bastante bueno, y el ejercicio para conseguir esto constituyó mi gran distracción.

A las dos o tres semanas de vivir en casa de madama Chevalier, Jerónimo Belmonte me invitó a ir a su cuarto a jugar al tresillo; fuí, y me chocó que en este día, como en los sucesivos, nos obsequió con vino de Borgoña y con otros de marca excelente. Me dijo que se los regalaban; me pareció muy raro, pero no manifesté extrañeza.

Un día averigüé de dónde venían las botellas. Me había citado Belmonte para que fuera a su cuarto, y, sin duda, se olvidó de la cita. Llamé a su puerta, y como no me contestaban, empujé y entré en su habitación. No había nadie; la ventana estaba abierta y se oía hablar. Me asomé a ella y vi en un patio estrecho, húmedo y sucio, a Belmonte, al flamenco Hans y al otro asistente de Minali, el Noy; los tres arrimados a unas rejas echando lazos hacia dentro.

Aquellas rejas daban a una gran bodega, y Belmonte y los dos asistentes se dedicaban a robar botellas de vino a lazo. Así se explicaba el buen Borgoña con que el oficial mutilado obsequiaba a sus visitas.

Salí del cuarto de Belmonte sin meter ruido; pocos días después me mudé de casa.

La nueva pensión adonde fuí era de un monsieur Bonvalet, pasante de un colegio; parecía más limpia que la otra; pero la alimentación era tan deficiente, que estaba uno siempre lánguido y débil.

Mis únicas distracciones en Dijón eran escribir a Mercedes y a mi madre, ir al café a leer las noticias de España, jugar una partida al tresillo y después tocar la guitarra.

La mayoría de los oficiales españoles no se contenta[18]ban con estar un momento en el café y jugar una partida al tresillo, sino que iban a un rincón del billar, se ponían a jugar al monte con mugrientas barajas españolas y se jugaban todo lo que tenían: dinero, joyas, espadas, pistolas, trajes, ropa blanca, hasta los calcetines.

Uno de los más jugadores, y quizá el más apasionado, era Mancha, el que me vendió la guitarra.

Estuve en el depósito de Dijón una larga temporada. Intenté fugarme dos veces, pero ninguna de ellas lo pude conseguir; la primera, porque el guía que se había ofrecido a conducirme hasta la frontera de España, a la vuelta de un viaje concertado con otro prisionero, fué cogido y metido en la cárcel; la segunda, porque el dinero que esperaba de mi madre no llegó a tiempo, y tuve el pesar de ver partir al guía acompañando a varios compañeros.

Esta vez no fué grande mi mala suerte; los españoles y el guía fueron cogidos y conducidos a un castillo. Entre los fugitivos iba Belmonte, cansado de Dijón y de la casa de madama Chevalier, desde que se había encontrado con las rejas de la bodega próxima a su casa herméticamente cerradas.

Estaba preparando mi tercer proyecto de fuga con probabilidades de éxito, cuando me encontré sorprendido con la orden de ser trasladado al depósito de Chalon-sur-Saone.

La distancia de un pueblo a otro no es muy grande; pero para llegar a conocer los recursos y poder preparar una fuga desde Chalon necesitaba mucho tiempo.


III
CHALON-SUR-SAONE

Chalon del Saona es una pequeña ciudad a orillas del río de este nombre, en la desembocadura del canal del Centro.

Tiene la antigua Cabillonum de los romanos hermosas fortificaciones, calles rectas y agradables, aunque algo tristes y lánguidas; buenos comercios, algunas fábricas de fundición, un Liceo, una Biblioteca, un pequeño Museo y varios centros de cultura.

Llegué a Chalon del Saona a mediados de otoño de 1811, y tuve la suerte de ir a hospedarme a la pensión de una viuda, señora de excelentes prendas, llamada madama Hocquard.

La casa de madama Hocquard era un poco triste: estaba en una calle estrecha y obscura próxima a la catedral, entre una imprenta y una tintorería, de cuyo fondo salía continuamente un arroyo de agua de colores.

Madama Hocquard, señora muy inteligente y trabajadora, tenía dos hijas, Berenice y Camila; la mayor, una belleza; la pequeña, Camila, muy bonita, pero un poco jorobada.

En la casa servía un mozo llamado Antoine, diligente y amable.

Madama Hocquard se desvivía para que no faltara [20] nada a sus huéspedes, y los trataba con gran consideración.

Eramos siete u ocho constantes, gente seria y respetable: un magistrado, un canónigo, un ingeniero forestal, dos o tres empleados y unas señoritas solteras.

Me dieron a mí un cuarto que había dejado un profesor de literatura del Liceo, con un armario, en el cual quedaban diccionarios y varios libros clásicos.

Llevaba yo al llegar a Chalon cartas para personas distinguidas de la ciudad.

Seguía pensando en buscar una ocasión para huír; pero quería dar la impresión a mis vigilantes de que era un prisionero bien avenido con su suerte.

Después de instalarme en casa de madama Hocquard le mostré mis cartas de recomendación para personas del pueblo, y ella me dijo debía presentarme inmediatamente a monsieur de Montrever, por ser éste el jefe del partido realista de la ciudad y el personaje de más influencia de los contornos.

Seguí su consejo, y escribí una carta a dicho señor preguntándole a qué hora podría ir a saludarle.

Al día siguiente me trajo un criado galoneado una esquela de monsieur de Montrever fijándome día y hora para la entrevista.

Como hacía un tiempo malísimo alquilé un coche, uno de estos coches de capital de provincia, suntuoso, grande y destartalado, y fuí a hacer la visita.

El hotel de monsieur de Montrever estaba rodeado de casuchas pobres y era grande por fuera, muy adornado de guirnaldas, medallones y lucernas, con techos de pizarra empinados y dos torrecillas puntiagudas con veletas de hierro.

Llamé, golpeando la puerta con una gran aldaba de bronce dorado, y apareció un criado viejo, que me acompañó, cubriéndome con un paraguas, hasta atravesar el patio de honor de la casa.

Sobre la gran puerta de entrada se destacaba un es [21]cudo moderno con las armas de los Montrever. El antiguo, por lo que supe más tarde, había sido roto a martillazos por las hordas feroces de 1793.

Atravesado el patio, subimos una escalera resbaladiza y entramos en el hotel. Era éste lujoso, con un lujo un poco macizo y exagerado.

Un criado me condujo al despacho de monsieur de Montrever. Monsieur de Montrever era un hombre grueso, fuerte, abultado de abdomen, de cabeza redonda, muy calva, patillas pequeñas, nariz corta, y la barba rodeada de tres arrugas de papada.

Monsieur de Montrever me recibió muy amablemente, aunque con cierta solemnidad, y leyó con mucha calma la carta que yo le entregué.

Estábamos hablando cuando apareció su señora; me presentó a ella, y luego, mientras charlábamos madama de Montrever y yo, el dueño de la casa se dedicó a hacer un trabajo que a mí me chocó por lo impropio, y fué ponerse a bordar en un bastidor.

Madama de Montrever se dignó hacerme algunas preguntas acerca del trato que nos daban a los prisioneros en el depósito. Esta señora era una mujer inteligentísima, de esas mujeres que parecen nacidas para ser princesas; tenía la nariz larga y algo corva, los ojos claros, la boca pequeña, el pelo rubio y el cuerpo muy esbelto. Era de una amabilidad exquisita. Sus dos hijos, un niño y una niña, por lo bonitos, bien cuidados y vestidos, parecían dos príncipes de familia real.

A los pocos minutos me levanté para marcharme; pero me instaron a que me quedara allá, y estuve más de tres horas en casa de monsieur de Montrever. Conocí este día a varias personas.

Una de ellas fué monsieur de Saint-Trivier, señor anciano, ex oficial de la Guardia del Rey en tiempo de Luis XVI.

Monsieur de Saint-Trivier vestía a la antigua, con coleta y los cabellos empolvados. Había estado a punto [22] de ser guillotinado en 1793, y la noche de su prisión le produjo tal efecto, que le dejó un temblor nervioso para toda la vida.

Saint-Trivier guardaba recuerdos tan terribles de las inmundas y sanguinarias escenas revolucionarias, que la menor alusión a esta época le dejaba pálido y tembloroso.

No se recataba en decir que si volvía un período como aquél, huiría inmediatamente a cualquier parte.

Le bastaba oír por la calle a un chiquillo cantando la Marsellesa para volverse a su casa, encerrarse en ella y no querer salir.

Su sobrina, la señorita Magdalena Angennes, era muy delgada y esbelta. Tenía unos treinta años, vestía de negro y llevaba un collarín blanco. Parecía una abadesa. Según me dijo después madama Hocquard, mi patrona, unos amores desgraciados habían impulsado a esta señorita a entrar de novicia; pero, al poco tiempo, tuvo que salir del convento porque no le convenía la reclusión y comenzaba a estar enferma del estómago.

Ya de noche, me despedí de monsieur y madama de Montrever, y de Saint-Trivier, y de su sobrina Magdalena.

Esta me preguntó con interés si no había leído los libros del vizconde de Chateaubriand; le contesté que no, y prometió enviármelos.

Saludé a todos y salí del hotel. Atravesé de nuevo el patio de honor, húmedo y sombrío, acompañado del viejo criado con el paraguas; me metí en el coche solemne y me volví a casa.


IV
LA VIDA EN CHALON

Había en el depósito de Chalon un gran número de oficiales españoles, y, como en pueblo pequeño, nos veíamos a cada paso.

Nuestro punto de cita era un café, obscuro y ahumado, con un escaparate bajo, oculto por cortinillas blancas.

Se llamaba el café del Saona. Los compatriotas solíamos reunimos allí a fumar y a hablar de los asuntos de actualidad.

Algunos, los menos, desgraciadamente, éramos buenos españoles, católicos y realistas; pero la mayor parte, contagiados con las ideas revolucionarias, se jactaban de no tener creencias, insultaban atrozmente a Fernando y a la familia real y elogiaban a todas horas y con entusiasmo la Constitución de Cádiz.

Casi todos ellos habían ingresado en la masonería y en las sociedades secretas que se formaban en el ejército francés.

El número de los que se llamaban constitucionales aumentaba por día.

Varios no se contentaban con ser partidarios de la Constitución, sino que hablaban de la República y de que había que imitar a Danton, a Marat y a los demás monstruos de la Revolución Francesa.

Yo muchas veces pensaba: ¿Qué va a pasar en nuestro país cuando estos hombres vuelvan allá?

[24] De los más señalados entre los militares españoles de ideas liberales que se hallaban en este depósito, eran el oficial asturiano Rafael del Riego, y los dos hermanos San Miguel, Evaristo y Santos.

Los constitucionales tenían más simpatías entre la guarnición francesa, y algunos estaban secretamente ayudados por la logia masónica de Chalon.

En cambio, nosotros, los realistas, éramos odiados y sufríamos la mala voluntad de nuestros guardianes.

Pronto las discusiones entre constitucionales y realistas se hicieron tan agrias y violentas, que muchos tuvimos que dejar de ir al café del Saona.

Los oficiales franceses que nos custodiaban nos trataban lo más severamente posible; nos obligaban a acudir a una, y a veces a dos listas diarias; no se nos permitía salir de noche, y solamente para dar un paseo fuera de las murallas había que pedir permiso, que no se nos concedía, o se nos concedía siete u ocho días después, cuando estaba lloviendo.

Tuve una época de fiebres y quedé entristecido, aburrido y abandonado. Se me hincharon las articulaciones de las manos y de los pies. En vez de llamar a un médico, no hice caso.

Por entonces, y en la cama, comencé a leer las obras de Chateaubriand que me había prestado la señorita de Angennes, sobrina de monsieur de Saint-Trivier.

Yo había sido muy partidario de Pablo y Virginia, y también de la Nueva Eloísa, de Juan Jacobo Rousseau, aunque el furor demagógico de este tristemente célebre escritor me repugnaba siempre. Cuando leí las obras del vizconde de Chateaubriand comprendí que un nuevo sol aparecía en el horizonte de la literatura.

¡Oh, René! ¡Yo he vivido tu vida, he sentido los mismos grandes deseos, el mismo desdén por los vulgares menesteres de la existencia cotidiana, la misma desgarradora pena, la misma niebla espesa de melancolía!

¡Oh! ¡Tú no morirás! ¡Como tu hermano Werther, se[25]guirás siendo el búcaro donde se guarden las esencias poéticas del alma moderna!

¡Y Átala y Chactas, Corina y Pablo y Virginia, sombras amables, que convertís la vida vulgar en algo ligero, aéreo, lleno de poesía!...

Mi entusiasmo por la lectura era en aquella época grandísimo; no me ocupaba de mis fiebres para nada; cuando estaba con el espíritu sereno, leía, y cuando comenzaba la calentura, desvariaba.

Camila, la segunda hija de mi patrona, me cuidaba y estaba siempre en mi cuarto.

Solíamos tener largas conversaciones los dos, y yo le contaba mi vida y mis campañas. También le enseñé a tocar la guitarra y algunas canciones españolas, que las cantaba con mucha gracia.

Ella quiso convencerme de que debía llamar a un médico; pero yo le decía que cuando se es desgraciado, es mejor que se lo lleve a uno Dios.

Casi me sentía más feliz enfermo, con fiebre, que sano y andando por la calle.

Un día se presentó en mi casa un médico, el doctor Boussieres. Venía de parte de monsieur de Montrever. Me recetó un vino de quina y unas píldoras, y al cabo de poco tiempo me levanté de la cama.

Tenía el aire enfermizo, sombrío y lánguido, que entonces comenzaba a estar de moda.

Fuí a casa de los Montrever a darles las gracias por su atención; y como me recibieron con mucha amabilidad y me instaron repetidas veces a que volviera, adquirí la costumbre de pasar un rato de tertulia en su hotel.

También solía verlos el día de fiesta en la misa mayor de la Catedral, en San Vicente, adonde iban las personas más distinguidas de la ciudad, y yo solía estar arrobado oyendo las armonías del órgano.


V
LA REUNIÓN DE MADAMA DE MONTREVER

La reunión de madama de Montrever se celebraba casi todos los días en un saloncito del hotel, alhajado con el gusto fastuoso del tiempo de Luis XV.

En el salón se habían reunido los muebles antiguos de la casa; en el techo brillaban guirnaldas, medallones y adornos dorados; las paredes mostraban grandes espejos y candelabros de muchos brazos, y sobre la alfombra descansaban consolas y sillones de patas retorcidas. Los escudos de los muebles y paredes se notaba que habían sido raspados y luego vueltos a dorar.

Madama de Montrever gustaba mostrar a sus amigos sus tapices de Beauvais, algunas pinturas buenas y una Venus de Coysevox.

La reunión en el gabinete de madama de Montrever era casi únicamente de señoras y señoritas, y de alguno que otro muchacho joven que iba a galantear a las damas.

Los hombres graves, amigos de la casa, se dedicaban a hablar de política y a pensar en las probabilidades de una restauración de los Borbones.

Unicamente un señor, por cierto no muy simpático, alternaba con la gente joven: monsieur Boisjoli de Beauffremont.

Monsieur de Beauffremont era un hombre de unos cincuenta años, muy currutaco. Llevaba patillas cortas, [28] pintadas de negro, lo que daba a su rostro un aspecto duro; vestía a la última moda: frac entallado, corbata muy apretada al cuello, y usaba un lente, con el cual miraba a derecha e izquierda con marcada impertinencia.

Monsieur de Beauffremont gozaba del privilegio de abandonar a las personas graves y reunirse con los jóvenes.

—Monsieur de Beauffremont ama la juventud—se decía; frase que le hacía torcer el gesto; porque daba a entender que, aunque le gustaba conversar con los jóvenes, no lo era.

Madama de Montrever dirigía su reunión con un arte exquisito: sabía hacer resaltar los méritos de sus invitados y presentarlos ante los demás por el lado favorable.

A pesar de esto, a veces, como cansada de su benevolencia, se entregaba libremente a la sátira, y entonces era capaz de poner en ridículo a cualquiera.

No comprendía esta señora que ser ultrarrealista y burlarse de los reyes, de la aristocracia y hasta de las sagradas prácticas de la religión era un contrasentido. A mí me trataba con mucha amabilidad; bromeaba a mi costa y me llamaba el Caballero de la Triste Figura.

—Tengo un gran amor platónico por Arteaga—solía decir riendo.

Una amiga de madama de Montrever, que bullía mucho en la reunión y que gozaba de gran fama de belleza en el pueblo, era madama de Hauterive.

Madama de Hauterive, hija de un banquero alemán, se había casado con un militar francés y quedado viuda al poco tiempo.

Esta señora, joven aún, de veintisiete o veintiocho años, era muy decidida. Yo comprendía sus encantos; pero no me gustaba.

Tenía una frescura poco elegante, ojos grandes y azules, pelo rubio y una familiaridad excesiva. Se ocu[29]paba ella misma de sus negocios, defendía con tenacidad sus ideas, era algo liberal e imbuída en ideas protestantes.

A mí me resultaba un poco pesada con sus disertaciones sabias acerca de Alemania.

Siempre me figuré que quería imitar a madama Stael.

La de Montrever la llamaba por su nombre, Corina, y ésta a su amiga, Gilberta.

Las dos damas eran las estrellas del salón.

En una corte, madama de Montrever hubiera brillado más que su amiga; pero en una ciudad pequeña la belleza exuberante de la alemana eclipsaba el tipo espiritual y satírico del ama de la casa.

Las otras señoras que acudían a la reunión eran ya damas respetables, y algunas muchachas solteras.

Entre las señoritas, Magdalena Angennes, la sobrina de Saint-Trivier, vivía en pleno romanticismo. Leía los versos de Ossian y tocaba el arpa.

A mí me decía que, a pesar de ser pequeño de estatura, debía llevar bien la espada. Me hubiera gustado presentarme ante ella a caballo y con uniforme.

Otras dos señoritas frecuentaban la casa: la señorita de O'Ryen y la de Harcourt.

La de O'Ryen era la nieta de un francés emigrado, en tiempo de la Revolución, a Irlanda.

La madre de esta muchacha se había casado con un irlandés.

Leopoldina O'Ryen parecía una mujercita muy seria y formal.

Su amiga Margarita Harcourt era muy viva e inteligente, pero coqueta como pocas. Vestía siempre trajes vaporosos y tenía dos o tres novios a la vez.

Madama de Montrever y todas las señoras, al saber que yo sabía música, me hicieron tocar muchas veces la clave, y cuando les indiqué que tenía una guitarra me obligaron a llevarla y a cantar.

Pocos días después, madama de Montrever me dijo [30] que si entre los oficiales españoles de buenas ideas conocía alguno distinguido, podía llevarlo a su tertulia.

Como muchas veces con la desgracia pierde uno los sentimientos delicados y se convierte el más correcto en un hombre sin decoro, yo vacilé en hablar a los compañeros míos, y, por último, le invité a ir a casa de Montrever a un tal Fermín Ribero.

Ribero era un muchacho inteligente y digno, aunque muy poco religioso.

Le presenté en casa de los Montrever, y el primer día tuvo una acogida fría entre las damas.

Yo noté que lo trataban con cierto despego, y pensé sería costumbre en ellas recibir así a un desconocido; pero luego me confesó madama de Montrever, con su ironía burlona, que el poco éxito de mi amigo Ribero entre las damas dependía de que era rubio, con un tipo común de suizo o de francés, y las señoras y señoritas esperaban un español, moreno y lánguido, con aire de árabe.

A pesar de esta primera impresión, Ribero siguió visitando la casa y se hizo amigo de todos. Bromeaba con las muchachas y con las señoras; les contaba historias y murmuraciones del pueblo. Se le llegó a considerar hombre muy divertido.

Un día Ribero me dijo que madama de Montrever le había indicado que él y yo debíamos hacer la corte a la señorita d'Harcourt y a la de O'Ryen, que tenían un bonito dote: doscientos cincuenta mil francos una, y más la otra.

Ribero dijo que él no sentía vocación para casarse; prefería hacer el amor a madama Hauterive o a la de Montrever.

—¿A madama Montrever, estando casada?—le pregunté yo con asombro.

—¡Eso qué importa!—me replicó él, con una indiferencia que me dejó asustado—. Lo que debemos hacer nosotros es dedicarnos a ellas. Tú, escoge. Si tú te de[31]dicas a Corina, yo me dedico a Gilberta, o al contrario. A mí me es igual.

—Amo con toda el alma a una mujer y no puedo hacerla traición ni aun con el pensamiento—le dije.

Ribero se echó a reír.

En Carnaval de 1812 representamos, en el hotel Montrever, Le bourgeois gentilhomme, de Molière. El principal papel de la comedia, monsieur Jourdain, lo hizo el cuñado de madama Montrever, el conde de Lannerac, y lo hizo muy bien.

La dama joven, la hija de monsieur Jourdain, fué la señorita de Harcourt, que estuvo admirablemente; Dorimena, madama Montrever, dió al tipo la elegancia suya y su gran distinción, y madama de Lateyzonniere, una señora joven y muy sonriente, tomó a su cargo el papel de la mujer de Jourdain.

Ribero hizo del maestro bailarín que dice que la ciencia del baile es la más importante de todas las ciencias, y yo, del profesor de esgrima; y luego salimos los dos de españoles, recitando:

Sé que me muero de amor
y solicito el dolor.

Tanto Ribero como yo tuvimos un gran éxito en nuestros respectivos papeles.

Después de la función se organizó un baile, en el cual lucimos todos el traje que habíamos sacado en la comedia.

En el pueblo se habló mucho de esta fiesta, y los bonapartistas, dirigidos por el senador barón de Doneville, su jefe, y los republicanos, por un farmacéutico, monsieur Vertot, y por un almacenista de maderas, monsieur Meyer, se encargaron de propalar maliciosos rumores.

El Independiente de Chalon, una hoja clandestina de los liberales, habló del baile del hotel Montrever como si hubiera sido una bacanal.

[32] A renglón seguido, para realzar la odiosidad de los aristócratas y realistas, hizo un cuadro, ennegrecido a propósito, acerca de la miseria que reinaba en Chalon, y pintó dos o tres escenas lamentables de frío y de hambre.

«Mientrastanto—concluía diciendo El Independiente—, los realistas, los traidores de Coblenza, los amigos de Austria y de Metternich se entregan a la orgía en unión de oficiales extranjeros enemigos de Francia...»

Así se engaña al pueblo y se le dan instintos de odio y de venganza.


VI
EL CHATEAU DES AUBEPINES

Durante una larga temporada no se oyó hablar entre los españoles prisioneros del depósito de deserción alguna. Al mismo tiempo, los asuntos del Imperio iban bien, y el Gobierno francés ordenó se nos tratara con más dulzura que al principio.

Se nos dieron licencias para salir al campo. Al terminar la primavera de 1812 estuvimos Ribero y yo invitados a pasar unos días en una finca de los Montrever: el Chateau des Aubepines.

Ribero se las prometía felices; pensaba que íbamos a hacer le diable a quatre, como dicen los franceses: la de Montrever, la de Hauterive, él y yo.

Yo, algo contagiado con su plácido cinismo, le dije que no se hiciera ilusiones, y él contestó:

—Tú, déjalo a mi cuenta.

Hicimos el viaje, acompañando a monsieur de Montrever, a su mujer y a sus hijos y a madama de Hauterive.

Ribero y yo íbamos a caballo escoltando el coche.

El tiempo estaba espléndido.

Teníamos que cruzar la Bresse. La Bresse es una antigua región que formaba en otro tiempo parte de la Borgoña. Es tierra de llanuras calcáreas, que se interrumpe con los primeros macizos montañosos del Jura. [34] Había llovido algo, y esto nos evitó en el viaje el polvo del camino.

Nos detuvimos en un pueblo llamado San Marcelo, donde hay una antigua abadía en la cual se encuentra depositado el cuerpo del famoso Abelardo, el amante de Eloísa.

Almorzamos en el campo cerca de Sermesse; cenamos en Bellevue, y para la noche estábamos en el Chateau des Aubepines.

Todo el mundo sabe que el chateau francés no corresponde exactamente al castillo español.

El castillo español, en general, es guerrero, procede del feudalismo y de las luchas con los moros; existen también en España castillos del Renacimiento con planta de palacios o casas fortificadas, como los de Segovia, Avila y Salamanca; pero hay pocos de éstos en el campo. En cambio, en Francia, además del castillo guerrero y del de lujo de las ciudades, hay mucho chateau en la campiña que no conserva ningún aspecto militar ni estratégico.

El Chateau des Aubepines era una hermosura por lo grande y lo maravillosamente situado. Tenía varios pabellones con sus monteras de pizarra, cuatro torres redondas acabadas en tejados cónicos, y grandes ventanas en los muros, cubiertos de hiedra.

Los antiguos fosos del castillo habían sido rellenados de tierra y convertidos en un gran jardín, limitado por una verja.

Por dentro, la casa era espaciosa, cómoda, de inmensas habitaciones; los suelos, de madera brillante; las chimeneas, de piedra, y los muebles, pesados. Rodeando la casa se extendía en una gran distancia un parque magnífico con árboles centenarios y macizos de hierba a estilo inglés.

Cerca, en una colina, se veían las torres derruídas de un antiguo castillo, y en el fondo se destacaban montes de la cordillera del Jura.

[35] Al llegar al Chateau des Aubepines íbamos todos bastante cansados del viaje y nos retiramos a las habitaciones que nos destinaron.

En aquella posesión pasamos una temporada magnífica. Yo, a los ocho días, me encontraba fuerte, como no me había sentido desde mi salida de Zaragoza.

Ribero y yo acompañábamos a madama de Montrever y a la de Hauterive.

Teníamos bastante confianza con ellas para llamarlas por su petit nom: a la una, Gilberta, y Corina, a la otra. Ibamos con frecuencia de excursión a los pueblos próximos y a una posesión que tenía madama de Hauterive en el mismo país, aunque ya dentro de la zona montañesa, que se llamaba el Chateau la Foret, porque estaba en medio de un gran bosque.

El Chateau la Foret no era tan hermoso como el de la familia Montrever; pero el sitio donde se encontraba era más agreste y salvaje y traía a la imaginación ideas de luchas trágicas de los tiempos feudales.

Varias veces en estos paseos tuvimos que entrar en ventas y alquerías a almorzar, por encontrarnos lejos de casa. A veces también, como nuestra bolsa de oficiales proscritos era tan mezquina, teníamos que dejar, con gran rubor por mi parte, que pagaran las señoras.

Yo solía discutir con las dos damas, a pesar de que Ribero me hacía callar.

Siempre me han desagradado estas personas sarcásticas que nada respetan, que atacan con sus ironías lo más sagrado de la vida, sin pensar que, aunque el bufón arrastre por el lodo la piel del armiño, será ésta el símbolo de la pureza y de la blancura.

Madama de Montrever, al oírme, se reía a carcajadas y me abrumaba con sus burlas.

—Mi querido Arteaga, siempre tan caballeresco—exclamaba.

Un día que la encontré sola, Gilberta me contó su vida, me habló con tristeza de su infancia, de sus amo[36]res con un joven, amores que había contrariado la familia, y de su matrimonio de conveniencia con Montrever. Nunca la había visto tan triste, tan melancólica. Entonces comprendí que su ironía era en el fondo amargura que le brotaba del alma, amargura que no había podido borrar el tener dos niños tan hermosos y el llevar una existencia fácil y rica.

Una semana después, una tarde de junio, de calor, en que monsieur de Montrever y sus hijos habían ido a una finca próxima, después de un largo paseo a caballo, tuvimos una cena íntima en un pequeño gabinete Gilberta, Corina, Ribero y yo. Las dos damas estuvieron muy serias al principio.

Nuestra madama Stael defendió que una mujer puede tener la honorabilidad en los mismos asuntos que el hombre, y que si la Naturaleza le hace obedecer a sus deseos de amor, no por eso deja de ser una persona honrada.

Yo me permití llevarle la contraria y decirle que no, que el honor de una mujer está únicamente en su honestidad, en su virtud, en obedecer a sus padres, y si está casada, a su esposo...

Madama de Montrever me miraba con tan marcada ironía que me desconcertó.

—¿Por qué me mira usted así, Gilberta?—le dije—. ¿No cree usted lo que digo?

—Gilberta, como yo—replicó Corina—, cree que eso que dice usted es un poco vieux jeu. Estaría bien en un libro de Fenelón.

—No; en este momento no quiero pensar en nada—contestó madama Montrever.

Corina, aficionada como era a las disertaciones, se puso a filosofar acerca del amor, sentimiento del cual tenía una idea muy materialista y muy sensual, que a mí, a pesar de ser hombre, me disgustaba.

Al levantarse de la mesa Corina, madama de Montrever la cogió por la cintura y la sentó en sus rodillas.

[37] —A mí me gusta ver así cerca a una mujer hermosa—dijo madama de Montrever—, y acariciarla y mirarla.

—Pues a mí me gustaría más estar en las rodillas de un muchacho—dijo Corina tranquilamente.

—¡Ah, pícara! ¡Ingrata!

—¡Qué quieres, mi querida Gilberta!—replicó la alemana—. Soy más natural que tú, más primitiva.

A los postres las dos damas, después de haber bebido una copa de champagne, nos pidieron un cigarrillo y se pusieron a fumarlo.

Madama de Montrever lo tiró pronto, con disgusto; abrió la ventana y se puso a respirar el aire frío de la noche. Corina hizo lo mismo, y vi que el brazo de mi amigo Ribero pasaba alrededor del talle de la alemana.

—¡Cuánta vida! ¡Cuánto esfuerzo misterioso de todos los seres hay en una noche como ésta!—exclamó madama de Montrever—. Las plantas, los gusanos, las hormigas... Me da como el vértigo pensarlo.

—Es la Naturaleza—dijo Corina.

—Es la obra de Dios—repuse yo.

—En el fondo es lo mismo—replicó la alemana.

—¡Cómo lo mismo!—pregunté yo.

—Sí; Dios es para los niños y para los pobres de espíritu lo que es la Naturaleza para los filósofos.

—¿Y es Dios o es la Naturaleza el que ha dicho: amaos los unos a los otros?—preguntó Ribero—. Yo creo que, sea uno u otra, el precepto es digno de ser seguido.

Yo iba a protestar de su irreverencia, cuando madama de Montrever me dijo:

—Calle usted.

—¿Qué hay?

—Esa estrella que ha pasado. Dicen que si uno pide algo en ese momento se le concede.

—¿Y usted lo ha pedido?—dijo Ribero.

—La verdad, no he sabido qué—contestó ella.

Madama de Montrever me miró con sus ojos claros y [38] brillantes. Yo estaba turbado. Luego comenzó a recitar una poesía de Parny: «La primavera de las flores»:

Printemps chéri, doux matin de l'année
console-nous de l'ennui des hivers;
reviens, enfin, et Flore emprisonnée
va de nouveau s'élever dans les airs.

Como yo conocía estos versos por habérselos oído a ella, seguí recitando:

Qu'avec plaisir je compte tes richesses!
Que ta présence a de charmes pour moi!
Puissent mes vers, aimables comme toi,
en les chantant, te payer tes larguesses!

Corina, acercándose a nosotros, añadió:

Déja Zéphire annonce ton retour.

Y después, olvidándose de la poesía, llamó a mi amigo en voz alta.

—¿Ribero?

—¿Qué quiere usted?

—Vayan ustedes, su amigo y usted, a su cuarto. Van a tener una sorpresa.

Ribero me agarró del brazo y salimos del gabinete. Entramos en el pasillo y me dejó en mi cuarto. Al cerrar la puerta murmuró:

—Ellas decidirán.

Luego se marchó. Estuve unos minutos anhelante, lleno de turbación. De pronto se abrió la puerta y apareció madama de Montrever en mi cuarto...

¿Para qué insistir en este momento poco honorable de mi vida? No lo he querido callar, para que el descendiente mío que lea mi historia sepa que yo tampoco fuí virtuoso.


VII
PROYECTOS DE FUGA

La vida muelle del Chateau des Aubepines se terminó con una orden del comandante del depósito para que volviéramos en seguida a Chalon.

Como he dicho, el final del año 1811 y la primera mitad del 12 se pasaron sin oír hablar de deserción alguna; en cambio, durante el principio del 13, las fugas se hicieron tan frecuentes, que el Gobierno francés tuvo que tomar medidas severas para impedirlo.

El empleo de esta medida fué contraproducente, pues muchos que hasta entonces no habían tenido nunca el proyecto de escaparse, viendo el rigor con que nos trataban, prefirieron exponerse a ser cogidos y encerrados en un fuerte, a quedar sujetos a tan bárbaro despotismo.

Había entonces que acudir a tres listas diarias; no se podía salir de la ciudad con ningún pretexto, y era indispensable estar encerrado en el cuarto desde el anochecer.

El comandante del depósito nos trataba más como a presidiarios que como a oficiales y a hombres de honor.

Sobre todo, a Ribero y a mí nos distinguía con su odio, y cuando estábamos delante de él, hablaba, como si no se refiriese a nosotros, de las damas de la aristocracia, que eran unas tales; de sus maridos, adornados de cuer[40]nos, y de los amantes sinvergüenzas que iban a explotar su físico.

Varias veces estuve a punto de provocar una explicación; pero Ribero me contuvo.

Exacerbados por el mal trato, Ribero y yo intentamos fugarnos. Tratamos de informarnos del medio de que los otros se valían para evadirse; pero esto no era fácil ni para Ribero ni para mí; primeramente, porque estábamos un tanto aislados de los compañeros y, después, porque todos los que se escapaban ponían gran cuidado en ocultar los procedimientos utilizados por ellos para no ser descubiertos, y al mismo tiempo para que sus íntimos amigos pudiesen aprovechar idénticas circunstancias.

Tras de algunas indagaciones, supimos que el camino por donde varios se habían ido últimamente era el que sigue el río Saona; también nos enteramos del nombre de algunos guías.

Era indispensable obrar con cautela; pues si el comandante sospechaba algo, por primera providencia lo zampaba a uno en la cárcel pública, y después, conducido por gendarmes, lo enviaba, de pueblo en pueblo, hasta un recinto fortificado.

Estos casos se repetían muchas veces con oficiales que no pensaban escaparse, pero a quienes denunciaban como si tuvieran tales intenciones.

Era necesario desconfiar de los guías, porque dos o tres de ellos, comprometidos con los españoles, los delataron después a la policía.

Entretanto avanzaba el invierno, época en la cual es imposible emprender un viaje largo y atravesar los Altos Pirineos por en medio de la nieve.

Ribero encontró una proporción, que durante algún tiempo nos llenó de esperanza. Un amigo de su padre, un tal Jordá, comerciante de Barcelona, poseía una hacienda en las inmediaciones de Perpiñán, confiada a un administrador.

[41] Se escribió al señor Jordá, diciéndole que preguntara a su administrador si nos podría tener en su casa, y se le dijo que nos contestara de una manera especial y con frases convenidas, pues todos los papeles y cartas que recibíamos eran examinados por el comandante del depósito, y si éste encontraba algo sospechoso, le podía costar a uno ir a la cárcel.

El administrador de la finca de Perpiñán contestó al señor Jordá diciendo que estaba conforme en darnos albergue en su casa.

Comenzamos a hacer nuestros preparativos, cuando mi amigo Ribero recibió la orden inmediata de partir para el depósito de Besanzon.

Sin duda, la correspondencia suya con Barcelona produjo alguna sospecha en el comandante.

Como Ribero había llevado el negocio, y yo ni sabía el nombre ni las señas del administrador de Perpiñán, tuve que dar el proyecto por fracasado.


VIII
AVIRANETA EN CHALON

En el transcurso de la primavera y del verano de 1813 se escaparon muchos oficiales del depósito; pero casi todos fueron cogidos y encerrados.

Los castillos estaban llenos de militares españoles. Yo no sabía qué determinación tomar; de mi familia no tenía noticias; ni del paradero de mi novia.

No iba tampoco a visitar a madama de Montrever, porque esta señora me había dicho que no fuera a su casa mas que muy de tarde en tarde. Corina, que venía algunas veces a verme, me contó que había entrado de preceptor de los niños de Montrever un cura joven, hijo de una antigua criada de la familia, y que este curita se estaba haciendo el dueño de la casa. Corina me dijo que veía poco a su amiga, y afirmó con desdén:

—Gilberta acabará siendo devota.

La soledad, el tiempo triste de otoño me hicieron desear la muerte.

Mi única distracción era hablar con Camila, la hija menor de mi patrona. La pobre muchacha sentía alguna inclinación por mí y me atendía con cariño.

En estas circunstancias, un día se me presentó Antoine, el mozo, a decirme que un abate me estaba esperan[44]do. Supuse si sería algún amigo de los Montrever; me vestí, salí al salón de la casa y ¡cuál no sería mi asombro al encontrarme con Aviraneta!

—¡Eugenio! ¡Con ese traje! ¿Es que Dios te ha llevado por el buen camino?

—No, no—me dijo él con sorna—; soy tan cura como tú; es decir, algo menos que tú; pero por una serie de circunstancias, enojosas y largas de contar, he tomado este disfraz. Vengo enviado por tu madre para ayudarte a salir de aquí.

—¿Está bien mi madre?

—Muy bien.

—¿Y mi novia? ¿Sabes algo de ella?

—Me han dicho que está en un convento.

—¡Ah! Por eso no contestaba a mis cartas. Me consuelas. Ya estoy más tranquilo.

—¿Pero cómo no has intentado escaparte?

—Lo he intentado; pero todos mis intentos han fracasado. Los Pirineos están muy lejos.

—Bueno; pero ahora hay otro camino posible para huír.

—¿Cuál?

—El de Suiza. No hay mas que veinticinco o treinta leguas que recorrer.

—Sí, pero las fronteras están muy guardadas, y como Suiza está aliada con Francia, aun después de pasadas las líneas fronterizas hay el riesgo de ser entregado a los franceses.

—No, ahora no—replicó Aviraneta—. Después de la batalla de Leipzig y de la disolución de la Confederación del Rhin, Suiza se ha declarado neutral en la guerra con los aliados.

—No lo sabía.

—Sí; y por lo que dicen, a los españoles que han llegado allí los han acogido bastante bien y proporcionado los papeles necesarios para continuar su camino. Así que la única dificultad es pasar las treinta leguas [45] que hay de aquí a la frontera. ¿Tú conoces los alrededores?

—Sí, en parte.

Expliqué a Eugenio el camino de la Bresse y la situación del Chateau la Foret.

Madama de Hauterive me había dicho que ella iba a pasar parte del invierno en su castillo y que me ofrecía hospitalidad en él.

—Si me dieran licencia como enfermo podía ir al Chateau la Foret y de allí fácilmente entrar en Suiza.

—No la pidas, porque no te la darán y suscitarás sospechas—dijo Aviraneta.

—Entonces, ¿qué hago?

—Puesto que tú conoces bien este país, arréglatelas como puedas para salir de Chalon y llegar a Lons-le-Saunier. Allí estaré yo y mandaré a mi antiguo asistente Ganisch a Saint-Laurent para que prepare el paso a Suiza.

—Yo no tengo dinero—le dije.

—Toma quinientos francos.

Y Aviraneta, con gran asombro por mi parte, me dió un montón de monedas de oro.

Decidimos comunicarnos por un sistema especial que me enseñó Eugenio. El mandaría una carta de amor, y entre líneas las instrucciones.

Después de quedar conformes, Aviraneta se fué. Le vi marchar por la calle con aire humilde, de cura, y doblar la esquina.


IX
DIFICULTADES

El invierno se presentó frío y cruel. Ya estábamos a principios de diciembre, y algunas personas, a quienes había yo confiado mi proyecto de marcha, me decían que era el mayor absurdo que podía hacer.

En esta época, todas las montañas del Jura y de los Alpes están cubiertas de nieve y es difícil atravesarlas no siguiendo el camino real. Por éste no se podía entrar ni salir de Francia mas que con documentos en regla, y había, no una, sino triple fila de puestos de guardia para registrar a cuantos pasaban.

Tales observaciones no me movieron a renunciar al plan, y comencé a dar pasos para agenciarme un carricoche en el cual salir del pueblo.

A mediados de diciembre recibí carta de Aviraneta; su amigo Ganisch, situado en Saint-Laurent, tenía ya hechos los preparativos necesarios para atravesar los Alpes.

Hacia el final de diciembre o principios de enero llegó a Chalon una noticia importante. Los aliados habían pasado el Rhin por Basilea y avanzaban a marchas forzadas hacia Belfort y el Franco-Condado. La noticia consternó al vecindario.

[48] Todo el mundo se figuraba de un momento a otro ver a las tropas enemigas apoderándose de las casas del pueblo y saqueándolas.

Yo temía que el Gobierno francés nos hiciera salir de Chalon a los oficiales españoles, o que tomase nuevas precauciones para impedir nuestra deserción.

Seguí con mis diligencias para alquilar un coche. No era esto fácil, ni mucho menos.

Todos los alquiladores tenían orden expresa de no dejar carruaje a ningún oficial prisionero.

El ir a ver a los almacenistas de coches era cosa comprometida; había el peligro de ser delatado por algún patriota o, sencillamente, por un hombre de mala intención.

Varios días empleé en tratos con los cocheros; pero no pude encontrar quien me prestara un vehículo. Unicamente un labrador me alquiló un cabriolé sin caballo, porque él no tenía sitio donde guardarlo.

La patrona, madama Hocquard, me dijo, por entonces, que los prusianos habían entrado en Ginebra y se acercaban, avanzando rápidamente. Debían de ser las fuerzas de los generales Blucher y Schwarzenberg, que, cruzando por el Franco-Condado, fueron a reunirse a la meseta de Langres, para desde allí marchar sobre París a restaurar la monarquía legítima.

El pueblo estaba espantado; los bonapartistas aseguraban que todo se iba a arreglar al momento; pero los medios de arreglo faltaban; no había ejército francés por aquella parte, y los aliados podían llegar a Chalon en una semana sin dificultad.

Antoine, el mozo, me daba noticias, recogidas en la calle, del avance de los enemigos y de sus supuestos planes. A mí me preocupaban más los proyectos de los franceses.

—¿Qué harán con nosotros, con los emigrados?—le preguntaba.

—Unos dicen que les van a obligar a ustedes a salir [49] de Chalon; otros, que les dejarán aquí para impedir que los aliados hagan daño en la ciudad.

En medio de esta confusión yo seguí en mis trabajos para agenciarme caballos. Aviraneta me decía que me esperaba.

En vista de los muchos obstáculos y de los nuevos acontecimientos consulté con madama de Montrever.

Ella era de la opinión que aguardara la llegada de los ejércitos monárquicos.

Esto le parecía lo más prudente.

Escapándome por un camino por donde se iban a retirar todas las partidas de tropas y gendarmes que abandonaban los puntos de la frontera me exponía a ser preso.

Madama de Montrever suponía que en este caso lo pasaría malamente, pues las fuerzas fugitivas traerían un espíritu natural de venganza contra los extranjeros.

—¿Y usted qué cree que debía hacer?—le dije.

—Yo, como usted, me ocultaría en una casa cualquiera hasta que entraran los defensores del rey legítimo.

Este consejo hubiera sido excelente con la seguridad de que el Gobierno francés no iba a tomar disposiciones nuevas respecto a nosotros y sabiendo que los aliados podían entrar en seguida; pero los aliados estaban aún a más de veinte leguas y no se sabía los obstáculos que hallarían en su marcha.

Era muy probable también la llegada de fuerzas imperiales a disputar el paso del Saona, y que los franceses cerrasen las puertas de Chalon y se dispusieran a defenderse en un largo sitio.

Estas consideraciones me obligaron a persistir en mis proyectos.

Al día siguiente, por la mañana, fuí a buscar un amigo de mi patrona, monsieur Martin, hombre muy honrado, y le encargué buscase un caballo para mi cabriolé.

Monsieur Martin me dijo hablaría a un conocido[50] suyo, cochero, y me daría la respuesta a las doce de aquel día.

Yo me encontraba en un estado de impaciencia grande. Aviraneta me escribía dándome prisa. A cada instante llegaban noticias contradictorias de la posición del ejército aliado; los unos decían que los austriacos se encontraban solamente a quince leguas; los otros, que al día siguiente entrarían en Chalon; no faltaba quien aseguraba que aun no habían pisado el Franco-Condado.

Con estas noticias, todos los emigrados estábamos presa de la mayor agitación. Al salir de la lista diaria fuí a saber la respuesta de monsieur Martin. El hombre de los caballos había ido a conducir un carruaje a una casa de campo, a dos leguas de Chalon, y no volvería hasta la noche.

A media tarde me hallaba en casa de monsieur Montrever, cuando oímos el redoblar de tambores y ruido de gente en la calle; salimos al balcón; se veía una multitud reunida hablando entre sí, con aire satisfecho; se envió a un criado para que se enterase de la causa de esta algazara, y al cabo de un momento volvió diciendo acababa de llegar de Lyón la noticia de la paz con España. Unos momentos después se iba a publicarla con todo aparato.

Monsieur y madama Montrever me felicitaron por mi libertad, y los franceses conocidos, en la calle, me dieron la enhorabuena.

La gente, sobre todo los bonapartistas, se mostraban satisfechos; suponían que los miles de hombres empleados en la guerra de España volverían a Francia a luchar contra los austriacos, rusos y prusianos.

Quise enterarme bien de la certeza de la noticia y fuí al Ayuntamiento. Había allí un tropel de hombres y mujeres aguardando por si salía alguien a publicar la paz.

Tuve la suerte de ver a un camisero conocido mío,[51] monsieur Frontenard; llevaba una copia de la carta que había producido tanto revuelo en el pueblo. Estaba escrita por el prefecto de Lyón al subprefecto de Chalon. Al parecer, un senador que acababa de llegar a Lyón había traído la noticia de la paz definitiva, concluída con España, y, a consecuencia de ella, las tropas francesas de ocupación de los Pirineos volverían a marchas forzadas a oponerse al paso de los aliados.

Por la carta comprendí que la noticia no era oficial; probablemente la habían echado a volar para tranquilizar la población; de todas maneras no iba a influír en la suerte de los emigrados.

Efectivamente, los días sucesivos tuvimos que seguir presentándonos a las tres listas como antes.


LIBRO SEGUNDO
RASTROS DE LA GUERRA

I
LA SALIDA DE CHALON

Una tarde, al anochecer, estaba contemplando a través del cristal la nieve; había perdido casi toda esperanza de salir de Chalon, cuando se presentó en mi casa Aviraneta, como días antes, vestido de cura.

Habló con mi patrona y entró en mi cuarto.

Me recriminó por mi tardanza en salir del pueblo, y yo fuí explicándole las dificultades con que tropezaba.

—Bueno; vamos a hacer una intentona—dijo él—; ven a cenar conmigo.

—¿Y qué hago con mis cosas?

—Déjalas aquí, o di que las recoja alguna persona conocida.

—Bueno. Pero tendré que avisar a la patrona.

—No; no avises nada. Dile solamente que hoy cenas conmigo y que vendrás muy tarde.

Lo hice así; salimos los dos y nos fuimos a la fonda. Cenamos, y después Eugenio me llevó a su cuarto, cogió una maleta, sacó del interior un vestido negro de mujer y lo extendió sobre la cama.

—¿Para qué es eso?—pregunté.

[54]

—Para ti.

—No me lo pongo.

—Ya lo veremos. Es sólo para salir del pueblo; inmediatamente que estemos fuera te lo quitas.

—¿Pero cuándo vamos a partir?

—Por la mañana, cuando aclare; el coche espera en la cuadra.

Como Aviraneta era terco no quise entrar en discusiones.

—¿Tienes la seguridad de salir de Chalon?—le dije.

—Sí.

—¿Cómo lo has podido conseguir?

—Amigo, los masones tenemos recursos secretos—contestó él con jactancia.

—¿No nos detendrán?

—No, no; puedes estar tranquilo.

—Si es así, bueno.

Pasamos toda la noche charlando, esperando a que aclarara. El tiempo estaba horrible; llovió, nevó, venteó con fuerza, y sólo al amanecer fué serenándose. Escribí yo una carta a mi patrona despidiéndome de ella y de sus hijas.

Luego, Eugenio me ayudó a vestirme de mujer, y al alba salimos a la calle.

En la puerta de la fonda encontramos un coche y al cochero, que estaba enganchando.

—Buenos días, Juan—dijo Aviraneta.

—Buenos días, señor abate. ¿Lleva usted a su sobrina?

—Sí; al fin se ha convencido. ¿Estamos ya?

—Sí, señor abate; pueden ustedes montar.

Subimos al carruaje. Las calles estaban muy obscuras, cubiertas de nieve, envueltas en niebla. No se oía más ruido que el agua al caer de los canalones a las aceras.

El coche marchaba en silencio.

Atravesamos despacio la ciudad, pasamos el puente[55] y el barrio de Saint-Laurent; no había un alma por las calles. Al acercarnos a la puerta de San Marcelo, la única por donde se podía salir, nos la encontramos cerrada.

—Me habían dicho que se abría al amanecer—murmuró Aviraneta, preocupado.

Un vecino se acercó y Eugenio le dijo:

—¿No es hora de que la puerta esté abierta?

—Sí—contestó el vecino—; sin duda, al guardián se le han pegado las sábanas; yo lo despertaré.

Estaba temblando y temiendo que el guardián tuviese alguna orden para preguntar o pedir pasaportes; mas que nada, por el ridículo que caía sobre mí.

Salió el vecino con el guardián, y éste se puso a abrir la puerta.

—¿Sin duda no creía usted que con tal mal tiempo tendría nadie ganas de viajar?—le preguntó Aviraneta.

—No, señor abate; el tiempo no convida a viajar.

—Gracias, muchas gracias.

Pasamos la puerta.

—¿Por qué no le has dado algo?—le dije a Eugenio.

—¡Un cura dando dinero! Eso sería ponerse en contra de todas las tradiciones.

—¿Este hombre es de los vuestros?—le pregunté a Aviraneta al cabo de un momento.

—¿De cuáles?

—De los masones.

—¡Ca, hombre!

—Entonces, ¿qué preparativos tenías hechos?

—¡Yo!... Ninguno.

—¿Así que hemos salido al buen tuntún? ¡No tenías preparado nada! Y si me cogen a mí así vestido me pongo en ridículo. Me están dando ganas de volverme.

—Sería peor—me dijo Aviraneta tranquilamente—. La cuestión era salir de Chalon; ahora, ya fuera, no nos pueden detener; tengo un salvoconducto para los dos.

Pasamos el puente de piedra inmediato a la puerta[56] de San Marcelo; en seguida, el arrabal de este mismo nombre, y luego, otro puentecillo sobre un brazo del Saona, y embocamos la calzada, que tiene tres cuartos de legua de largo y es la única vía que hay para cruzar la Bresse.

Al fin de la calzada de San Marcelo sigue el camino que va al Franco-Condado.

Aquel día la carretera estaba infranqueable por la nieve y el lodo. Las ruedas del coche se hundían hasta los ejes.

Yo pensaba que en el camino encontraríamos tropas de regreso de la frontera, y se lo advertí a Aviraneta para que dijera al cochero que corriese.

—El cochero no puede hacer más—replicó él—. Hay que dejarle.


II
LA MAÑANA

Marchamos despacio, muy despacio. Yo no sé cómo no me morí de impaciencia. Recorrimos la calzada y llegamos a Saint-Marcel.

Al entrar en este pueblo empezaba a ser de día; la gente estaba ya levantada, y al ruido de los caballos y del coche salían todos a las puertas, creyendo que entraba el enemigo.

Atravesamos la aldea entre la expectación pública, y dejando el camino real del Franco-Condado, tomamos otro a la izquierda, más pequeño y de menos tránsito.

Pasamos por Bay y Dameray, pueblecitos pequeños que estaban cubiertos de nieve, y seguimos adelante.

Preguntamos a los campesinos que encontramos si se sabía por dónde venían los aliados. Cuando nos decían que estaban a diez o doce leguas aparentábamos gran temor.

A las nueve y media llegamos a Sermesse y nos detuvimos en una posada para tomar un bocado.

El posadero, un buen hombre grueso y rojo, hablaba a gritos. Se manifestaba indignado de la insolencia de los austriacos. Cualquiera hubiese dicho al oírle que la guerra era una cuestión de etiqueta.

Nos trajeron un buen almuerzo, y Eugenio comió y trincó de lo lindo. Yo estaba avergonzado con mi disfraz.

[58]

—La pobre señorita no tiene apetito—dijo varias veces el posadero.

Aviraneta, con la boca llena, me decía:

—Te advierto, hija mía, que los pollos de este país tienen fama.

Mientras estábamos comiendo, se presentó un caballero, que pidió también de almorzar, y se puso a mirarme con aire de impertinencia. Luego comenzó a preguntar a Aviraneta noticias de Lyón.

Me figuré que debía ser algún empleado del Gobierno. Efectivamente; supimos que era el subprefecto del Dôle, que se retiraba a Chalon porque los aliados se acercaban y no quería llevar las cuestiones de etiqueta hasta aguardarlos en su subprefectura.

A las diez y media, y con mucha calma, ordenamos al cochero que preparase los caballos.

Aviraneta me dijo que ya se había supuesto en Sermesse que yo era una heredera rica y él un jesuíta.

Al pasar por un pueblecito llamado Frontenard oí dar las doce en el reloj de la parroquia, y recordé que en aquel momento se habrían enterado en el depósito de que yo faltaba. Probablemente, con las inquietudes naturales de la invasión, no se preocuparían en buscarme.

A las tres de la tarde cruzamos por Pierre, pueblo próximo a Bellevue.

Ibamos avanzando, cuando oímos detrás de nosotros el ruido de unos caballos que venían al galope. Alarmados, volvimos la cabeza. Eran cuatro caballos montados por criados de una finca inmediata que, sin duda, los habían sacado a pasear.

Poco después encontramos un grupo de aldeanos con cargas de leña en la cabeza. Les preguntamos si sabían dónde estaban los enemigos, y respondieron que habían oído decir que en Lons-le-Saunier. Como Lons está próximamente a seis leguas de aquel lugar, suponían que pronto los tendrían en los alrededores, y se disponían a hacer provisiones.


III
EN BELLEVUE

El cochero, al oír estas noticias, comenzó a dar muestras de intranquilidad, y preguntó a Aviraneta si no temía encontrarse con los aliados. Aviraneta se hizo el asustadizo, y luego agregó que, como los austriacos, si veían el vehículo lo decomisarían, era mejor que el cochero nos llevara a las puertas de Bellevue y después se volviera adonde quisiera.

Efectivamente: al acercarse a las primeras casas del pueblo el coche se detuvo; bajamos Aviraneta y yo, y el cochero se volvió rápidamente, fustigando a los caballos.

Al vernos solos, yo me quité rápidamente el traje de mujer y lo tiré entre unas matas.

—Ahora, vamos—dije.

—El caso es—murmuró Eugenio—que yo no he dicho en Bellevue que sea cura. Tendrás que vestirte tú de abate.

Me repugnaba este disfraz irrespetuoso, pero no tuve más remedio que acceder. Eugenio me dió la sotana y el sombrero y él se quedó de paisano.

En esta disposición avanzamos hacia Bellevue y entramos en una posada donde anteriormente había tomado cuarto Aviraneta.

Aviraneta dijo en la casa que el cochero nos había[60] hecho traición; que al oír decir que los aliados estaban en el pueblo, se detuvo asustado y nos obligó a bajarnos del coche.

La dueña de la casa, madama Fleury, se indignó contra el cinismo de los cocheros. Yo, a pesar mío, tuve gran éxito como abate.

Después de comer, salimos Eugenio y yo de la posada y fuimos a la plaza, llena de aldeanos y de curiosos que hablaban y discutían. En esto vimos, en medio de la multitud, un caballo ensillado, que por sus arreos parecía de un militar. Nos acercamos y luego entramos en un café de la plaza, debajo de los arcos. El mozo, en la puerta, permanecía contemplando la gente.

Al vernos, dijo:

—¡A buen tiempo vienen ustedes!

—¿Pues qué hay?

—Que ya está ahí un oficial austriaco.

—¿De veras?

—Sí; parece que acaba de llegar para preparar las raciones a un destacamento que va a venir esta noche. Ese caballo que está ahí es el suyo.

Yo estaba dispuesto a buscar al militar y hablarle, pero Aviraneta decía que no, que no debíamos acercarnos a la canalla austriaca.

Hacía un momento que habíamos entrado en el café cuando se oyó un gran barullo en la plaza. Salimos apresuradamente a los arcos.

—¿Qué pasa?—preguntamos.

—¡Los austriacos! ¡Los austriacos!—gritaba la gente—. ¡Ya están aquí! ¡Que vienen!

Fué una desbandada general; todo el mundo echó a correr; las puertas y ventanas se cerraron de golpe, se metieron los caballos en los patios y en las cuadras. El mozo cerró el café y quedamos nosotros dentro... Pasaron unos minutos de silencio... El galope de los caballos de los kaiserlicks no se oía por ninguna parte.

—No es nada—dijo Aviraneta al mozo—. Es el[61] miedo que se comunica. Nos asomamos a los arcos. Efectivamente, no venía nadie.

Poco después se abrió de nuevo una ventana; luego, un postigo; un vecino cambió unas cuantas palabras con otro; uno más osado se asomó al portal, y transcurrido un instante salieron todos a la plaza riéndose del pánico producido por la falsa alarma.

Volvimos a la posada, entramos en el comedor y saludamos a los amos de la casa.

Estábamos hablando con ellos cuando entró el oficial que habían tomado en el pueblo por austriaco. Era un militar francés que se retiraba y, al pasar por allí, se había detenido para ver a sus padres.

Este militar dijo que los aliados estaban a una legua de Lons-le-Saunier.

Cenamos, y acabada la cena me despedí del ama de la casa, que quiso que me acostase temprano, pues decía necesitaba descansar de la fatiga del día.

Aviraneta compró dos caballos y alquiló un guía práctico en aquellos contornos. Estuvimos en Bellevue día y medio, y al segundo, a las cuatro de la mañana, vino a llamarme Eugenio a mi cuarto. Dijo que no convenía nos viesen salir los vecinos del pueblo, pues podían entrar en sospechas. Me vestí a tientas, no queriendo encender luz por no despertar a nadie, y sin hacer ruido, salí a la calle.

Esperaban dos caballos ensillados y el guía. Montamos y echamos a andar detrás del hombre.

El guía se había comprometido a llevarnos por el camino de Lons hasta salir fuera de unos bosques espesos, en donde era muy fácil perderse.

El tiempo estaba frío; la noche, obscura; no había amanecido aún; nuestro conductor iba a pie, a una cierta distancia de nosotros, andando con mucho trabajo.

A cada paso nos encontrábamos con pantanos profundos, y el hombre salía de ellos ayudándose con un gran palo que llevaba.

[62]

Mucho nos compadecimos del infeliz al ver lo que trabajaba en un camino tan penoso.

Le dijimos que subiera en uno de nuestros caballos; pero él contestó que montado era muy posible que no conociese el terreno.

Después de andar cerca de tres horas por medio de bosques muy espesos y caminos impracticables salimos a campo raso.

Había aclarado y se veía ya nuestra ruta. Aviraneta dió un luis a nuestro guía, el cual lo cogió contento, como si fuera una fortuna.

Continuamos nuestro camino; pasamos por Arlay, pueblo del departamento del Jura y centro de las posesiones del príncipe de Chalon; subimos un monte en el cual hay un hermoso castillo; luego cruzamos por Saint-Germain en Bois, y llegamos al Chateau la Foret, donde nos presentamos a madama de Hauterive.


Nuestra Corina nos recibió amabilísimamente, y después de mostrarnos los cuartos que nos destinaba nos dijo que nos esperaba para almorzar. Nos presentamos Eugenio y yo en el comedor, y acabábamos de sentarnos cuando vinieron a decirnos que una partida de caballería austriaca atravesaba el campo.

Salimos a la ventana a ver aquellos famosos kaiserlicks.

Era una patrulla de doscientos hombres que iban a alguna descubierta. Llevaban todos capas blancas, lo que hacía un efecto muy raro y muy lujoso.

Pasaron al galope y los perdimos de vista.

Nos sentamos a la mesa, y después de almorzar nos preguntó Corina qué itinerario pensábamos seguir, y al decirle que íbamos por Suiza, subiendo luego por la orilla del Rhin, dijo que nos acompañaría, porque pensaba marcharse a Radstadt y nuestro camino era el suyo.

[63]

—Va usted a tener muchas molestias en el viaje—le advertí yo.

—No me asusta el frío ni el cansancio; probablemente me divertiré presenciando escenas que no he visto.

Aviraneta celebró la decisión de Corina, y quedamos de acuerdo en ponernos en camino los tres juntos al día siguiente.

Corina tenía un carricoche, pero no caballos, porque se los había decomisado un intendente austriaco.

Decidimos enganchar los nuestros y partir en el coche suyo.


IV
LONS-LE-SAUNIER

Al día siguiente nos pusimos en camino. Yo había sabido que el general en jefe de la columna austriaca, conde de Bubna, estaba en un pueblecito próximo llamado Poligny.

Prefería presentarme al conde que no al simple comandante que había en Lons-le-Saunier.

Aviraneta dijo que le parecía una tontería esta formalidad. A pesar de su opinión, Corina y yo convinimos en ello, y al salir del Chateau la Foret comenzamos a subir una cuesta muy empinada que va de Chateau-Chalon a Poligny.

De pronto vimos venir hacia nosotros una partida de caballería. Cuando estuvo cerca, el que iba a la cabeza de ella nos preguntó en francés, con una voz chillona, si aquél era el camino de Lons-le-Saunier.

Le contestamos que sí, y después le dije yo si sabía si el conde de Bubna estaba aún en Poligny.

—Ya no está—replicó él—. ¿Para qué lo necesita usted?

—Es que yo soy un oficial español fugado del depósito de Chalon.

—Pues yo soy el conde de Bubna—contestó él—. Voy a Lons. Esta noche preséntese usted en mi casa.

Saludé, y seguimos la comitiva del general hasta[66] Lons-le-Saunier. Llegamos a esta ciudad. Dejamos al carricoche en un cobertizo y fuimos nosotros a una posada.

Por la noche me presenté al conde de Bubna, quien me recibió en un salón muy elegante, vestido de tal manera y con tantos bordados que parecía una odalisca.

Me hizo mil preguntas sobre mi fuga; el número de españoles que había en el depósito de Chalon; si quedaban tropas francesas, y si preparaban alguna defensa contra los aliados.

Contesté a sus preguntas diciendo lo que sabía.

Después ordenó tomasen nota de nuestros nombres y nos diesen los papeles necesarios para seguir nuestro camino a Suiza, donde encontraríamos el cuartel general de los Emperadores.

Los documentos no nos los dieron en seguida.

Volví a la posada. A Eugenio se le había desarrollado un odio furioso por los austriacos, y cuando oía hablar de Emperadores, Altezas y Excelencias fruncía el ceño.

Corina se reía de las ocurrencias de Aviraneta.

Lons-le-Saunier estaba en aquel momento ocupado por los austriacos.

Las tropas no habían cometido grandes excesos, porque los habitantes, intimidados, no se atrevían a oponerse a nada. Metida en los rincones, la gente estaba sin salir a la calle.

Los soldados se habían alojado en las posadas y casas particulares, donde comían y bebían a discreción, sin que nadie intentase cobrarles lo más mínimo. Si necesitaban algo abrían las tiendas y cogían lo que les parecía.

Por la noche volví a casa del general a buscar nuestros pasaportes, y hubo que esperar al día siguiente para que nos los dieran.

Aquella noche la pasamos sin acostarnos en la posa[67]da, llena de tropa. Como la mayor parte de los soldados estaban borrachos, hacían tal ruido que no nos dejaron dormir.

Madama de Hauterive se vió muchas veces asaltada por soldados que la estrujaron y manosearon violentamente. Yo quise poner coto a tales brutalidades; pero viendo que ella se reía de estos excesos, no quise ser más papista que el Papa.

Al día siguiente, por la mañana, recogí nuestros papeles en casa del conde de Bubna.

Más tarde, al ir al cobertizo donde habíamos dejado el carricoche y los caballos, supimos que estaban embargados por el ejército invasor y que no había comunicación alguna, ni correo, ni diligencia.

Después de muchas indagaciones fuimos a ver a un oficial de Administración militar, y por trescientos francos rescatamos el carricoche y los caballos. Dimos nuestras más expresivas gracias al honrado oficial, y montamos en seguida en el carricoche.

Era al anochecer. Al sentarnos en los asientos nos dimos cuenta de que nos habían robado los almohadones.

Sin pensar en recobrarlos echamos a andar. Cruzamos las calles, ya a obscuras. Llovía. En todo el pueblo había una gran confusión por la continua entrada y salida de tropas. En las calles no se veían mas que soldados borrachos.

En un casa, dos muchachitas, medio desnudas, lloraban, mientras que una mujer desmelenada gritaba furiosa delante de un oficial austriaco.

Fácil era comprender lo ocurrido.

Nos alejamos rápidamente de Lons; cesó de llover y comenzó a nevar; después paró la nieve y salió la luna.

Su luz nos iluminaba perfectamente el camino en el campo nevado.

Al pasar por una pequeña alquería bajó Aviraneta y compró un montón de heno seco, que nos sirvió para[68] sentarnos encima y al mismo tiempo para cubrirnos los pies.

Seguimos nuestra marcha de noche, despacio, pero sin parar.

Empezamos luego a subir cuestas y más cuestas y a ascender por caminos en espiral, y cuanto más subíamos parecía que los puntos adonde debíamos llegar se alejaban también cada vez más.

La nieve se iba espesando a medida que ascendíamos.

Esto, unido al mal camino, hacía que fuéramos muy despacio.

Aviraneta sacó del bolsillo del gabán una botella de kirsch; bebimos los tres, y al poco rato Corina comenzó a cantar alegremente.

Después de haber recorrido unas seis horas llegamos a Sanyot, pueblo muy pequeño y muy pobre, sobre el Jura, a cinco leguas de Lons. Aquí nos detuvimos para dejar descansar a los caballos y almorzar.

El frío nos había dado un gran apetito.

Comimos; Aviraneta renovó la botella de licor y nos pusimos de nuevo en marcha.

Había ya tanta nieve y las pendientes eran tan rápidas, que los caballos patinaban y no podían avanzar. Al anochecer llegamos a Saint-Laurent, y apareció Ganisch, el asistente Aviraneta, vestido con pantalón corto, chaleco de Bayona y sombrero de copa.

A Corina le hizo mucha gracia el tipo y nos preguntó varias veces:

—¿De dónde han sacado ustedes este hombre?

—Es un español amigo mío—contestó Aviraneta, riéndose también.

Ganisch nos llevó a su posada. Pregunté al patrón si los aliados, al cruzar por allí, habían hecho mucho daño.

—¿Daño?—contestó—. Nos han comido y bebido lo que había, y algunos soldados sueltos han detenido a[69] los pasajeros que han encontrado en el camino cerca del pueblo y les han quitado el dinero y el reloj. A las mujeres las han violado.

El patrón añadió que debíamos avanzar con mucho cuidado y no ir por la carretera, aunque por otra parte tendríamos mucha dificultad para atravesar las montañas en coche, porque todos los caminos estaban cerrados con la nieve.

El hombre no era nada tranquilizador, y sus consejos no servían mas que para dejarle a uno inquieto.


V
EL TRINEO

Al día siguiente Ganisch, dando grandes voces, nos despertó bruscamente.

Era todavía de noche, pero se veía tanto como de día.

La luna brillaba hermosa en el cielo claro.

—Señal del frío que hace—dijo Aviraneta—y del que nos espera por esos montes.

A la puerta de la posada Ganisch tenía preparado el trineo.

Nos metimos los cuatro envueltos en nuestros abrigos; salimos de Saint-Laurent y continuamos nuestra marcha hasta que la mañana vino a mostrarnos un paisaje magnífico.

A pesar de los malos encuentros que nos pronosticaron no vimos a nuestro paso mas que unos cuantos soldados franceses alrededor de una hoguera ya consumida. Todos estaban destrozados y sin armas, excepto uno que llevaba un fusil.

Nos paramos al acercarnos a ellos, y un cabo, con los bigotes largos y amarillos, que dijo era parisiense, nos pidió algo para la compañía. Aviraneta le dió unos francos, y el soldado tuvo algunas toscas galanterías para Corina y un saludo militar para Aviraneta, a quien llamó generoso burgués. Nos alejamos de allí y seguimos adelante.

[72]

Desaparecieron las nieblas del amanecer, y el cielo quedó azul, sin una nube. El sol convertía la nieve en un conjunto de perlas resplandecientes.

Los grandes pinos, agobiados con su peso, dejaban ver por debajo sus ramas verdes de follaje.

En una extensión de blancura tan luminosa, con un cielo tan claro, todos los objetos parecían negros.

Apenas se podía percibir si hacía viento o no; pero el frío era tan sutil que se metía hasta los huesos.

Charlando alegremente, cantando a veces, siempre en acecho por si encontrábamos algunos kaiserlicks o gendarmes que vinieran a registrar nuestros bolsillos, llegamos a Morez, pueblo que aparecía negruzco en una hondonada cubierta de nieve.

Ganisch dijo que sería útil tomar un caballo más para subir la cuesta de un monte que llaman Les Rousses, cuesta bastante empinada y de más de una legua de larga.

En una granja todavía lejana de Morez alquilamos el otro caballo y lo enganchamos.

Mientrastanto salté yo del trineo para calentarme los pies, que los tenía helados, y fuí andando, sin darme cuenta, unos doscientos pasos, hasta acercarme al pueblo.

Al llegar delante de una casa me detuvo un hombre, preguntándome quién era y adonde iba. Yo le respondí que iba a Ginebra; me dijo que estaba de guardia, y me pidió el pasaporte, añadiendo que tenía orden de detener a todo viajero hasta que el alcalde examinase sus documentos.

—Bueno, pues avisaré a mis amigos—dije, y me acerqué al trineo con el guardia.

—¿Qué hay?—preguntó Aviraneta al verme llegar acompañado.

Expliqué lo que pasaba. Aviraneta torció gesto y de pronto preguntó:

—¿Está lejos la casa del alcalde?

[73]

—No, aquí cerca—contestó el guardia.

—Podemos ir en el trineo—le dijo Aviraneta—. Le haremos a usted sitio.

Efectivamente, se le hizo sitio al guardia.

Aviraneta tomó las riendas; los caballos comenzaron a marchar; luego, a trotar sobre la nieve helada, y a galopar, por último.

—¡Pare usted! ¡Pare usted!—gritó el hombre—. Ya hemos llegado, ya hemos pasado.

Aviraneta siguió sin hacer caso, fustigando a los caballos durante un cuarto de hora.

El guardia estaba furioso. Corina reía a carcajadas. Al fin se detuvo el trineo.

—Mi querido amigo—dijo Aviraneta al amoscado guardia—: nosotros no teníamos ningún gran interés en presentarnos a las autoridades de su pueblo. No crea usted que es una prueba de desdén, no. Es sencillamente prudencia por nuestra parte. Para usted, claro es, este paseo es un poco desagradable, pero le daremos unas monedas para que a la vuelta se caliente el estómago.

El guardia no sabía qué hacer. Aviraneta metió mano al bolsillo y sacó una monedita de oro.

—Puede usted elegir—dijo Aviraneta—entre marcharse incomodado y sin nada, o marcharse con dinero y contento. Ahora, si intenta usted detenernos, le daremos un golpe y le tiraremos en la nieve.

El guardia, medio enfurruñado y medio risueño, tomó el dinero y se fué.

Seguimos el camino; el viento fuerte producía una ventisca que nos azotaba la cara como si fuera polvo.

En la parte alta de la cuesta los caballos, a veces, metían los brazos en la nieve hasta el pecho. El camino estaba señalado por unos palos muy altos, puestos a intento, de distancia en distancia, para que se pudiera conocer su dirección aun cubierto por una gran nevada.

[74]

A las once llegamos a las Rousses; dejamos descansar a los animales, comimos, seguimos adelante y pasamos el cuello de Saint-Cergues. Estábamos ya en Suiza.

Pronto comenzamos a bajar la otra vertiente alpina, hacia el lago Leman.

A las cinco llegábamos a Nyón e íbamos a la fonda de la Cruz Blanca. Encontramos una excelente posada, buena cena, buen cuarto y un magnífico fuego.

En la fonda nos encontramos Corina y yo a un francés realista de Chalon, con el cual nos sentamos a la mesa.

La noche transcurría amablemente, cuando el realista y Aviraneta se pusieron a discutir con acritud. El realista acusaba a Aviraneta de mal español, porque deseaba el triunfo de Napoleón contra los aliados; y Aviraneta acusaba al realista de mal francés, porque aspiraba a que los extranjeros venciesen en su patria y realizaran los planes ultraconservadores de Metternich.

A punto estuvieron de desafiarse; pero terció Corina y los tranquilizó.

Cuando se fué el francés tuvimos que oír una serie de absurdos y de barbaridades de Eugenio.

—Esta gente enamorada del pasado—decía a Corina—, es gente estólida y cobarde que cree imposible dominar el porvenir. Nosotros, no; nosotros tenemos confianza...

—Pero es que usted, mi querido amigo, no comprende la poesía de la tradición; no admite usted la abnegación, el desinterés de los realistas—replicaba Corina.

—No, señora, no—gritaba Aviraneta—; no hay desinterés en ellos.—Luego, más tranquilo, decía—: Yo veo que unos luchan por el rey y otros por el pueblo. Los que luchan por el rey buscan el ascenso, el dinero; los que luchan por el pueblo, ¿qué van a encontrar?: la horca, el fusilamiento. Sin embargo, toda la gente de buen tono ha decidido que los que pelean por su inte[75]rés son los desinteresados, los idealistas, y que, en cambio, los que no podemos esperar nada somos egoístas y miserables.

No quise replicar por no enzarzar de nuevo la cuestión y me retiré a mi cuarto.


VI
UNA ANÉCDOTA IMPORTANTE ACERCA DE CALVINO

Nos levantamos al otro día temprano y salimos de Nyón en el mismo trineo en que habíamos llegado.

El camino hasta Ginebra pasa a orillas del lago Leman; pero había una niebla tan espesa que apenas se veía. Este camino debe ser muy hermoso, pues está rodeado de un sinnúmero de hoteles y jardines.

Hacía un frío inaguantable, que nos obligó a pararnos dos o tres veces y a entrar en las casas a calentarnos las manos y los pies.

Al llegar a Ginebra, un oficial austriaco nos pidió los pasaportes, y al leer el mío me abrazó y me dió dos besos en la mejilla y en la boca.

Yo, avergonzado, no sabía qué hacer, ni qué decir.

—Te ha tomado por alguna chica disfrazada—me dijo irónicamente Aviraneta.

—Si me besa a mí así..., lo mato—exclamó el bruto de Ganisch.

Fuimos a la posada del Escudo de Ginebra, y al ir a recoger nuestros pasaportes, el comandante de la plaza [78] me dió boleta para ser alojado en una casa de la Treille, que tenía un mirador a este paseo.

La casa era de un señor Cordier. Fuí a saludarle, y me lo encontré rodeado de una familia muy simpática. A pesar de esto, tenían todos un aspecto algo extraño y sombrío; aspecto que yo me expliqué cuando supe, tras de una hora de charla, que todos ellos pertenecían a la secta calvinista.

Realmente, yo no recordaba qué eran los calvinistas, ni quién era Calvino. Sin embargo, tenía alguna idea, e insistiendo en ella vine a dar en la fuente de mis conocimientos acerca de Calvino.

Todos ellos databan de una tía mía muy vieja. Esta señora me contaba que Calvino era un hereje muy malo y muy soberbio; un día le invitaron a un banquete, y un vecino de la mesa le puso en el mantel un poco de sal, otro poco de cal y una copa de vino.

Al acercarse a la mesa el soberbio hereje vió sal, cal y vino: Sal Calvino; y, furioso, se marchó.

Como ni mi tía ni yo sabíamos de qué país era Calvino, ni qué lengua hablaba, dábamos como seguro que entendió la alusión de la mesa.

En tan importante anécdota estaban condensados todos mis conocimientos acerca de Calvino.

Al ir a despedirme de la familia de Cordier se presentó un señor suizo, casado con una inglesa. Este matrimonio, que vivía en una villa del lago Leman, conocía a madama Stael y a lord Byron.

Hablaron de ellos, y luego, del vizconde de Chateaubriand y de la literatura de la época.

Pasamos la velada agradablemente en casa de los calvinistas.

¡Qué sorpresa hubiera tenido mi tía, si viviera, al saber que yo había encontrado amables y buenas personas a los discípulos de aquel hereje, a quien habían tenido que poner en la mesa sal, cal y vino para que se marchara!

[79] Al salir del hotel de monsieur Cordier y llegar a casa, me encontré con una escena desagradable.

Eugenio y Ganisch gritaban y se insultaban ferozmente. Por lo que dijeron, habían dado varias vueltas por el pueblo; luego se embarcaron en el lago, donde estuvieron a punto de zozobrar, y acabaron por reñir.


VII
LA DILIGENCIA

A las siete de la mañana nos metimos en el coche; pasamos de nuevo por Nyón, cruzamos por Rolle, y a las cuatro de la tarde estábamos en Lausana, en la posada del León de Oro.

Lausana es una ciudad pequeña, bonita, muy bien colocada sobre un cerro que domina el lago Leman.

Subimos a la catedral para contemplar el pueblo y el lago, y después fuí a presentarme a un coronel inglés, quien debía firmar nuestros pasaportes.

En casa del coronel había, cuando yo me presenté, varias señoras de visita, entre ellas una italiana joven, preciosa, cuyo marido acababa de morir días antes de un balazo en el vientre.

Con este motivo, las mujeres abominaban de la guerra y, sobre todo, de Napoleón, que les parecía un monstruo vomitado por el infierno.

Volví a la posada, cenamos los cuatro y, concluída la cena, fuimos a la posta, donde salían las diligencias. No quedaba mas que un lugar dentro y dos fuera, en la imperial. Aviraneta y Corina decidieron ir en la imperial; Ganisch, sobre la capota, y yo, dentro.

Salimos de Lausana de noche; la diligencia llevaba[82] cuatro caballos que corrían muy bien. Como hacía frío, se cerraron las ventanillas del coche, y todos los viajeros se acomodaron para dormir.

Por mi desgracia, yo iba colocado entre dos alemanes grandes, gruesos y muy cargados de paño, de modo que no me podía mover; al poco tiempo de estar cerradas las ventanillas hacía un calor dentro del coche tan inaguantable, que empecé a sudar como si estuviera en el mes de julio. Además, como me hallaba sujeto, emparedado entre los dos hombretones, me entraron unas ansias y vahidos que creí morirme. En este estado me resolví a suplicar a uno de aquellos colosos germánicos, que no hacía mas que roncar, me cediese su puesto, pues me encontraba muy mal. El alemán, refunfuñando, se levantó y me dejó el sitio; yo abrí la última ventanilla del coche y saqué la cabeza fuera. El aire fresco me vivificó y me volvió un poco en mí.

Uno de los viajeros dijo que valía más se dejara una ventanilla abierta, pues si no, nos íbamos a asfixiar todos.

Continuamos nuestro camino haciendo zigzags por montes y barrancos y atravesando aldeas.

A media noche, pasamos por Friburgo de Suiza, donde se baja una cuesta sumamente rápida, a cuyo fin está la ciudad.

En un pueblo, poco después de llegar a Friburgo, dejamos el coche y entramos en un trineo.

Se hizo de día, y comenzó a verse el país, cubierto de nieve, entre la bruma blanquecina de la mañana.

Ganisch se había hecho amigo del cochero, y gritaba: ¡Coronela!, ¡Generala!, produciendo el escándalo de los alemanes. Corina se reía a carcajadas. Después se le ocurrió al vasco poner un palo sujeto entre los equipajes y una bandera blanca en la punta.

A medida que la claridad se desparramaba por la tierra, se iba viendo el campo nevado; por todas partes se advertía el paso de los soldados: casas saqueadas, in[83]cendiadas, árboles rotos, caminos desfondados por los cañones.

A las doce del día llegamos a Berna. Antes de comer fuí a presentarme al embajador austriaco Prylixnin y a entregarle una carta que llevaba del coronel inglés de Lausana. El embajador me recibió muy bien, firmó nuestros pasaportes y me enseñó sus habitaciones.

Tenía una casa admirablemente cómoda, llena de estufas, y en el piso alto, un invernadero y una enorme pajarera.

El embajador me dijo que la vida de sus pajaritos era lo que más le interesaba en el mundo. Confesaba que la muerte de uno de ellos le hacía más efecto que el que muriesen veinte o treinta mil soldados en un campo de batalla.

Yo le repliqué que esto no podía ser mas que una broma, y él contestó:

—¿Es que usted cree, mi querido señor, que se pierde algo con que mueran cuarenta o cincuenta mil individuos de canalla humana?

No le contesté nada, y me despedí de él.

Dejamos Berna, pueblo muy curioso, y avanzamos en nuestro camino. Aviraneta y Ganisch siguieron escandalizando, echando besos a las aldeanas, que se reían. De noche llegamos a un pueblo, donde nos detuvimos solamente un momento y en el que dijeron había una gran cascada sobre el Rhin. Yo me hubiera quedado a verla; pero como Aviraneta no manifestó la menor curiosidad por ello, seguimos adelante.


VIII
EL PLACER DE VER A UN REY GUAPO

Llegamos a Basilea a las siete de la mañana y no pudimos encontrar sitio donde meternos por estar las posadas llenas de gente.

Corina tenía amigos allí y fué a dormir a casa de uno de ellos.

Nosotros, después de haber corrido fondas y posadas, paramos en una, llamada La Cabeza de Oro, donde nos dieron un cuarto para nosotros tres y un alemán.

No había mas que dos camas en el cuarto, y éstas muy estrechas y pegadas una a la otra; así que tuvimos que dormir como si estuviéramos en formación.

El motivo de haber tanta gente en Basilea era el encontrarse allí el cuartel general de los emperadores de Rusia y Alemania y el del rey de Prusia, y un sinnúmero de tropas que se preparaban a entrar en Francia. Todas tenían que pasar por el puente que hay en esta ciudad sobre el Rhin.

Es imposible explicar la confusión y laberinto de Basilea en aquel momento; no se podía andar por las calles.

Se hallaba uno expuesto a ser atropellado continuamente por los innumerables coches de generales y de príncipes, que no cesaban de pasar de una parte a otra,[86] y por los caballos de cosacos y edecanes, que iban al galope.

Al mismo tiempo se cruzaban los carros de municiones, de heridos y pertrechos de guerra, que seguían al ejército. Añadido a esto la poca anchura de las calles y que comenzaba a deshelar, se puede comprender lo molesto y peligroso que era el tránsito por el pueblo.

Nos acercamos a la catedral, que es de piedra roja, y desde una plazoleta próxima estuvimos viendo el Rhin, de aguas turbias y verdosas, que pasaba a medias helado con un estrépito de torrente.

Yo me aproximé también a la fortaleza de Auninguen, que se hallaba en este momento sitiada por los bávaros y defendida por los franceses.

Como teníamos que esperar y la fortaleza estaba cerca, fuí paseando hasta el mismo campamento de los bávaros; pero aquel día no se hacían fuego con los franceses.

Al volver a Basilea tuve el gusto de ver al emperador de Rusia, Alejandro I, que salía de una capilla ortodoxa, donde había ido a oír misa. Iba a pie, con algunos grandes de su Imperio y dos generales. Llevaba uniforme azul con muchas condecoraciones y bordados, sombrero con galón de oro y botas de montar. Era un hombre de cerca de seis pies, bien proporcionado y de hermosa presencia; tenía el semblante muy risueño, que inspiraba confianza a primera vista. A todo el mundo saludaba con el mayor agrado y afabilidad.

Confieso que sentí un gran entusiasmo por aquel soberano que venía a restaurar las venerandas tradiciones de la Monarquía. Realmente, es un espectáculo conmovedor contemplar a un rey de cerca.

También vi en su coche al emperador Francisco I de Austria, el kaiser Franz. No tenía el aspecto de Alejandro I de Rusia; a pesar de no contar mas que cuarenta y tres años, representaba lo menos cincuenta, y se le veía flaco y avejentado. Los austriacos no pueden[87] estar muy orgullosos de tener un emperador de buena figura.

Al rey de Prusia no tuve el gusto de verle.

El emperador de Austria se paró a contemplar el desfile de tropas por el puente. Yo hice lo mismo; pasaron algunos cuerpos de la guardia imperial rusa, que es magnífica. Es una satisfacción para un militar ver tropas tan bien vestidas y gente tan igual de estatura y de tan buena presencia. Realmente, no se pueden comparar las tropas austriacas con las rusas y alemanas. Cierto que los bávaros tienen regimientos lúcidos; pero no los austriacos, cuya única fuerza bien presentada es la caballería.

Estaba presenciando el desfile cuando se acercaron Aviraneta y Ganisch. Cruzaron entre dos compañías, y un viejo aldeano que quiso también pasar fué empujado por un sargento y cayó al suelo.

—¡Lo han reventado a ese pobre hombre!—exclamó Aviraneta.

—¿Para qué habéis pasado?—pregunté yo—. ¿No veíais que venía la tropa?

—¿Y nos van a tener parados constantemente estos animales? ¡Qué brutos! ¿Por qué no habrá una peste que acabe con todos los reyes, emperadores, papas, mariscales, aristócratas, militares y demás canalla?

No quise replicar nada. Creer que se puede vivir sin reyes, sin nobles y sin militares me parece lo mismo que pensar que se puede suprimir el sol y las estrellas.

No comprendo cómo Eugenio, que es de una familia decente, defiende estas extravagancias, que no se explican mas que en los delirios monstruosos de hombres como los de la Revolución Francesa.

Fuimos a comer a la posada, y por la tarde me presenté yo a lord Aberdeen, que era un inglés guapo, todavía joven, de unos treinta años, muy estirado, quien me dirigió al enviado de España cerca del rey de Prusia,[88] don José León García de Pizarro. Este caballero me recibió de una manera bastante incorrecta, diciéndome incontinenti que no me podía dar socorro alguno, a lo cual contesté yo con altivez que no le pedía socorro, sino que firmase mi pasaporte.

Al volver a la posada me encontré a Aviraneta hablando con un oficial español, don Rafael del Riego, que también se había escapado de Chalon-sur-Saone.

Riego y yo no comulgábamos en las mismas ideas y nos saludamos poco efusivamente. Era Riego entonces un joven moreno, bajito, de cara larga y chupada y cabeza grande para su estatura. Tenía ojos expresivos y lánguidos, la voz chillona, de un timbre muy agudo, y el pelo negro y abundante. Estaba en Francia desde que fué hecho prisionero en la batalla de Espinosa; había aprendido muy bien el francés, y era de los afiliados a lo masonería.


IX
LAS CORNETAS EN LA SELVA NEGRA

La hora señalada para la salida de la diligencia de Basilea, que debía ser las siete de la mañana, se retrasó con motivo de estar todos los caballos embargados para conducir el tren del ejército aliado hasta las seis de la tarde. Todo este tiempo estuvimos esperando a que llegaran algunos caballos a la posta.

Nos pusimos en camino ya obscuro, con un tiempo malísimo.

Afortunadamente, éramos los primeros, y Corina, Aviraneta, Riego y yo tomamos los mejores sitios.

Viajamos toda la noche, sin adelantar gran cosa.

En cada parte teníamos que detenernos cuatro o cinco horas para aguardar la llegada de caballos; luego era menester esperar a que comiesen y descansasen y a que los postillones, con su acostumbrada calma, acabasen de fumar la pipa y beber el aguardiente, que, eso sí, bebían con rapidez y como si fuera agua.

—¿Pero cuándo salimos?—les preguntaba yo, impaciente.

Ellos contestaban: ¡gleij!, ¡gleij!, que parece que quiere decir: ahora, al momento; pero el momento no llegaba nunca. Lo mismo daba que fuera Fritz, Frantz o Peter. Todos eran igualmente pesados, calmosos, de una flema desesperante. Cuanta más prisa manifestaban los[90] viajeros, menos prisa se daban ellos, y con este motivo conseguían quemarnos la sangre. A todo decían: Ya... ya...

Luego, como los caballos estaban aspeados y cansados y había nieve, barro y grandes charcos, marchábamos a paso de tortuga.

Los caminos se iban poniendo peor que los días anteriores; en vez de nevar, llovía, y la nieve se convertía en cieno.

Antes de llegar a Friburgo de Baden atravesamos un bosque muy extenso. Se llama este bosque la Selva Negra; en alemán: Schwarz-Wald.

Uno de los viajeros contó que, al principio de la Revolución, habían matado allá a unos enviados franceses encargados de una misión por el Gobierno jacobino.

Con este motivo se habló de los ejércitos improvisados por la Revolución Francesa, y volvimos al eterno tema de nuestras discusiones sobre si era mejor la tradición o el progreso. Corina y yo defendíamos la tradición: Corina, como una idea a la moda; yo, no, por convencimiento.

—Para mí, lo más simpático en la vida es la improvisación, maniobrando en lo imprevisto—decía Aviraneta—. Prefiero un general improvisado a un general viejo; prefiero un político nuevo a uno viejo.

—Pero si no hubiera tradición en la sociedad faltaría lo más hermoso de la vida—replicaba Corina.

—Para mí, la tradición es un principio sin valor.

Riego abundaba en las mismas ideas. Los dos eran por el estilo. Sobre todo a Aviraneta le comenzaba a conocer bien.

Sus planes no eran madurados. Entreveía algo y se lanzaba en su busca, y luego lo desarrollaba según las circunstancias.

Aunque se jactaba de tener proyectos estudiados, en el fondo no los tenía, y los iba modificando a medida que los realizaba. A Riego le pasaba lo mismo.

[91]

A mí me dijeron que no podría ser nunca mas que un oficial que cumpliese. Y yo repliqué:

—En cambio, vosotros podréis ser buenos coroneles, jefes de partida; pero vuestras condiciones no valen para ser generales.

Con esta discusión llegamos a Friburgo de Baden y comimos en el hotel de la Tête d'Or, hotel de estilo francés, con un hermoso jardín.

Partimos de Friburgo, y poco después subimos una cuesta muy alta, desde donde se descubría, entre la niebla, una extensión de país inmensa, y se dominaba toda la ciudad.

Al escalar la cuesta tuvimos una verdadera función musical. Nuestro postillón, como todos los de Alemania, llevaba una corneta de posta, que tocaba de tiempo en tiempo para avisar a los carros y caballos que interrumpían el paso. Estas cornetas de posta tienen las notas afinadas con la octava baja del clarín ordinario, y su sonido es muy agradable.

Ibamos envueltos en la niebla cuando se reunieron, una detrás de otra, cuatro diligencias en fila, y los cuatro postillones comenzaron a tocar sus cornetas de una manera tan armónica, que causaba asombro. La idea de atravesar un bosque, llamado la Selva Negra, entre la bruma, oyendo aquellos aires de trompa, me producía la impresión de que íbamos a una cacería fantástica en un mundo de sueño.

Sin duda, los alemanes tienen un gran instinto musical, porque si se hubiera tratado de franceses no hubieran podido hacer los acordes tan admirablemente.

Corina y yo únicamente podíamos comprender el sentido de armonía que se necesitaba para aquello. Riego y Aviraneta se manifestaban insensibles a la música. Eran hombres de acción, a quienes únicamente gustaba el movimiento, el peligro. Se veía que para ellos no había más vida que la vida exterior: vencer las dificulta[92]des del momento y cambiar por el esfuerzo las circunstancias adversas en favorables.

Ninguno de los dos podía recrearse en la contemplación del mundo interior: para ellos, la poesía, la música, la belleza del cielo y de la naturaleza no significaban nada.

Sobre todo para Aviraneta; la única vida estribaba en hallarse metido en un infierno de dificultades, en un torbellino ciego, al cual pretendía dominar.

Esta tensión de la voluntad era en él lo principal; las ideas, en el fondo, creo que le preocupaban menos de lo que él se figuraba. Tenía la furia de hacer por hacer, y, como consecuencia lógica, la música le decía poco.


X
LAS POSADAS DEL CAMINO

Seguimos viajando toda la tarde y toda la noche, haciendo en cada posta nuestros acostumbrados altos, amén de los que hacían por su gusto los conductores de la diligencia. Estos eran indispensables. En un pueblo, un encargo; en el otro, un trago; aquí, un momento de charla con los amigos; allí, un instante para encender la pipa. Los postillones y cocheros se divertían. Nosotros, en cambio, nos aburríamos. Lo peor era que de noche no podíamos dormir. En casi todas las postas donde se renovaban caballos teníamos que aguardar algunas veces tres y cuatro horas; pero como siempre creíamos que de un instante a otro nos iban a comunicar el momento de partir, estábamos inquietos. Si nos sentábamos en la estación de diligencias al lado de la estufa, con la idea de no perder el coche, no podíamos conciliar el sueño, y si daba uno unas cabezadas, más le servían para dejarle a uno lánguido que para alivio. Unicamente Corina dormía tranquilamente, apoyada sobre el hombro de cualquiera de nosotros.

Varias veces me quejé a los conductores de las diligencias, diciéndoles que no nos indicaban el tiempo preciso que íbamos a esperar; pero me contestaban encogiéndose de hombros, dando a entender que ellos no tenían la culpa.

[94]

Yo, durante mucho tiempo, no pude descansar. La falta de sueño me tenía intranquilo y nervioso.

Las pequeñas posadas y casas de posta donde hacía alto las más veces la diligencia eran curiosas para el que no las hubiera visto, pero muy incómodas. En general, toda la gente de la casa, de miedo al frío, se reunía en la cocina o en el cuarto próximo a ella, en el cual había siempre una estufa grande encendida en medio.

El cuarto solía estar con las puertas y ventanas cerradas herméticamente.

Las estufas, por lo regular, eran de hierro y la mayor parte del tiempo estaban rojas.

Alrededor de la estufa se congregaban familia y huéspedes, y éstos, sentados o tendidos.

A la gente de la casa se la veía echada sobre un mal jergón o sobre un banco tan estrecho que no podían estar sino de lado.

Allí dormían y roncaban como si estuvieran en la mejor cama del mundo, todos revueltos, padres, hijos y yernos.

Las camas que se encontraban en algunas de estas posadas para los pasajeros eran unos cajones colocados el uno sobre el otro, a estilo de cómoda; de manera que al que le tocaba el último de arriba tenía que subir por una escalerilla para ir a buscar su cama, y los de abajo estaban con el recelo de que el cajón de encima se desfondara y viniera a caer sobre ellos en medio de la noche.

Cuando después de haber pasado algún tiempo al aire libre se entraba de pronto en estos cuartos, achicharrados por el calor de la estufa, parecía que se metía uno en un horno, pues además del terrible calor había una nube espesa del humo de las pipas de postillones y cocheros. Este calor y tufo que reinaba en habitaciones tan cerradas era muy desagradable e incómodo para el que no estaba acostumbrado.

[95]

A pesar del fuego de la estufa el suelo se veía siempre húmedo y era difícil tener los pies secos. Los que iban viniendo de fuera traían un poco de nieve pegada a los zapatos, que al derretirse iba produciendo la continua humedad del piso.

Como el cambio brusco del calor al frío se consideraba bastante peligroso, los cocheros y postillones llevaban siempre la pipa encendida y entraban y salían envueltos en nubes de humo.

Estas posadas pobres se encuentran únicamente en el camino, porque en las ciudades las hay muy buenas y muy aseadas, aunque me parecieron siempre mejores las de Francia.

Dejamos los alrededores de Friburgo; dejamos la Selva Negra; pasamos varias pequeñas aldeas, y llegamos a Offemburgo.

Tuvimos aquí el honor de que el gran duque de Wutzburg viniese a parar a la misma posada en que nosotros estábamos, que era la Casa de la Posta. El gran duque era hermano del emperador de Austria y se le parecía mucho.

No sé si Corina le conocía de antemano, pero ella fué la que nos presentó a su alteza.

El gran duque se quedó una noche y luego continuó camino para Basilea con su escolta y su acompañamiento. La llegada de este gran señor fué causa de que nosotros nos quedásemos más tiempo en Offemburgo que el que pensábamos, porque se llevó todos los caballos que había en la posta y fué preciso aguardar a que los que él había dejado descansasen.

Ganisch me contó que Eugenio y Riego eran rivales ante madama de Hauterive; que los dos se consideraban los preferidos; pero que el gran duque de Wutzburg les había ganado la partida llevándose la dama.

Advertí al criado que no me contara más torpezas, y él se encogió de hombros groseramente.


XI
CORINA DESCUBRE ESPAÑA Y ARTEAGA A BEETHOVEN

Al llegar a Radstadt madama de Hauterive, nuestra Corina, nos invitó a comer en casa de su madre con otras varias personas.

Fuimos todos, incluso el criado o familiar de Aviraneta, llamado Ganisch, a quien Eugenio aleccionó para que no hablara.

Comimos espléndidamente y recordamos las peripecias del camino.

Corina dijo a su madre, riendo, que nunca se había divertido tanto como en aquel viaje.

Después quiso descubrirnos España y decirnos cómo éramos los españoles.

—Ustedes, en el fondo, son gentes que tienen poca vida interior—nos dijo—, con cualidades, con virtudes, sobre todo con mucha fuerza orgánica, con mucha elasticidad, pero con muy poca conciencia. Se ve que a ustedes les entusiasma lo difícil. Un pueblo compuesto por tipos así no puede ser un pueblo; será, más que nada, una agrupación de individuos, de individuos grandes, duros, de hombres a lo Hernán Cortés o Pizarro; pero no un pueblo. Yo prefiero con mucho mi país, Alemania, en donde la clase pobre es sensual, obediente[98] y humilde. Claro que un alemán no sabrá desenvolverse a solas tan bien como ustedes, pero sabrá obedecer. En toda nación es necesaria una aristocracia inteligente que dirija y una masa que siga, y por lo que ustedes dicen, en España no tienen ni pueblo, ni aristocracia.

Aviraneta y Riego se pusieron a rebatir los conceptos de esta señora; yo no quise decir nada; en el fondo, me parecía ridículo el que una mujer pretendiese conocer un país por cuatro o cinco personas naturales de ese país que había tratado.

Después Corina comenzó a atacarnos en nuestra religión. Según ella, los católicos, sobre todo los católicos españoles, no éramos cristianos mas que de nombre; no teníamos conciencia.

Yo le advertí que no debía juzgarnos tan a la ligera; pero ella aseguró que ya nos conocía hasta lo hondo, y concluyó diciendo que nosotros, los españoles, éramos hijos de Roma, y que ellos, los alemanes, pretendían y deseaban ser hijos de Atenas.

Yo, por mi parte, no tenía para qué oponerme a esta filiación.

Después de comer llegaron otras personas y estuvimos charlando.

La madre de Corina, al oír que yo hablaba de literatura, me preguntó si conocía las obras de Goethe; le dije que no, porque no sabía el alemán, pero que había tenido el gusto de leer Werther, traducido al francés. A pesar de encontrar su obra soberbia, yo consideraba tan grande y tan hermosa el René, del vizconde de Chateaubriand, y casi también la Nueva Eloísa. La mayoría de los presentes protestaron, asegurando que la obra de Goethe era superior a la de Chateaubriand, y un señor inglés dió la nota cómica. Para este señor, Werther era un ente tan ridículo y tan fatuo como René; respecto a la Nueva Eloísa, le parecía el libro más declamador y más necio que se había escrito.

Después de hablar de literatura, este inglés se puso a[99] comentar la política del tiempo, y dijo que era una prueba de bestialidad la guerra y el matarse así.

La mayoría de los presentes asintió a las afirmaciones del inglés; pero un joven profesor repuso que era indispensable para el desarrollo de la gran nación alemana, victoriosa en Leipzig, la primera en las ciencias y en las artes, expulsar de su territorio a conquistadores tan bárbaros y tan superficiales como los franceses.

La Alemania del sueño, de la poesía, de la metafísica, no podía estar bajo las botas de los soldados de Napoleón, meridionales advenedizos, mozos de posada y de cuadra, groseros sorbedores de aceite, llenos de galones y de plumas.

Me pareció absurdo que los alemanes se consideraran más civilizados que los franceses, y como si el joven profesor notara en mi aspecto la duda, citó a Lessing, a Kant, a Herder, a Schelling, a Fichte, a Hegel y a una porción de nombres más que, ciertamente, yo no conocía.

Un estudiante dijo que se estaba desarrollando entre los alemanes un entusiasmo patriótico extraño por lo inesperado. Todo el mundo hablaba de que era preciso renunciar a lo extranjero, y principalmente a lo francés, cambiando de ideas, de costumbres, de política y hasta de trajes.

Había patriotas que recomendaban una indumentaria gótica para andar por las calles, cosa que a él le parecía completamente grotesca.

El joven profesor replicó que el punto de vista del estudiante era mezquino y francés; que Alemania necesitaba aislarse, reconcentrarse, para ser la directora del mundo científico, y que aquella tendencia patriótica era admirable.

Riego preguntó al profesor qué idea tenía de los españoles, y el profesor dijo:

—Yo tengo la costumbre de no tener ideas de las cosas que no conozco.

[100]

—Está muy bien esa probidad—replicó Corina—; pero si no se tuviera opinión mas que de las cosas que se conocen muy bien, no se podrían tener mas que un número muy corto de opiniones.

—No se perdería con esto gran cosa—replicó él.

Luego dijo que en un libro de un célebre filósofo—creo que se refirió a Kant—se asegura que los turcos son gentes que lo ven todo por su lado negativo. Así, un turco que quisiera definir los países europeos, llamaría a Francia el país de la moda; a Inglaterra, el país del spleen; a España, la tierra de los antepasados...

Esta era la única opinión del joven profesor; suponía que España era país de recuerdos, de ideas antepasadas y de hombres antepasados; país que había quedado separado de la cultura general de Europa, como las aguas de una marisma quedan separadas de las aguas del mar.

Riego y Aviraneta afirmaron que no había tal; que existía el contacto entre España y el resto de Europa; que así se había podido dar en España, antes que en otra nación europea, unas Cortes como las de Cádiz, que continuaban las tradiciones de la Revolución Francesa.

A esto contestó el alemán diciendo que la Revolución Francesa no era mas que un conjunto de ideas inglesas y alemanas, vestidas a la moda clásica y desarrolladas en un ambiente de locura sanguinaria.

Aviraneta hubiera replicado con violencia, de no salir Corina al paso, invitándonos a ir al salón.

Allí, una señorita cantó un trozo del Don Juan, de Mozart. Me pareció una cosa maravillosa. Tanto me gustó, que a un joven que iba a sentarse a una clave moderna hecha en Alemania, que llaman piano forte, le dije que casi le agradecería no tocara nada, porque con el recuerdo de la canción de Mozart era feliz.

—No, no; oiga usted—dijeron todos—: va a tocar a Beethoven. Es el genio musical más grande de Europa.

[101]

Efectivamente; tocó dos sinfonías: una, llamada Pastoral, y la otra, Heroica.

El joven profesor, al ver que yo estaba entusiasmado con estas sinfonías, me dió una serie de explicaciones estéticas y filosóficas acerca del arte de Beethoven, tan claras, que yo no comprendí palabra; me habló de la cosa en sí, de lo nouménico, de lo fenomenal.

Yo le di las gracias por sus comentarios.

No tengo palabras para expresar mis impresiones. Sólo sé que aquella noche fué para mí inolvidable y que me sentí feliz y desgraciado al mismo tiempo.

Antes de cenar, nos despedimos del ama de la casa. Aviraneta y Riego discutieron en la calle acerca de la superioridad de Alemania, que afirmaban como artículo de fe los amigos de Corina. Yo iba preocupado con aquellas frases musicales extraordinarias que acababa de oír.

—¿Os habéis fijado en las sinfonías que ha tocado ese joven?—le pregunté a Eugenio.

—¡Sí, hombre, si!—contestó él—. ¡Qué cosa más pesada! Nunca me he aburrido tanto.


XII
INTENTO DE DUELO

Al día siguiente llegamos a Carlsruhe, ciudad muy amplia, hermosa, que forma un semicírculo, con calles que irradian del centro como las varillas de un abanico. Parece que la construcción de esta ciudad se debe al capricho de un margrave.

Vimos la magnífica plaza central que hay delante del palacio del gran duque de Baden, donde dicen que pueden evolucionar con facilidad hasta ochenta mil soldados.

El interior del palacio se asegura que es admirable; pero nosotros no tuvimos el gusto de ver mas que los jardines.

Después del paseo matinal fuimos a comer a una posada llamada Rothes Haus, la Casa Roja.

El amo y el ama se sentaron a la mesa con los huéspedes y nos trajeron una comida bastante mala, en la que figuró la choucroute, cosa que me pareció horrible.

Aviraneta y Riego trabaron conversación con un mayor holandés, el mayor Witkamp, y éste se puso a decir pestes de los católicos, y sobre todo de los españoles. Eramos el país de Felipe II y del duque de Alba, de los inquisidores y de los matadores de judíos.

Además de lo irritantes que eran para mí sus afirmaciones, concluyó de molestarme el vecino de la mesa, un[104] alemán grueso y rojo, que al oír lo que decía el mayor holandés de los católicos se reía, se sonaba y estornudaba encima del plato.

Ya asqueado y molesto, y viendo que el alemán sabía francés, le dije:

Monsieur, vous etes un degoutant personnage.

El alemán se me quedó mirando asombrado, y yo repetí la frase, recalcándola:

Je dis que vous etes un degoutant personnage.

El alemán, al oírme, se levantó, cogió un plato y me dió con él en la cabeza; yo le tiré una botella; me agarró él del brazo; yo, de la solapa; tiramos la vajilla y los cubiertos al suelo y armamos el gran estrépito.

Se mezclaron los de la mesa; el alemán se explicó en su lengua y yo conté lo ocurrido en francés. El alemán, al parecer, dijo que él no se reía de mí, y que si se sonaba con frecuencia era porque estaba acatarrado.

Había entre los comensales un francés tuerto, con un agujero de una bala en la mejilla, que parecía llegarle al cogote, y un brazo de menos.

Este francés, sin que se le encomendara misión alguna, afirmó que el alemán y yo habíamos concertado un duelo y que estaban nombrados los padrinos. El duelo se verificaría en el jardín del hotel.

Salimos al jardín el alemán y yo; Riego y Aviraneta me siguieron. El francés no se sabe de dónde sacó dos sables, y me entregó uno a mí y otro al alemán. Luego intentó ponernos frente a frente.

El alemán, que no se había enterado hasta entonces de qué se trataba, y que creía quizá que íbamos a darnos de puñetazos en el jardín, al ver lo que le proponían cogió el sable, lo tiró al suelo, lo pisoteó con furia, nos insultó a todos en su lengua y se marchó.


XIII
ALEGRÍA Y HAMBRE

Después de aquella ridícula escena se hicieron bastante amigos nuestros el francés tuerto del agujero en la mejilla, llamado Braquemond, y el mayor Witkamp.

Los dos iban, como nosotros, hacia Holanda, y como llevaban el mismo camino, decidimos seguirlo juntos.

El mayor Witkamp tenía la costumbre de viajar provisto de botellas de licor del más fuerte que encontraba, y lo prodigaba sin tasa.

Bajo la influencia de los licores del mayor pasamos Heidelberg, cuyo castillo vimos cubierto de nieve; comimos abundantemente, nos metimos en la diligencia, y seguimos adelante cantando, vociferando y riendo, dentro de aquel estrecho espacio, hasta que nos quedamos todos dormidos.

No sé el tiempo que pasamos así; supongo que fué un día entero; lo que recuerdo es que desperté por la noche bostezando de hambre.

La excitación de los licores del mayor Witkamp había pasado, y todo el mundo se sentía hambriento.

Por la noche hicimos alto para comer un bocado en un pueblo muy miserable.

Llegamos a una posada, llamamos, y tardaron mucho en abrirnos la puerta.

[106]

Eran las doce de la noche. Al pasar adentro encontramos dos cosacos que estaban acostados en el suelo al lado de la estufa, durmiendo tan profundamente, que ni nuestras voces ni el ruido que hicimos pudo despertarlos; parecían capuchinos por sus barbas, que les caían hasta la cintura, y tenían una cara espantosa.

Lo único que encontramos de comer en aquella posada fué un poco de cecina muy dura, que aderezamos con aceite y vinagre, y pan de centeno sumamente negro.

Mientras tomábamos esta cena, con un apetito desordenado, nos contaba el tabernero, que era un joven de unos veinte años, con una cara triste e indiferente, que en aquel pueblo había pocos vecinos, porque la mayor parte habían muerto de una epidemia reinante.

—¿Hay epidemia aquí?—le preguntamos.

—Sí, desde que pasó el ejército francés en retirada —contestó él—. Como dejó muchos enfermos en todos los pueblos de su tránsito se ha corrido el mal.

—¿Y en esta casa ha muerto alguno?—le dijo Aviraneta.

—Nada más que mi padre—contestó él—. Ahí, en ese banco donde ustedes están, murió—dijo, señalando al nuestro.

—¿Sería ya viejo?

—No, no era viejo—replicó el joven—. Lo que sí era que estaba muy gordo. El pobre hombre tenía mucha conformidad. Aquí vivíamos antes de la guerra mi padre y dos hermanas. Lo pasábamos bien; pero vino la guerra y nos fastidió.

—Pues ¿qué les ocurrió a ustedes?—le preguntamos.

—Nada; a una de mis hermanas se la llevaron los austriacos, y a la otra la violaron los franceses y la dejaron embarazada y sifilítica. Mi padre, al saberlo, dijo que así estaría escrito. Cuando le dió este mal y se tendió en ese banco, lo único que le molestaba era una go[107]tera que le caía en el cuello. Estuvo unos días delirando, hasta que murió.

—¡Qué desdicha!

—Sí; entonces un pariente mío y yo le vestimos y le pusimos los pantalones, cosa difícil, porque estaba muy hinchado. A media noche el vientre le hizo plaf, y reventó. Fué su única protesta.

El joven posadero nos siguió contando otros horrores con la misma indiferencia; pero no nos quitó las ganas de comer. ¡Tanto se animaliza uno! Bebimos después, vaso tras vaso, de los licores del mayor Witkamp; fumamos luego, y nos tendimos en el suelo.


LIBRO TERCERO
DEL RHIN AL TÁMESIS

I
EL JUDÍO DE FRANCFORT

De Darmstadt, pueblo en donde paramos pocas horas, en un barrio antiguo, con calles angostas y muchos jardines con rejas a la calle, recuerdo solamente el hermoso parque del palacio ducal.

Entre Darmstadt y Francfort hay una llanura arenosa y monótona, pobre y sin vegetación.

Llegamos a Francfort por la mañana y nos alojamos en una posada llamada Cour de Paris. El mayor Witkamp, conocedor de la ciudad, nos mostró en el puente de piedra sobre el Main los agujeros de las balas y granadas, huellas de la lucha sostenida allí entre el ejército francés y el aliado después de la batalla de Leipzig.

Por las calles de Francfort se veían a cada paso oficiales rusos, austriacos y bávaros, y una nube de mujeres alegres alemanas, francesas, italianas y polacas.

Unos y otras, según el mayor Witkamp, llevaban la quintaesencia de la sífilis de Oriente y de Occidente.

Aviraneta, que tenía una gran inclinación por desacreditar todo lo que fuera autoridad, dijo que había oído que los generales del ejército aliado, que venían a[110] imponer la Monarquía de Derecho Divino, eran más ladrones aún que los generales franceses; que se tragaban armamentos, uniformes, medicinas, como píldoras.

—Todos son iguales, sean franceses, alemanes o rusos—dijo el mayor Witkamp—. Militar y ladrón son sinónimos.

Después de comer fuimos a un café; y estábamos hablando castellano cuando se nos acercó un hombrecito, pequeño, moreno, con la nariz corva, la barba entrecana y los ojos brillantes.

—¿Son ustedes españoles?—nos preguntó.

Y al decirle que sí, se nos quedó mirando ensimismado y comenzó a hablar.

¡Pero qué manera de hablar! Era un chaparrón de palabras. Cuando concluía un período repetía afirmativamente: Sí... sí... sí..., como para no perder el derecho de seguir hablando.

Este hombre era judío, de origen español, y nos habló de España y de los judíos en un castellano arcaico. Decía agora por ahora, aínda por todavía, y empleaba giros muy extraños.

—Vosotros los cristianos de Castilla—exclamó gesticulando—creéis que nosotros os guardamos rencor porque quemasteis a nuestros remotos, y debíamos guardarlo; pero, no, no tenemos odio. No; nosotros amamos a España; ése ha sido el país donde hubo un florecimiento más bello del alma hebraica. Sí, sí, sí, amamos a España, Toledo, Sevilla, Granada, Córdoba... Allí vivió nuestra raza; allí fueron príncipes, poetas, banqueros... Sí, sí, sí...

Después se puso a comparar la religión judía con la cristiana, y decía:

—La religión hebraica es religión de vida; la cristiana es religión de muerte, y la católica es sólo paganismo, paganismo nada más. Sí, sí. Y nuestra religión es justicia... Nosotros no tenemos la palabra limosna; entre nosotros, dar al pobre es restituír, es hacer justicia, no[111] es dar limosna. Entre nosotros no existe la limosna. Sí, sí, creedlo, creedlo. Sí... sí... sí...

Y seguía así con aire de inspirado, los ojos brillantes y las manos temblorosas.

Aviraneta y Riego le escuchaban. No comprendo cómo podían oír con calma las blasfemias e impertinencias de aquel miserable enemigo de la religión.

Este judío, que se llamaba Salomón Blumenkhol, tenía grandes agravios que vengar de los alemanes. Estos bárbaros, en tiempo de Federico el Grande, habían obligado a los judíos a cambiarse de apellidos y abandonar sus Levy, sus Cohen, sus Israel, y para burlarse de ellos les habían dado apellidos ridículos; así él, un Levy descendiente del rey David, se llamaba Blumenkhol (coliflor), el rabino de Francfort se llamaba Zanahoria, y otros. Patata, Ratón, Zapatilla, etc.

Los alemanes, según el señor Coliflor, odiaban a los hebreos; llegaban a poner en las tiendas letreros como éste: «No se permite la entrada de judíos ni de perros».

El señor Coliflor preguntó a Aviraneta y a Riego si eran liberales, y al saber que eran masones quiso llevarlos a su casa.

Salimos del café, cruzamos calles estrechas tortuosas, negras, algunas con las fachadas pintadas y con torres en las esquinas, y llegamos a la calle de los judíos, Judengasse, calle más miserable y más estrecha que las demás, en cuyo extremo se encontraba la sinagoga.

Por lo que dijo el señor Coliflor, antiguamente la calle se cerraba con puertas y cerrojos. El judío nos llevó a su casa, nos obsequió con té y después nos condujo a una imprenta próxima, donde nos presentó a un hombre alto y joven que no hablaba francés y con el cual hubo que entenderse teniendo al judío por intérprete.

Este impresor era de una Sociedad secreta llamada Tugendbund (asociación de la virtud), constituída con un objeto mixto, medio liberal, medio patriótico. Parece que los asociados trabajaban con un enorme entusiasmo[112] por la unidad alemana formada alrededor de Prusia, y que las dos cabezas principales eran: el ministro prusiano, barón de Stein, y un poeta llamado Mauricio Ernesto Arndt, que había publicado canciones patrióticas, atacando a Napoleón y elogiando a los alemanes.

Aviraneta y Riego quisieron enterarse de lo que hacían las Sociedades secretas en Alemania, y el impresor habló de la masonería y de la Secta de los Iluminados, con su procedimiento del triángulo, formada por Adan Weishaupt y su compañero Filon Knigge. Las dos Sociedades habían ya casi desaparecido, y con sus restos se habían fundado la Tugendbund y la Burchenschaft (reunión de estudiantes). Estas, abandonando las cuestiones místicas y religiosas, se dedicaban a una obra liberal y patriótica más inmediata.

La Tugendbund conservaba un aire misterioso y romántico, según nos dijo el impresor. Los individuos que pertenecían a ella iban a las sesiones vestidos a la antigua alemana, cordón blanco y negro al cuello, del que colgaba un puñal adornado con una calavera y la leyenda en latín Ultima ratio populorum.

El impresor nos dijo que a esta Sociedad había pertenecido Fichte, célebre profesor que había escrito un discurso a la nación alemana que, a la verdad, ni Riego, ni Aviraneta, ni yo conocíamos.

El impresor afirmaba, con entusiasmo, que Alemania era el primer país del mundo por su espíritu. La ciencia alemana, la filosofía alemana, la cultura alemana estaban por encima de todo.

Ya cansados de disertaciones, nos despedimos del patriota y volvimos a nuestra fonda acompañados del señor Coliflor, que no quería separarse de nosotros.


II
UN BURGOMAESTRE OSADO Y UNA VIEJA IRACUNDA

Por la mañana nos levantamos muy temprano, y en vista de que no había posibilidad de encontrar coche, tomamos un carro los cuatro españoles, el mayor Witkamp y un capitán italiano herido en una batalla cerca de Dresde. Braquemond, el inválido, sin duda se quedó en Francfort.

El italiano no tenía más preocupación que su uniforme. Vivía pendiente de que no se le manchara, y constantemente se estaba mirando las mangas y los pantalones.

De día llegamos a Koenigstein. Era tal el saqueo que habían efectuado allí franceses y aliados, que no quedaba una migaja de pan en el pueblo.

El italiano comenzó a quejarse y a decir que con la debilidad que se encontraba y sin comida se iba a morir. El mayor Witkamp le alargó una botella de licor para que disimulara un poco el hambre, y seguimos adelante. El italiano, excitado, nos preguntó qué éramos; le dijimos que españoles, y nos habló mal de España. Decía que la decadencia de Italia se debía a los españoles. Si no hubiera sido porque estaba herido y[114] enfermo, le hubiera enseñado a hablar de nosotros con más respeto.

Llegamos a media tarde a Limburgo y nos dijeron que allí se cebaba la epidemia de una manera inusitada y que se morían hasta los perros.

Ganisch, el criado o amigo de Eugenio, dijo que en su país, cuando había una epidemia semejante, se solía llevar el ángel San Miguel desde el monte Aralar, de Navarra, y se curaban en seguida los hombres y las bestias. El sentía que Aralar estuviese tan lejos, que si no...

Aviraneta, de pronto, dijo incomodado que no comprendía cómo un hombre que andaba con él podía ser tan burro para creer estas cosas. Ganisch dijo que era lo que decía todo el mundo. Riego se puso de parte de Aviraneta y yo defendí a Ganisch.

Cuando se explicó al mayor Witkamp de lo que se trataba, el mayor exclamó:

—¡Supersticiones! ¡Supersticiones!

Olvidamos pronto este punto y discutimos lo que había que hacer. El italiano dijo que él se quedaba allí porque no podía más; lo dejamos en una posada que se llamaba Preussiseher Hor, y nosotros seguimos adelante en el carro.

No sé si era antes o después de llegar a Altenkirchen, pueblo nombrado porque en él murió el general francés Marceau, cuando nos paramos de noche en una aldea casi hundida en la nieve.

Llamamos en la posada, y el posadero nos dijo que nos podía dar unas patatas pagándolas a doble precio, pero que no tenía sitio donde ponernos a dormir.

Asamos nosotros mismos las patatas al fuego, las comimos, bebimos un aguardiente muy malo y nos decidimos a tendernos en el suelo.

El posadero dijo que allí no podía ser, porque tenía que dormir él con su familia, y que nos fuéramos.

—Nada; vamos a ver al burgomaestre—dijo el mayor.

[115]

Salimos de la posada y, pasando por zanjas abiertas entre la nieve, llamamos en casa del alcalde; le hicimos bajar, y el mayor le explicó en alemán lo que deseábamos.

Era la primera autoridad del pueblo hombre grueso, fuerte, de pelo rojo y rapado, la cara redonda, las cejas salientes y el aire de demonio.

—Aquí no hay camas ni posada—gritó el burgomaestre furioso—; todas las casas están llenas. Además, este pueblo no es de tránsito de tropas.

—¿Pero no podríamos entrar bajo techado?—preguntó el mayor.

—Aquí, no; váyanse ustedes a otro pueblo.

En esto acertó a pasar una patrulla con un oficial. Al ver nuestro grupo se acercó. Precisamente el oficial había estado en España. Le expliqué yo lo que pasaba, creyendo que sabría reducir a la obediencia a aquel bürgermeister bárbaro y selvático; pero, no.

El burgomaestre volvió a asegurar que no había camas en el pueblo, y añadió que estaba deseando que la epidemia reinante acabase con todos los militares de la tierra, alemanes, franceses, españoles o rusos, sanguijuelas del país, gorrones, canallas, bandidos, que no dejaban a nadie vivir en paz.

Se le dijo que el Ayuntamiento nos podría indicar un sitio donde dormir y que le pagaríamos lo que fuera. El contestó que el Ayuntamiento no quería dinero robado.

Como hablaba en alemán, yo no me enteré de las palabras de tan audaz enemigo del ejército. Si le hubiera entendido le hubiera castigado a aquel miserable que así insultaba a la institución más noble de la sociedad, defensora de la patria, espejo de la hidalguía y de los sentimientos caballerescos en todas las naciones.

En vista de la acogida que nos dispensaban, no tuvimos más remedio que volver al carro y seguir nuestro camino. La noche estaba clara y fría; en las afueras del[116] pueblo había un montón de ataúdes que, sin duda, habían dejado allí por no poder llevarlos al camposanto. Despedía aquello una peste que echaba para atrás. Apresuramos la marcha, y a la hora u hora y media de salir pasamos por delante de una casa bastante grande que había a un lado de la carretera, y nos decidimos a pedir auxilio.

Llamamos repetidamente durante un cuarto de hora. La lluvia arreciaba cada vez más. La carretera estaba convertida en un pantano y nos hundíamos en el barro hasta las rodillas.

En vista del silencio nos decidimos a entrar en la casa, pasara lo que pasara.

Aviraneta y Riego, el uno por un lado, el otro por otro, escalaron unas ventanas y entraron en la casa. No había nadie. Abrieron la puerta, entramos todos, llevamos los caballos al pesebre, y yo, siguiendo el ejemplo del mayor Witkamp y de los demás, me metí a dormir en una cama.

A la mañana siguiente nos despertó la gritería de una vieja, guardiana de la casa, indignada de nuestra audacia y desfachatez.

El mayor Witkamp la quiso tranquilizar y pagarle algo del perjuicio causado; pero la vieja estaba fuera de sí; nos llamó cien veces ladrones, salteadores, y dijo que iba a ir al pueblo próximo a avisar a la justicia. Luego, sin duda, pensó que el pueblo estaba lejos y se quedó refunfuñando.

Nosotros preparamos el carro y continuamos nuestra marcha. La vieja nos siguió durante algún tiempo tirándonos piedras e insultándonos, hasta que Ganisch, cogiendo un palo como si fuera un fusil, le apuntó desde el fondo del carro. Entonces la vieja echó a correr chillando, volviéndose y amenazándonos con el puño desde lejos.

A media mañana el mayor sacó unos embutidos, un jamón y un par de quesos de un saco.

[117]

—¿De dónde ha salido esto?—pregunté yo.

—Lo he cogido de la despensa de la casa—contestó él con indiferencia—. También he arramblado con unas botellas.

—¡Cómo estará la vieja cuando lo sepa!—dijimos.

Comimos muy bien; llegamos a Siegburgo, cuyas posadas y fondas estaban todas ocupadas, y tuvimos que ir a dormir a un pueblo próximo.


III
EL PASO DEL RHIN Y LA «LANDSTURM» DE COLONIA

Camino adelante íbamos viendo la silueta de Colonia, con las torres de su catedral no concluídas y los baluartes de sus murallas.

El mayor holandés se marchó a Mulheim y nosotros fuimos a Deutz, pequeño pueblo frente por frente a Colonia, que casi se puede considerar como un barrio, donde se reúnen las barcas para pasar el Rhin, que en este punto tiene una anchura de un tiro de cañón.

Cuando el río está helado suelen cruzar muy bien por encima del hielo, de una orilla a otra, hombres y carros, y a veces ha cruzado hasta la artillería.

Había al llegar nosotros al embarcadero mucho barullo, porque pasaba un regimiento de coraceros alemanes y este paso del río era operación larga y difícil.

El Rhin estaba en parte helado y en parte no. Nosotros nos metimos, sin pedir permiso a nadie, en una de las barcas que aguardaban en la orilla, ya cargadas de tropa.

Costó mucho trabajo cruzar de una orilla a otra. El canal transversal se interceptaba con grandes bloques de hielo y había que ir apartándolos a fuerza de palancas.

[120]

Además, el centro del río, que estaba ya enteramente deshelado, tenía mucha corriente y era muy difícil llevar la barca en la dirección necesaria.

Algunos pasaron en balsas arrastradas por caballos que marchaban por encima del hielo.

Ya en la otra orilla estábamos en Colonia, y entramos en la ciudad.

Colonia había pertenecido a Francia hasta hacía unos días, y al llegar nosotros la ocupaban los rusos.

La gran preocupación de los comerciantes de Colonia en aquel momento era borrar todos los nombres de las muestras y anuncios que recordaban la dominación francesa. El café de París se llamaba desde entonces de Viena o de San Petersburgo; la fonda de Francia, fonda de Alemania, y allí donde estaba escrito en francés coiffeur, cordonnier, se ponía perru ckenmacher, schuhmacher, peluquero y zapatero en alemán.

Fuimos a ver al gobernador, un coronel ruso que nos firmó los pasaportes y nos dijo que podíamos seguir el camino por donde se nos antojase.

Hubiéramos querido ir por la orilla izquierda del Rhin, por ser el camino más corto; pero nos dijeron que no había aún diligencias ni postas y que los parajes por donde debíamos pasar eran inseguros, porque estaban llenos de partidas francesas.

En Colonia nos acomodamos en una posada llamada Neuhaus (casa nueva), y después fuimos a visitar el pueblo, que nos pareció un poco irregular, pero muy grande, lleno de vida y de comercio y con muy hermosos jardines.

Por la tarde, acabábamos de volver de nuestro paseo cuando oímos un redoble de tambores. Nos asomamos a la ventana. Había un gran tropel de gente en la calle. Bajamos a la puerta de la fonda para informarnos del motivo de tanto alboroto, y vimos que todo el mundo salía de sus casas, los unos con picas, otros con pistolas, otros con sables y escopetas, y echaban a correr.[121] Algunos estudiantes cantaban, con un aire parecido al God save the King de los ingleses, un himno cuya letra comenzaba así:

Heil dir im Siegerkranz
Herrscher des Vaterlands
Heil, Kaiser, dir!,

palabras que parece quieren decir: ¡Salve, coronado de victoria! Soberano de la patria. ¡Salve, César!

Estos preparativos y estos cantos nos hicieron pensar si los franceses habrían pasado el Rhin de nuevo y si vendrían a atacar las pocas tropas que estaban allí acantonadas. Como no entendíamos nada de cuanto entre sí decían aquellas gentes y las veíamos armarse con tal precipitación, nos encontrábamos inquietos.

Nos reunimos en la calle con el dueño de la posada, y éste nos dijo que tales preparativos eran para recibir al gobernador o comandante del reino de Westfalia, príncipe alemán que iba a entrar momentos después en Colonia.

Ya más tranquilos, fuimos de nuevo a pasear. En las casas encendían hogueras y luminarias; la música del pueblo salía a una de las entradas de la ciudad para tocar a la llegada del príncipe. Toda esta gente armada formó en las calles próximas al Palacio del Gobierno y de Justicia, por donde había de pasar el gobernador, dejando en medio sitio suficiente para la comitiva.

A esta milicia, rápidamente organizada, parece que llaman en alemán landsturm, o leva en masa. La landsturm de Colonia se acababa de crear cuando salieron los franceses, y tenía por objeto defender el país en ausencia de las tropas, que en su totalidad habían pasado a Francia.

Aviraneta no quiso presenciar la ceremonia de recibir al gobernador y nos volvimos hacia casa. Antes de llegar a la posada, Eugenio nos propuso meternos en un café a tomar un ponche, y así lo hicimos. El café estaba[122] vacío; como era natural, todo el mundo había salido con la landsturm a presenciar la entrada del príncipe.

Unicamente en una mesa vimos a un hombre alto con una porción de papeles delante. Nos sentamos a su lado y observamos que en los papeles tenía muchos cálculos complicados. Aquel hombre debía de ser algún profesor o inventor. De cuando en cuando hacía números y ecuaciones; luego se quedaba mirando al techo como esperando algo.

Daba la impresión de que para él no existían los demás.

Aviraneta, que era hombre que siempre le gustaba llevarme la contraria, señalando al desconocido dijo:

—Es muy posible que dentro de cien años se hable de este hombre como de un personaje eminente, y, en cambio, no se sepa quién era el fantasmón que entra ahora en Colonia en medio de aclamaciones y músicas.

Como yo creo que hay que dejar a cada loco con su tema, no contesté.

Tomamos nuestro ponche y poco después se presentó en el café un grupo de estudiantes; comenzaron a beber cerveza, y uno de ellos se subió a una mesa y entonó canciones patrióticas con un gran fuego, coreadas por tempestades de aplausos.

Nosotros nos levantamos y nos fuimos a acostar.


IV
UN PAÍS TRANQUILO

Desde Colonia hasta la entrada de Holanda pasamos Dusseldorf, Arnhem y Múnster, y de este pueblo, notable por sus anabaptistas, tomamos el camino de Zwolle, que nos dijeron era el mejor.

Ibamos en una silla de posta abierta. Hacía un frío terrible; el camino estaba cubierto de nieve y tenía no solamente agujeros y baches, sino verdaderas lagunas de más de una vara de profundidad, en parte heladas y en parte, no.

En los sitios donde el hielo se hallaba compacto, los caballos corrían por encima fácilmente; pero donde se encontraba roto y a medias fundido, se hundían las ruedas y era muy difícil salir del atranco.

Afortunadamente, los caballos eran buenos y el cochero muy hábil. Gracias a esto pudimos salir con fortuna de aquellos malos pasos.

Después de la silla de posta tomamos un carro y, molidos por el traqueteo de cincuenta horas de camino, llegamos a Zwolle, pueblo de Holanda, a no mucha distancia del golfo de Zuidersee.

Zwolle es un pueblo muy limpio, de calles rectas. Preguntamos si podríamos encontrar barco para Inglaterra en el Zuidersee, y nos dijeron que probablemente no lo encontraríamos. En vista de esto tomamos asiento en[124] la posta para Utrecht, con la idea de ir a La Haya, en donde nos dijeron hallaríamos con seguridad transportes.

En Nijkerk nos encontramos sin tiros al llegar a la posta. Había pasado unas horas antes el hermano del príncipe de Orange con mucha comitiva, llevándose todos los caballos. Tuvimos que aguardar a que trajesen otros, sentados al lado de la estufa, dando cabezadas, hasta la noche, en que volvimos a ponernos en camino.

Llegamos a Utrecht, ciudad hermosa, con calles magníficas, de mucho comercio y hermosos canales. El cochero nos dijo con sorna que en Utrecht se recordaba mucho a Carlos V y a los españoles; pero parece que se les recordaba como a una enfermedad mortal.

Paramos poco en Utrecht; tomamos una diligencia con cuatro caballos y salimos en dirección a Leyden, con tiempo claro y muy frío.

Los caminos en Holanda están muy bien cuidados; pero son estrechos hasta tal punto, que en algunos parajes, si se encuentran dos coches, el uno o el otro tiene que pararse.

Los árboles de la carretera, muy bien cuidados, forman alamedas, y por entre su ramaje se ven canales de agua inmóvil.

Cuando pasamos nosotros, los canales estaban helados, y en la proximidad de los pueblos los chicos patinaban y se deslizaban en trineos.

Continuamente, a un lado y a otro de la carretera, aparecían granjas, huertas, jardines, bosques, casas de madera, todo limpio y arreglado.

Los holandeses son gentes que lavan con frecuencia las fachadas de sus casas y se cuidan de los más pequeños detalles; así que su país da una impresión de orden y de limpieza muy agradable.

Llegamos a Leyden, ciudad rodeada de agua por todas partes, con el río, un canal alrededor como el foso[125] de una ciudad amurallada, y otros varios canales por las calles.

El pueblo estaba amotinado contra los franceses, que ya se habían marchado de allí; manera de amotinarse muy cómoda. Al parecer, los soldados de Napoleón, mientras ocuparon Leyden, no habían dejado hueso sano a los hombres, ni doncella íntegra en unas leguas a la redonda.

Los habitantes de Leyden se habían vengado de los invasores, cogiendo a los dependientes encargados del cobro de derechos que percibía el Gobierno francés, metiéndolos en toneles y echándolos al agua.


V
UNA INGLESA ANTIESPAÑOLA

Llegamos a La Haya y fuimos a la posada del Aguila de Oro. En la mesa se sentó junto a nosotros un comerciante inglés con su hija, muchacha muy bonita.

La inglesa, al saber que éramos españoles, expresó cándidamente su sorpresa.

—¿Por qué le choca a usted?—le preguntamos nosotros.

—Porque yo he oído decir que los españoles son tan crueles y tan feroces, que no creía tuvieran el aspecto de las demás personas.

Aquello me indignó.

Aviraneta, tomándolo a broma, dijo a la inglesa:

—¿De manera que usted creía que la generalidad de los españoles tendrían todavía peor aspecto del que tenemos nosotros? Es decir: que suponía usted que eran más flacos, más negros y más feos que nosotros. No, no, señorita; no todos son como nosotros. Hay alguno que otro presentable.

Riego, que sabía algo de inglés, dijo en serio:

—Mire usted, señorita. No tiene duda que los españoles hemos hecho, en todos los tiempos, muchas barbaridades; pero crea usted que no las han hecho menores los ingleses, los franceses, los alemanes o los holan[128]deses. Si nosotros hemos sido crueles, tan crueles han sido ellos; si hemos sido ladrones y piratas, ladrones y piratas han sido ellos. Lo único que no hemos sabido hacer tan bien como ustedes ha sido vestir nuestros crímenes históricos con el manto de la hipocresía.

—Pero ustedes mandaron la Armada Invencible para destruír Inglaterra—dijo la muchacha.

—Y ustedes mandaron la escuadra de Nelson a Trafalgar. Sólo que la Armada Invencible tuvo la mala suerte de desaparecer en un temporal, y la de Nelson la buena suerte de echar abajo nuestros buques.

La señorita inglesa no quería reconocer esta identidad; suponía que Inglaterra había vencido siempre porque tenía la virtud y llevaba al lado a San Jorge, que la protegía.

El padre de la muchacha, más transigente, nos decía, llenando su vaso:

—Sí, sí; hacen ustedes bien en defender su bandera, jóvenes. Antes que nada, la bandera.

Y vaciaba el vaso de un trago.


VI
EL CHINO DE LA HAYA

El día siguiente nos presentamos en casa del embajador inglés lord Clancarty a que nos dieran los pasaportes para entrar en Inglaterra.

El embajador, que era un inglés de estos ridículos y soberbios, nos trató muy desdeñosamente, y después de hacernos esperar mucho tiempo, nos envió los documentos con un criado.

Hecha esta diligencia, volvimos al hotel.

Había por las calles de La Haya gran animación. El príncipe de Orange acababa de llegar procedente de Inglaterra, en cuyo país había permanecido el tiempo que Holanda estuvo ocupada por los franceses.

Con este motivo se celebraban fiestas y se organizaban cuerpos de voluntarios que iban a reunirse a los aliados.

Aviraneta decía que era cosa extraña que los pueblos que se habían prestado a morir por unos reyes que se escapaban de su país en el momento del peligro los recibieran a éstos, al volver, con entusiasmo.

Aviraneta no podía comprender que un rey no es un hombre. No estábamos en aquellos momentos para discutir, porque nos encontrábamos cansados de tanto ajetreo.

[130]

Creíamos que podríamos embarcarnos en el puerto de La Haya, llamado Scheveninguen, al día siguiente; pero allí no había ningún paquebote inglés y nos dijeron que teníamos que ir a las bocas del Mosa.

Nos resignamos a quedarnos en La Haya por aquella noche. En la fonda, en la mesa, encontramos un chino que iba a embarcarse para su tierra.

Sabía un poco de francés y de español y hablamos con él. Yo le dije que iría verdaderamente asombrado de la civilización de Europa, y me contestó que no; que Europa le parecía una cosa despreciable. Me quedé atónito. Riego y Aviraneta se reían.

Preguntándole por qué tenía una idea tan mala de nuestro continente, dijo que en su país no se mataban los hombres como en Europa, ni se quemaban las casas; que allí el matar no tenía valor, sino el saber y las virtudes.

Le quise convencer de que debía tener más respeto por nuestra civilización, primeramente por creer nosotros en la única religión verdadera, que es la Católica Apostólica Romana, establecida por Cristo y su Iglesia, y gozar nuestros países de los mayores adelantos, a lo que contestó el chinito que la única religión verdadera es la establecida por Buda, y que hay mayores adelantos en China que en Europa.

Si hubiéramos estado en España le hubiera dirigido a algún sabio padre inquisidor para que convirtiera a aquel bárbaro; pero en Holanda descuidan los asuntos de conciencia y no hay inquisidores.

El tal chino era malicioso en extremo y se burlaba de cuanto veía de una manera verdaderamente molesta.

Ya no me faltaba más sino que, después de haber sido vejado durante todo el camino por alemanes, holandeses, italianos e ingleses, viniera un ridículo chino a reírse de uno.

Al día siguiente, en compañía del chino, salimos de[131] La Haya por las calles, adornadas con arcos de triunfo y guirnaldas para el paso del príncipe de Orange.

Llegamos a Maassluis, e inmediatamente fuimos al embarcadero a pasar un brazo de mar que comunica con el río Mosa.

En la punta del muelle encontramos un correo de gabinete inglés que se llevó con su comitiva las barcas. Esperamos a ver si volvía; pero como tardaba mucho, después de calarnos hasta los huesos, tuvimos que retornar al pueblo.

Las posadas en Maassluis estaban ocupadas y nos repartieron en casas particulares. A mí me llevaron a la de un médico, donde no había nada que comer. Parece que el domingo hay por allá la costumbre de tener las tiendas cerradas. Comí unas patatas y un poco de queso y estuve en un cuarto calentado con una estufa de turba, que olía muy mal y que me dió dolor de cabeza. Mientrastanto, el médico, cirujano, o lo que fuese, me echó un discurso en mal francés, diciendo que explicara a los españoles lo que era la tolerancia, y cómo allí convivían los católicos, los presbiterianos, los luteranos y los judíos en paz. Le dije que esto sería cierto, pero que en España, en cambio, no se tenía la costumbre de molestar a los huéspedes.

Se calló el médico y no me habló más.


VII
EFECTO DE SOL EN EL TECHO DE UNA POSADA

Al día siguiente pasamos la desembocadura del Mosa y salimos a Brielle. De Brielle marchamos a Hellevoetsluis, que está en una gran ensenada. De aquí salían casi diariamente paquebotes para Inglaterra.

En Hellevoetsluis las posadas estaban llenas; no cabía en todo el pueblo una rata, y nos dijeron que fuéramos a alojarnos al cuartel. Fuimos a ver el cuartel, que era un lugar horrible y sucio.

En vista de esto, nos dedicamos, cada uno por su lado, a ver si encontrábamos posada.

Yo vi un cuarto como un camarote, que lo alquilaban por dos coronas inglesas; Riego, una alcoba en una casa; Aviraneta dijo que lo único con que se había topado era una sala de billar, y Ganisch, que tardó mucho, dijo que había encontrado un cuarto magnífico, cómodo y barato, en una posada de los alrededores.

Riego se quedó en el pueblo, y nosotros fuimos con Ganisch, y, efectivamente, nos hallamos con un cuarto muy hermoso, con dos camas.

La dueña de la casa era una vieja que tenía una criada rubicunda, gruesa, muy blanca, con la cara ancha, algo parecida a esas mujeres de los cuadros de Ru[134]bens. Ganisch comenzó a andar tras ella, mientras Aviraneta y yo charlábamos.

Cenamos muy bien, nos acostamos en el cuarto grande Eugenio y yo, y nos despertamos con un espectáculo verdaderamente grotesco.

Había concluído de rezar mis oraciones y estaba en el momento de conciliar el sueño, cuando oí un grito y un ruido de cascotes que caían sobre mi cama.

—¡Eugenio!—dije.

—¿Qué?

—¿Has oído?

—No; ¿qué pasa?

—Que cae algo de arriba.

—No he oído nada.

Encendí la luz, miré al techo, y ¡cuál no sería mi asombro al ver que éste cedía e iba apareciendo encima de mí, entre briznas de heno, como un sol de carne, la parte posterior de la criada rubicunda de la posada!

—¡Eh!, ¿qué es eso?—exclamó Aviraneta, como si la parte aquella al descubierto de la criada le fuera a contestar.

Aviraneta se levantó de la cama, se puso un abrigo, salió del cuarto y subió las escaleras al pajar. Por lo que me dijo, se encontró a Ganisch, que intentó esconderse, y ayudó a la criada rubicunda a salir del atranco en que estaba, pues por poco se cae desnuda encima de mí. Después de haber aconsejado a los dos que escogieran sitio más sólido para sus experiencias, se volvió a acostar, riendo a carcajadas.

Al día siguiente, salimos de la posada de la criada rubicunda y nos fuimos a ver a un comisario inglés, a pedirle plazas en un barco.

El comisario era tipo quisquilloso y antipático, y nos dijo que debíamos pagar los billetes por anticipado, si queríamos que se nos reservaran los puestos. Lo hicimos así, y nos dijo que nos presentáramos al día siguiente, por la mañana, en el muelle.


VIII
EL «FÉNIX», LA «SOFÍA» Y EL «VULCANO»

A las ocho de la mañana estábamos en el puerto Riego, Aviraneta, el chino de La Haya, Ganisch y yo.

Nos dijeron que nos apresuráramos, porque el Fénix iba a salir.

Los bateleros nos hicieron pagar la friolera de tres coronas inglesas por persona por llevarnos al buque, que estaba a un tiro de fusil.

Llegamos al Fénix, y el barco se quedó sin moverse. Intentó salir, y no salió. En vista de esto volvimos al muelle, hablamos al comisario inglés, y éste nos dijo que la que partía de veras era la corbeta Sofía, que iba directamente a España. Dijimos al comisario inglés que nos devolviera el dinero, que iríamos en la Sofía; pero el comisario contestó que no, que nada tenía que ver un barco con otro.

Nos metimos en una lancha, que no nos costó tanto como la primera, y fuimos a la Sofía. El buque era un brick holandés pequeño; llevaba treinta oficiales españoles, sesenta soldados, entre ellos algunos ingleses, y otros pasajeros.

No había sitio para tanta gente.

Llegó la hora de comer, y nos dieron como ración para seis un pedazo de carne salada de tres libras, un[136] poco de harina, un puñado de pasas, un cuartillo de ron y galleta.

Algunos oficiales fueron a pedir más ración; pero el capitán les volvió la espalda. Aviraneta tenía dinero y compró suplementos al cocinero, y además contrató con él que nos hiciera la comida. Con la harina, metida en un saco de lienza, las pasas y un poco de sebo hacían un pudding muy pesado; una pasta que parecía de engrudo.

A la mañana siguiente creímos que íbamos a salir, y nada; en cambio, el otro transporte, el Fénix, donde habíamos estado el día anterior, pasó por delante de nosotros con las velas desplegadas.

El chino nos saludó al pasar, y nos dijo en castellano, maliciosamente:

—Buda puele más que Clisto.

No quise contestar nada a aquel pobre salvaje.

El capitán de la Sofía, al ver nuestra desesperación, dijo que a la mañana siguiente saldríamos.

Vino la mañana; los marineros empezaron sus preparativos; todos los soldados y oficiales ayudamos a la maniobra, tirando de los cables; pero el barco no se movió. El capitán, muy tranquilo, dijo que la Sofía estaba encallada en arena y que había que esperar a que la marea subiera más.

Al día siguiente ocurrió lo mismo; la Sofía no quiso salir. Tres días pasamos así, sometidos al capricho de la Sofía y al pudding con engrudo, hasta que el capitán confesó que el barco se iba poniendo muy pesado y que había que descargarlo para que pudiera moverse.

Bajamos a tierra y volvimos a ver al comisario inglés. El hombre, cínicamente, dijo que el haber pagado antes no valía, y solamente a Ganisch, al ver que no se separaba de él y se miraba los puños, le devolvió el dinero.

Por la tarde llegó un transporte inglés, el Vulcano.

Intentamos embarcar, pero nos dijeron que no podía ser. Acababa de venir un embajador austriaco que iba a[137] Londres con su séquito y le habían reservado todos los puestos del transporte. Aviraneta se puso como un loco y dijo mil disparates y barbaridades, sin comprender que los diplomáticos tienen asuntos más importantes que las demás personas.

El comisario indicó que nos prepararían otro transporte, cuando llegó un aviso de que el embajador austriaco no podía salir aquel día. Por lo tanto embarcábamos para Londres.

—¡No se pueden ustedes quejar!—nos dijo el comisario inglés.

Nosotros torcimos el gesto. Era demasiada broma. Ganisch hizo una de las suyas: al subir al barco aparentó que tropezaba, se agarró al comisario inglés y cayó con él al agua.

El inglés salió sin sombrero y chorreando como un perro, y esta falta de respeto de Ganisch fué muy celebrada por Aviraneta y por todo el equipaje del barco.


IX
JURA DE LA CONSTITUCION

Se puso el Vulcano en franquía, enderezó el rumbo a Inglaterra, y a las diez o doce horas de navegación, después de marearnos todos, pasamos las corrientes del Canal de la Mancha y entramos en el Támesis.

Estuvimos en Londres sólo unas horas; Riego se quedó allí, donde formó un cuerpo militar con muchos refugiados españoles, y volvió a la península meses después.

Aviraneta, Ganisch y yo tomamos pasaje para España en un paquebote, en donde iban únicamente treinta y tantos pasajeros. La navegación fué feliz y el tiempo bueno.

Al acercarnos a La Coruña, al pasar por delante del castillo de San Antón, se levantó de improviso una racha de viento favorable, que aprovechamos para acercarnos a la ciudad; con el anteojo veíamos a la gente que se agolpaba en el paseo de la Alameda. Luego el viento se nos puso de proa y creíamos que no podríamos pasar. Así estuvimos un cuarto de hora, al cabo del cual cambió el viento, y entramos en el puerto a las tres y media.

El muelle y el paseo estaban ocupados por una multitud que nos recibió con aclamaciones y aplausos.

Bajamos y fuimos a una posada de la calle Real.

[140]

Por la tarde me llamó el general Lacy, que mandaba el ejército, y me dijo que se iban a formar dos batallones con los oficiales y clases que venían repatriados.

En dos días se organizaron los batallones y nos pasó revista Lacy. Una semana más tarde mandó formar el cuadro en el patio del cuartel y pronunció una corta arenga. Después se celebró la jura.

En el centro del patio se había levantado una pila con tambores, poniendo encima los Evangelios, un ejemplar de la Constitución y la bandera del regimiento.

Juraron el nuevo Código nacional: primero, el coronel y un oficial de cada grado; en seguida, un sargento, un soldado y un cabo de cada batallón.

El general Lacy recogía el juramento con el tricornio en la mano. El que iba a jurar se arrodillaba delante de los tambores, colocando la mano en el libro santo.

Preguntaba el general:

—¿Juráis a Dios y prometéis guardar y hacer guardar la Constitución y defender al rey?

—Sí, juro.

—Si así lo hacéis, Dios os lo premie, y si no, os lo demande.

Después de esta ceremonia me reuní con Aviraneta, que me dió cuenta del dinero que le había entregado mi madre y de la forma en que lo gastó.

Yo no quise oírle; le abracé y le rogué que se quedara con lo que sobraba. El no aceptó, y entonces nos lo repartimos entre los dos.

Poco después hubo en La Coruña varios días de iluminación por la llegada de Fernando VII a Madrid. El general Lacy fué suspendido de su empleo y sustituído por Bassecourt, lo que a los constitucionales sentó muy mal.

Al despedirme de Aviraneta le pregunté:

—¿Y ahora, qué vas a hacer?

—Me voy a Soria o a Navarra a vegetar.

Yo marché a Madrid a abrazar a mi madre.


UNA INTRIGA TENEBROSA
LOS HOMBRES DE LA CONSPIRACIÓN DEL TRIÁNGULO

HABLA LEGUÍA

En el tiempo a que me refiero, el restaurante del Rocher de Cancale era muy célebre en París.

Ni los salones de Very o de Vefour, ni la celebrada fonda de los Hermanos Provenzales, podían competir en fama con el Rocher de Cancale entre los discípulos y practicadores de las suculentas teorías de Brillat-Savarin.

Una noche, de sobremesa, después de cenar con varias personas en el Rocher, oí la historia que voy a contar al barón de Oiquina.

Era a fines de 1840. Había ido yo a París desde Bayona con una comisión de Aviraneta para don Vicente González Arnao, personaje de larga historia que en las postrimerías de la primera guerra carlista fué el intermediario entre el Gobierno de María Cristina y el cabecilla Muñagorri. Este Muñagorri, escribano de Berástegui, hacía la guerra al carlismo con la bandera Paz y Fueros.

[142]

En el fondo, el cabecilla-escribano era una creación de Aviraneta, y su proyecto de escisión del carlismo estaba copiado de otro de don Juan Olavarría, el cual había presentado al Gobierno, hacía años, una Memoria considerando la bandera de Paz y Fueros como un buen medio de acabar la guerra.

Muñagorri no tuvo el éxito que se esperaba de él. Era hombre ligero, de pocos arrestos y, sobre todo, de poca sindéresis. A pesar de esto, algo contribuyó a descomponer el carlismo, y hubiera contribuído más si el cónsul de Bayona, Fernández de Gamboa, esparterista y enemigo de toda transacción, no hubiese opuesto una serie de obstáculos y dificultades a la empresa.

González Arnao, partidario como Aviraneta de acabar la guerra a todo trance, creyó que la campaña de Muñagorri podría ser útil y trabajó para ayudarla con lord John Hay y con el embajador de España en París, marqués de Miraflores.

Arnao, muy patriota, tenía gustos e inclinaciones de parisiense más que de español, a pesar de ser hijo de Madrid; cosa no muy rara, porque había vivido cerca de treinta años en la capital de Francia.

Cuando le conocí yo, Arnao era muy viejo, pero se conservaba derecho y fuerte.

Como la mayoría de los hombres de esta época, había tenido una vida doble. En tiempo de Carlos IV fué profesor de Física experimental en la Universidad de Alcalá, síndico del Ayuntamiento de Madrid y abogado.

Por esta época publicó, en colaboración, el Diccionario histórico-geográfico de Navarra y de las Provincias Vascongadas.

Formó parte, en 1808, de la Junta de Bayona, y al tomar posesión de la corona de España José Bonaparte le nombraron consejero de Estado.

En 1813 tuvo que huír a Francia con todos los que habían aceptado el Gobierno del intruso.

Don Vicente estuvo en París hasta 1820, y cuando[143] el Gobierno anuló el decreto de la Junta Central de Cádiz, en que declaraba a los ministros y empleados del rey José traidores a la patria, a la religión y al rey, volvió a España con otros josefinos.

Era González Arnao hombre sinceramente liberal; amaba la libertad como algo necesario para la vida, y no le preocupaba gran cosa la cuestión de personas.

Al entrar en España vió que no se podía vivir en Madrid; que entre comuneros y masones estaban acabando con el régimen constitucional; quiso mediar entre unos y otros, y enemistado con los dos bandos, se volvió a París.

En el lapso de tiempo comprendido entre la segunda época constitucional y la primera amnistía otorgada por Fernando VII poco después de su matrimonio con María Cristina, don Vicente llegó a ser el abogado de los proscritos españoles, no sólo de Francia, sino de toda Europa.

Tenía Arnao por entonces su despacho en una de las calles más animadas de París, la del Faubourg Montmartre, y su casa era un constante subir y bajar de personas que iban a consultarle.

Entre los políticos y escritores franceses contaba Arnao con amigos ilustres, y en esta época sentaba con frecuencia a su mesa a Destutt Tracy, a Armando Carrel y al historiador Mignet.

González Arnao podía alternar con ellos; era un hombre muy culto; sabía el latín y el griego admirablemente y conocía a la perfección los idiomas modernos: el francés, el inglés y el alemán.

A fines de 1831, Arnao marchó a España y dejó su bufete a su secretario y socio, un catalán llamado Pagés.

En 1838, don Vicente volvió de nuevo a Francia y estuvo en Bayona y en París por asuntos relacionados con la guerra carlista. Mientras él acudía a la Embajada de España y celebraba consultas en la calle del Fau[144]bourg Montmartre, su antiguo secretario corría medio París en su cabriolé.

Arnao, a quien fuí a visitar por encargo de Aviraneta y a darle datos de las conjuras que se fraguaban en Bayona para reanudar la guerra después del Convenio de Vergara, me recibió muy afectuosamente.

Después de una larga conferencia me dijo:

—¿Quiere usted comer esta noche conmigo?

—Con mucho gusto.

—Comeremos en el Rocher de Cancale. ¿Sabe usted dónde está?

—No.

—Pues entonces mi amigo Pagés le irá a buscar a su casa. ¿Dónde vive usted?

—Vivo en el hotel de Embajadores, calle de Santa Ana, 75.

—¡Oh, lo conozco! Allí hemos conspirado los españoles durante mucho tiempo. Espere usted a Pagés; irá a buscarle al anochecer.

—Muy bien. Le esperaré.

Me fuí a la fonda, y, efectivamente, antes del anochecer se presentó el señor Pagés a buscarme. Subimos al coche, que esperaba a la puerta, y nos encaminamos al Rocher de Cancale.

Aguardamos un rato y, uno tras otro, se presentaron los tres comensales que iban a cenar con nosotros. En total éramos cinco: Arnao, Pagés, un cura vizcaíno, don Ignacio, que hacía mucho tiempo vivía en París, expulsado de España por afrancesado, y el barón de Oiquina.

El barón de Oiquina era un viejo que, a pesar de ser exageradamente atildado en el vestir, resultaba no sólo un hombre serio, sino una persona respetable.

Tendría el barón más de setenta años; era sonrosado, de ojos azules, de cabellos blancos, que parecían vellones de lana. Iba rasurado, vestía de claro y tenía el tipo y el porte de un lord inglés.

[145]

Su larga permanencia en Francia le hacía hablar con giros extraños y con muchos galicismos.

El barón de Oiquina vivía habitualmente en una propiedad de una hermana suya, próxima a Bayona, y había ido por entonces a París a pasar unos días.

Por lo que me dijo Arnao, el barón había sido subprefecto de Valladolid en tiempo de José Bonaparte, y en vez de evolucionar, como casi todos los afrancesados, en sentido reaccionario, se distinguía por sus ideas avanzadas.

Durante la comida, Arnao, el barón y el cura don Ignacio recordaron escenas, anécdotas y personas de España y Francia.

Salieron a relucir el general Mina, Galiano, Mendizábal, Istúriz, Lafayette, el general Berton, Caron, Vaudoncourt, Cugnet de Montarlot, y otros más.

—¿Y usted no le ha conocido a Aviraneta?—le preguntó González Arnao al barón, de pronto—. Este caballero, el señor Leguía—y me señaló—, es amigo suyo.

—¡A Eugenio de Aviraneta! ¡Sí, hombre! Le he conocido cuando era un muchacho joven como lo es ahora el señor Leguía.

—Entonces hará mucho tiempo.

—¡Figúrese usted! El año 12.

—¡Qué raro!

—Sí; yo era subprefecto de Valladolid por el Gobierno de José Bonaparte. Un día se me presentaron dos jóvenes, acompañados de un capitán francés, que les recomendaba para que les diera un pasaporte. Dijeron que eran comerciantes; pero yo sospeché que eran guerrilleros—. Y ¿hacen ustedes mucho comercio?—les pregunté—. Sí; no estamos descontentos—contestó uno de ellos, que era Aviraneta; y un relámpago de ironía brilló en sus ojos. Aquella mirada y aquel perfil de aguilucho no se me borró de la imaginación. Cuatro años después le volví a ver en París... ¡Aviraneta! ¡Qué[146] tipo! Ha debido tener una vida curiosa ese hombre. ¿Estará ya viejo?—preguntó el barón.

—No mucho—dije yo.

Habíamos concluído de comer y de tomar café y, retirándonos de la mesa, nos preparábamos a encender unos habanos.

—Don Joaquín—dijo Arnao, dirigiéndose al barón.

—¿Qué quiere usted, querido?

—Creo que le conozco a usted bastante bien.

—Es posible; no digo que no.

—He notado que el nombre de Aviraneta le ha sugerido intensos recuerdos...

—Sí; es cierto.

—¿No querrá usted contarnos en qué circunstancias conoció usted a Aviraneta cuatro años después de verle en Valladolid?

—¿Qué supone usted?

—Supongo que Aviraneta y usted no estarían quietos cuando se encontraron por segunda vez en París y que tramarían alguna cosa.

—¿Y quiere usted que la cuente?

—Creo que nos haría usted pasar un buen rato contando lo que fué.

—Estos señores se van a aburrir... preferirán ir al teatro... a ver Lázaro el pastor, la última obra de Bouchardy, el éxito del día.

—Yo, por mi parte—dije—, prefiero oírle a usted que ir a cualquier teatro de París.

—Muchas gracias.

El socio de Arnao pretextó que tenía que verse con un agente, y se fué; el cura don Ignacio, González Arnao y yo acercamos nuestras butacas a la del barón. Este su puso a contemplar melancólicamente la ceniza de su cigarro hasta que levantó la cabeza y comenzó así su relato:


LIBRO PRIMERO
DE PARÍS A MADRID

I
ANTECEDENTES

Como ha supuesto usted muy bien, mi querido Arnao, el nombre de Aviraneta me ha sugerido recuerdos de cosas y de hombres de otra época: Mina, Renovales, Yandiola, Richart, Arquez... ¡Qué tiempos! ¡Qué entusiasmo!

El señor Leguía, no, porque es muy joven; pero ustedes recordarán que cuando la primera reacción de 1814 todos se asombraron en España y en Francia de que la resistencia de los liberales españoles fuese tan débil.

La razón principal era que había aún en Francia y en Inglaterra muchísimos cientos de oficiales y de soldados de ideas liberales que, prisioneros en los depósitos, no habían vuelto a España.

Además, nos encontrábamos en la emigración los que habíamos ejercido algún cargo con Bonaparte.

Fernando VII sabía que la ocasión de recobrar el poder absoluto era oportuna, y los informes del duque de San Carlos, a quien envió a Madrid con nombre supuesto a explorar los ánimos de los políticos y generales, le confirmaron la idea de que la reacción era fácil.

Cierto que se decía que algunos caudillos de la guerra[148] de la Independencia, como Mina, Lacy, el Empecinado, Villacampa, Renovales, se inclinaban a la Constitución; pero era solamente la parte plebeya y guerrillera, porque los generales palaciegos, los Castaños, los Palafox, los Eguía, los Montijo, estaban por el absolutismo.

Se creía por muchos que se había implantado en España el poder personal y teocrático a gusto de todos, cuando al cabo de unos meses se comenzó a hablar de que se fraguaban conspiraciones.

Primeramente se descubrió una en Cádiz, y se mandó allí de comisario regio a Negrete, hombre que para mucho tiempo dejó fama de bárbaro por sus procedimientos inquisitoriales.

Esta conspiración inventada por el Gobierno, no tenía más objeto que limpiar Cádiz de liberales y de masones, atemorizarlos y hacerles huír.

Después se levantó don Francisco Espoz y Mina con la División Navarra, e intentó, en unión de su sobrino Mina el Mozo, del coronel Asura, de Górriz y de otros, apoderarse de la ciudadela de Pamplona, de noche, aprovechando un tumulto que debía estallar en la ciudad, y proclamar la Constitución.

El comandante de uno de los regimientos mandados por Mina, después realista célebre, don Santos Ladrón, fué el que denunció la empresa.

Ladrón era amigo de Mina el tío y rival y enemigo de Mina el Mozo. Los dos eran jóvenes; los dos, estudiantes; los dos, navarros de pueblos vecinos: Mina, de Idocin, y Ladrón, de Lumbier.

Ladrón era realista furioso; Mina el Mozo, liberal exaltado; Ladrón y Mina eran valientes; pero Mina, además, era audaz, conquistador, de estos mozos que arrastran a los hombres y se hacen querer por las mujeres.

La envidia de Ladrón por Mina influyó en el fracaso de la empresa liberal de Pamplona, que costó la vida al coronel don José Górriz y al mayor Cía, fusilados delante de los muros de la ciudad navarra.

[149]

Los españoles gozaron unos meses de calma.

La guerra de la Independencia había sido funesta para nuestra cultura.

En Madrid se volvió a la estolidez y a la ñoñería habituales. No se publicaban mas que folletitos contra los liberales y masones; se adulaba al rey de la manera más vil, y por toda literatura se daban a la estampa historias de bandidos, de ahorcados y de almas en pena; los cuarenta y ocho motivos que tiene el hombre para no casarse, y otras obras igualmente importantes.

La salida de Napoleón de la isla de Elba produjo en todas las testas coronadas de Europa un enorme pánico. Fernando y sus ministros amainaron en la persecución contra los liberales.

Se dijo que Napoleón iba a dejar a Francia con un gobierno democrático; que abdicaría de ser emperador para llamarse generalísimo de la República, y se añadió que iban a traer de nuevo a España a Carlos IV.

Lo único que resultó algo cierto fué que el elemento republicano se agitó en Francia y que los reyes de la vieja Europa temblaron a la idea de que Napoleón se consolidara en el trono.

Pasaron los Cien Días; vino Waterloo y volvieron Fernando y los suyos a su persecución contra los liberales.

La primera conspiración de que se ocupó el Gobierno español después de los Cien Días fué una supuesta tramada en el café de Levante, de Madrid.

Como yo tenía gran curiosidad y gran deseo de que pasara algo en España, me enteré de lo que era.

No había tal conspiración. Lo ocurrido fué que en ese café, por aquella época, se habían reunido unos cuantos señores de ideas liberales y habían hablado de la posibilidad de que Napoleón volviera a dominar en Francia y de que Fernando tuviera que huír.

A los serviles ministros del tirano esto les escandalizó tanto, que tuvieron que condenar a presidio a varios[150] de aquellos señores por haber puesto en ridículo, como decía la Gaceta al hablar de este asunto, las constantes virtudes del mejor de los reyes.

De los conspiradores del café de Levante, tres o cuatro eran abogados; uno, un teniente, don Ramón de Latas, y otro, un músico de la Real Capilla, llamado Balado, que dijo no conocía los designios de sus amigos. Naturalmente, no tenían ninguno; pero fueron todos condenados a varios años de prisión, como verdaderos conspiradores.

Después de los Cien Días, tras de la batalla de Waterloo, fué cuando comenzó en grande el éxodo de los oficiales españoles emigrados hacia España. Hubo que establecer depósitos en las capitales de provincia para ellos.

Pronto se notó que la mayoría de los oficiales que volvían de Francia e Inglaterra eran de las nuevas ideas, y se les trató de una manera tan cruel, que llegaron a echar de menos los pueblos extranjeros de donde llegaban.

Elío, luego famoso por su crueldad, fué de los que se distinguió por su mal trato con los que venían de la proscripción.

En Madrid las persecuciones contra afrancesados, liberales y masones las dirigía un tribunal presidido por el mariscal de campo don Pedro Agustín de Echavarri.

Se estaba consolidando la Santa Alianza; la política de Metternich iba triunfando, y los gobiernos creían poder apretar impunemente los tornillos a sus respectivos países.

En España comenzaba a haber dos elementos importantes contra el despotismo: uno, el de los oficiales venidos de la emigración, exacerbados por la crueldad y la indiferencia que les demostraban; otro, el de los paisanos liberales que iban ingresando en la masonería.

Entonces, de todos los pequeños Centros masónicos españoles, el más importante era el de Granada, que[151] estaba presidido por el conde del Montijo, personaje enigmático e inquieto, extraño botarate que tan pronto intrigaba a favor del rey como a favor del pueblo.

El conde del Montijo, que había sido uno de los partidarios de la abdicación de Carlos IV y de los inspiradores del motín de Aranjuez; que había conspirado con los reaccionarios contra la Junta Central en tiempo de la guerra de la Independencia; que en 1814, complicado con Macanaz, con Escoiquiz, Palafox y San Carlos, había trabajado por el absolutismo y dado dinero a la chusma de los barrios bajos de Madrid para que gritara: «¡Abajo la Constitución!»; el conde del Montijo, que apareció firmando el manifiesto de los Persas, era, año y medio después, el jefe principal de la masonería en España, y el Oriente fundado por él en Granada se llamaba Oriente Montijano.

Al mismo tiempo tenía la amistad del rey y era capitán general de Granada.

Realmente, estas cosas despistan a cualquiera y hacen pensar que había entre nosotros muchas personas que por debajo de cuerda trabajaban por Fernando VII.

Aunque esto ocurriera, era lo positivo que los dos núcleos rebeldes, el de los masones y el de los militares, aumentaba. El levantamiento de Díaz Porlier en La Coruña fué fruto de los dos elementos, y fracasó por confidencias y por trabajos que hizo el arzobispo, ayudado por el clero.

Porlier, a quien llamaban el Marquesito, fué ahorcado; pero sus cómplices se escaparon y fueron apareciendo en la frontera de Francia y estableciéndose allí.

Las emigraciones ocasionadas por las tentativas de Mina y de Porlier produjeron en Francia, unidas a la de los afrancesados, núcleos importantes, en donde no faltaba la gente de dinero y de influencia.

Teníamos en París a Toreno, a Urquijo, a Hermosilla, a Llorente, al ex fraile don Manuel Núñez Taboada, a González Arnao, a Azanza...

[152]

En Burdeos estaban el ex jesuíta Rafael Martínez, el coronel de Caballería Gavilanes, el bibliotecario Gallardo, el fraile músico Moliner, el coronel Colombo, el capitán Arquez.

En Bayona se hallaba el núcleo mayor. Allí estaban Espoz y Mina, Fermín de Asura, que acababa de escaparse de la prisión de Cahors y estaba escondido en una casa de campo de los contornos; el fabulista alavés don Pablo de Jérica, complicado en lo de Porlier, a quien por orden del embajador de España habían tenido preso en el castillo de Pau; el capitán de fragata O'Connor; el ex fraile Arrambide; Juan Bautista Beunza, preso también en Pau; Nicolás Uriz, secretario de Mina, preso en Montauban, y otros que no recuerdo.

Ya por entonces bullía José Manuel del Regato; el traidor Regato, que jugó un papel tan triste en la segunda época constitucional. Regato había publicado en Bayona un folleto contra Fernando, titulado El Carolino, papel lleno de palabrería vulgar, pero que había tenido algún éxito entre los emigrados.

Regato se hacía llamar Oyo, Abeille y Abella. Yo, como vivía en Bayona y conocía mucha gente, me enteré de la vida que hacía Regato y sospeché siempre de él; tenía relaciones secretas con la policía, lo que hubiera bastado a cualquiera para desconfiar. Sin embargo, este hombre pasó durante mucho tiempo por un hombre íntegro, gracias a la pedantería española y a la importancia que damos a las palabras; vivió en París, en casa del conde de Toreno, y fué protegido en Madrid por Alcalá Galiano.

Al último, él mismo se desenmascaró, cuando en 1823 dirigió en Madrid la pedrea contra las Embajadas, dejando en las garras de la policía a un pobre zapatero remendón a quien engañaba.

Regato vivió después en Madrid tranquilamente en la calle de Silva de agente de Calomarde, con el que hacía jugadas de Bolsa, y cuando en 1833 comenzaron a vol[153]ver los liberales de la emigración, temeroso de una venganza, huyó de España.

En Londres teníamos un núcleo de emigrados; pero la mayoría eran gente de libros, a quienes dirigía Blanco-White. Había también allí una reunión en casa de un banquero bilbaíno, don Fermín Tastet, hombre muy viejo, muy jovial y que llevaba muchos años viviendo en Londres, y en su casa se reunían Flórez Estrada, el general Romay y otros varios...

He dado estos antecedentes para que vean ustedes, poco más o menos, con qué fuerzas contábamos fuera de España; tengo que añadir que, a pesar de lo que se ha dicho, no éramos tan ilusos y tan confiados como se nos ha querido pintar. No. Unicamente lo que nos diferenciaba de épocas posteriores es que había entonces más entusiasmo, más ansia de alcanzar la libertad.


II
UN BAILE DE CONSPIRADORES

A fines de otoño de 1815 vine yo a París a estar una temporada.

Era todavía joven, despreocupado, amigo de divertirme y de gozar de la vida.

Tenía muy buenos amigos en París y lo pasaba bien.

Uno de ellos, de los que conservo más vivo recuerdo, era Nicolás de Miniussir, uno de los hombres más cultos y simpáticos que he conocido. Miniussir era austriaco, de Trieste, aunque naturalizado español.

Había estado en la batalla de Waterloo en compañía del general don Miguel Ricardo de Alava, y luego, entre los dos, presentaron un servicio importante a nuestro país.

Durante la guerra de la Independencia los franceses habían desvalijado a España, trayendo a París una porción de cuadros y de joyas.

Miniussir y el general Alava discutieron la manera de recobrar las riquezas robadas, y decidieron que Miniussir, al frente de doscientos hombres de infantería inglesa, entrara en los museos y recuperara lo que pudiera.

Así se hizo: Miniussir cargó con cuadros y con todo lo que vió de procedencia española; pasó la frontera belga, arrollando a los aduaneros; llegó a Amberes, embarcó sus riquezas y las transportó a Cádiz.

[156]

Con Miniussir y con algunos otros acudíamos a los teatros, a las fiestas, al salón de Teresa Cabarrús...

Iba acabándose mi tiempo de estancia en París, dentro de lo vulgar y corriente, cuando de improviso me encontré metido en una intriga amorosa y en una intriga política.

Tenía yo un encargo que me habían dado en Bayona para entregarlo en París a un señor don José González, presbítero, que habitaba en el hotel de la Cometa, calle de la Cometa, en el Gros Caillou.

Como ya me faltaba pocos días de estancia cogí el encargo y fuí a ver al presbítero. Entré en el hotel, llamé en la puerta que me indicaron y, en vez de salir un clérigo, salió una de las muchachas más bonitas que yo he visto en mi vida. Pensé si me habría equivocado; pero, no; allí vivía don José, el cura, y esta muchacha, llamada Concepción, era su sobrina.

Don José había ido aquella tarde a cobrar la renta en casa del banquero Hardouin. Con el pretexto de esperar, hablé largo rato con la muchacha, y nos entendimos tan bien, que quedamos de acuerdo en escribirnos todos los días y en vernos siempre que ella pudiera, porque el cura era regañón y suspicaz.

Cuando llegó don José, el cura, le entregué el encargo, saludé a Conchita con afectada indiferencia y me marché a la calle.

Durante mucho tiempo ya no pensé mas que en la muchacha y en hablar con ella.

Como en esta época había una policía al servicio del partido ultramontano, que entonces se llamaba del pabellón Marsan, y esta policía espiaba a los extranjeros tildados de liberales, me vi molestado con frecuencia por los agentes, que preguntaban en mi hotel quién era yo, qué hacía y qué personas venían a verme.

Seguía entregado a mis amores, luchando con el viejo cura del hotel de la Cometa, que hacía de don Bartolo con mi Rosina y quería guardarla en un rincón obscuro,[157] cuando un día me encontré con una invitación para ir a un baile de la Embajada Española.

Me chocó la invitación y pensé en no ir, cuando al día siguiente recibí una carta en la que me decían:

«Mañana por la noche, en el baile de la Embajada Española, se reunirán los suyos. El punto de cita será el tercer balcón a la derecha, entrando en la gran sala. La hora, las doce.

X.»

El aviso me sorprendió. Aquello de que se reunirían los míos había picado mi curiosidad. Decidido, después de cenar me vestí de etiqueta, tomé un coche y fuí a la Embajada.

No recuerdo quién era nuestro embajador por entonces; me figuro que era el duque del Parque, un señor un tanto fatuo y muy entusiasta de las ideas liberales, que en tiempo de la segunda época constitucional gustaba de que no le llamaran duque, sino el ciudadano Cañas, pues éste era su apellido, y que peroró en Madrid, en el club que se llamaba la Cruz de Malta.

No recuerdo bien, como digo, si en esta época era el embajador el duque del Parque o el de San Carlos.

Cuando entré en el gran salón eran las once y media, y el baile comenzaba a animarse. Había muchas máscaras, muchos emigrados españoles y muchas mujeres hermosas.

El espíritu de esta época en París era muy distinto al del Imperio. La megalomanía napoleónica había sucumbido por muerte natural; la gente no quería mas que olvidar y divertirse. Tantos años de guerra del reinado de Napoleón habían producido una gran fatiga. Tras del dominio de los militares, venía el de los jesuítas y de los abogados de provincia, y se preparaba el de los periodistas.

La aristocracia reaccionaba; las damas del gran mun[158]do intentaban desterrar de las reuniones a las generalas e intendentas del Imperio, y trataban de mezclar las costumbres de la Regencia con el culto del Sagrado Corazón de Jesús.

En esta época todo el mundo intrigaba ferozmente, y los jóvenes ambiciosos esperaban hacer una carrera rápida en un salón o en una sacristía.

Un baile entonces era un lugar de enredos y de maquinaciones; se sentía la necesidad de la Prensa, que no era nada aún, y la gente tenía que contarse muchos secretos y hacer un sinnúmero de cábalas.

Estaba yo solo, en medio de los bailarines, presenciando el espectáculo; la orquesta tocaba un aire de la ópera Jean de Paris, de Boieldieu, cuando una enmascarada se agarró de mi brazo.

—¡Caballero!—me dijo.

—¿Qué quieres, máscara?

—¿Me puede usted dar el brazo un momento?

—Con mucho gusto; pero tendrás que dispensarme, porque tengo una cita.

—¿Conoce usted aquí algún español?

—A varios. Además, yo lo soy. Pero observo, máscara, que no sigues las reglas del Carnaval. En estos días las máscaras hablan de tú.

—¿De manera que es usted español?—preguntó ella sin hacer caso de mi observación.

—Sí. Pero dispénsame ahora; tengo una cita.

Y, soltando el brazo de la máscara, me metí entre la gente, fuí al tercer balcón que me habían señalado, y quedé de pie junto a los cristales.

Al poco rato se acercó a mí un joven seco, delgado, vestido a la moda, con una levita larga de color azul, pantalón de nanquín, zapato bajo y media de seda blanca.

Quedé mirando atentamente a aquel joven. Yo le conocía; pero, ¿de dónde?

—Ha sido usted puntual a la cita, señor barón—me dijo.

[159]

—Ya ve usted.

—Me mira usted sorprendido. Parece que está usted preocupado.

—Sí, lo estoy, caballero—le contesté—. Estoy preocupado, pensando que le conozco a usted, y no sé dónde.

—Es posible; yo no recuerdo.

—¿Quiere usted decirme su nombre?

—A otro no se lo diría—me contestó él—. A usted, sí. Me llamo Eugenio de Aviraneta.

—No; pues no me dice nada el nombre... Sin embargo, yo le recuerdo a usted. ¿Usted no ha usado nunca otro apellido de carácter también vasco?

—Sí; en tiempo de la guerra de la Independencia me llamaban Echegaray.

—¿Y estuvo usted una vez en Valladolid con un amigo y un militar francés?

—Sí.

—De ahí lo recuerdo a usted. Yo era entonces subprefecto de Valladolid. Usted era guerrillero, ¿verdad?

—Sí.

—Lo adiviné. ¿En qué partida estaba usted?

—Con el Cura Merino.

—¡Estaba usted entre realistas!

—Entonces nos sentíamos solamente patriotas. Cuando Merino se enteró de que era masón, quiso fusilarme.

En esto, una máscara se aproximó a Aviraneta y le habló al oído.

—Está bien—dijo Aviraneta.

Y, separándose de la máscara, se acercó a mí y añadió:

—Ahora que nos conocemos, señor barón, le voy a poner al corriente de lo que tramamos. Usted sabrá que el Gobierno de los Cien Días, al verse perdido, llamó en su socorro no sólo a los bonapartistas y republicanos franceses, sino a los patriotas de todos los pueblos europeos. Como nada se improvisa, por más que la maso[160]nería y las Sociedades secretas comenzaron a trabajar en favor de Bonaparte, no se pudo organizar algo eficaz, no hubo tiempo ni medios. Bueno. Han pasado unos meses, y los diferentes centros de París han creído que hoy en España es más fácil un movimiento liberal que en Francia, y han pensado ponerse en relación con los españoles y ayudarles con su dinero. Yo he tenido una reunión con los delegados de las Sociedades, que me han encargado de entrevistarme con los emigrados españoles. Y como la policía nos vigila, y como tenemos amigos en la Embajada, he escogido este baile para citar a unos cuantos conspiradores, porque aquí no suponen que vengamos nosotros. Ya sabe usted de qué se trata: de preparar un movimiento a favor de la Constitución.

—¿Quién patrocina el movimiento?—dije yo.

—La masonería, con los centros liberales y republicanos franceses y los núcleos de nuestros emigrados.

—Y en España, ¿quién se pondría al frente?

—Por ahora, el general Renovales.

—¿Y Mina?

—Mina, según parece, no quiere nada con Renovales.

—¿Por qué?

—Rivalidades del tiempo de la guerra de la Independencia. Renovales mandó desarmar un escuadrón de caballería de Mina.

—¿Y no se podrían llegar a poner de acuerdo?

—No sé; dicen que no.

—¿Y Renovales tiene bastante prestigio para ponerse a la cabeza del movimiento?

—Sí.

—¿Es valiente?

—Hasta la temeridad.

—¿Es discreto?

—Menos que valiente.

—¿Es honrado?

[161]

—Menos que discreto.

—¿No nos venderá?

—Hoy por hoy, no.

—¿Nuestros emigrados favorecerán el movimiento?

—Veremos.

—¿Y los franceses republicanos piensan hacer algo?

—Sí; formarán secretamente una legión extranjera, al mando del general Berton, y la enviarán a España. Hay alistados más de tres mil hombres, casi todos oficiales y suboficiales del Imperio, entre los que abundan polacos, italianos y griegos.

—La aventura me parece muy difícil y muy peligrosa.

—A mí también.

—¿Pero usted no piensa abandonarla?

—Yo, no; y usted tampoco la abandonará.

—¡Mucho afirmar es eso!

—Usted decidirá. Dentro de media hora volveré a este balcón. Usted me dirá si quiere seguir, o no.

—¿Tiene usted algún otro conspirador en el baile?

—Sí.

—¿Se va usted?

—En seguida vuelvo.

No hizo mas que marcharse Aviraneta, cuando la máscara que había encontrado al entrar se me acercó de nuevo.

—¿Ha concluído usted su cita misteriosa?—me dijo.

—Sí.

—¿Han tratado ustedes algo importante?

—Me estás escamando, máscara—le dije yo—. ¿Es que eres de la policía?

Comprendí a través de la careta que la mujer se había turbado y avergonzado.

—Está bien—dijo con dignidad—. No le preguntaré a usted nada más. Me voy.

—Es que yo no le conozco a usted—repliqué—; no le veo la cara. No tengo motivos para tener confianza.

[162]

—Y si me viera usted la cara, ¿tendría más confianza?

—Según.

La máscara me llevó a un extremo del salón y se quitó la careta. Era una mujer hermosa, morena, de ojos negros y brillantes.

—Tiene usted unos ojos soberbios—le dije.

—¿De verdad?

—Sí. Creo que no voy a poder olvidarlos. Y eso que estoy enamorado.

—¿Está usted enamorado?

—Sí.

—Un español, ¿no está siempre enamorado?

—No siempre. ¿Tenía usted algún interés en saber mi nombre?

—Sí.

—Pues me llamo el barón de Oiquina y en este momento estoy citado con algunos de mis compatriotas que trabajan allí para implantar la Constitución... No dirá usted que no tengo confianza.

—¿De verdad, es usted español?

—De verdad.

—¿Y liberal?

—Completamente.

—¿Conoce usted a Miniussir?

—Es muy amigo mío.

—Yo también lo conozco. Es el que me ha dicho que vendrían españoles liberales aquí.

—¿Usted es italiana?

—Sí, soy de Roma. Mi nombre es María Visconti.

—¿Visconti? ¡Nombre ilustre!

—Para nosotros no hay nombres ilustres. Sólo la patria y la libertad son ilustres. Pero no quiero detenerle, barón. Vaya usted ahora con sus amigos. Quisiera de usted una cosa.

—¿A ver cuál es?

—Que mañana o, lo más, pasado, vaya usted por mi hotel.

[163]

—Iré.

—Necesito un favor que sólo un español puede hacerme.

—Lo que usted quiera, señora.

—A cambio de esto les ayudaré en su conspiración. Soy romana, entusiasta de la libertad, y España es hija de Roma, tierra latina...

Aquella mujer extraña me dió las señas de su casa, estrechó mi mano y desapareció entre las máscaras. Volví al punto de cita y me encontré a Aviraneta acompañado de dos señores.

—Querido barón—me dijo Aviraneta—, conspirar y hacer conquistas creo que es demasiado. Le voy a presentar a dos amigos...: el conde de Tilly..., monsieur Cugnet de Montarlot.

Nos dimos la mano. El conde de Tilly era un currutaco de aspecto enfermizo, que hablaba el castellano con acento extranjero. Debía de ser hijo del Tilly que perteneció a la Junta Central que intervino en la batalla de Bailén y murió en el Castillo de Cádiz.

Respecto a Cugnet de Montarlot era el tipo del soldado del Imperio: jactancioso, valiente, fanfarrón y audaz. Vestía de paisano, de tal manera que se le notaba en seguida que era militar.

Cugnet de Montarlot, después de cambiadas algunas palabras, dejó a Tilly y a Aviraneta charlando conmigo, y entró en medio de la gente. Al poco rato, vino con dos tipos, por su aspecto también militares, que nos presentó:

—Nantil... Lamotte...

Saludamos. Nos dimos la mano.

—Son de los mejores—dijo Cugnet—. Volvió a marcharse, y un momento después se presentó con otros tres.

—Moreau... Pombas... Vallé...

Volvimos a saludar y a darles la mano. Al cuarto de hora hubo nueva presentación:

[164]

—Fabvier... Delon... Caron... Vaudoncourt...

Nos dimos un apretón de manos, y, como no convenía llamar la atención, nos desperdigamos por el baile.

—Está aquí la flor de la Sociedad El alfiler negro—dijo Cugnet—, y añadió, dirigiéndose a mí:

—España dirá el momento, caballero. Los tiranos nos han de conocer. La libertad española tendrá a su servicio las mejores espadas de Francia.

—Ahora, señores, como aquí es imposible hablar con comodidad—dijo Aviraneta—, nos vamos a ver mañana en la librería de Eymery, de la rue Mazarine. Yo iré a avisar a dos o tres personas por la mañana; ustedes vayan a las cuatro. Usted, Cugnet, lleve, si puede, a Berton. Si ven ustedes que les espían, no entren. Ahora, señores, ¡buenas noches!

Y Aviraneta hizo un signo masónico y desapareció.


III
RAPTO

Al día siguiente, cuando me desperté, tuve la impresión de que había soñado que conspiraba en un baile; pero pronto mis recuerdos se fueron aclarando y tomaron una absoluta precisión.

Salté de la cama.

Me vestí. Eran las diez. Al recoger mis zapatos, encontré en uno de ellos una carta, que, sin duda, acababa de dejar el mozo del hotel. Era de Conchita, mi novia. Me decía estas palabras:

«Ven a sacarme de aquí. Mi tío me quiere encerrar en un convento. Hoy irá a cobrar a casa de su banquero, y estaré sola. Me vigila una vieja bruja, madama Mathieu, que ha traído mi tío expresamente para eso. Cuando esta tarde quede sola y se vaya mi tío, pondré un papel blanco en el cristal de la ventana de mi cuarto. Inventa un pretexto para que salga la vieja. Mándale un recado diciendo que la esperan para darle un dinero de Angulema. Es de ese pueblo y es muy avara, e irá.

Tu Conchita.»

Impaciente, acabé de arreglarme y en seguida salí a la calle, tomé un coche y pasé por delante del hotel de[166] la Cometa. Todavía no estaba el papel en el cristal de la ventana. Sin duda no había salido el viejo don Bartolo. Mandé al cochero que me aguardara en una esquina de la calle, y me puse a esperar que apareciese la señal. Eran las dos y media, y aun no había aparecido. Empecé a pensar que para las cuatro tenía la cita con Aviraneta y que no iba a poder acudir. A las tres menos cuarto, el cuadrado de papel blanco se vió en el cristal de la ventana.

Inmediatamente me fuí a una taberna, que se llamaba A la cita de los cocheros; entré y pregunté al dueño por el hotel de la Cometa. El hombre me dió una explicación de dónde estaba, y yo le dije que era recién venido de Angulema; que tenía el encargo de dar quinientos francos de una herencia a una señora Mathieu, que vivía en el hotel de la Cometa, y añadí:

—Si hubiera algún chico, yo le daría cuatro o cinco francos para que fuera a avisar a esa señora.

—Yo mismo iré—dijo el tabernero.

—Bueno; pues dígale usted a esa mujer que venga aquí con usted y que me espere unos minutos, porque mientrastanto yo voy a hacer otro recado.

Le di al tabernero los francos prometidos, salí de la taberna y me metí en el coche. Al ver pasar a la vieja y al tabernero juntos, entré en el hotel de la Cometa y subí las escaleras hasta el cuarto de Conchita. Llamé.

—¿Eres tú?—me dijo ella.

—Sí.

—Esa vieja ha cerrado la puerta y se ha llevado la llave. Yo no sé cómo abrirla.

Saqué yo un cortaplumas e intenté meter la hoja por la rendija de la puerta; pero no era posible abrir.

—¿No tienes algún cuchillo grande o alguna otra cosa para correr la lengüeta de la cerradura?—dije a Conchita—. ¡A ver, ensaya!

Perdimos el tiempo lastimosamente y no se consiguió nada.

[167]

De pronto se me ocurrió una idea que me pareció muy buena.

—Oye—le dije.

—¿Qué?

—El cuarto de tu tío, ¿está pared por medio de éste?

—Sí.

—¿No tiene alguna comunicación, alguna puerta condenada, o algo por el estilo?

—Sí; detrás del colgador tiene un tabique de tela que cierra el hueco de una puerta.

—La llave del cuarto de tu tío, ¿estará en el clavero?

—Sí.

—¿Qué número es?

—El 23.

Bajé las escaleras hasta el portal, esperé un momento a que no pasara nadie, cogí la llave y entré en el cuarto del cura. Después abrí el cortaplumas y desgarré de arriba abajo el tabique o biombo que separaba un cuarto de otro. Conchita saltó de su habitación a mis brazos. Salimos del cuarto del clérigo, lo cerramos, y, ella cubierta con un velo negro y yo detrás, avanzamos hasta el coche que esperaba, y montamos en él.

Eran las cuatro menos cuarto. Yo tenía que estar a las cuatro en la librería de Eymery.

—Tendremos que separarnos—le dije a Conchita.

—¿Por qué?

—Porque yo tengo una cita a las cuatro con unos amigos.

—¿Tanta importancia les das a ellos para dejarme a mí sola, y hoy?

—Es que es una cita política. Estamos conspirando.

—No te creo.

—¿No?

—No.

—Pues, mira, ven conmigo. Les diré a mis amigos que eres mi mujer.

[168]

Saqué la cabeza por la ventanilla y le dije al cochero:

—Vaya usted a la calle de Mazarino. De prisa.

El caballo comenzó a trotar y unos minutos después de las cuatro estábamos en la calle de Mazarino, enfrente de la librería de Eymery.

Esta librería era una tiendecilla negra con un fondo obscuro. Estaba al lado de una mercería en cuyo estrecho escaparate había un mono disecado con camisa y puños, y un letrero en el pecho donde se leía: «Jean». Después me enteré que este mono «Jean» con su camisa era un jeroglífico o chiste del dueño de la tienda. Cualquiera, al verlo, decía: Au singe Jean en batiste (al mono Juan en batista), y la tienda se llamaba Au Saint Jean-Baptiste (al San Juan Bautista), palabras que en francés se pronuncian de una manera algo parecida.

Entré en la librería, expliqué al librero a lo que iba, y me dijo que no habían llegado mas que los habituales, don Juan Antonio Llorente y don Miguel José de Azanza, que estaban hablando.

—Si quieres, entra—le dije a Conchita.

—No, no.

Se había convencido de que el asunto que tratábamos era serio y me dijo que iría a mi casa.

—Yo te acompañaré.

Advertí al librero que dijera a mis amigos que tardaría una hora en volver.

Yo vivía al otro lado del río, pero cerca de allí, en la calle de Richelieu.

Tomamos el coche y fuimos Conchita y yo a casa.


IV
LA REUNIÓN EN LA LIBRERÍA

Una hora después me hallaba de nuevo en la librería de Eymery. Hacía tiempo que estaban todos. Me hicieron pasar a la trastienda, un cuarto un poco ahogado, iluminado con una lámpara de aceite y con las cuatro paredes cubiertas de libros.

Se encontraban Llorente, Azanza, Tilly, el general Berton, que había ido con un joven amigo suyo apellidado Navarro; Cugnet de Montarlot, Nantil, Aviraneta y un tal Bloumy, que se hacía pasar por coronel español.

Yo me hallaba tan impresionado por mi feliz aventura, que no podía fijarme bien en lo que me decían. Muchas veces creía que me estaban dando la enhorabuena y me veía en la obligación de sonreír.

Al principio no me enteré apenas de lo que se habló y no hice mas que contemplar con atención los tipos de todos.

Azanza, a quien conocía yo hacía tiempo, estaba quieto en su sillón con las manos cruzadas, sin hablar. Era muy viejo y, aunque afrancesado, en el fondo, reaccionario.

A don Juan Antonio Llorente, el autor de la Historia de la Inquisición, le vi entonces por primera vez.[170] Era un hombre bajito, de aspecto simpático y bondadoso.

Tenía la frente ancha, espaciosa; llevaba melenas grises y un solideo negro. Su tipo era de un buen cura; su mirada, viva y brillante; los labios, gruesos.

En aquel rostro de cura bondadoso apuntaba la malicia y la socarronería frailuna. Había en él, aunque mitigada, la expresión satírica del Voltaire esculpido por Houdon.

Llorente acababa de venir de Londres, pues el gobierno de Luis XVIII no le permitía que se estableciera en París. Vestía de paisano, pero conservando el aspecto de un clérigo. Llorente, como muchos de estos hombres de la época, había vivido dos vidas completamente distintas. Después de haber sido vicario general del obispado de Calahorra, secretario de la Inquisición de Corte y canónigo maestrescuela de Toledo, tenía en esta época que andar en París y en Londres a salto de mata, ganándose la vida con folletos y traducciones.

Llorente habló poco en la reunión; no hizo mas que oponerse a las exageraciones de algunos y ofrecer un medio de comunicación con España. Tenía él una sobrina casada con un francés llamado Robillot, que vivía en la calle de la Coquillere. Esta sobrina enviaba a Madrid artículos de modas desde París, y en las cajas se podía meter la correspondencia.

El general Berton se limitó a escuchar lo que se decía y a permanecer de pie, apoyado sobre un armario.

Juan Bautista Berton era un tipo sombrío y trágico; entonces contaría unos cincuenta años. Tenía una estatura media y poco cuerpo; los ojos, azules; la boca, grande; la frente, despejada; la palidez del hombre que ha vivido encerrado: acababa entonces de salir de la cárcel.

Berton conocía bien España, donde había hecho la guerra con Bonaparte, y hablaba el castellano.

Estaba para casarse con una señorita española, la se[171]ñorita Navarro, hermana de su ayudante, y pensaba retirarse a una propiedad suya del departamento de Oise, en Plessis-Cuvergnon.

El conde de Tilly explicó con qué elementos podía contar él en España. Primeramente, tenía el Oriente Montijano de Granada, que estaba dispuesto a trabajar por la Revolución. El conde del Montijo acababa de ser nombrado capitán general de Granada y se pronunciaría con sus fuerzas desde el momento que en otra parte se diera el grito. En Murcia se contaba con una logia de las más activas, en la que figuraban Torrijos, Van Halen, López Pinto y Romero Alpuente, que estaban deseando lanzarse a la calle. En Cádiz había el grupo de masones, dirigido por Istúriz, ya de acuerdo en la conspiración. En Barcelona, la logia de Cambaceres, en la fonda de Wellington, con Llinás y algunos otros. En Valencia, grandes núcleos de liberales, dirigidos por los Bertrán de Lis y por el conde de Almodóvar.

No se necesitaba mas que dinero para poner en comunicación los distintos puntos en donde la Revolución fermentaba.

Después de Tilly habló Aviraneta.

Aviraneta dijo que él, de antemano, no podía prometer nada; pero que intentaría mover a la gente del Norte; que hablaría, o iría si era necesario a la logia de Bilbao; que trataría de conquistar a Mina, el tío, y a Mina el mozo; que se pondría en comunicación con el Empecinado, con el general Renovales, con Sarasa, con Longa, que al parecer estaba vacilante; con el cabecilla Dos Pelos, con Iriarte, con el coronel Eguaguirre, con Gaspar de Jáuregui (el Pastor), con Fermín Leguía, con Noain, con Michelena, con Legarda, y con otros muchos constitucionales.

Después habló Cugnet de Montarlot, que al principio me pareció un tipo cómico.

Cugnet era un francés aparatoso que creía que todas las cosas se resuelven con frases oportunas y atrevidas.

[172]

Era valiente, declamador y entusiasta de la libertad y de la gloria. Le gustaba repetir en sus discursos esta frase: Ubi Libertas ibi Patria (donde está la Libertad está la Patria).

Cugnet hablaba de una manera demasiado solemne. Nos dijo que su sociedad, L'epingle noir, iba a ser la espina que se iba a clavar en las viejas monarquías y a producir su gangrena.

Su sociedad había hecho un llamamiento a las generaciones presentes y futuras. Su fin era formar una liga de pueblos contra el despotismo, para asentar la República sobre las ruinas del Trono y del Altar. Para él todos los medios eran buenos: desde la barricada hasta la caricatura; desde el discurso elocuente hasta el pinchazo con el estoque.

Cugnet discurría como un verdadero revolucionario; comprendía que se necesitaba una asociación fuerte para luchar contra el Poder, que se iba robusteciendo.

No habían ni él ni los otros imaginado medios fáciles de comunicarse; no se había disciplinado el espíritu de protesta, y se ignoraban los procedimientos de preparar movimientos internacionales. Esto se aprendió en 1820, cuando triunfó la Revolución Española y comenzó a funcionar el carbonarismo.

Cugnet, después de sus generalidades, nos dijo que los quinientos hombres de El alfiler negro se incorporarían a la legión extranjera que mandaría el general Berton y pasarían los Pirineos.

Como yo no tenía que decir nada no hablé.

Se decidió que al día siguiente tendríamos una reunión con los delegados de la masonería en casa del conde de Tilly, que vivía en la calle de Choiseul, en el número 6.

Al terminar la conferencia se presentaron en la librería los dos hermanos Caron, a quien los presentó Cugnet y a uno de los cuales yo conocía del baile de la Embajada.

[173]

Eran los dos, tipos de militares del Imperio y se distinguían por sus ideas republicanas, lo que había hecho que no ascendieran rápidamente.

Cugnet les explicó lo acordado y los dos se ofrecieron para cuando llegara el momento.

Salimos de la librería, y yo, volando, me marché a casa.


V
HOMBRES DE DESTINO TRÁGICO

De aquella gente con quien nos reunimos en la librería de Eymery, de la calle de Mazarino, no volví luego a ver a nadie. Es probable que de todos ellos no vivamos mas que Aviraneta y yo.

Azanza murió el año 26 en Burdeos, abandonado. Alguna que otra vez iba a visitarle el Sordo, como le llamaban sus amigos al viejo pintor Goya.

Llorente, obligado por el Gobierno francés, que no quería tener en su territorio al autor de la Historia de la Inquisición, fué a España a principios del año 23, y murió de una manera misteriosa, al decir de sus amigos.

Berton tomó parte en varios complots antiborbónicos, hasta que en 1822 avanzó a la cabeza de un puñado de sublevados sobre Saümur por el puente de Thouars, y, hecho prisionero, fué guillotinado en Poitiers en octubre, al año siguiente.

Tilly murió poco después.

Navarro y Bloumy desaparecieron.

Nantil estuvo en España y luego se perdió su pista.

Uno de los Caron, Agustín José, tomó parte en la conjuración de Belfort e intentó libertar a sus compañeros presos, en Colmar. Denunciado, fué fusilado en Estrasburgo.

El otro Caron fué jefe de carbonarios y dirigió el Ba[176]tallón Sagrado, que salió de San Sebastián el año 23 y fué al Bidasoa con banderas tricolores, pensando detener así a los soldados de Angulema. Después este Caron creo que fué a América.

Respecto a Cugnet, unos días después de nuestra reunión fué preso. Pasó en la cárcel varios meses. Luego, al salir, fundó nuevas sociedades secretas con nombres fantásticos: Los caballeros del León, Los Patriotas, Los buitres de Bonaparte, Los europeos reformados, La regeneración universal, y, por último, entró en el carbonarismo.

Siempre pintoresco, firmó manifiestos titulándose Jefe del Gran Imperio francés y Principal Dignatario de la Orden del Sol.

Después de la Revolución del 20 pasó a España y se cambió de nombre, llamándose desde entonces Carlos de Malsot. Cugnet trabajó con Vaudoncourt, con Riego y Villamor, en Zaragoza, para proclamar la República en España y propagarla a Europa; peleó contra los franceses de Angulema en 1823, y se refugió en Almería.

El verano en 1824, mientras los dos Valdés, Pedro y Francisco, llevaban a cabo la hazaña heroica y absurda de apoderarse de Tarifa, Cugnet de Montarlot, con otros exaltados como él, se levantaba en San Bartolomé, en Almería, a proclamar la Constitución al grito de Libertad o Muerte. Esto fué al amanecer del 13 de agosto de 1824.

Once días después, el 24 de agosto, el mismo día en que el Gobierno de Fernando VII fusilaba a treinta y seis constitucionales en Tarifa, fusilaba en Almería a treinta y uno. Entre ellos estaba Cugnet, que dejó su nombre adoptivo de Carlos de Malsot como un héroe obscuro de la Libertad a su patria también adoptiva.


VI
PREPARATIVOS

Jamás había sentido tal plenitud de vida como entonces. Estaba enamorado como un cadete, y mi entusiasmo me daba una confianza y una serenidad que no he tenido nunca.

Conchita y yo...; pero no tengo que contarles a ustedes una historia de amores, sino una historia de conspiración.

Al día siguiente de vernos en la librería de la calle Mazarino se celebró en casa del conde de Tilly la reunión nuestra con los delegados de la masonería.

Se expuso ante ellos los hombres y sociedades con que se contaba, y se dijo que el movimiento lo dirigían Renovales, Lacy, Freire, O'Donnell y otros jefes de prestigio.

Los delegados aceptaron la proposición y dijeron que debíamos hacer un presupuesto de gastos. Tilly arguyó que le parecía perder el tiempo, y que consideraba mejor y más práctico que nos dieran una cantidad para los primeros trabajos, y que luego se aumentara si el asunto marchaba bien. Los delegados discutieron un momento y aceptaron, al último, la propuesta. Nos abrirían un crédito de doscientos mil francos, de los cuales se tomaría la cantidad necesaria. Este crédito se cobraría en casa de un tal Foualdés, abogado, que vivía en el mue[178]lle Voltaire, número 2, duplicado. Foualdés, por lo que dijo uno de los masones, no era sospechoso al Gobierno; tenía negocios en Inglaterra y se podía entender con él sin riesgo. Los delegados de la masonería nos avisarían cuándo podíamos ir a cobrar a casa de Foualdés.

Decidida esta cuestión se discutió quiénes debían ir a España, y, tras largos debates, se dispuso que fuera el conde de Tilly a Cádiz y a Granada, y Aviraneta y yo, al Norte de España y a Madrid.

No hubo más remedio que aceptar. Terminada la reunión se dijo que al día siguiente nos reuniríamos en el café de la Rotonda del Palais Royal, después de comer.

Algunos españoles, militares emigrados, vinieron a ofrecerse, presentándonos planes absurdos para hacer el movimiento. Hubo gente que encontró que era poca cosa destronar a Fernando VII y traer a Carlos IV, y que pensaba en la República. Tres militares y un abogado que vivían con el señor Bloumy en un hotel infecto de la calle del Dragón, se reunieron para escribir un proyecto de Constitución republicana, con tres cónsules y una Cámara, y nos mandaron el proyecto como diciendo: Ya está todo arreglado.

Aviraneta, que tenía de las cosas que le preocupaban ideas singulares, decía:

—¿Sabe usted lo que nos va a faltar?

—¿Qué?

—Disciplina en el ejército.

—Pero, hombre, eso es absurdo. Vale más que no haya disciplina para nosotros—le decía yo.

—Al revés. Valdría más que la hubiese. Con hombres que obedecen ciegamente se puede hacer una conspiración. Con indisciplinados, imposible. Ahí tiene usted el caso de Malet en el cuartel de Popincourt, que estuvo a punto de triunfar gracias a la disciplina. He estudiado ese complot. Estuvo muy bien preparado. Si fracasó fué por tener demasiadas complicaciones. En política hay que acercarse a la naturaleza. Mire usted el[179] caso del Marquesito. Fué la indisciplina lo que le impidió triunfar. Si el general no arrastra a los oficiales, y los oficiales a los sargentos, estamos perdidos.

Aviraneta me hacía gracia; hablaba de conspiraciones como de un instrumento o de un aparato de relojería.

Decidimos todos los días cambiar de punto de cita para reunirnos, y al día siguiente estuvimos en el café de Corazza, donde supimos que acababa de ser preso Cugnet de Montarlot.

A la salida íbamos Aviraneta y yo por la calle de Rívoli cuando se me acercó un joven, delgadito, esbelto, envuelto en una capa. Me quedé mirándole con sorpresa y sin reconocerle.

—¿No me conoce usted?—me dijo.

—Ahora, sí—le contesté.

En el acento la había conocido. Era la italiana del baile, María Visconti. Al ver a Aviraneta, que se había apartado un poco de nosotros, me preguntó:

—¿Es un conspirador español?

—Sí. ¿Quiere usted que le presente?

—Bueno; con mucho gusto.

Les presenté, y fuimos los tres juntos un momento. Al llegar a la esquina de la calle de Richelieu la italiana me dijo:

—Antes de que se vaya avíseme usted, barón.

—Muy bien.

Se despidió la italiana gallardamente.

—¿Quién es este muchacho tan raro?—me preguntó Aviraneta.

—Este muchacho es una mujer—le dije yo.

—¡Ah...!

—Sí, y quiere venir a España con nosotros.

—¿No será una espía?

—No, no. Pero, en fin, antes de aceptarla entre nosotros nos enteraremos de su vida.

Por Miniussir y por ella conocimos su historia.


VII
LA HISTORIA DE MARIA VISCONTI

Puesto que hemos de vivir y luchar juntos—dijo María Visconti—, les contaré mi vida y les diré el motivo que me arrastra a ir a España.

La familia de los Visconti, familia célebre en Milán, que durante mucho tiempo fué la cabeza del partido aristocrático de los gibelinos, es mi familia.

Mi abuelo, al parecer, no sentía los mismos sentimientos monárquicos de los suyos y, expulsado de casa por su padre, fué a vivir a Roma, donde se casó con una Malatesta.

Mi padre, desde niño, vivió en la pobreza, y para ganarse la vida se dedicó a la pintura y al grabado.

Tenía el pobre buen gusto, conocía muy bien el arte clásico, pero no podía producir; le faltaba confianza en sí mismo, le faltaba fuerza.

Entristecido por la miseria, vivíamos en la mayor estrechez en una casa del Transtevere. A veces nos mandaban algún dinero los parientes de mi madre y salíamos del apuro.

En esto, mi hermano Emilio, que era algo mayor que yo y que estaba en un taller, comenzó a distinguirse y a ganar algún dinero. Mi padre, entusiasmado, le hacía dibujar; quería que sus conocimientos sirviesen para[182] Emilio. El padre se sentía renacer con la esperanza de tener un hijo ilustre.

Mi hermano era un muchacho a quien todo el mundo quería. Su padre le miraba conmovido y soñaba con que fuese un Rafael o un Leonardo.

El viejo padre nos acompañaba a Emilio y a mí a la Capilla Sixtina, al museo del Vaticano, a las iglesias, y nos mostraba las obras maestras de los antiguos y nos las explicaba detalladamente.

A los quince años mi hermano puso un taller de pintor y llegó a vender lienzos y a tener encargos.

Cuando empezábamos a vivir mejor, mi hermano nos trajo a casa algunos amigos suyos jóvenes y comenzó a andar constantemente con ellos. Estos jóvenes, sobre todo uno, apellidado Orsini, eran republicanos entusiastas, partidarios de la unidad italiana y enemigos del papado.

Mi hermano, a pesar de convivir con ellos, era más que nada pintor; les seguía, pero en su espíritu los sueños artísticos no dejaban lugar a las ideas políticas.

El atrevimiento y la audacia de los jóvenes republicanos aumentó; un amigo de mi padre nos avisó que a Emilio le iban a prender y a encerrar en las cárceles de la Inquisición. Mi padre y yo acompañamos a mi hermano a Civitta Vechia, y allí le dejamos en un barco.

Emilio desembarcó en Marsella; luego fué a Barcelona y, por último, se trasladó a Madrid, al final de la guerra de los españoles contra Napoleón.

Emilio, muy contento y satisfecho en España, nos escribía sus impresiones de la guerra y nos hablaba de que estaba sorprendido con la pintura española, tan distinta de la italiana.

Un dibujante italiano, Fernando Brambilla, que hizo un álbum de las Ruinas de Zaragoza, y en cuya casa vivía, le llevaba a mi hermano al Palacio Real a ver cuadros magníficos. Este mismo Brambilla le presentó a un pintor, Goya, de quien mi hermano, en sus cartas, ha[183]cía grandes elogios, afirmando que era el mejor que había en Europa.

En esto, hará dos años, comenzaron a faltar las cartas de mi hermano. Mi padre estaba desesperado. Escribimos a dos o tres personas de Madrid, que no nos contestaron; escribimos al dibujante Brambilla, que, sin duda, no recibió la carta; y entonces a mí se me ocurrió dirigirme a un maestro de música italiano, Pablo Brambilla, de Milán, pidiéndole que si sabía las señas del dibujante de su mismo apellido, Fernando Brambilla, que vivía en España, le enviara mi carta.

Al cabo de mucho tiempo recibimos una carta del dibujante Brambilla, desde Zaragoza.

Mi hermano había muerto en las cárceles de la Inquisición de Madrid.

Mi hermano visitaba una familia española con frecuencia, en compañía de Brambilla. Parece que esto era a la vuelta del rey de España desde Francia.

Atolondrado y exaltado como era mi hermano, en vez de moderarse, exageraba sus ideas. Una vez, en esta casa amiga, tuvo la imprudencia de discutir con un fraile, de contradecirle; de asegurar que había tomado parte en Roma en una conjuración contra el Papa, y de que era republicano.

Al día siguiente, el fraile, con dos esbirros de la Inquisición fueron a casa de mi hermano y lo prendieron. Brambilla quiso salvarlo, afirmando que lo dicho por mi hermano era una chiquillada. El fraile no sólo no cedió, sino que fué al Tribunal a declarar contra mi hermano y aumentar los cargos que había contra él.

Mi hermano fué atormentado en el calabozo, y a los seis meses de estar encerrado en él, murió.

Mi padre, al leer la carta, no derramó una lágrima.

—Escríbele a Brambilla—me dijo—y pregúntale el nombre, el nombre de ese fraile que ha denunciado a Emilio.

Le escribí y nos lo dijo. Desde entonces mi padre vi[184]vió únicamente soñando en la venganza. Quería marchar a España, pero no podía moverse. Estaba muy enfermo.

Entonces una pariente lejana nuestra murió, dejándonos una pequeña fortuna. Mi padre ha muerto hace un mes clamando venganza.

—A eso voy a España. A vengar la muerte de mi hermano—concluyó diciendo María Visconti—. Ustedes me pueden ayudar a mí con sus conocimientos; yo pondré a su servicio mi buena voluntad y mi dinero.

Aceptamos el trato y decidimos que desde entonces María Visconti fuera para nosotros un camarada.


VIII
EN BAYONA

Cobró Aviraneta treinta mil francos en casa de Foualdés y tomamos la diligencia de Bayona María Visconti, Conchita, Aviraneta y yo.

Nosotros dos establecimos como centro de operaciones la librería de Gosse, y desde allí fuimos citando a las personas con quienes teníamos precisión de hablar.

Cosa extraña. Aviraneta no servía para esto. Cuando trataba con una persona a quien tenía que considerar como superior a él por su categoría o su prestigio, tomaba una actitud encogida y poco desenvuelta. Parecía que los resortes de su voluntad perdían su fuerza cuando tenía que contar con otra voluntad. Le era indispensable estar solo, dirigir él, para que su energía tomara el máximo de tono.

En las conferencias que tuve comprendí que con mis antiguos correligionarios los afrancesados no se podía hacer nada; repugnaban las medidas violentas y eran ya partidarios del principio que en tiempo de Zea Bermúdez se llamó el despotismo ilustrado.

Los amigos de Renovales estaban dispuestos a todo; pero, en cambio, Mina se mostraba reacio.

Yo fuí a ver al general. Era hombre terco y suspicaz como pocos. En aquel momento estaba muy disgustado[186] porque su sobrino se marchaba a Méjico a ayudar a los insurrectos contra España.

Me preguntó quiénes llevábamos el asunto. Le dije que la Junta de París había enviado a Andalucía al conde de Tilly, y a Aviraneta y a mí, al Norte.

—¿Tilly...? ¿El conde de Tilly...? Será hijo del otro... Esos aristócratas son poco de fiar. Perdone usted—añadió—. Usted también es aristócrata.

—No; yo, no.

—Y al Norte, ¿quién va?—preguntó él.

—Aviraneta y yo.

—¿Aviraneta? ¿Quién es Aviraneta?

Le di sus señas.

—Ah, sí... lo conozco... No me fío de él.

—¿Por qué?

—Un hombre que ha hecho la campaña con Merino no puede ser de los nuestros.

—Mi general, yo conozco la historia de Aviraneta. Fué la casualidad la que le llevó a pelear con el cura cabecilla.

—Sí, sí; pero toda esa gente de Merino no es de fiar; son salvajes, facciosos de corazón. ¡Aviraneta! ¡Tilly! ¡Qué se yo! ¡Y luego Renovales! No tengo confianza en Renovales. Es un loco; es un atolondrado, un farsante.

No hubo manera de convencerle; por más esfuerzos que hice para vencer su terquedad no conseguí nada, ni aun que su nombre patrocinara la empresa. Lo único que dijo es que él no disuadiría a sus amigos de que tomaran parte en la expedición. Solamente si llegara el caso de que Renovales sublevara las Provincias Vascas, o si el general Berton se presentara con grandes fuerzas a pasar la frontera, él entraría en Navarra; pero en las negociaciones primeras en que tomara parte Renovales preferiría no intervenir.

Conté a Aviraneta lo ocurrido y decidimos prescindir de Mina por el momento.

[187]

Escribimos a Renovales por conducto de un amigo de Aviraneta, comerciante en Bilbao en esta época, don Juan Olavarría; y éste contestó en seguida de parte del general diciendo que aceptaba la dirección del movimiento y el ser el primero en lanzarse al campo.

Necesitábamos agentes para relacionarnos con los amigos y buscamos hombres de confianza.

La casa de Basterreche nos proporcionó varios.

Uno de los buenos agentes fué Pedro Beunza, joven nacido en Urdax y dedicado al comercio. A éste lo enviamos a Pamplona.

Otro fué Cadet, el de Ustaritz, amigo de los Garat, a quien se envió a Vitoria.

Al tercero, otro francés, Julián Francisco Cognard, un muchacho jorobado, republicano, se le mandó a San Sebastián.

Al cuarto, un milanés, Cayetano Illuminati, le enviamos a Barcelona con una carta para don Francisco Mancha, que estaba allí de guarnición.

El quinto, que nos dió mucho que hacer, fué Paulino Couzier, gascón a quien nos recomendaron los amigos de Renovales como hombre de gran energía y audacia. Couzier vivía en Bayona, cerca de la Puerta de España, y tenía fama de republicano.

Aviraneta se entendió con él. Le dió tres mil pesetas y le envió a Madrid con orden de hablar con Manuel Santurio y Justo Galarza y hacer propaganda entre los militares.

El mejor elemento que teníamos era el de los guerrilleros reservistas, que había muchos.

Verdaderamente era indigno lo que hacía el Gobierno con los guerrilleros. Después de haber conseguido ellos el triunfo de Fernando, los iban retirando y dejando de cuartel en los pueblos. No se les consideraba presentables. Los militares de carrera los trataban con desprecio; al coronel don Bartolomé Amor le habían puesto un capitán adjunto, suponiendo que él no sabría cumplir su[188] cometido, y en documentos oficiales se leían frases como ésta: Sólo entre guerrilleros y gente de la misma calaña...

Es lo que sucede siempre en las guerras; los que más se baten son los que menos ascienden y están menos considerados.

Entre los guerrilleros descontentos era donde encontrábamos más gente dispuesta a luchar por la Constitución.

Concluído lo que teníamos que hacer en Bayona nos preparamos a entrar en España.


IX
LOS LIBERALES DE BILBAO

Fácilmente se podía comprender que nuestra misión, además de difícil, era muy expuesta. Como necesitábamos alguna justificación para entrar en España, a Aviraneta se le ocurrió que pasáramos como charlatanes vendedores de baratijas. Compró un coche en Bayona, con un toldo; dos caballos en Dax, y una partida de cortaplumas, sacacorchos, jabones, agua de colonia, aceite de Macassar, y otras cosas. Por la distribución de funciones que hizo Aviraneta para el viaje, María y yo seríamos los amos del coche; Conchita, una muchacha recogida, y él, el criado y el cochero.

Nos proveímos de pasaportes falsos y nos dirigimos hacia la frontera.

Al cruzar el puente de Behobia me vino a la imaginación la idea de que todavía estaba en vigor un decreto de la Junta Central de Cádiz en que se declaraba a los ministros, consejeros y empleados del rey José traidores a la patria, a la religión y al rey; se les confiscaba los bienes, y además, de propina, se les condenaba a muerte.

Tardé bastante tiempo en desechar este recuerdo, que se me venía a la imaginación automáticamente.

Al pasar por delante de San Sebastián se acercó a nosotros, de noche, nuestro agente el jorobado francés[190] y republicano Julián Francisco Cognard, el cual nos dijo que suponía que Paulino Gouzier, el de Bayona, estaba en relaciones con la policía.

Aviraneta dijo que, afortunadamente, a Couzier no se le habían dado detalles de la conspiración y que, sabiendo que estaba vendido a la policía, se huiría de él.

Yo conocía los caminos de las Provincias Vascongadas, y Aviraneta, también; así que no teníamos que preguntar para ir de aquí a allá, y dábamos la impresión de gente habituada al país.

Seguimos nuestro camino, llegamos a Bilbao y nos hospedamos en una posada de las Siete Calles.

Aviraneta y María salieron con el coche al paseo del Arenal y se pusieron a vender con gran frescura, rodeados de público, las baratijas, el agua de colonia y el aceite de Macassar. Al volver a casa dijeron que habían vendido una porción de chucherías y de frascos. Resultaba que el aceite de Macassar y las baratijas eran un negocio.

Le envié yo a Conchita con una carta para don Juan Olavarría, amigo de Aviraneta, y este señor vino a buscarme. Después de hablar largo rato y de comunicarnos detalles de la conspiración, salimos de casa y nos encaminamos al Arenal, en donde vimos a Aviraneta subido en el coche, perorando con un gran entusiasmo, mientras María ofrecía, sonriente, frascos y baratijas a los curiosos.

—Este Eugenio es capaz de todo—murmuró Olavarría, y habló de él con entusiasmo.

Realmente, Aviraneta, entonces, era un tipo extraordinario. Flaco, menudo, con malicia de mono, atrevido y audaz con las mujeres, desenvuelto como un paje, irónico y burlón, un poco petulante, hablando tan pronto en madrileño de los barrios bajos como en vasco o francés, era un hombre muy gracioso.

Le escuchamos, y al anochecer, en el despacho de Olavarría, nos avistamos Aviraneta y yo con dos libera[191]les bilbaínos, los dos masones, y éstos nos dijeron que nos mandarían aviso de dónde podíamos conferenciar con Renovales.

Por lo que nos dijo Olavarría, Renovales estaba viviendo en un pueblo de las Encartaciones llamado Gordejuela, en la casa de don Bernabé Mariaca. Se le avisaría dejando el recado en el comercio de la viuda de Osabal, y al día siguiente se nos diría el punto de reunión.

Cenamos, y después de cenar, dejando a María y a Conchita juntas, fuimos al comercio de Olavarría.

Olavarría nos llevó a un cuarto estrecho y sin ninguna ventana, y allí entramos. Era Olavarría muy alto, de unos cuarenta años, grueso, abultado de cara, de voz fuerte y poderosa; usaba patillas largas y pobladas y tupé sobre la frente. Hombre de gran espíritu, no le arredraba nada.

Todos teníamos la seguridad de que si nuestra tentativa fracasaba y éramos descubiertos, iríamos a la horca, pasando antes por la poco agradable perspectiva del potro.

Estábamos hablando cuando llamaron en la puerta suavemente; Olavarría abrió y entraron dos hombres, a quienes nos presentó el amo de la casa.

—¿Son hermanos?—preguntaron al vernos.

—Sí.

Uno de ellos era el teniente coronel don Francisco Colombo, que se hacía llamar en Bilbao don Fermín Urrutia.

Colombo era hombre alto, esbelto, de buen color; el pelo, con tupé a la inglesa; las patillas, cortas y rubias, con algunas canas, y la voz, clara y bien timbrada. Había servido a las órdenes de don Luis Lacy, en Galicia.

El otro caballero que iba con él confesó que era un oficial enviado por Mina para informarse de la situación. Se llamaba Téllez, y en Bilbao se había hecho pasar como comerciante americano.

Téllez no tenía el aspecto tranquilizador de Colombo,[192] ni de Olavarría. Era alto, seco, pálido, bizco, con patillas muy negras y la boca desdeñosa y fruncida.

Discutimos lo que había que hacer. Téllez llevaba la pretensión de que se prescindiera de Renovales. Le dijimos que era imposible; la cosa estaba ya pactada entre él y nosotros; no se le podía descartar sin motivo.

Poco después se presentaron los dos masones bilbaínos Olalde y Rementería a decirnos que la viuda de Osabal había recibido un recado de Gordejuela, diciendo que Renovales nos esperaría por la noche en casa de un amigo en Portugalete.

Salimos del despacho de Olavarría y echamos a andar, en dos grupos, camino de las Arenas.

La noche estaba templada, húmeda, amenazando lluvia.

Antes de llegar a las primeras casas del pueblo, Olalde se detuvo y bajó las escaleras de un muelle. Nosotros hicimos lo mismo. Olalde saltó de barca en barca, hasta que al llegar a una dijo:

—En ésta vamos.

Desenrolló la vela, que hinchó el viento, y fuimos marchando en medio de la más completa obscuridad hasta la otra orilla.

Desembarcamos y, conducidos por Rementería, entramos en la casa en donde se encontraba Renovales. Subimos una escalera estrecha y pasamos a un cuarto iluminado con una lamparilla. Renovales se paseaba de un lado a otro, envuelto en un mantón de mujer.

Era don Mariano Renovales de pequeña estatura, color moreno, ojos obscuros, de mirada viva y penetrante, sombreados por cejas muy negras, muy pobladas y cerdosas. Tenía una gran cicatriz en el cuello y dos o tres señales de cuchilladas en la cara.

Al vernos a nosotros tiró el mantón encima de una silla. Estaba vestido como un aldeano: calzón de paño, chaleco y chaqueta rayada, con botones amarillos, y sombrero redondo de hule.

[193]

Saludamos a Renovales y él contestó a nuestro saludo de una manera un tanto fría y ceremoniosa.

Aviraneta expuso el plan trazado en París. Se organizarían, sobre todo en Madrid, las huestes constitucionales por el procedimiento del triángulo, formando una cadena de modo que cada uno conociera a sus dos eslabones, pero nada más. Cuando en Madrid se contara con gente se daría el grito de «¡Viva la Constitución!» y se proclamaría a Carlos IV, que estaba ya avisado.

El plan estratégico sería el siguiente: Renovales daría el primer grito y se lanzaría a ocupar Vizcaya y Gupúzcoa; Mina bajaría a Navarra, entrando por Valcarlos o por Vera; ocuparía Pamplona, se reuniría con el regimiento de San Marcial y llegaría a Zaragoza. Al mismo tiempo, Miláns, Lacy y Copóns, después de haber sublevado Cataluña, bajarían hacia el Ebro y, unidos con las fuerzas del Norte, se acercarían a Madrid, que se sublevaría con O'Donnell, Eroles y Sarsfield.

La cosa, presentada así, parecía factible; pero había muchos puntos obscuros que aclarar.

Renovales aceptó lo que se le dijo, mirándonos a todos nosotros con expresión fiera y bravía. Se le pidió que citara nombres de amigos de Madrid con los cuales se pudiera contar, y, paseando por el cuarto como un lobo en la jaula, dijo cincuenta o sesenta nombres.

Ya íbamos a despedirnos del general, cuando una observación de Téllez, el amigo de Mina, le enfureció de tal manera que se encaró con él y comenzó a interpelarle con su voz bronca y dura.

Era un espectáculo como presenciar una tormenta oír a aquel hombre tan violento, tan brutal. Sus amenazas se convertían en su boca en algo espantoso. Tenía una muletilla constante, y era ésta: «¡Cristo! ¡Ya se acabó la Humanidad!» Otras veces, en vez de ¡Cristo!, decía ¡hostias!

Renovales estaba descontento de todo: del Gobierno,[194] de España, del rey, que era un canalla; de sus compañeros, que eran unos egoístas.

—¡Maldita sea mi alma!—exclamó—. Pensar que hemos peleado como perros para defender a ese bribón de Fernando VII; pensar que nos hemos llenado de heridas, y que ahora nos dice: «Ustedes son una morralla». ¡Maldita sea la...!

Después, en una brusca transición, exclamó:

—¡Cristo! No me importa... Yo soy capaz de comerme los hígados del mundo... ¡Hostias!... Ya se acabó la Humanidad... Y a Fernando VII, yo... yo solo he de ir a su palacio, y lo tengo que ahorcar de una puerta...

Se tranquilizó el general, y, despidiéndonos de él, volvimos a la otra orilla de la ría, y de aquí, a Bilbao.


X
DON MARIANO RENOVALES

Como supongo que no recordarán ustedes quién era el general Renovales, que iba a iniciar el movimiento, porque en España las cosas y los hombres se olvidan como en ninguna parte, les diré lo que sé de él.

Renovales era un navarro nacido en un pueblo del valle del Roncal, creo que en Isaba. De joven había emigrado a la América, y estaba en Buenos Aires cuando supo la entrada de los franceses en Madrid. Decidido, tomó un barco y se fué a España.

Renovales era de esos hombres audaces y temerarios que se distinguen por su ardor en el combate. Estuvo en los dos sitios de Zaragoza; hizo en uno de ellos una defensa heroica del fuerte de San José, y quedó prisionero de los franceses al concluír el último sitio. Era entonces coronel. En unos meses, de soldado había pasado a jefe; se puede suponer las cosas que tendría que hacer.

Renovales, prisionero, fué conducido con otros camino de Francia; pero al llegar cerca de los Pirineos, en esa zona intermedia entre Aragón y Navarra, que él conocía muy bien, se escapó, a riesgo de que le pegaran un tiro, y fué a esconderse a una choza de pastores.

Cuando pudo salir de su escondrijo, de noche, por entre las matas, fué recorriendo pueblos de Navarra y de[196] Huesca, y reuniendo y armando soldados y paisanos. Llamó a uno de sus amigos de la infancia, Miguel de Sarasa, que era de Embun, hombre muy alto, corpulento, de grandes bríos, gran jugador de barra y de pelota, y le nombró su segundo.

A este Sarasa parece que le llamaban en broma Mal Alma, porque era de una bondad extremada.

Entre Renovales y Mal Alma hicieron las cosas extraordinarias y prodigiosas que solían hacer los guerrilleros. Los franceses mandaron grandes columnas en su persecución. Renovales llegó a destrozar batallones enteros, como en la batalla que tuvo en la Peña de Undari.

Renovales fué, de todos los guerrilleros, el que hizo una campaña más rápida y eficaz.

Si a su valor y a su instinto militar hubiese añadido conocimientos técnicos, hubiese sido uno de los primeros generales de la época, probablemente el primero de España.

Tal desasosiego y zozobra produjeron en el Gobierno las correrías de Renovales, que desde Zaragoza y Pamplona mandaron tropas para obrar en combinación contra él. Una de las columnas francesas que se dirigió al Monasterio de San Juan de la Peña fué deshecha por Mal Alma.

Renovales llegó a organizar una brigada de cuatro mil soldados.

Era un hombre extremado en todo; en sus pasiones, en sus juicios, en la suerte y en la desgracia.

A Alcalá Galiano le he oído muchas veces hablar con desprecio de Renovales, porque en una proclama que dió en Cádiz, cuando estuvo allá, dijo estos o los otros absurdos, hizo un dibujo de José Bonaparte, borracho y cayéndose, y se expresó con la rudeza de un hombre del campo.

Juzgar a guerrilleros como Mina, El Empecinado o Renovales como se puede juzgar a un catedrático, no se[197] le ocurre mas que a un dómine de Ateneo tan pedante y tan vanidoso como Galiano.

Renovales llegó a mandar la cuarta división del séptimo ejército e intervino en hechos de armas importantes.

Este hombre, que con nosotros iba a trabajar para destronar a Fernando VII, había tomado parte años antes en una tentativa del marqués de Ayerbe, hecha con el objeto de libertar al mismo Fernando de su destierro de Valencey.

Habían conducido los franceses al marqués de Ayerbe a Pamplona, a fines del año 9, y pensaban llevarle a los pueblos del Alto Aragón, de donde, al parecer, era natural el marqués, para que contribuyese a pacificarlos.

Ayerbe se escapó de Pamplona vestido de calesero, y fué a reunirse con Renovales, que estaba en el Roncal. Le expuso el plan que tenía para sacar al rey de su cautiverio, y Renovales le dijo debía presentarse a la Junta Central de Sevilla a que autorizase el proyecto y diera medios para realizarlo.

Renovales facilitó al marqués el viaje, y Ayerbe se presentó en la capital andaluza. La Junta parece que aceptó el plan, y estando Renovales en Cataluña volvió a reunírsele el marqués, ya con amplios poderes.

El general eligió gente de confianza, y se embarcó con ella y con Ayerbe en un bergantín de guerra español llamado el Palomo. El gobernador francés de Tarragona sospechó algo, mandó dar caza al bergantín, y éste, perseguido por navíos franceses, tuvo que bajar por el Mediterráneo, atravesar el estrecho de Gibraltar y entrar en Cádiz.

Allí Renovales tuvo grandes trifulcas con los marinos de guerra; luego, meses después, en junio de 1810, salió, mandando un cuerpo expedicionario que debía trasladarse al Norte. Ayerbe y el general desembarcaron en La Coruña, y aquí riñeron y se separaron. Ayerbe, siempre preocupado por libertar a Fernando, se encaminó hacia la frontera francesa, y fué asesinado en Le[198]rín, de Navarra; Renovales quedó al frente de sus tropas en la costa cantábrica, y fué avanzando y batiéndose con los franceses, en combinación con Salcedo, Longa y Mina.

Concluída la guerra de la Independencia, Renovales, de mariscal de campo, estuvo en Madrid.

Renovales, como la mayoría de los guerrilleros de la época, fué entusiasta de la Constitución. Al restablecerse el régimen absoluto manifestó en público la indignación que le producía tal medida; el Gobierno, al saber su actitud, se dispuso a prenderlo; Renovales huyó a Francia y, como era todo violencia y pasión, quiso vengarse y se dedicó a conspirar. Fué el alma de nuestra conspiración, que en aquel tiempo se llamó de Bilbao y que estaba relacionada, aunque esto no se supo, con la del Triángulo, y una carta suya, dirigida a Lacy, contribuyó a que este general fuera condenado a muerte por un Consejo de Guerra.

Renovales era de una acometividad y de un valor frenéticos; pero le faltaba reposo; le faltaba también cultura y moral; no sabía poner freno a sus odios y a sus pasiones. En su fondo había el hombre primitivo, tipo de condottiere del Renacimiento.

Los juicios suyos eran de intuición y se aferraba a ellos, considerando que no podía volver sobre su acuerdo. Mina adolecía también de la misma falta de principios; pero en Mina no había sólo el león o el tigre, sino también el zorro.

Mina, por lucidez natural, llegó a comprender su papel en España y, a pesar de algunas brutalidades que empañaron su vida, dejó a la historia de nuestro país una gran figura.

Renovales, no; después de una serie de aventuras extraordinarias, llevadas a cabo con un valor y una suerte admirables, echó a perder todo su brillante pasado con una traición a su patria, que luego quiso arreglar con otra traición.

[199]

Un agente de los insurrectos americanos ofreció a Renovales el mando de una expedición que había de ir a defender la independencia de Méjico. Renovales aceptó; luego, arrepentido, fué a ver al embajador de España en Londres y denunció lo que ocurría.

Después publicó un manifiesto desde Nueva Orleáns; pero estaba desprestigiado y nadie le hizo caso.


XI
CAMINO DE CASTILLA

Al día siguiente de ver a Renovales nos reunimos en el despacho de Olavarría para ultimar detalles.

Se decidió enviar a Téllez a que se viese con don Gaspar de Jáuregui, coronel retirado en clase de dispersos; así se le llamaba. Uno de nuestros amigos, don Anselmo Acebedo, encargó a Téllez dijera a Jáuregui iba de su parte. Téllez fué a ver al ex guerrillero vasco en Villarreal de Zumárraga; pero Jáuregui se mostró reacio, y no sólo reacio, sino que, poco después, declaró todo cuanto había pasado en su conversación con Téllez.

Como teníamos que comunicarnos con varias ciudades se pensó en un medio de hacerlo tan secreto que fuera casi imposible averiguarlo.

Aviraneta mandó comprar dos tableros de ajedrez, y en los dos marcamos unos cuadros sí y otros no. Cada uno de los tableros nos serviría de modelo para hacer una plantilla que tendría unos cuantos cuadros cortados. Escribiríamos con tinta simpática, y nuestro sello sería dos triángulos cruzados, lo que se llama el signo de Salomón.

Quedamos de acuerdo en que Olavarría serviría de unión entre nosotros cuando estuviéramos en Madrid y la gente de Bayona y París. Aviraneta recomendó a Olavarría que no empleara la misma plantilla para co[202]municarse con ellos. Si podía mandarles emisarios en vez de escribirles, sería mejor.

Como teníamos una lista de más de doscientos nombres de conspiradores sólo de Madrid, con sus señas, hicimos una combinación especial en el libro de misa de Conchita, en un tomo de poesías de Petrarca que tenía María y en una Guía de Forasteros de Madrid. En el libro de Conchita y en el de María marcamos con un alfiler en el texto las letras del nombre del afiliado, y en la Guía de Forasteros, la calle.

Para hacer llegar la correspondencia a Renovales escribiríamos a Domingo Fernández, y la carta la meteríamos en un sobre con las señas de don Pedro Láriz, del comercio de Bilbao.

Con la logia de Granada nos entenderíamos por intermedio de Veramendi, que era intendente en aquella ciudad, y con Valencia, por la casa de Bertrán de Lis.

Dispuesto esto, entre todos redactamos varias proclamas, que en el fondo eran la misma, pues no tenían más variación sino que en una decía castellanos; en otra, navarros, y en otra, catalanes; y que comenzaba así:

«Concordia y valor: Españoles: el yugo infame que nos oprimía ha sido quebrantado...»

Venía luego un corto programa político con las reformas que considerábamos necesarias.

Después, como la mayoría de nuestros afiliados habían de ser militares, se les prometía a todos un ascenso y aumentarles el sueldo.

Cuando llegamos a estar de acuerdo en la redacción se mandó a imprimir la proclama a casa de Gosse, en Bayona.

Concluída nuestra tarea, repusimos nuestro almacén ambulante de agua de Colonia y de aceite de Macassar, este último con aceite común un poco perfumado, y tomamos el camino hacia Castilla.

En Burgos, Aviraneta tuvo que esconderse en el coche, temiendo el encuentro con alguna gente de Merino, y en[203] Valladolid, en cambio, tuve que esconderme yo, pues si alguno me hubiese reconocido como el subprefecto del tiempo de José me hubiesen hecho pedazos.

Aviraneta se detuvo en la ciudad castellana unas horas. Tenía una cita con don Anselmo Acebedo, el de Bilbao. Se reunieron y hablaron con el general Ballesteros, que estaba desterrado allí y que ofreció levantarse contra el Gobierno absoluto el día que se lo indicasen.

Hablaron también con el médico don Mateo Seoane, que estaba de titular en un pueblo próximo. Seoane dijo que se vería con el Empecinado, y, efectivamente, poco después el general don Juan Martín contestó adhiriéndose a la idea y ofreciéndole para todo.

De Valladolid fuimos a Aranda por la orilla del Duero.

Al llegar a Aranda, donde Aviraneta tenía conocimientos, vendió el carro y los caballos, y decidió que entráramos en Madrid en diligencia y separados.

Primero marchó María; luego, dos días después, Conchita y yo, y al cuarto día, él.

Nos veríamos el quinto día en el café de Lorencini, a las seis de la tarde. Si había gente nos comunicaríamos únicamente las señas de nuestras respectivas casas; si no, hablaríamos.


LIBRO SEGUNDO
LUCHA EN LAS SOMBRAS

I
PRIMEROS PASOS

Una tarde de febrero, al anochecer, fuí al café de Lorencini a ver si encontraba a Aviraneta. Lo vi; estaba el café desierto, y hablamos. María, Conchita y yo habíamos ido a una fonda de la calle de Preciados.

Aviraneta me dijo que acababa de alquilar un cuarto en una casa de huéspedes de la Plaza Mayor, en el ángulo de la escalerilla que baja a la calle de Cuchilleros.

Aviraneta dijo en la casa que era administrador de un ricachón de Soria, y que le era indispensable estar con frecuencia en el campo.

Añadió con sorna que había llevado a la patrona, de regalo, un queso comprado en la calle, y la buena señora quedó convencida de que era muchísimo mejor que los que se vendían en Madrid.

—¡Ay, don Ignacio!—parece que le solía decir—. ¡Qué queso nos ha traído usted!

Charlamos un rato y le pregunté a Eugenio:

—¿Cuándo nos veremos?

[206]

—Mañana iré por su casa de usted.

—¿Por la mañana?

—Sí; a las nueve.

Nos despedimos, y al día siguiente me había levantado y estaba esperándole, cuando la criada de la casa, una gallega cerril, entró y me dijo:

—Señorito.

—¿Qué hay?

—Que está aquí el barberu.

Yo no le había llamado al barbero, y me sorprendió. Iba a decirle que se fuera, cuando le veo entrar a Aviraneta, con una toalla bajo el brazo izquierdo, haciendo genuflexiones. Me dió una risa verdaderamente inextinguible. Aviraneta apenas había cambiado de traje, y, sin embargo, en aquel momento tenía un aire de barbero completo.

—Joven—dijo, recalcando las palabras como un madrileño y dirigiéndose a la criada gallega—, ¿quiere usted traer agua caliente?

La gallega trajo una jarra, y Aviraneta, cambiando de expresión, me dijo:

—Bueno, vamos a sacar los nombres de nuestra gente.

Busqué yo los tres libros: el de misa, el de poesías y la Guía de Forasteros, e hicimos la lista. Aviraneta traía una plantilla hecha en una hoja de papel, y se mandó esta plantilla a unas veinte personas de las que nos habían indicado Renovales, Olavarría y los demás.

Con la plantilla iba una carta que decía:

«¿Quiere usted entrar en nuestra Sociedad? Se le invita de parte de Renovales. Si acepta usted, mande usted su aceptación y debajo su número.»

Cada persona tendría un número. Como no convenía que todos contestaran a un mismo punto, pues podrían asombrarse en Correos de una correspondencia tan grande para uno solo, se indicó que unos enviaran sus[207] contestaciones a un joyero, Cobianchi, paisano y recomendado de María Visconti, y otros al mayordomo del conde de Tilly.

Las primeras maniobras nuestras tuvieron gran éxito.

Había descontento entre los militares; el Gobierno tiraba contra todos los que tuvieran ideas liberales; los héroes de la Independencia estaban vejados.

Acababan de prender al general Villacampa, de enviarlo al castillo de Montjuich y de encerrarlo en un horrible calabozo.

El crimen que reprochaban a Villacampa era haber asistido a una comida que se dió en el café de Lorencini, de la Puerta del Sol, en compañía de algunos liberales; el haberse opuesto al final de la guerra a que la Regencia fuese sustituída por la infanta doña Carlota Joaquina, y el afirmar que derramaría su sangre por conservar la Constitución.

Entre las personas primeras a quien se solicitó, y que contestaron adhiriéndose, había héroes y traidores; estaban don Luis de Lacy, el fusilado en Bellver; don Enrique O'Donnell, conde de La Bisbal, el que fué a saludar a Fernando VII con dos cartas en el bolsillo, una muy liberal y otra muy realista, para leer una u otra, según el viento que soplara; el general de artillería don Manuel de Velasco, héroe del sitio de Zaragoza, que después de la segunda época constitucional, perseguido por los absolutistas, murió en 1824, en Cádiz, y fué enterrado por caridad como mendigo y con nombre supuesto; el general O'Donojú, que traicionó a España en Méjico en unión de Itúrbide; los oficiales Infante, Núñez de Arenas, Hezeta, Herrera, Dávila...

Estaban también Vicente Ramón Richart, que fué ahorcado y decapitado en Madrid; Salvador Manzanares, muerto en Ronda años después; los Bazán, que fueron fusilados uno en Alicante y otro en Orihuela; Bartolomé Amor, el que dió la carga en 1823 en la Puerta de Alcalá contra los realistas de Bessieres; Francisco[208] Valdés, que ya en Irún había querido sublevarse cuando Fernando abolió la Constitución; Juan Antonio Yandiola, que fué martirizado en el potro; el cirujano don Baltasar Gutiérrez, que fué ahorcado y decapitado con Richart; Francisco Esbriz, el guerrillero fray José y el sargento Plaza, que fueron los tres ahorcados; el cabecilla Chaleco, que fué ahorcado en Granada después de la segunda época constitucional, y además otros desconocidos, como Blas León Veyan, Manuel Santurio, Cayetano Torres, el fraile Moliner, etc. A los que contestaron aceptando les mandamos el plan detallado e instrucciones para formar el Triángulo.

Desde Barcelona nos escribió Illuminati diciendo que había hablado con el general don Francisco Miláns del Bosch, con el comandante con grado de coronel del regimiento de Murcia, don Francisco Mancha, liberal exaltado, y con otros militares como López Baños, el mayor Espínola, el teniente coronel Frichi, el capitán Bacigalupi, y que todos estaban dispuestos a secundar el movimiento. De Murcia, Valencia y Granada las noticias eran buenas.

Ya contando con las cabezas, lo que necesitábamos era gente, y con este propósito nos dedicamos a escribir a los sargentos y oficiales de poca graduación, buscando el atraerles por el cebo del ascenso.

Alguno que otro no entendía la manera de escribir con la plantilla y hubo que explicársela.

Nosotros dos, que formábamos el Directorio, teníamos en la memoria los nombres de los principales conspiradores y de sus números; pero los otros no los sabíamos ni podíamos saberlos, porque precisamente en esta ignorancia de los mismos afiliados, que desconocían quiénes eran sus amigos, estaba la fuerza de la organización del Triángulo.

Se envió el proyecto general. Se proclamaría la Constitución de 1812. Se traería de nuevo a Carlos IV, que ya estaba avisado y pronto a admitir y jurar el Código[209] de Cádiz. Se aboliría la inquisición y se entregaría al fuego sus edificios, se expulsaría a los frailes, se suprimirían las aduanas interiores y se daría un grado y tres pagas a los militares.

Se indicó a los afiliados que hiciesen las observaciones que consideraran útiles.

Por las respuestas vimos que había partidarios de la República, gente ilusa que podía echar a perder nuestros trabajos.

Pasaron unas semanas; la cadena formada por militares y empleados iba aumentando en eslabones. Las cartas con la plantilla abundaban.

Como el mayordomo del conde de Tilly y el joyero Cobianchi comenzaban a extrañarse de tanta correspondencia, decidimos recibirla por otro conducto.

Aviraneta se dió a pensar procedimientos, y se le ocurrió alquilar un cajón de zapatero remendón que había en un ángulo de la calle de Capellanes. En la covacha hizo una ranura y puso por dentro un buzón para recoger las cartas.

Aviraneta llevó un viejo al puesto, que estuvo allí una semana haciendo el paripé, como decía Eugenio, y luego lo despidió.

El cajón del zapatero servía para recoger nuestra correspondencia. Como no estábamos muy seguros de la fidelidad de todos los conjurados, íbamos María, Conchita, Aviraneta y yo a vigilar la calle de noche, y cuando no se veía a nadie recogíamos las cartas. Varias veces tuvimos que esperar hasta muy tarde, porque entre busconas y gente de mala vida que husmeaba por allí podía haber espías de la policía.


II
PROYECTOS DE REGICIDIO

No sé si ustedes conocerán ese barrio que hay en Madrid entre la calle Mayor y la plaza de Oriente. Es un barrio pequeño, con callejuelas estrechas y cortas, que tiene dentro dos iglesias, la de Santiago y la de San Nicolás.

Se encuentran por allí la calle de la Almudena, la del Rebeque, la de Noblejas, la de Requena, la de los Autores, la de la Cruzada, y otras.

Yo no sé cómo estarán ahora, porque hace mucho tiempo que no he ido a Madrid; pero entonces eran callejones con casas pequeñas, pobres y de mal aspecto; el piso, con hoyos, sin empedrado y sin aceras, por donde se formaba un lodazal inmundo con las lluvias invernales.

Aviraneta, como madrileño nacido en el barrio, lo conocía muy bien.

En el tiempo que anduve por él no me di cuenta clara de la topografía de sus encrucijadas, de las vueltas y revueltas de este rincón de Madrid.

En una de estas revueltas, al final de la calle que se llama del Rebeque, que tiene una escalinata, hay otra calle con un solo edificio, la de Viento, y en ésta alquiló Aviraneta una guardilla.

Esta casa de la calle del Viento se hallaba en la par[212]te más alta del barrio, y dominaba el Palacio Real, la plaza de la Armería y el Cubo de la Almudena.

Era una casa vieja, amarillenta, de tres pisos, que daba a la parte posterior del cuartel de Alabarderos. No tenía vecindad enfrente, sino un pretil de piedra. No había que temer allá miradas de curiosos ni de gente indiscreta.

Por dentro, la casa era espaciosa. Hasta el tercer piso tenía una escalera bastante ancha y fuerte; pero para llegar a la guardilla no había mas que una escala de cuerda y de madera, con un barandado también de cuerda.

La causa por la cual Aviraneta había alquilado esta guardilla era la siguiente: Hacia principios de marzo se nos dió el informe de que algunas tardes el rey bajaba del coche en la Puerta de Alcalá con sus favoritos el duque de Alagón, Lozano de Torres y Chamorro.

Allí, escoltado por varios guardias, daba un paseo a pie hasta las Ventas. Los conjurados de los triángulos primero y tercero pensaban ser éste el momento más favorable para prenderle y matarle.

Antes también habíamos discutido el proyecto de entrar en Palacio valiéndonos, si era necesario, de un afiliado nuestro que se llamaba Negrillo, administrador de las encomiendas del infante don Antonio; pero tuvimos que abandonar el proyecto por impracticable.

En esto el triángulo primero propuso en su comunicación el plan de acabar con Fernando en casa de una buena moza adonde solía ir por las noches, disfrazado, en compañía del duque de Alagón.

Esta buena moza, Pepa la Malagueña, era muy conocida en el barrio de Puerta de Moros, y vivía en una callejuela cuyo nombre no recuerdo, pero que estaba entre Puerta de Moros y Puerta Cerrada. La voz pública afirmaba que el rey visitaba a la Malagueña diariamente.

La muerte del tirano en casa de su querida hubiera[213] sido un final digno de su vida miserable. Como es natural, no se sabía si la noticia era cierta, o no.

Contestamos a los triángulos pidiéndoles puntualizaran sus proyectos. Desechamos el de la Puerta de Alcalá por imposible y nos dedicamos al otro.

Se hicieron gestiones para averiguar quién era Pepa la Malagueña. Se supo que el padre había sido guarda del monte de Río frío, y que una hermana de la Pepa tenía amores con un alabardero. Se comprobó lo de las visitas de Fernando.

Considerado el proyecto como viable, Aviraneta se decidió a estudiarlo, y entonces alquiló la guardilla de la calle del Viento, desde donde se veía Palacio y la plaza de Armas.

Su plan era apostar treinta hombres durante varios días en una taberna de Puerta Cerrada.

A estos hombres se les avisaría cuando el rey estuviera en casa de la Malagueña por una ventana de la casa de huéspedes de Aviraneta, que daba a la calle de Cuchilleros.

Desde la guardilla de la calle del Viento podía espiarse de noche la salida del rey. Aviraneta había pensado un sistema de señas por luces. Desde la guardilla de la calle del Viento se veía una torre pequeña de la casa de la familia de Aviraneta, en la calle del Estudio de la Villa, y desde aquí, el tejado de la casa de huéspedes de la Plaza Mayor. De una guardilla a otra era fácil dar una seña con luces, y desde la ventana de la calle de Cuchilleros se avisaría a los conspiradores, que se reunirían en la taberna de Puerta Cerrada. Si se llegaba a matar al rey, se avisaría a todos los conspiradores para que saliesen armados a la calle.

En esto, el número dos del triángulo quinto nos comunicó que tenía la sospecha de que habían entrado traidores en la Sociedad, y que éstos él suponía eran un francés y dos sargentos.

Al saber lo del francés pensamos en seguida en Pau[214]lino Couzier; respecto a los sargentos no teníamos pista alguna.

Alarmados, decidimos redoblar la vigilancia; y avisar a los cabezas de los triángulos que esperasen unos días sin comunicar.

Abandonamos el cajón de zapatero y dijimos que el punto para la correspondencia se fijaría de nuevo. Había que esperar una ocasión, sin avanzar ni retroceder.

A mediados de marzo se presentó Aviraneta en mi casa con un tal Arquez, militar amigo de Renovales, que venía de Bilbao.

Arquez se hacía llamar Francisco Ruiz, y otras veces, Jorge Calleja. Era un hombre bajito, grueso, canoso, de cara abultada y picada de viruelas, y la voz, bronca y dura.

Cuando se le explicó lo que se había hecho quedó el hombre maravillado, porque el buen Arquez no se distinguía ni por su inteligencia, ni por su astucia.

Se le exhortó a que se callara y él prometió no decir nada aunque lo asparan. Iba a despedirse de nosotros cuando vió a María Visconti, y tal fué su entusiasmo, que dijo que inmediatamente que hiciera su comisión tenía que volver a Madrid.

Efectivamente, así lo hizo, y se convirtió en un mastín de la italiana.

Aviraneta le llamaba el Perrete.


III
GENTE DE LA CAMARILLA

María Visconti seguía con la idea fija de realizar su venganza. Tenía un gran sentido de la maquinación y de la intriga.

Se había hecho amiga de unas monjas y de una francesa llamada Luisa, que se enriqueció en poco tiempo siendo el ama de llaves del ministro de Gracia y Justicia don Pedro Macanaz.

Luisa y el ministro hicieron magníficos negocios vendiendo empleos.

Terciaba Luisa cuando vacaban los destinos más lucrativos, averiguaba quiénes eran los pretendientes y se entendía con ellos.

Ajustada la cantidad, que se depositaba en casa de un comerciante de la calle de la Montera, don Carlos Doyt, la plaza recaía, como era natural, en el designado por doña Luisa.

Durante el tiempo en que Macanaz fué ministro se hizo este sencillo tráfico, hasta que se descubrió el chanchullo y el hombre fué enviado desde el ministerio al castillo de La Coruña.

Si hubiera sido liberal lo hubieran ahorcado; pero Fernando VII tenía una manifiesta simpatía por los pillos; probablemente por pertenecer él a la cofradía.

La maquinaria inventada por Macanaz y su ama de[216] llaves, doña Luisa Robinet, no desapareció, y fué a parar a unas monjitas que se entendían con uno de la camarilla llamado Corpas.

María fué a visitar a Corpas y nos contó lo que habían hablado.

—Le he dicho que mi marido está sin destino; hemos conversado largo rato, y me ha indicado que vuelva—nos dijo—. Uno de ustedes tendrá que acompañarme otro día.

—¿Cree usted que hay que ir?—le pregunté a Aviraneta.

—Sí—contestó él—. Estamos expuestos a que nos engañen y a que intenten jugar con nuestra baraja. Juguemos nosotros también con la suya.

—¿Pero podremos desenvolvernos?—pregunté yo.

—Sí; no tenemos que dar explicaciones a nadie. En estos casos hay que defenderse como el calamar, obscureciendo el agua de alrededor.

María y Aviraneta se trasladaron a otra casa de huéspedes. Aquí recibieron la visita de un tal Freire, que luego fué intendente de Hacienda de Don Carlos.

Freire, María y Aviraneta fueron a casa de Corpas, que vivía en la plaza de los Afligidos.

Según me dijo María, Aviraneta se presentó como víctima de los masones, barajando en su charla los nombres de una porción de curas y de frailes.

Al parecer, el haber estado en la guerrilla de Merino le servía muy bien.

Cuando le vi a Aviraneta le pedí noticias de su entrevista con Corpas.

Me dijo que se había reducido a hablar acerca del estado de España, pero que tenía la impresión de que Corpas pensaba utilizarle de algún modo.

—¿Qué clase de hombre es?—le pregunté.

—Es un hombre de cuidado—me contestó.

—¿Sí?

—Un tipo muy inteligente, muy sutil, de estos ambi[217]ciosos y atrabiliarios cuya única idea es subir, y que disfrazan sus ansias de poder con el manto de la religión. Es capaz de todo.

—¿De todo?

—Creo que sí.

—¿Qué aspecto tiene?

—Tiene un aspecto de hombre dueño de sí mismo. Muy pálido, muy frío. Conoce a la perfección varios idiomas y disimula su acento andaluz hablando casi como un extranjero.

—¿De dónde es él?

—Es granadino.

—Un andaluz de estos fríos... será terrible.

Aviraneta se enteró en seguida de todos los detalles de la vida de Corpas.

La manera de llegar este hombre a ser familiar de Fernando VII indicaba su gran audacia.

Al parecer, después de haber sufrido, recién llegado de Granada, una época de paria miserable y hambriento en Madrid, Corpas se elegantizó un poco y se metió en Palacio con otros muchos pretendientes que no podían pasar jamás a ver al rey.

Era durante la privanza de Ugarte, el favorito que había sido basurero y que compartía la confianza de Fernando VII con una persona tan distinguida como Chamorro, Pedro Collado, el ex aguador de la fuente del Berro.

Un día Corpas, cansado de esperar, se decidió; se puso el tricornio como lo llevaban los palaciegos y entró en la cámara regia. Saludó al favorito Ugarte con desembarazo.

Ugarte creyó que aquel hombre pasaba con la venia del rey; Corpas, al entrar Fernando, avanzó al mismo tiempo que el favorito y le besó la mano. El monarca pensó que el nuevo cortesano era algún amigo y protegido de Ugarte.

Cuando Ugarte supo que nadie había presentado al[218] audaz palaciego, intentó prenderlo y llevarlo a pudrirse a un calabozo; pero Corpas se contaba ya entre los amigos de Fernando y entre los íntimos de Don Carlos.

En su conferencia con Aviraneta, Corpas parece que comprendió que tenía delante un hombre útil, y quiso aprovecharlo. Le dijo que volviera a su casa solo, y en la conversación que tuvieron los dos le habló de que sería conveniente saber si se conspiraba en Madrid, y le indujo a que, en unión de Freire, hiciera algunas averiguaciones.

A los ocho días, Aviraneta era el hombre de confianza de Corpas.

Corpas tenía a Aviraneta por un hombre útil y cándido, cuyos servicios iba a aprovechar y a pagar con esperanzas.

Aviraneta le daba informes confusos a Corpas, y éste le aconsejaba que entrara, que se metiera en los rincones donde se conspiraba, a enterarse de lo que ocurría.

Aviraneta le pidió a Corpas un papel, autorizándole para hacer investigaciones en los centros masónicos y revolucionarios, y Corpas se lo dió, escrito por una letra que no era la suya, y como hombre que no reparaba en medios, falsificó la firma del superintendente de policía.


IV
LA SOCIEDAD DE LA SANTA FE

—Vamos a fundar—le dijo Corpas a Aviraneta—una Sociedad de hombres honrados para defender la religión, que se ve atacada por todas partes. Usted y Freire acudirán a la reunión y se les pondrá una mesa con recado de escribir. Escribirán lo que oigan, pasarán por alto las reflexiones políticas y religiosas y recogerán todo cuanto se diga con relación al funcionamiento y al régimen de la Sociedad.

—Muy bien—dijo Aviraneta.

—Cuando termine la reunión, yo quisiera que tuvieran hechas dos actas, para que pudiesen firmarlas todos.

—Bueno. Yo creo que podré hacer ese resumen. No sé si Freire...

—La verdad es que Freire es muy torpe. ¿Usted no tendrá algún amigo?

—Sí, tengo un amigo en expectación de destino...

—¿Inteligente?

—Sí, muy inteligente.

—Pues tráigalo usted. Espérenme ustedes los dos, mañana, a la noche, delante de mi casa, a las nueve.

Me habló Aviraneta de lo que teníamos que hacer. No comprendía yo para qué nos metíamos así en la boca del lobo; pero ésta era una de las grandes voluptuosidades de Eugenio.

[220]

Al día siguiente, a las siete, se presentó Aviraneta en casa. Llevaba una levita larga, anteojos, un aire humilde y clerical. Iba un poco encorvado. Parecía un hombre de cuarenta a cincuenta años. Me quedé asombrado.

—Este es el aspecto que llevo siempre a casa de Corpas—dijo él—. Me cuesta trabajo tomar esta actitud. Como ve usted, hasta me pinto algunas canas en las sienes.

Realmente, era una caracterización perfecta. El no verle la mirada, le cambiaba en absoluto.

Cenamos los dos y salimos con el embozo hasta los ojos a la calle. Llegamos a la plaza de Afligidos, frente a la casa de Corpas, y nos paramos. Al poco rato se acercó un coche, bajó el cochero y nos dijo:

—¿Esperan ustedes de parte del señor Corpas?

—Sí, señor.

Pues suban ustedes.

Subimos; el cochero cerró la ventanilla y comenzamos a marchar. Como estaba obscuro, no nos fijamos en que no entraba luz por los cristales. Al dar una vuelta, Aviraneta murmuró:

—¿Por dónde iremos?

Se asomó, pero no se veía nada; bajó el cristal y vió que, cerrando la ventanilla, había una chapa de hierro.

—¿Qué pasa?—le pregunté yo.

—Que vamos presos—me dijo.

Yo me estremecí. Instintivamente buscamos el pestillo de la portezuela; pero no lo tenía por dentro.

—¿Qué hacemos?—murmuré yo.

—Tengamos calma.

El coche, por la dirección que llevaba, debía ir hacia Palacio; dimos luego una serie de vueltas, que nos desorientaron, y debimos salir a alguna ronda. El coche iba dando tumbos; en uno de éstos me apoyé, sin querer, sobre el pecho de Aviraneta y noté la línea rígida de un puñal.

Pasada la ronda, cruzamos por una calle o plazoleta[221] empedrada; entramos en un zaguán, y se abrió la portezuela.

—Síganme ustedes—dijo un señor con aspecto de criado o mayordomo.

Subimos una escalera de servicio y pasamos a un gran salón antiguo; el techo con artesones; magníficos cuadros y muebles.

—Aquí van ustedes a tener frío—nos dijo el mayordomo.

—Sí, es muy probable.

El mayordomo trajo un brasero repujado en una tarima pequeña, llena de adornos, de cobre; lo puso debajo de la mesa y colocó en una carpeta papel y recado de escribir.

Aviraneta y yo nos mirábamos de reojo.

El primero que llegó a la reunión de todos los invitados fué Corpas, con un señor que debía ser el amo de la casa. Corpas advirtió a Aviraneta que, después de que hablasen los demás, él hablaría con el único objeto de alargar la sesión, para dar tiempo a que nosotros redactáramos las actas.

Yo le miraba a Eugenio; y si no hubiera sido porque en todos aquellos preparativos se sentía algo siniestro, me hubiese dado ganas de reír. Eugenio talló las plumas con gran cuidado, probó la tinta, estuvo admirablemente en su papel.

En esto se presentó un fraile hético, de cara de estupor, los ojos apagados, la nariz roja, el labio superior un arco de círculo que mostraba con una mueca desdeñosa los dientes amarillos; la tez, de color verdinegro, y el tipo, de hombre peligroso y fanático. Era un producto de seminario o de convento digno de un museo de curiosidades monstruosas. Luego llegó un señor sonriente, y después, juntos, un hombre moreno, de aire avinagrado, y otro grueso, de patillas rojas y largas y cara rubicunda.

Fué llegando más gente, entre ellos un jesuíta joven,[222] con acento italiano, de ojos azules, de tez sonrosada y sonrisa falsa. Por lo que me dijo Aviraneta en voz baja, era el hombre de confianza del padre Cirilo de la Alameda, de este intrigante ambicioso, cortesano y bajo, que va apoyándose tan pronto en María Cristina como en Don Carlos, que ha llegado a arzobispo de Cuba y que llegará a Papa si le dejan.

Estaban también en la sala, según me dijo Eugenio, el decano de la Inquisición, don Luis Cubero; el fiscal Zorrilla y el inquisidor general, don Pablo Mir.

Antes de que comenzara la sesión entraron un fraile dominico, navarro, grande, abultado, con aire de elefante, acompañado de un frailuco joven e inquieto, de ojos vivos. El frailuco se llamaba el padre Madruga.

Comenzó la reunión diciendo Corpas cuál era el objeto de la Santa Fe, y todos los reunidos dieron su parecer.

La idea general era que había que atacar con mano firme la masonería y la irreligión y poner espías en su campo; algunos indicaron vagamente la opinión de que Fernando estaba vendido a los masones.

—Sí, no ha habido severidad bastante—dijo el dominico navarro; no se ha castigado como se debía a ningún hereje.

—Y el restablecimiento de la Inquisición ha sido una farsa—repuso don Pablo Mir, el inquisidor general—. No se procesa a nadie.

—Hay una lenidad verdaderamente abominable—dijo el fiscal Zorrilla.

—En el Consejo de la Suprema estamos mano sobre mano—añadió el inquisidor general.

El Consejo de la Suprema, que era un centro de consulta de la Inquisición, por lo que me dijo Aviraneta, estaba instalado en la calle de Torija, en una casa de ladrillo, grande, próxima al que luego ha sido palacio de María Cristina.

—Lo mismo que traer a la Compañía de Jesús—sal[223]tó el jesuitilla joven—. ¿Para qué llamarla, si no se la dan atribuciones? ¿Para qué hacerla venir, si se la aparta sistemáticamente de la dirección de la juventud?

Por una hábil maniobra de Corpas, dejando las ideas generales, se comenzó a hablar del funcionamiento de la Sociedad la Santa Fe, del dinero que se podía reunir, de las obligaciones de los socios, etc.

Aviraneta y yo comenzamos a tomar notas y estuvimos escribiendo unos veinte minutos. Al cabo de éstos nos miró Corpas, como indicando: «Hemos acabado», y mientras él, como había dicho, comenzó a hablar, nosotros nos pusimos a redactar el acta.

Corpas habló con mucho fuego y se manifestó muy entristecido de la política del rey, entregado a gente incapaz, como el nuncio Gravina, terco, negado y cruel; al canónigo Ostolaza, al duque del Infantado, que era un imbécil; al arcediano Escoiquiz..., hombres que no tenían ni la inteligencia ni el entusiasmo necesario para defender el altar y el trono en peligro.

Luego se ocupó de la camarilla de Fernando, formada por mozos viciosos, como el duque de Alagón y Ramírez de Arellano; traidores advenedizos, como Lozano de Torres, y gente de tan baja extracción, como Chamorro, como Ugarte y como el clérigo Melo.

Cuando concluyó Corpas, Aviraneta y yo teníamos copiada el acta.

Después habló de nuevo el dominico navarro, y mientrastanto, Corpas se puso los quevedos, repasó las actas, borró dos o tres palabras y luego firmó por duplicado. Los demás leyeron y firmaron uno tras otro. La Santa Fe había nacido.

Comenzaron a marcharse todos. Corpas nos dictó una lista de personas que podían figurar en la Sociedad. Aviraneta y yo tuvimos que aparecer en la lista de aquellos primeros feotas: Aviraneta con el nombre de Alzate; yo, con el de Arizaga.

Al cabo de algún tiempo, Corpas nos dijo:

[224]

—Ahora iremos los tres hasta mi casa.

Entramos en el mismo coche cerrado en donde habíamos ido y paramos en la plaza de Afligidos.

Ni Aviraneta ni yo pudimos darnos cuenta exacta de dónde habíamos estado aquella noche.


V
LOS TRIÁNGULOS 12 Y 13

Sustituímos nuestro buzón de la calle de Capellanes por un despacho de memorialista de la Corredera Baja, y comenzamos de nuevo las comunicaciones.

Algunos de los afiliados se manifestaban impacientes, como si la cosa fuera sencilla y sin complicaciones.

En verdad, teníamos la gente preparada. Los generales Lacy, O'Donnell, O'Donojú y los oficiales Richart, Manzanares, Bazán y otros muchos estaban dispuestos a echarse al campo cuando llegara el momento oportuno. Necesitaban, naturalmente, hombres y medios económicos.

En esto los triángulos 12 y 13 nos mandaron una comunicación sospechosa. En ella decían que tres sargentos estaban dispuestos a entrar en Palacio y a matar al rey a sablazos en su trono. Añadían que tenían que vernos para comunicarnos detalles.

Discutimos la cuestión Aviraneta, María, Conchita, Arquez y yo, y quedamos de acuerdo en que se trataba de un lazo de algún traidor o traidores que esperaban denunciarnos.

Se dió aviso a todos los triángulos, menos al 12 y al 13, de que quemaran papeles, si los guardaban, y esperaran nueva plantilla.

Aviraneta, que estaba muy preocupado, nos dijo a[226] Arquez y a mí que había pensando una combinación para descubrir a los triángulos 12 y 13 y ver si estaban en relación con la policía. Nos explicó el proyecto, que me pareció bastante complicado.

Había preparado la celada de este modo. Iba a citar a los triángulos 12 y 13, y al mismo tiempo a la policía, en un punto, de noche y a la misma hora, a ver si se entendían y hablaban los conspiradores y los de la Ronda.

Si no se conocían, y la gente de los triángulos iba, por tanto, de buena fe, no les podía pasar nada; si se entendían, era que estaban en relación con la Ronda.

¿Pero cómo íbamos a saber nosotros si hablaban y se entendían?

Esto era lo que había maquinado Aviraneta. La casa de su madre, de la calle del Estudio de la Villa, comunicaba con el convento de las monjas del Sacramento por un balcón corrido. El balcón corrido caía sobre el huerto monjil, y éste tenía una puertecilla con una reja que daba a la plaza de la Cruz Verde.

Aquí citaría Aviraneta a los conspiradores sospechosos de traición y a la policía, mientras nosotros les observábamos por la reja.

Aviraneta fué por la mañana a ver a su hermana a la iglesia del Sacramento y le pidió la llave de la casa. Le dijo que andaba perseguido, que quería buscar unos papeles y que necesitaba que no se enterase nadie. Su hermana le entregó la llave y Aviraneta se decidió a dar el aviso a los sargentos sospechosos.

Les escribimos, disimulando la letra y con la plantilla.

El aviso decía así:

«A los T ∴ 12 y 13.

Esta noche los T ∴ 1 y 3.º os esperan, a la una, en la plaza de la Cruz Verde.»—Oteroba.

Después redactamos esta carta:

[227]

«Al superintendente de Policía.

Esta noche, a la una, se reúnen varios conspiradores en la plaza de la Cruz Verde. No hay que vigilar antes, pues se darán cuenta. Caed sobre ellos a la una en punto.—Un amigo del orden.»

Aviraneta me invitó a mí, pero Arquez quiso también acompañarnos. Nos citamos a las seis en el Pretil de los Consejos. Estaba lloviendo. Bajamos la escalerilla del Pretil y entramos en el portal de casa de Aviraneta. Este nos llevó de puntillas a su cuarto y nos tuvo allí hasta la noche. Tenía preparado algo de comer, y para la excursión, una linterna sorda y una cuerda.

Dieron las doce en el reloj de Santa María de la Almudena y en San Justo, y los tres, Arquez, Aviraneta y yo cruzamos la casa, abrimos una puerta vidriera y aparecimos en el balcón corrido que daba al huerto de las monjas.

La noche estaba obscura. Seguía lloviendo. Aviraneta iba a atar la cuerda al barandado del balcón.

—Llueve mucho—dijo.

—Sí. ¿Eso qué importa?—preguntó Arquez.

—Importa. Si la tierra está húmeda y bajamos directamente vamos a dejar huellas. Las monjas se alarmarán y darán parte a la policía. Se comprenderá que si han pasado hombres por la huerta, esos hombres han venido de aquí; registrarán mi casa, encontrarán huellas y quedaremos descubiertos.

—¿Qué hacemos entonces?—pregunté yo.

—A ver qué se les ocurre a ustedes—dijo Aviraneta.

A mí no se me ocurrió nada.

Después de un rato Eugenio indicó:

—Se pueden hacer dos cosas: una, que vaya yo por el tejado y baje por la cañería al huerto y observe yo solo lo que pasa; otra, que vaya por el tejado y lleve esta cuerda. Se ata antes al balcón y luego yo veré de suje[228]tarla a aquel árbol del huerto. Ustedes tendrán que bajar colgados de la cuerda.

—Esto es fácil—dije yo.

—La vuelta para ustedes será más difícil—repuso Aviraneta.

—No, tampoco. Lo difícil es lo de usted. Se puede usted matar bajando por la cañería.

—No; he bajado algunas veces de chico.

—¿Y subir, cómo va usted a subir después? ¿Otra vez por la cañería? No puede ser.

—No; verá usted, vamos a hacer otra cosa; esta soga es larga. Yo bajaré al ángulo del huerto, rodearé una rama fuerte de ese árbol con la cuerda y echaré el otro extremo al balcón. Si ponemos cuerda doble, yo vendré también por la soga y la retiraremos desde aquí. ¿No le parece a usted?

—Sí; eso, sí.

Atamos un extremo de la cuerda al balcón, que era fuerte, y Aviraneta desapareció. Al poco rato asomó la cabeza por encima del alero y dijo:

—¡Bueno, venga la cuerda!

Se la echamos, y notamos que se la llevaba. Como la noche estaba tan obscura no se le veía. Oímos un ruido de algo que se rompe.

—Ese hombre se va a matar—pensé yo.

No siguió el ruido, y a los pocos minutos un extremo de la soga dió un latigazo en el balcón.

—¿Está usted ya?—preguntamos Arquez y yo.

—Sí.

—Habernos avisado. ¿Se ha hecho usted daño?

—Nada. Allá va eso.

La cuerda pasó de nuevo por encima de nuestras cabezas y la cogimos al aire.

Atamos este otro extremo en el balcón y Arquez y yo saltamos fuera del barandado y pasamos. Yo llevaba colgada al cuello la linterna, encendida y herméticamente cerrada. Llegamos fácilmente al árbol, bajamos[229] por el tronco y avanzamos por el claustro, alumbrados por un hilo de luz de la linterna, hasta la puerta que daba a la plaza de la Cruz Verde. Quedamos allí, mirando por las rendijas, esperando.

A la una menos minutos apareció la gente de los dos triángulos sospechosos. Venían embozados y no pudimos conocer quiénes eran. Poco después se presentaron los de la Ronda y se echaron sobre ellos.

La sorpresa de unos y otros fué grande. Vimos claramente que se entendían y estaban de acuerdo.

No había que saber más y nos preparamos a volver al balcón. Los tres, uno tras otro, haciendo ejercicios gimnásticos, subimos al árbol y, avanzando por la cuerda, llegamos a la galería; retiramos la cuerda, cerramos el balcón y nos encerramos en el cuarto de Aviraneta. Tenía éste las manos llenas de sangre. Hice yo que se las lavara y le puse un poco de tafetán en las desolladuras. A la mañana siguiente, antes de que amaneciera, salimos Arquez, Aviraneta y yo de la casa. En seguida se mandó este aviso a los conocidos y a los no desconocidos:

«Los triángulos 12 y 13 son traidores.»


VI
LA COARTADA DEL FRAILE

Corpas seguía dando avisos constantemente a Aviraneta, llamándole a su casa para hablarle. Le había hecho entenderse para las intrigas políticas con Freire y con el fraile que había acompañado en la reunión al dominico navarro, fraile a quien llamaban el padre Madruga.

Aviraneta me dijo que había cedido su guardilla de la calle del Viento a la Sociedad de la Santa Fe. Así como ésta tenía su reunión aristocrática en el palacio donde habíamos estado una noche, y que no sabíamos cuál era, tendría su reunión plebeya en la guardilla de la calle del Viento, capitaneada por el padre Madruga.

—Usted tiene el amor del peligro—le dije a Aviraneta.

—¿Por qué?

—¿A qué llevar a esos hombres a un sitio donde hemos estado nosotros? Ha podido quedar algún rastro, un papel...

—No, no hay nada. Les he llevado allí porque conozco las salidas y entradas de la casa, y en una pared falsa tengo un armario con un arsenal, armas, cuerdas, etcétera... Además, en esta Sociedad naciente he metido dos o tres amigos de confianza, gente del pueblo.

[232]

—¿Quiénes son?

—No los conoce usted. Son compañeros de la infancia; a uno le dicen el Majo de Maravillas, y es de estos trabajadores en hierro que en Madrid llaman chisperos; al otro, Sabino el Gordo, y al otro, el Garroso. La que está dentro de la Sociedad y entusiasmada, al parecer, es María.

—¿Pero qué podemos sacar de esa Sociedad? ¿Para qué mezclarnos con ellos?

—¿Y si ellos se encargaran de despachar a Fernando para traer a Carlos?

—¡Oh! Es imposible.

—Todo es posible. Ahora, barón—añadió Aviraneta—, convendría que desapareciera usted una semana. Múdese usted de casa y llévese usted a Conchita y a María, si ella quiere, y por unos días no salga usted.

—¿Y cómo nos vamos a entender?

—Yo le avisaré a usted todos los días lo que hago. Si pudiera usted encontrar una casa de huéspedes hacia la Plaza Mayor sería conveniente.

—Bueno.

María y Conchita, por indicación mía, encontraron una casa de huéspedes, bastante regular, en la Plaza Mayor, cerca del arco que sale por una callejuela que creo que se llama de Gerona y comunica con la plazuela de Santa Cruz. Estaba la casa alquilada frente por frente de la de Aviraneta.

Yo fuí a la casa en un coche y fingí que estaba malo de unos dolores que no me permitían andar.

La patrona, que se interesó mucho por mi salud, me indicó una porción de emplastos que debía ponerme, y no tuve más remedio que hacerlo.

A pesar de que Arquez tenía la consigna de Aviraneta de estar oculto, se presentó en casa, llevado por su gran entusiasmo por María, y me hizo salir dos o tres veces con él a tomar café en la Fontana de Oro.

[233]

Una noche, al volver del café, un hombre del pueblo me dió un papel. Lo guardé en el bolsillo, esperé a que no me siguiera nadie y lo leí. Decía lo siguiente:

«Vaya usted a la calle del Viento esta noche, de nueve a doce. Lo necesito a usted. La contraseña es: Marzo, Fernando y Religión.—X.»

Me chocó aquella carta y consulté a María y a Conchita qué debíamos hacer. La letra no era de Eugenio, no tenía duda; pero tampoco tenía duda de que Aviraneta no había dado señales de vida aquella tarde. ¿Nos prepararían una encerrona?

Aunque así fuera, yo no podía dejar solo a Aviraneta, y me dispuse a marchar.

—Tomé mi capa e iba a salir cuando María me dijo que tenía que acompañarme.

—¿Para qué?—le pregunté yo.

—Estará el padre Madruga—dijo—. Tengo que ir.

—¿Tanto entusiasmo tiene usted por él?—le pregunté riendo, aunque no sentía ninguna gana de reír.

—Mucho.

—Bueno, vamos.

Ella se vistió de hombre, yo me embocé en la capa y fuimos juntos.

Hacía una noche de marzo fría y negra. El aire silbaba en las encrucijadas y hacía oscilar los faroles en sus cuerdas. Atravesamos la Plaza Mayor; luego, la calle de este nombre, y entramos en la del Viento.

Empujamos la puerta, entramos en el zaguán, subimos los noventa y tantos escalones que había hasta la guardilla. María miró por el ojo de la cerradura y no entró. Se quedó en la escalera. Yo llamé con los nudillos.

—¿Quién es?—dijeron de adentro.

—Yo.

—¿Qué santo y seña?

—Marzo, Fernando y Religión.

—Pase usted.

[234]

—Entré, y al ver a Aviraneta noté que estaba alarmado.

—Siéntese usted, amigo—me dijo el padre Madruga.

Me senté. Había catorce o quince personas en el cuartucho, alumbrado por un velón. Al lado del padre Madruga estaban Freire, un tal Magaz, hombre pequeñito y rubio, y un gigantón apodado Juan y Medio.

El padre Madruga estaba contento y se sentía hablador y dicharachero.

El padre Madruga era de lo más antipático y repulsivo que puede haber en la clase de frailes.

Era pequeño, negro, de movimientos rápidos y violentos. Tenía los ojos brillantes de un animal selvático, el afeitado de la barba muy azul, la boca saliente, con morro, y los dientes amarillos.

Hablaba con acento aragonés o riojano; salpicaba de latinajos la conversación y era amigo de emplear palabras soeces. Tenía una risa de fraile grosera, plebeya y cínica.

Por dentro era bajo, adulador, cobarde, enemigo furioso de toda novedad y de todo lo extranjero.

Aviraneta oía lo que decía el fraile con aparente tranquilidad. Yo comprendía que estaba alarmado y que su alarma había aumentado al verme a mí.

—¿No me habrá citado él?—pensé.

Aquella gente tramaba algo contra nosotros; ¿pero qué podía ser?

No debían querer impedirnos la salida, porque Aviraneta dijo: «Yo me voy»; y el padre Madruga y los demás se quedaron tranquilos.

—Antes voy a beber un poco de agua—repuso luego Eugenio.

Por lo que supe después, Aviraneta habló en este momento con uno de sus amigos, el Majo de Maravillas, y éste le explicó lo que ocurría.

[235]

—El padre Madruga—parece que le dijo—nos ha indicado que hay dos masones peligrosos en la Sociedad. Un francés de Bayona se lo ha contado. Este francés le conoce a uno; al otro, no.

—¿Cómo se llama el francés?—le preguntó Aviraneta.

—Paulino.

Aviraneta comprendió que era Paulino Couzier.

—Este francés—siguió diciendo el Majo, el chispero—va a venir aquí con la policía a las doce, y la Ronda estará hasta esa hora en la calle y registrará a todos los que salgan de aquí, menos a los que sepan el santo y seña.

—Pero el santo y seña lo sabemos todos: «Marzo, Fernando y Religión».

—No, no; lo han cambiado. Desde las diez de la noche es distinto.

—¿Y no lo sabes tú?

—No; por ahora, no.

—No querrán decírtelo. Sospecharán.

—Es posible.

—Espérame un momento—le dijo Aviraneta.

Y, acercándose a su armario secreto, sacó varias botellas y las puso sobre el fogón de la cocina.

—¿Qué es esto?—preguntó el Majo.

—Dentro de un cuarto de hora lleva estas botellas al cuarto donde estamos; di que las has encontrado, y tú no bebas el vino, y ponte cerca de mi amigo, y que no beba tampoco él.

Efectivamente, así se hizo. Minutos después, el Majo salió, y entró de pronto con las botellas en la mano.

—¿Quién ha traído esas botellas?—dijo.

Nadie sabía quién las había traído. Muchos pensaron que era un regalo del padre Madruga; quizá éste y Freire creyeron que las había enviado Corpas.

Aviraneta seguía haciéndose el indiferente. Se abrie[236]ron las botellas; dos eran de vino obscuro, y dos, de aguardiente. Se trajeron unos vasos.

—¿Es vino de Málaga? ¡Venga!—dije yo, pensando cobrar ánimos.

Iba a beber, cuando sentí que el Majo me pisaba el pie. Volví a levantar el vaso, y volvió la presión del pie. Entonces, disimuladamente, vertí el vino en el suelo.

Aviraneta y el Majo enjuagaron sus copas y bebieron aguardiente.

El fraile bebió un vaso de vino y luego murmuró:

—Está bueno, pero tiene un gusto raro. Parece vino de botica.

—¡Pues el aguardiente está bueno!—exclamó el Majo.

—¡Ya lo creo!—dijo Juan y Medio, el gigantón—, y el vino, también.

Yo no sabía qué pasaba. Tan pronto me parecía que estaba presenciando algo horrible; que Aviraneta envenenaba a todos los comensales, como que no ocurría nada.

La influencia del vino y el aguardiente hizo la conversación más animada.

A eso de las once, la mayoría de los reunidos acordaron marcharse.

—¡Bueno, vámonos!—me dijo Aviraneta.

Pensé en si Eugenio no se habría dado cuenta del peligro de la calle e intenté hablarle. No pude allí dentro. Salimos un grupo bastante grande del cuartucho y comenzamos a bajar la escalera.

Al llegar al portal, Aviraneta dijo:

—¡Caramba! Se me ha olvidado una cosa. Voy a hablarle al padre Madruga.

El grupo entero que había bajado con nosotros salió a la calle. Aviraneta cerró la puerta.

—Volvamos arriba—me dijo—. Si nos preguntan por qué volvemos, decimos claramente que hay policía en la calle. Ahora ellos son cuatro; nosotros, tres.

[237]

—Ustedes serán también cuatro—dijo de pronto la voz de María Visconti.

—¿Está aquí María?—exclamó Aviraneta.

—Sí—dijo ella.

—¡Yo pensé que se había usted marchado!—exclamé.

—No; ahí arriba hay un hombre cuya vida me pertenece.

—¿Quién es?—dijimos Aviraneta y yo.

—El padre Madruga.

—¿Qué le ha hecho a usted?

—Que él fué el que denunció a mi hermano, el que le llevó al calabozo y declaró contra él. La muerte de mi hermano pide venganza.

—Calle usted—dijo Aviraneta—. ¿Quiere usted entrar con nosotros?

—Sí.

Efectivamente, entramos los tres en la guardilla.

Estaban Freire, Magaz, el padre Madruga y Juan y Medio, en la ventana; el Majo el chispero seguía sentado a la mesa y bebiendo a sorbos aguardiente.

—¿Qué, vuelven ustedes?—preguntó el fraile.

—Sí, hay gente sospechosa en la calle—contestó Aviraneta, riendo.

El fraile se mordió los labios.

—Sí, allí se les ve—añadí yo, asomándome a la ventana.

—Pero ustedes saben el santo y seña; no les pasará nada—dijo el fraile.

—Sí, pero no me fío.

—No nos fiamos.

Aviraneta, rápidamente, cerró la ventana y las maderas.

—¿Para qué cierra usted?—dijo el fraile.

—Para que no vean la luz.

Aviraneta se sentó a la mesa e invitó a Juan y Medio a beber una copa de aguardiente.

[238]

—No, no; yo prefiero el vino.

Aviraneta bebió la copa de aguardiente y Juan y Medio un vaso de vino. De pronto, el hombre alto dijo que no estaba acostumbrado a trasnochar y que tenía sueño, se levantó y se marchó.

Quedamos siete en el cuarto: Freire, Magaz, el padre Madruga, María, el Majo, Aviraneta y yo.

Freire se iba poniendo pálido de miedo; Magaz estaba intranquilo, nervioso, pronto a saltar; el fraile, con las mejillas rojas, comenzaba a desvariar.

Miraba a María con asombro. La italiana tenía las pupilas dilatadas por la emoción, y en sus ojos había una inquietud y una negrura brillante que daba miedo.

Aviraneta bebía y se turbaba. Me chocó esto; Aviraneta tenía bastante prudencia y la cabeza bastante fuerte para no emborracharse, y, sin embargo, se dejaba ir, considerando quizá que un estado de semiembriaguez le serviría para fingir indiferencia y tranquilidad y no le estorbaría para obrar.

—Ustedes han comprendido lo que pasa—dijo el padre Madruga, creyendo que ya no podía disimular nada—. En esta Sociedad comenzaba a haber gente sospechosa, y nos hemos entendido con la policía para que vaya identificando a las personas que salgan de aquí. Esto a ustedes no les perjudica.

—¡Ah, claro!—dije yo.

—¿Y lo sabe Corpas?—preguntó Aviraneta.

—Sí. Yo no tengo desconfianza en ustedes—siguió diciendo el fraile—, porque no creo que ustedes sean masones, sino realistas y buenos cristianos.

—Eso por de contado—replicó Aviraneta, riendo—. Excelentes cristianos, aunque un poco borrachos; yo, al menos, por mi parte.

Hubo un largo momento de silencio.

—¿Qué hora es?—preguntó el fraile.

—Las once y cuarto—contesté yo.

[239]

—Este sueño... intempestivo... me choca... Si me dieran un poco de agua...

—Ahí está la botella—dijo Aviraneta, señalando una colocada sobre un vasar.

El fraile llenó un vaso de agua y comenzó a beberlo.

—¡Es extraño!—dijo—; le encuentro el mismo gusto que al vino.

—Estará vieja—saltó Aviraneta.

—Sí, esa agua está muy turbia—repuso Freire.

—Sí, está turbia—añadió Magaz—. No beba usted, padre; ¡quién sabe lo que puede haber ahí!

—Vámonos, vámonos; esto es lo mejor.

—Sí, vámonos—dijeron los tres, levantándose.

—Este velón parece que se nos apaga—murmuró Aviraneta, levantándolo en el aire.

—No, no alumbra bien—replicó Magaz.

—Usted cree...—y Aviraneta lo levantó hasta la altura de los ojos y lo dejó caer al suelo.


VII
LA VENGANZA

Quedó todo a obscuras; en aquel momento yo no supe lo que pasó; luego me dijo Aviraneta que él y el Majo habían sujetado con dos cuerdas a Magaz y a Freire, atándolos en un momento, con la ayuda de María.

Después de un ruido ahogado de voces y patadas, en que se oyó cerrar una puerta, Aviraneta, con voz tranquila, dijo:

—A ver si pueden ustedes encender una vela.

—¿Pero qué ha pasado?—murmuró el fraile, temblando.

—Nada; no ha pasado nada. Que yo he bebido demasiado de este aguardiente y no me sostienen bien las piernas y he caído sobre la mesa.

—¿Y Magaz y Freire?

—Se han escapado, tropezando con todo el mundo. Yo no sé lo que han creído.

—Yo también me voy.

—Espere usted que encendamos una luz; no vamos a poder bajar las escalaras si no.

—No; me voy ahora mismo, sin luz.

—Usted quédese en el portal—me dijo Aviraneta.

Aviraneta trajo una linterna, y con una pajuela la en[242]cendimos. El Majo el chispero fué acompañando al fraile por las escaleras. María llevaba la linterna. La soñolencia y la torpeza del padre iban en aumento; tropezaba en los escalones; se tenía que agarrar al barandado suspirando. Al llegar cerca del portal Aviraneta indicó al chispero que llevara al fraile hacia el patio. El Majo y el fraile avanzaron, y acercándose a los dos, embozado, gritó Aviraneta:

—¡Alto! El santo y seña.

—Carlos, Adhesión y Fe—murmuró el fraile.

Al mismo tiempo, con el esfuerzo de recordar, el fraile se serenó un momento; oyó voces fuera hacia la calle, comprendió dónde estaba, y se abalanzó al portal.

Lo detuve yo y forcejeamos. Estábamos luchando, cuando a la luz de la linterna apareció Aviraneta, de pronto, con un antifaz negro en la cara y un puñal en la mano derecha.

—Si das un grito, eres muerto—dijo con voz sorda.

Detrás de él apareció el chispero, también enmascarado.

El fraile lanzó un chillido agudo, tropezó, y temblando, se apoyó en la pared.

—Quitadle él hábito—dijo Aviraneta.

Se lo quitamos.

—Ahora, atadlo.

Entre el Majo y yo le atamos y lo dejamos tendido. Aviraneta tenía una mordaza en la mano y se la puso al fraile.

—Vámonos—dijo Aviraneta.

—Ahora, mi venganza—exclamó María; y arrodillándose junto al fraile exclamó varias veces:

—Soy Visconti. Me conoces, ¿verdad? Me conoces. Ahora vas a morir.

Nosotros, los tres hombres, contemplábamos espantados aquella escena. De pronto María sacó del pecho un estilete delgado, como una aguja de hacer media, que brilló a la luz del farol como un relámpago, y lo clavó[243] en el pecho del fraile. Luego, con sus dos manos pequeñas, hundió el arma en el cuerpo hasta que no se vió mas que la empuñadura. Se oyó un estertor confuso, y luego, poco después, ruido en la calle.

—Vamos, vamos—dije yo—. Nos van a perseguir.

María no quería moverse. El chispero la cogió en brazos, la levantó en el aire y salió con ella detrás de nosotros.

Cruzamos un pasillo, atravesamos un patio y salimos a un portal frente a la plaza del Biombo.

Aviraneta se puso el hábito del fraile y dió a María su capa.

—Nos reuniremos en el portal de mi casa, en la Plaza Mayor—dijo Aviraneta a María y a mí. Ahora cada cual por su lado. Ya saben ustedes el santo y seña: Carlos, Adhesión y Fe.


VIII
LAS PERIPECIAS DE LA FUGA

Marché yo por la calle del Biombo, no muy de prisa, para no dar la impresión de que huía. Iba horrorizado. Al pasar por delante de San Nicolás un embozado me detuvo.

—Alto, ¿quién va?

—Carlos, Adhesión y Fe—contesté yo.

—Adelante. ¿Qué hay, amigo?

—Nada de particular.

—¿Mucha gente por allá?

—Sí, alguna.

—¿Tiene usted un cigarrillo?

—Tome usted.

—Muchas gracias.

Luego me quedé asombrado de poder haber seguido aquel diálogo vulgar en el estado en que yo me encontraba. Tal es la fuerza del instinto de conservación.

Por la calle de Santiago, y luego por la de Milaneses, entré en la Plaza Mayor hasta la escalera que baja a Cuchilleros. Al llegar allí, la puerta estaba entornada. Aviraneta esperaba en el portal vestido de fraile. Me dijo que el sereno le había acompañado, y que él, sintiéndose paternidad, le había contado una porción de mentiras.

Esperamos media hora; no apareció María.

[246]

—¿Qué habrá hecho esta mujer?—pensamos—. Sabe el camino. Tenía tiempo de sobra para venir; indudablemente, le habrá pasado algo.

—¿Qué hacemos ahora?—pregunté yo.

—Vamos a casa de usted por el tejado—dijo Eugenio.

Subimos de puntillas las escaleras hasta la casa de huéspedes de Aviraneta; abrió él la puerta, cruzamos un largo corredor y entramos en su cuarto. Abrimos el balcón que daba al tejado, saltamos por encima de la barandilla y comenzamos a marchar por encima de las tejas. Aviraneta, como había bebido mucho y no sentía la necesidad de estar sereno, comenzaba a hacer locuras, reía sin motivo y se le ocurrían una porción de simplezas.

—Verdaderamente—decía—, debe usted estar agradecido de mi invitación a ser conspirador hecha en París, en un baile... Esta es una vida de gato, señor barón...; y todo irá bien si no le dan a uno el golpe del conejo y lo meten en la cazuela.

El viaje fué penosísimo. Aviraneta con el hábito no podía andar. Tropezaba, se caía, se echaba a reír.

De pronto Aviraneta se detuvo, se remangó el hábito y se quedó inmóvil.

—¿Qué le pasa a usted?—le dije.

—No puedo más—contestó él.

—¿Es el alcohol que hace efecto diurético?

—Sí. Pero con este balandrán no me las puedo arreglar. ¡Aquí le quisiera yo tener a Fernando VII!

—¿Para qué?

—Para inundarlo. ¿Sabe usted lo que yo haría ahora?

—¿Qué?

—Proclamar la República desde este tejado.

—La cabeza de usted no funciona bien, Aviraneta. Vamos.

—Espere usted un instante. Voy a quitarme el hábito y a tirarlo a la Plaza Mayor. Que se lo ponga si quie[247]re ese rey de bronce que está ahí a caballo... Yo no quiero hábitos viles.

—No tire usted el hábito—le dije yo—. No haga usted barbaridades. Algún sereno, el que ha hablado con usted, puede verlo.

—Es que con este hábito me parece que me voy sintiendo fraile. ¡Muera el obscurantismo! ¡Salud y República, señor barón! No, barón, no..., no hay barones. Ciudadano, nada más... Todos somos ciudadanos...

—Sí, hombre, sí. Tiene usted razón. Vamos adelante.

Avanzamos unos doscientos pasos más y vimos la ventana de una guardilla que resplandecía.

—¿Qué habrá ahí?—exclamó Aviraneta, interrumpiendo su monólogo.

—Deje usted. ¿Qué importa lo que haya?

Aviraneta se acercó a la guardilla y me llamó con la mano.

Dentro de un cuartucho se veía un cadáver en una caja de madera, en el suelo, rodeado de cuatro velas.

—Voy a entrar a ponerle el hábito del padre Madruga...; ¡ja... ja!..., ¡qué idea!

—No sea usted bárbaro.

—¿Por qué no? Creerán que es un milagro.

—No fastidie usted, Aviraneta. Está usted borracho. Obedézcame usted. Nos va la vida.

Aviraneta se ofendió de que le llamara borracho, y dijo que aunque él era un ciudadano y no un aristócrata, no se emborrachaba.

Seguimos avanzando y llegamos a la guardilla de la casa donde yo vivía. Entramos en ella de cabeza, bajamos las escaleras, abrimos la puerta y pasamos al cuarto. Conchita me esperaba impaciente. Conté yo lo ocurrido y hablamos.

Era indudable que íbamos a ser perseguidos.

Freire y Magaz, en seguida que se viesen libres, da[248]rían nuestras señas a la policía y se nos buscaría con ahinco.

Como Aviraneta no se enteraba de lo que se hablaba, le preparé una cama en el suelo, y no hizo mas que tenderse y quedar dormido.


IX
LA OBSCURIDAD ALREDEDOR

La noche para mí fué horrible; no pude dormir un instante; aquella escena final en el portal de la calle del Viento la tenía constantemente ante los ojos. A veces dudaba de que fuese una realidad.

Por la mañana iba a conciliar el sueño cuando me despertó un campanillazo.

—¡Ya está aquí la Justicia!—pensé.

Era María Visconti, que había pasado la noche en el taller de el Majo de Maravillas, atendida por la mujer y por una hermana del chispero.

Aviraneta se despertó y discutimos lo que había que hacer.

Eugenio no recordaba detalles de lo ocurrido la noche anterior.

No hicimos la menor alusión a la muerte del fraile.

Nos parecía que bastaba que reconociéramos nosotros el hecho para que lo conociera todo el mundo.

Por lo que dijo María, a ella no la había seguido nadie. Al entrar en casa no se encontró tampoco persona alguna.

—En cambio, yo parece que hablé con el sereno ayer noche—dijo Aviraneta.

—Eso me contó usted—repuse yo.

—¿Dije, no que le vi, sino que le hablé?

[250]

—Sí, que le habló usted.

—Entonces pueden encontrar nuestra pista.

—No me parece tan fácil.

—Sí, no es difícil; cuando vean al otro sin el hábito de fraile comprenderán que nosotros se lo llevamos e interrogarán a los serenos del barrio.

—¿Y qué hacemos?—dije yo.

—Si no fuera por Arquez, que va a venir y nos va a fastidiar, porque ya le han visto varias veces con nosotros, lo más prudente sería quedarnos aquí ocho o diez días. Pero viniendo el Perrete, como vendrá, lo mejor es marcharnos.

—¿Adónde?

—Eso es lo que estoy pensando. Porque la cuestión es que desaparezcamos los cuatro.

Eugenio comenzó a pasearse arriba y abajo por el cuarto; luego se puso a escribir con mucho trabajo, simulando la letra.

—¿Qué hace usted?—le dije.

—Voy a ver si les estorbo un tanto a Corpas y a Freire. Les voy a denunciar a la policía.

—Se va usted a comprometer.

—No; si me comprometiera no lo haría. Esto, por el contrario, nos puede servir.

—Pero, ¿qué crédito cree usted que van a dar a una denuncia anónima?

—Pueden darle alguno. Porque yo, que he tenido siempre el temor de que Corpas nos denunciara, he dejado disimuladamente en su casa, metido entre las hojas de un libro de su biblioteca, los estatutos de la Santa Fe y una lista de conspiradores amigos de Don Carlos. Una maniobra parecida he hecho en casa de Freire, dejando debajo de la estera una serie de facturas de compra de armas. Ahora le digo a la policía que busquen en la biblioteca del uno y debajo de la estera del cuarto del otro. Antes de que Corpas y Freire vayan a denunciarnos se encontrarán ellos denunciados.

[251]

—Está bien—dije a Aviraneta.

—Hay que ennegrecer el agua de alrededor—repuso él—. Empezamos a jugarnos la cabeza seriamente.

—¡Y tan seriamente!

—Pero no hay que desesperar.

—Claro que no.

De cuando en cuando íbamos a mirar al balcón de la casa de Aviraneta, que estaba frente por frente de la mía, para ver si abrían las persianas. Esto indicaría que entraban en el cuarto, y de entrar, siempre era posible que fuese la policía.

—¿Usted sabe si cerramos ayer las persianas bien? —me preguntó Aviraneta.

—No; no lo sé.

Otro problema lo tuvimos con el hábito. ¿Qué íbamos a hacer con el balandrán del padre Madruga? Tirarlo era peligroso. Quemarlo, no teníamos dónde.

Por indicación de Conchita decidimos que se hiciera con él un refajo, uno de esos refajos de aldeana pesados que hacen abultar el cuerpo.

María y Conchita se pusieron a coserlo a grandes puntadas, mientras Aviraneta y yo seguíamos discutiendo.

Por la tarde llegó Arquez y le contamos lo ocurrido. El hombre se quedó pasmado con los sucesos que le contamos; le dijimos que teníamos necesidad de encontrar otro rincón donde meternos.

—Mandadme—dijo él—. ¿Qué tenéis pensado?

Nosotros no teníamos nada pensado; no habíamos encontrado aún una solución aceptable. En esto Aviraneta vino con el anteojo en la mano.

—¡Diablo!—exclamó.

—¿Qué pasa?

—Que han abierto las ventanas de mi cuarto.

Cierto que podía ser el viento, o la patrona, que entrara a cualquier menester; pero temíamos que fuera la policía.

[252]

—Decidan ustedes algo—dijo Arquez.

—Aviraneta comenzó a pasear por la habitación con la cabeza baja.

—¿Tú conoces los alrededores de Madrid?—preguntó de pronto a Arquez.

—No. Pero puedo preguntar...

—No... no... no. Eso no nos conviene. Yo quisiera que fueras a buscar a un conocido mío, a Santiaguito el Chaval, que vive en la calle del Tribulete, número once, y lo traigas aquí. No preguntes a nadie por la calle: compra un planito de Madrid, que se vende en la librería de la calle de Carretas; mira dónde está la del Tribulete, busca a Santiaguito el Chaval, que es zapatero, ven con él, y de paso echa esta carta al Correo.

Se marchó Arquez, y nosotros dos seguimos en observación de la casa de Aviraneta y de la Plaza Mayor.

La ausencia de Arquez nos pareció larguísima.


X
EL ASILO DE MAESE JUAN «EL FILÓSOFO»

Al anochecer aparecieron Arquez y Santiaguito, el Chaval. Santiaguito, que era un hombrecillo bajito, rubio, algo cojo y jorobado, y que hablaba de tú a Aviraneta, dijo a éste que en su casa no podía esconder a nadie. A los requerimientos de Eugenio concluyó diciendo que, si no teníamos escrúpulos en meternos en cualquier rincón, nos llevaría a todos a un sitio donde estaríamos seguros.

—Nada; ahora mismo.

Decidimos dejar la casa de dos en dos y reunimos en la Puerta de Atocha. Marcharon primero María y Conchita. A Conchita se le puso el refajo hecho con el hábito del fraile y un mantón; parecía una criada alcarreña. Luego salieron Santiaguito y Aviraneta, y, por último, Arquez y yo, embozados en nuestras capas.

Al pasar por la plaza de Santa Cruz nos encontramos con una patrulla de gente armada, a las órdenes del corregidor, que iba, sin duda, a recorrer los barrios bajos.

Pasamos el susto correspondiente y seguimos nuestro camino por la calle de Atocha. Ya estaba completamente obscuro. Hacía una noche fría, venteaba con furia y los farolillos de aceite de las calles oscilaban con las [254] ráfagas del aire. Salía a ratos la luna entre nubarrones negros.

Al llegar a la plaza de Antón Martín tuvimos otro susto; nos encontramos con un grupo de sayones que se nos acercaron cantando canciones tristísimas. No podía yo comprender qué era aquéllo, y luego Santiaguito me explicó que era la Ronda de los Hermanos del Pecado Mortal, que iba entonando saetas.

Al llegar a la Puerta de Atocha salimos todos, menos Arquez, y comenzamos a marchar a campo traviesa. Llegamos a las orillas de un arroyo que se llama el Arroyo Abroñigal; allí Santiaguito se paró delante de una casa solitaria, en cuya pared se leía este letrero a la luz de la luna:

Orno de hasados.

—Esperen un momento—nos advirtió.

Esperamos media hora. Al cabo de este tiempo Santiaguito volvió y dijo:

—Entren ustedes. Ahí no les buscará nadie.

Pasamos a un local grande y destartalado. Era la cocina de un horno derruído, donde había un viejo calentándose delante de una hoguera. Saludamos al viejo y nos sentamos. Aviraneta se entendió con él para que nos pusiera de cenar.

Era el viejo un aldeano de ojos azules y pequeños, cara de zorro, mal afeitada, el aire de malicia y socarronería. Se llamaba el señor Juan. Nos dijo que estaba allá al fuego porque tenía gran resfrío.

Hablaba un castellano tan claro y tan sonoro, que a mí me maravillaba; me parecía estar oyendo a un español del siglo XVII.

Después de cenar nos preparó unas camas de paja, y allí nos acomodamos. El viejo se tendió sobre un saco, se echó dos capas encima y se quedó dormido. Yo no pude conciliar el sueño en toda la noche. El recuerdo de[255] los acontecimientos me tenía nervioso, excitado; sólo al amanecer pude descansar un poco.

Al día siguiente, al despertarme, entraba un hermoso sol por la ventana. El cuarto donde estábamos era grande, encalado, con unas cuantas sillas de paja, una mesa de aspas, un arcón y una imagen de la Virgen en la pared.

El señor Juan salió a la puerta con su hacha y rajó unas cuantas maderas viejas; luego hizo fuego y puso dos pucheros a la lumbre.

Comimos muy bien. Me chocó que no apareciese nadie por los alrededores de aquella casa, realmente desolados y tristes.

El señor Juan nos contó historias de su vida de cazador, con su lenguaje castizo y puro.

Se le podía oír como a un libro. Era tal la fuerza de su egoísmo, que, al escucharle, daba la impresión de que habitaba un mundo sin gente. Le gustaba explicarlo todo con una gran profusión de detalles. Nos habló de la vida que hacía en el campo, de lo que comía por la mañana; después, cómo guardaba el tocino en la cuerna (como la llamaba él) y la tapaba con la corcha. Luego contó lo que le habían costado las dos capas que tenía, de las que estaba muy orgulloso.

Por la noche, el señor Juan rezó el rosario con un gran fervor, y los demás le acompañamos.

Realmente, como la preocupación de no ser presos era en todos nosotros tan grande, no se me ocurrió pensar qué oficio tendría aquel hombre.

Un día que el señor Juan abrió su arca, vi dentro una porción de cuerdas muy nuevas, garfios y otros aparatos.

—¿Para qué tiene usted tantas cuerdas?—le pregunté.

—Son para mi oficio—contestó él sonriendo.

No quise ser indiscreto. A Aviraneta, que supuse lo sabría, le dije:

[256]

—¿Pero quién es este hombre en cuya casa vivimos? ¿Qué es?

—¿Este? Es nada menos que maese Juan, el verdugo de Madrid—me contestó Aviraneta.

—¡El verdugo!

—Sí.

La noticia me hizo impresión.

—No se lo diga usted a ellas—advirtió Eugenio.

—No, no.

—¿Y se le puede hablar de su oficio?

—Sí; le contará a usted sus ejecuciones como cuenta sus batidas de caza. Igual.

Efectivamente: maese Juan, al preguntarle si era verdugo, me contestó, sonriendo, que sí, y me habló de los hombres que había echado al otro mundo como un médico de sus enfermos o un párroco de sus feligreses. La cosa, sin duda, le parecía natural y sin gran importancia.

Me contó también que había sido pastor en el pueblo y que había venido a Madrid de guarda. Al quedar vacante la plaza de verdugo, él la había solicitado, porque se ganaba más; pero a su mujer y a su hijo les había parecido tan horrible su decisión, que no querían vivir con él.

Maese Juan no comprendía esto, y se encogió de hombros, como quien no se explica una preocupación absurda.

—¿Usía no estaba enterado de que yo era el verdugo?—me preguntó luego sonriendo.

—No.

—Don Eugenio sí lo sabía.

—Sí; don Eugenio, sí.

—Cuando se tiene el oficio de usía, hay que estar bien con el verdugo—dijo filosóficamente maese Juan.

Yo me estremecí.

—Es verdad—dije—, porque el mejor día se está expuesto a entregar a uno de ustedes el cuello.

[257]

—Por fortuna—dijo él—, no todos los verdugos son iguales; hay verdugos y verdugos, caballero.

—Cierto. En esa profesión, como en todas, habrá sus más y sus menos.

—Y que lo puede usía decir muy alto, señor, porque parte del oficio depende del material. Y buenas cuerdas, como yo, no hay verdugo que las tenga; pero parte, y perdone que se lo diga a usía, depende de la mano.

—¿Y usted la tiene buena, maese Juan?

—No es por alabarme, caballero; pero creo que para enviar con limpieza a un cristiano al otro mundo no hay muchos que se me puedan poner delante.

—Y, sin embargo, ¿usted no habrá matado a nadie antes de ser verdugo?

—A nadie, señor. Es más: la idea sola de matar me desazonaba; pero cuando entré en las funciones del cargo, cambié y me dije: «Juan, tú no eres un hombre; tú eres la misma Justicia bajada del cielo, que se sirve de tus manos para castigar».

—¿Así que no tiene usted remordimientos?

—¿Remordimientos? ¿Por qué, señor? Cumplo mi oficio lo mejor que puedo.

—¿Y cree usted que con esta profesión ganará usted el cielo?

—Así lo espero, señor; habré de pasar por el purgatorio; pero supongo no será por mucho tiempo.

—Lo malo de los verdugos es que no tendrán un santo patrono que interceda por ustedes.

—No; eso, no. Es verdad, eso nos falta; pero yo tengo a la Virgen de la Fuencisla, que intercederá por mí.

Con estas charlas, maese Juan, el verdugo y yo, nos entreteníamos.


XI
LOS SACRIFICADOS

No supimos hasta mucho tiempo después lo que había ocurrido en Madrid. A la casa del verdugo no llegaba noticia alguna.

El padre Madruga había muerto; pero, sin duda, era personaje de vida misteriosa y no se quiso hacer luz sobre su pasado.

Respecto a nuestra conspiración, quedó en la obscuridad. Solamente los triángulos 12 y 13, al ver que no podían denunciar el complot entero porque nos habíamos dado cuenta de su traición, delataron al comisario don Vicente Ramón Richart.

Richart, al saber que iban a prenderle por sospechoso, quemó todos los papeles comprometedores que guardaba y fué a casa de dos sargentos de Infantería de Marina, que formaban el triángulo con él.

Les dijo que estaban descubiertos, que se salvaran, que hicieran desaparecer todo papel comprometedor, y aquellos miserables, que eran precisamente los traidores, le pusieron una pistola al pecho y lo prendieron.

El Gobierno recompensó a los sargentos y pagó las delaciones a buen precio. Se encarceló al cirujano don Baltasar Gutiérrez, al empleado don Juan Antonio Yandiola y al general O'Donojú.

Richart, Gutiérrez y Yandiola sufrieron el tormento [260] en el potro; pero, como hombres de alma fuerte, no confesaron nada.

Pocos días después la policía prendió al sargento de Húsares Vicente Plaza, a un ex fraile, guerrillero de la Independencia, llamado fray José, conocido por sus ideas liberales y amigo de Richart, pero que no había entrado en la conspiración; a don Francisco Esbriz y a algunas otras personas.

El Gobierno no pudo averiguar de dónde había partido el complot ni quiénes lo dirigieron.

El 6 de mayo de 1816 don Vicente Ramón Richart y don Baltasar Gutiérrez, después de sufrir el martirio, fueron ahorcados y luego descuartizados por maese Juan, el verdugo de Madrid. Las cabezas de los dos conspiradores, separadas del tronco, quedaron expuestas al público en la Puerta de Alcalá, punto que se suponía había de ser teatro de la conspiración abortada.

Meses después, el 4 de julio del mismo año, fueron ahorcados en la plaza de la Cebada el sargento de Húsares Vicente Plaza, el guerrillero fray José y don Francisco Esbriz. Yandiola y O'Donojú fueron absueltos.

Después del fracaso de esta conspiración, y poco tiempo más tarde, se descubrió que Renovales estaba en Bilbao y que intentaba un movimiento. Aquello debió obedecer a una maniobra de agentes provocadores por el estilo de Couzier; luego se supo que Regato y su mujer habían estado en Bilbao y dado un banquete el día de San Joaquín a los amigos de Renovales; banquete en el cual se brindó por la Constitución, por la muerte de Fernando y por Carlos IV.

Para denunciar estos hechos fué a Madrid un tal Juan Antonio Carrera, probablemente enviado por Regato.

Los conspiradores de Bilbao, Renovales, Olavarría, Colombo, Olalde, Acevedo, tuvieron que andar huyendo a salto de mata, escondiéndose por el campo en las chozas y en las cuevas, hasta que se refugiaron en [261] Francia; Arquez se marchó a Gibraltar; Istúriz tuvo que escapar de Cádiz.

Paulino Couzier y Regato habían vendido a todos.

Se formó causa a muchas personas por cómplices en la conspiración de Bilbao, y en pueblos como en Pamplona y en Tolosa hubo gente atrevida que entró en el Juzgado, robó los procesos y les prendió fuego.

Aviraneta, María, Conchita y yo estuvimos quince días ocultos en casa de maese Juan, el verdugo. Aviraneta se dejó las patillas y yo la barba.

Pasadas dos semanas pensamos que la vigilancia de la policía habría aminorado. Con esta idea hicimos que María y Conchita tomaran la diligencia y se encaminaran hacia Portugal y nos esperaran en Lisboa.

Una semana después Aviraneta se entendió con una partida de contrabandistas, y en unión de ellos entramos en Portugal.

Al llegar a Lisboa, un agente realista debió sospechar de nosotros y nos denunció y nos persiguió, y nos vimos tan en peligro, que tuvimos que tomar un barco inglés que iba a Gibraltar. De aquí fuimos a Marsella y de Marsella a París.

Dimos cuenta de nuestra gestión a la Junta y del dinero gastado, y yo me casé con Conchita. No tenía ganas de más conspiraciones ni de más enredos.

—Y ahora, ¿qué proyecta usted, Aviraneta?—le dije.

—Me voy a Méjico, a ver si hago un poco de dinero.

—¿Y después?

—Después a España. Yo no cedo. Hasta que no le vea ahorcado a Fernando VII o, por lo menos muerto por cualquier otro procedimiento, no estaré tranquilo...

—Y María Visconti, ¿qué fué de ella?—preguntamos Arnao y yo a un mismo tiempo.

—María entró en un convento de Austria. Antes tuvo memoria y envió una miniatura con un retrato suyo y una cantidad de dinero bastante grande al Majo de Maravillas, el chispero.

[262]

De todos nosotros no hubo mas que uno que siguió en la brecha: Aviraneta.

Hace dos años me decían que había tramado un proyecto para ir a Azcoitia y quemar la casa de Don Carlos estando el Pretendiente dentro.

No me choca. Aviraneta es un liberal y un patriota monomaníaco. Ha presenciado tantos horrores, tantas brutalidades, que su alma está enconada y siempre intranquila...


—¡Pero qué energía indica eso!—dije yo.

—¡Ah! ¡Ya lo creo!—exclamó el barón—. El liberalismo en España ha tenido y tiene figuras admirables; pero nuestra historia de hoy es la historia de un país pobre, exhausto, aniquilado por tres siglos de aventuras en América... A nuestros hombres les ha faltado el pedestal... la masa, el pueblo... y también la cultura.


Estuvimos todos un momento sin hablar, embebidos en nuestras reflexiones.

—Bueno, caballeros, vámonos—dijo González Arnao.

Salimos los cuatro del Rocher de Cancale y fuimos a dar una vuelta por los bulevares. Al día siguiente volvía yo a Bayona.


LA MANO CORTADA
(HISTORIA DE TIERRA CALIENTE)

Hace ya muchos años estuve con mi mujer pasando el verano en Irún.

Escogí este pueblo porque podía ir rápidamente a Vera, donde vivía mi madre, y también porque me gustaba enseñar a mi mujer los sitios y lugares de las correrías hechas por Aviraneta y por mí.

Visitaba con frecuencia el valle de Oyarzun, donde tengo parientes, y charlaba con algunos amigos del pueblo en la tertulia de la botica.

—El boticario, don Rafael Baroja, era un señor que de joven fué a Oyarzun desde un pueblo de Alava y se estableció allí, casándose con la hermana de otro farmacéutico, apellidado Arrieta.

Don Rafael Baroja, o de Baroja, como se llamaba él, el buen viejo, como hombre del siglo XVIII, tenía la chifladura de la hidalguía, y a poco que se insistiese sobre este punto sacaba sus ejecutorias; sentía, al mismo[264] tiempo que la efusión por el pasado y por la casta, gran entusiasmo por el progreso.

Una de las manifestaciones de su entusiasmo había sido instalar, a poco de llegar a Oyarzun, una pequeña imprenta y ponerse a componer en el rincón de la rebotica, contento como un chico con un juguete nuevo.

Baroja imprimió en su farmacia proclamas de los franceses, desde 1808 a 1813; manifiestos de los patriotas, de los realistas, de los constitucionales de Riego y Quiroga, de los feotas de Quesada y Juanito, de los personajes de la Junta de Oyarzun, de los generales de Angulema, de los cristinos y de los carlistas.

Mientrastanto iba dando a la estampa catecismos en vascuence, almanaques y alguno que otro libro más voluminoso.

Baroja recordaba muchas cosas. Como impresor, se había tenido que avistar con generales de Napoleón, con guerrilleros, con liberales acérrimos y con reaccionarios furibundos, y contaba sus recuerdos de una manera amena y graciosa.

Baroja había tenido su corta vida política. Se había afiliado a una Sociedad, constituída en San Sebastián de 1820 a 1823, llamada La Balandra, Sociedad dirigida por su secretario, un tal Legarda. Entonces San Sebastián era pequeño, pero tenía espíritu y algún carácter vasco; no se parecía a la ciudad de hoy, híbrida como un pueblo americano, petulante, sin tipo, dominada por los jesuítas y por una burguesía ramplona y vulgar.

Baroja en aquella época se sintió atrevido, y en unión de su cuñado y de su hijo comenzó a publicar en San Sebastián El Liberal Guipuzcoano, periódico radicalísimo, muy bien informado de los asuntos del extranjero, y que fué como un vigía de los liberales españoles en la frontera.

Miñano, Llorente, González Arnao, y otros, mandaban artículos y sueltos al periódico.

[265]

El ex fraile Arrambide daba en El Liberal Guipuzcoano la nota irónica y furiosamente anticlerical.

El Espectador y los periódicos liberales de Madrid copiaban las noticias de El Liberal Guipuzcoano. Al acercarse la invasión de los franceses con Angulema, el periódico, editado por don Rafael, tuvo un momento de importancia.

Don Rafael, al entrar el duque de Angulema, dejó San Sebastián, que estaba sitiado, y se volvió a Oyarzun. Nadie le molestó. Aquella fué toda su vida política.

Baroja conocía a Aviraneta, y celebraba mucho las ocurrencias de Eugenio, como le llamaba él.

Algunos días iba a la botica un señor de Irún que había estado en América, pariente mío, don José Antonio de Alzate.

Alzate era todo un tipo: muy alto, muy viejo, muy encorvado, siempre vestido de negro, con traje de riguroso invierno, y siempre con un paraguas.

Tenía la cara larga y roja, la nariz grande, los ojos grises, patillas blancas y el sombrero negro, de ala ancha.

Algunos detalles de su indumentaria denunciaban al indiano.

Alzate tenía una hija casada con un labrador rico vascofrancés, de Urruña, y se entendía muy bien con su yerno. Constantemente andaban los dos en un carricoche; el joven con las manos en las riendas, y el viejo con las manos en el paraguas.

De hacer la vida igual suegro y yerno, y de su identificación de ideas, habían llegado a parecerse, al menos, en la expresión, en los gestos y en la manera de vestir. Los dos decían las mismas cosas, con el mismo acento, el mismo accionado y la misma sonrisa.

Alzate era hombre rico; había traído de Méjico gran caudal, y además, joyas, cadenas de oro y otra porción de cosas.

Después de estar cerca de medio siglo en América, a[266] José Antonio de Alzate le había entrado la avaricia por la tierra vasca; su afán, que había comunicado a su yerno, era acaparar todo lo que podía, intrigando, prestando.

Al mismo tiempo que esta furia de posesión, se le metió en la cabeza la idea de que no debía emplear el castellano, y hablaba vascuence hasta en los sitios donde no le entendían.

Alzate tenía varios caseríos en Oyarzun y por las mañanas iba a visitarlos; luego, por la tarde, se establecía en la Botica Vieja—así se llamaba a la de don Rafael—y, sentado cerca del mostrador, con las correas del bastón vasco alrededor de la muñeca, charlaba.

Al principio yo pensé que su cabeza andaba mal; pero después fuí comprendiendo que no oía y no quería parecer sordo.

Luego vi que tenía una memoria muy grande para las cosas antiguas.

Don Rafael me indicó que Alzate le había hablado, hacía ya mucho tiempo, de una historia ocurrida en Méjico, donde intervenía Aviraneta, y yo le rogué que le instara para que la contase de nuevo.

Don Rafael se prestó a ello y un día le dijo:

—Oye, José Antonio, ¿tú eres primo de Aviraneta?

—¿De quién?

—Digo que eres primo de Eugenio de Aviraneta,

—Sí, primo segundo o tercero.

—¿No le has conocido?

—Es más joven que yo.

—Pero ¿no le has conocido?

—¿A Eugenio? Sí.

—¿En Méjico?

—En Méjico y en España.

—No quiere contar nada—me dijo don Rafael—; otro día que le cojamos de buen humor contará lo ocurrido.


I
LA CASA DE ALZATE

—¿Lo que hizo Aviraneta en Méjico la primera vez que estuvo allá?—dijo Alzate mirando a Baroja—. Creo que lo he contado ya muchas veces aquí.

—No recuerdo—dijo don Rafael.

—Sí, lo he contado; pero, en fin, lo volveré a contar, Aviraneta fué a Méjico en tiempo del virrey Apodaca, por el año de 1816 al 17.

Yo llevaba ya cerca de veinte años viviendo en la ciudad de Veracruz como socio de mi tío Ramón. Teníamos entre los dos un gran almacén, que había comenzado por ser una tienda de comestibles, que por allá llaman pulpería, y que llegó a convertirse en casa de banca.

Aviraneta se presentó en nuestro almacén y habló con mi tío y conmigo.

Le preguntamos si contaba con algún empleo y dijo que no. Entonces le ofrecimos que se quedara en la casa. Mi tío y yo teníamos demasiado trabajo.

—Muchas gracias—contestó él—. Si vengo aquí he de estar poco tiempo en el almacén, porque tengo otros proyectos.

—Pero mientrastanto...

—Bueno; mientrastanto os acompañaré. ¿Tenéis muchas horas de trabajo?

[268]

—No. El almacén se abre a las nueve y media hasta la una y media, en que se cierra; luego, a la tarde, se vuelve a abrir a las tres y media y se vuelve a cerrar a las seis.

—Es muy poco. Y desde las seis en adelante, ¿se está libre?

—Completamente.

—Muy bien.

Al otro día vino Aviraneta con su equipaje, que en junto era un par de maletas. Se instaló en nuestra casa y empezó a trabajar.

Allá en Veracruz, en mi tiempo, los dependientes de las tiendas llevaban una vida muy regalada. Amos y criados hacíamos siete comidas al día: en la cama, la jícara de chocolate; a media mañana, las once, que consistía en un bizcocho con una copa de vino; a las dos, la comida; a las cinco, nueva jícara de chocolate; a las ocho, otro bizcochito, y a las diez, la cena.

Aviraneta no hizo caso de estas costumbres; comía una o dos veces al día, a lo más, y trabajaba él solo como tres o cuatro personas juntas.

Los otros dependientes, acostumbrados a la pereza de un país tropical, le tenían como a un hombre extraordinario.

Como allí se ganaba el dinero fácilmente y Aviraneta nos hacía tan buen servicio, le quisimos aumentar el sueldo e interesarle en nuestros negocios; pero él no se entusiasmó; seguía pensando en otra cosa.

Hacia mediados de verano, seis meses después de llegar, me dijo a mí que se marchaba.

Mi tío y yo, suponiendo, por los antecedentes que nos había contado, que pensaría intervenir en la política mejicana, le convencimos de que no lo hiciera.

—España va a perder el imperio mejicano—le dijo mi tío—. Si tú eres un patriota español no te mezcles en esto; será una vergüenza para ti y para nosotros.

Mi tío tenía razón; la correría de Mina el mozo y[269] después la intervención de los masones españoles durante el mando de O'Donojú, acabaron de precipitar la independencia de Méjico.

Más tarde o más temprano, América se tenía que perder. Bien perdida está. ¡Ojalá se hubiera perdido antes!

Aviraneta, al oír lo que le decíamos, replicó que no pensaba ocuparse de política en Méjico; que su idea era explorar las zonas próximas a Veracruz y dedicarse a negocios de minas.

—¿En el verano? ¿En la estación de las lluvias?—le pregunté yo.

—Sí.

—¡Creo que no sabes lo que te haces!

—¿Por qué no?

—Porque aquí no se puede hacer nada durante el verano.

—Ya veremos.

La estación de las lluvias es allí la época del vómito negro y de los mosquitos.

La gente de Veracruz, en estos meses de calor sofocante, se encerraba en sus casas como para un sitio; muchos iban a sus haciendas, otros a Jalapa, villa colocada a bastante altura sobre el nivel del mar y de clima sano.

En nuestras casas nos encerrábamos dentro amos y dependientes, y mi tío Ramón se dedicaba a hacer de médico: al uno le daba un purgante; al otro, un emético. Tenía el negociado de sanidad.

Yo no sé cómo será hoy Veracruz; entonces era uno de los pueblos más malsanos, más inclementes del mundo. La poca gente que transitaba por la calle tenía aire febril; al que no, se le veía pasar irritado, desafiador por el calor y el alcohol.

La ciudad, muy blanca, llena de cúpulas y terrazas de conventos, ardía, calcinada por el sol; las calles, anchas y tiradas a cordel, estaban desiertas; las casas,[270] blancas, se veían herméticamente cerradas, y los miradores y los balcones, vacíos.

Los únicos pobladores del pueblo eran unos pajarracos negros, como cuervos, que allí llaman zopilotes, y que se lanzan desde los tejados a la calle a llevarse en el pico las basuras que echan de las casas.

Alrededor de la ciudad, sobre la muralla de piedra con sus garitas y fortines, se veían dunas de arena rojiza, arenales blancos salpicados por pantanos negruzcos, y muy cerca del mar, arrecifes cubiertos de algas.

No había por allí rastro de vegetación; ni un árbol ni una mata en muchas leguas a la redonda. Era una calma de desierto, un cielo implacable, sin una nube, en el cual únicamente se veían bandadas de cuervos del país, que se detenían a mondar los esqueletos de los caballos enterrados en medio de los arenales. En estos meses de verano la poca gente que quedaba en Veracruz no salía de casa ni aun de noche. Toda la vida comercial estaba paralizada.

Los domingos, en el paseo que había fuera de la puerta del Sur, no se veía en este tiempo a nadie, y solamente algunos vagabundos y ladrones, que allí llaman léperos, dormían tendidos en los bancos.


II
LOS CALAVERAS

Pasamos algún tiempo, casi un año, sin saber lo que hacía Aviraneta, y las primeras noticias que tuvimos de él fueron que estaba hecho un calavera y que se reunía con lo más perdido de Veracruz, con un grupo de unos cuantos españoles y extranjeros en bandada, que se dedicaban a escandalizar el pueblo.

Algunos de los españoles eran militares que habían tomado parte en la guerra de la Independencia y en las conspiraciones liberales; los extranjeros, los gringos, que decían allí, eran restos del ejército de Napoleón, italianos, griegos, polacos, gente de todas castas y condiciones.

Entre los españoles se distinguían el capitán Gavilanes, Arquez, Aviraneta y un bribón llamado Paulo Mancha, que llevaba el monte en una chirlata y que jugaba muchas veces con cartas marcadas.

Estos aventureros españoles alarmaban al pueblo con sus juegos, sus riñas y sus amores y, sobre todo, por el alarde que hacían de irreligión y de impiedad.

El gobernador los toleraba porque no tomaban carácter político. Allí lo que se temía era la política. Así se oía decir a algún lépero cuando le llevaban preso, dirigiéndose al público: «Me toman por político, y yo no soy mas que ladrón».

[272]

Aviraneta se distinguió pronto entre la cuadrilla de calaveras por su valor y su audacia. Una noche ataron a un policía a una reja; otra vez, varios amigos que habían ido a cazar patos silvestres a la luz de la luna, dieron una paliza terrible a unos cuantos ladrones que salieron a atacarles.

Contra esta partida de calaveras españoles y extranjeros se había formado otra de criollos, casi todos afiliados a la masonería.

Los criollos tenían más arraigo en el país, más partidarios entre la gente pobre, y también más prudencia. No iban ellos a atacar a los que consideraban intrusos, sino que enviaban a sus criados y deudos contra los españoles al grito de: «¡Dios y libertad! ¡Mueran los gachupines!»

Los aventureros españoles y extranjeros se defendían a fuerza de audacia. Los criollos contaban con la protección del ejército y del Gobierno. Aviraneta y sus amigos tenían relación con los bandidos que pululaban por el estado de Veracruz, a los que se llamaba salteadores del camino grande.

El capitán Gavilanes, íntimo de Aviraneta, había sido jefe de una partida de bandidos, y estaba dispuesto a volver de nuevo a serlo cuando se cansara de la vida tranquila de la ciudad. Gavilanes tenía amistades con lo peor del país: con los léperos, con los bandidos y con los indios totonacas.

Aviraneta, rodeado de tan excelentes camaradas, se distinguió pronto entre ellos y fué considerado como su jefe. Su tipo extraño, su mirada atravesada, el gusto de vestir de negro, le daban un aire verdaderamente siniestro.

Se comenzó a acumular sobre él aventuras e historias.

Muchos robos y asesinatos que se cometían en el camino de Veracruz a Méjico se atribuyeron a él y a sus camaradas.

[273]

Eugenio era un personaje casi popular.

Los hombres le miraban de reojo, y las mujeres le sonreían.

Estos países americanos, que han heredado todo lo malo de los españoles, adoran al bravucón y al Tenorio.

Cuando Aviraneta paseaba a caballo fuera de la puerta del Sur, en compañía del capitán Gavilanes, el antiguo jefe de bandidos, y con un polaco amigo suyo llamado Volkonsky, podía tener la seguridad de que la mayoría de las damas habían hablado de él.

Mi tío y yo preguntábamos a los conocidos qué se sabía de Eugenio, y uno de ellos nos contó que tenía una novia riquísima, hija de una familia criolla, muy entonada y orgullosa, los Miranda, y que iba por la noche a hablar con la muchacha.

¿Serían éstos los planes de Aviraneta?, nos preguntamos mi tío y yo. ¿Querría llegar a la fortuna, haciendo una buena boda?

No lo creíamos.

De pronto se comenzó a hablar de una expedición misteriosa, para buscar minas, que iban a hacer Volkonsky el polaco y Aviraneta.

Efectivamente: partieron para su expedición, y al cabo de tres o cuatro meses, cuando ya creíamos que se habían perdido o que estarían prisioneros de los indios, volvieron a Veracruz diciendo que habían encontrado riquísimas minas de plata.

Se habló de que el filón descubierto por ellos era abundantísimo; de que iban a formar una Sociedad por acciones; de que habían encontrado dinero. De lo que no se hablaba ya era de los amores de Aviraneta.

—¿Y la novia?—preguntaba mi tío, que era muy curioso—. ¿Qué ha hecho Eugenio de la novia?

—Ahora parece que la novia es la mina de plata—le contestaba yo.

Desde aquella expedición minera, las calaveradas de[274] Aviraneta concluyeron; ya no se le veía en ninguna parte. Por lo que decían, se pasaba la vida en casa trabajando, escribiendo cartas, y de quince en quince días marchaba a Puebla, pues era la ciudad más próxima a la zona minera encontrada por el polaco y por Aviraneta.

Un día que estábamos en el almacén se nos presentó don Luis Miranda, el padre de la que había sido novia de Aviraneta.

Bajó de su coche y entró en casa.

Venía a vernos a mi tío o a mí. Le hice pasar a mi despacho, llamé a mi tío y hablamos.

Don Luis nos dijo que nuestro pariente, Eugenio de Aviraneta, después de estar en relaciones con su hija, a pesar de ser un hombre de fortuna y de calidad inferior a la suya, había dejado de aparecer por su casa, a la vuelta de una excursión al Orizaba en busca de minas. Esto creía él que era una informalidad o una tontería; pero, fuese lo que fuese, no se hallaba dispuesto a tolerarla.

—Yo necesito una explicación—terminó diciendo don Luis—. El buen nombre de mi hija no puede estar en manos de un aventurero o de un calavera. Ustedes, que son parientes de Aviraneta, hagan ustedes el favor de hablarle.

Yo le hubiera contestado a aquel señor del mismo modo que nos había hablado él; pero mi tío veía en todo el negocio, y contestó amablemente diciendo que don Luis tenía razón, que hablaría a Eugenio y que le convencería de lo incorrecto de su conducta.

El señor Miranda se fué arrogantemente, como si él fuera un príncipe y nosotros unos pobres tenderos.

Era don Luis Miranda un criollo, hijo de un español y de una mestiza.

En estos países americanos, que se las echan de demócratas, la cuestión de sangre tiene una importancia capital; un lejano ascendiente de color entre cierta clase[275] de personas es una deshonra. Sentirse mestizo allí es una inferioridad; de esto proviene el fondo de odio inextinguible del americano contra el español.

El americano, hijo de España y nacido en América, odia al país de donde procede y desdeña interiormente aquel donde ha nacido. Le pasa como al mulato hijo de blanco y de esclava, que odia al padre y desprecia a la madre.

Don Luis Miranda odiaba a los españoles de una manera furiosa. Se atribuía a él la frase de que si se hubiera podido sacar la sangre española de sus venas a puñaladas, lo hubiera hecho con gusto.

En casi todos los criollos, más en los ricos que en los pobres, existía, y existirá seguramente, el espíritu filibustero, que no cesó con la independencia, ni cesará nunca, hasta que las Américas españolas sean conquistadas por los yanquis.

Los criollos fingían burlarse de nosotros, y nos llamaban gachupines, chapetones, patones, porque decían que teníamos los pies grandes, como es natural en gente acostumbrada a andar y a trabajar; pero debajo de estas burlas aparecía la verdad, y ésta era que nos odiaban y nos envidiaban.

Don Luis Miranda era el jefe del partido antiespañol de Veracruz. Tenía casa de banca importante, mucho dinero y una enorme hacienda a diez o doce leguas de la ciudad.

Don Luis estaba casado con una cubana muy guapa, de la que decían también que tenía algo de sangre negra.

Los dos hijos de don Luis, don Fernando y Coral, eran tipos del criollo puro. Don Fernando, el hermano mayor, era alto, delgado, de tez mate, el pelo muy negro y muy lacio, las manos y los pies muy pequeños.

Don Fernando se parecía a su padre en la figura y en las inclinaciones. Era orgulloso, altivo, con gustos de aristócrata, y sentía el mismo odio frenético por los españoles.

[276]

Eso de que allí lejos, en España, hubiera condes y marqueses de verdad, sin mezcla de indios y de negros en su ascendencia, le producía una gran desesperación.

Coral, la hija menor, era una mujer soberbia. Tenía la piel blanca y muy mate, el pelo rizado, los ojos azules, claros, ardientes; la boca, muy roja, y las manos y los pies, pequeñísimos. Vestía casi siempre de negro, trajes de seda, e iba llena de joyas.

Algunas veces, muy pocas, se la veía en coche. A pie no andaba nunca.


III
LAS RAZONES DE AVIRANETA

Llamamos a Eugenio a casa, y mi tío comenzó a sermonearle. Le dijo que le parecía muy mal su conducta con la señorita de Miranda, una muchacha de familia tan distinguida. No tenía más remedio que volver de su acuerdo. Iba a creer todo el mundo que había pretendido a aquella señorita cuando estaba sin un cuarto y que desde el momento que había encontrado algún dinero no quería nada con ella.

Aviraneta escuchó las reflexiones nuestras y contestó que había reñido con la chica y que le molestaba la familia, que constantemente y con cualquier motivo estaba hablando mal de los españoles.

Este odio le irritaba.

—Sí; pero tú debes dar una satisfacción a los padres.

—¿Por qué?

—Porque has comprometido a esa muchacha de una familia tan respetable.

Para mi tío, toda familia rica era necesariamente respetable.

—Yo no veo que la haya comprometido—replicó Eugenio—. La he galanteado, he ido a hablar algunas noches con ella, y nada más.

—Pero tú la has dejado..., y no tienes motivos para dejarla.

[278]

—Sí tengo motivos. ¡Ya lo creo!

—¿Pues?

—Nada, que la niña ha tenido ya unos cuantos amantes antes de hablar conmigo.

—¿Amantes?... Quieres decir novios.

—No, no, amantes—replicó con indiferencia Aviraneta.

—¿De manera que la hija de don Luis Miranda?...

—La hija de don Luis Miranda es una Mesalina criolla.

Mi tío no sabía quién era Mesalina; pero por el tono comprendió que la acusación de Eugenio se agravaba.

—¿Y tú cómo has averiguado eso?

—Usted sabe que yo he andado hecho un perdido en Veracruz. Tenía mi objeto. Quería orientarme, conocer la vida de aquí... Entre mis amigos estaba Ladislao Volkonsky, ese polaco que fué el primero que cogió la pista de estas minas próximas a Puebla. Nos hicimos amigos Volkonsky y yo, y decidimos encontrar un capital, ir a ese punto y ver las minas.

Formamos nuestra caravana y nos pusimos en camino. Hombres que llevan doce o catorce días de marcha juntos no tienen más remedio que hacerse amigos o enemigos. Nosotros nos hicimos amigos. Yo le hablé de mis correrías con el Cura Merino y de mis conspiraciones; él, de Waterloo, donde había estado, y de su campaña con Mina el mozo.

Yo le conté que tenía relaciones con Coral, la hija de Miranda, y él me escuchó sin decir nada.

De pronto, una vez en la conversación, me habla de don Luis Miranda, me dice que había vivido en su casa, que había sido profesor de francés de Coral y tenido relaciones con ella.

Entonces yo le pregunté de pronto:

—¿Y cómo me has ocultado eso sabiendo que Coral es novia mía?

Volkonsky se turbó y no supo qué contestarme.

[279]

El polaco, que es un hombre inteligente y efusivo, comprendió que yo no dejaría nunca de sospechar de Coral, y al día siguiente de esta conversación me preguntó:

—¿Qué vas a hacer con Coral?

—La voy a dejar.

—¿No estás enamorado de ella?

—No. Puedes decirme lo que sepas de su vida. ¿Tú has sido su amante?

—Sí.

—¿Y la sedujiste y la abandonaste luego?

—No, yo no la seduje ni la abandoné. Coral es una mujer lasciva. A los trece o catorce años había tenido amores con un viejo, amigo del padre, que le ayudó a pervertirla. Cuando la conocí yo tenía diez y seis o diez y siete años. Aunque yo en mi país sea de una familia más aristocrática que la de un simple hacendado rico mejicano, aquí, en Veracruz, era un pobre emigrado, obscuro y hambriento. Llegué a casa de los Mirandas recomendado y me puse a dar lecciones de francés a los dos hijos. Yo no soy muy decidido, y apenas me atrevía a hablar con Coral. Ella me provocó con sarcasmos por mi timidez; si había una barrera entre ella y yo, ella me convenció de que podía saltar esa barrera. Fuí el amante de Coral durante varios meses, y cuando ella me dijo que nuestros amores iban a tener fruto, yo me apresuré a decirle que debíamos casarnos, y que si no quería quedarse allí, nos iríamos a Europa. Ella no aceptó mi propuesta, y después supe que había llamado a una vieja india y que había abortado.

Esto fué lo que me contó Volkonsky—siguió diciendo Aviraneta—; y al llegar a Veracruz de vuelta de nuestra excursión por el Orizaba y los montes próximos, comencé a hacer indagaciones para averiguar la verdad, cosa no muy difícil en un pueblo pequeño como Veracruz y conociéndolo, como lo conozco yo, bien.

[280]

El capitán Gavilanes me llevó a casa de una india, celestina de gente rica, y ésta me contó los devaneos de Coral. Efectivamente, lo dicho por Volkonsky era verdad. La celestina me dijo el nombre del primer amante de la niña, un criollo que goza fama de hombre respetable en Veracruz. Después de sus amores con Volkonsky, la niña de Miranda se lanzó. Tuvo amores con un capataz mulato de su hacienda, y porque el mulato estaba en relaciones íntimas con una india, la mandó azotar a ella y luego a él lo tuvo cargado de cadenas. La celestina me ha asegurado que Coral, por intermedio suyo, ha tenido citas amorosas, aquí en Veracruz, con marinos extranjeros, a quienes no conocía de antemano.

—En fin—concluyó diciendo Aviraneta—; esta vieja me ha pintado a Coral, no como una mujer que puede haber marchado por el mal camino, sino como una hembra lasciva, mal intencionada y perversa. Tanto es así, que la india, al concluír de hablar conmigo, temblaba pensando en la venganza de Coral, y yo le tuve que dar algún dinero para que se marchara de Veracruz.

—¿Y ahora, qué vas a hacer?—le preguntamos mi tío y yo a Aviraneta.

—¿Ahora? Nada. Coral me escribió preguntándome por qué no iba a verla. Le contesté que tenía razones para no ir. Volvió a escribirme y a preguntarme qué razones tenía, y le contesté que lo sabía todo. Que no me obligue a dar explicaciones a su padre o a su hermano, porque sería para mí muy desagradable; pero si cree ella que debe vengarse de mí y me envía al hermano, al amigo o al amante, aceptaré el desafío en las condiciones que quieran.

Mi tío estaba espantado oyendo a Aviraneta.

Pasaron días y no ocurrió nada. En casa no volvió a aparecer don Luis Miranda.

Por lo que contó Aviraneta, Coral había ido con gran sigilo a ver a la celestina india; y al saber que había es[281]capado comprendió de dónde venían las noticias de su novio.

Un día le dieron a Aviraneta una cita de noche. Eugenio, que era desconfiado, se presentó con cinco amigos suyos, entre ellos Gavilanes y Volkonsky.

Aviraneta iba algo separado de los otros, que marchaban a pocos pasos tras él.

Al llegar al punto de la cita, siete u ocho enmantados, dirigidos por Fernando Miranda, se echaron sobre Eugenio. Mientras éste se defendía, Gavilanes, Volkonsky y los demás corrieron al lugar de la pelea y se enzarzaron a puñaladas y a tiros, dejando descalabrados a unos cuantos y haciendo huír a los otros, entre ellos a Miranda.


IV
VOLKONSKY

Aviraneta y Volkonsky, trabajando mucho, consolidaron su sociedad minera, que fundaron con muy buen capital, e hicieron que nuestra casa se encargase de los giros.

Entonces conocí yo a Ladislao Volkonsky. Volkonsky era un muchacho muy simpático. Su historia era curiosa.

Poco más o menos, al mismo tiempo que llegaba en el barco a Méjico el general don Juan Ruiz de Apodaca, venía Mina el mozo al mando de una expedición que organizó la masonería para favorecer la independencia de Nueva España.

Nunca pudo encontrar Mina el mozo peor ocasión. Apodaca fué un hombre que entró en la capital de Méjico mientras por las calles andaban a tiros, y al cabo de algunos meses imponía la paz y el orden en todo el vasto imperio mejicano.

Mina el joven, que era un aturdido, aceptó el mando de esta expedición sin pensar que no se debe pelear contra la patria. Su tío, el general don Francisco Espoz, nunca sancionó tal correría.

Javier Mina, a quien se llamaba Mina el mozo y Mina el Estudiante, salió de Liverpool y desembarcó en Norfolk, en Virginia.

[284]

Le acompañaba un cuerpo expedicionario de oficiales franceses republicanos, italianos y polacos. Entre ellos iba Volkonsky, muchacho joven que se había alistado en el ejército de Napoleón meses antes de Waterloo.

Volkonsky, a pesar de ser de familia aristocrática y católica, había sido muy republicano y muy patriota. Cuando nosotros le conocimos nos enseñó en la muñeca derecha un tatuaje, hecho por un compañero suyo al salir de Varsovia, con estas palabras: Libertas Poloniæ.

Después, algo avergonzado de aquella marca, se había quemado la muñeca para borrarse el tatuaje.

Volkonsky era un tipo muy fino, rubio, delgado, distinguido.

Después de Waterloo el regimiento de Volkonsky fué disuelto, y el polaco entró en la partida de aventureros capitaneada por Javier Mina.

Mina el mozo quería considerar su expedición no como antiespañola, sino como antimonárquica. Esperaba que al proclamarse la República en Méjico corriera por España y luego por Europa. Había dicho, con la petulancia de un mozo, que iba a encender en Méjico las fraguas de Vulcano y a lanzar desde allí sus rayos para abrasar los tronos de Europa.

Mina se entendió desde Virginia con los oficiales del general Lallemant, establecido en Tejas, y con varios que procedían de los cuerpos reformados de Napoleón que estaban en Nueva Orleáns, y, reunidos unos y otros, desembarcaron en Soto la Marina. Allí les esperaban algunos españoles, algunos indios y no muchos mejicanos para unirse con ellos.

El general Apodaca se dispuso a batirlos y comenzó a preparar sus fuerzas con calma.

Mandó vigilar la costa a la fragata Sabina y a las goletas Proserpina y Belona, que estaban en Veracruz al mando del general don Francisco Berenguer, y envió a luchar con Mina y los suyos a los regimientos de Na[285]varra y Zaragoza y a los dragones de San Luis, San Carlos y Realistas, a las órdenes del mariscal de campo don Pascual Sebastián de Liñán.

Si Liñán era un hombre de talento, Mina no le era menos; y si los soldados de Liñán se batían admirablemente, los aventureros de Mina, franceses, ingleses, polacos y españoles, luchaban como fieras. Eran los extranjeros los que en medio de la indolencia y la estolidez americana sostenían la insurrección. Así, cuando Liñán tomó el fuerte de Comanja, dijo que garantía la vida de todos menos de los extranjeros, considerando extranjeros igualmente a los españoles recién venidos.

Mina el mozo, que era un caudillo de verdadero genio, había hecho destrozos en las tropas del rey, derrotando a las fuerzas del coronel Armiñán y a las del oficial Ordóñez, que murió en la acción.

Cuando Liñán apareció como jefe de todas las tropas que habían de luchar contra los insurrectos, los mejicanos se rieron de él; decían que un hombre tan pulido y tan afeminado no podía servir para la guerra.

Sin embargo, Liñán puso la campaña en buena marcha. Al poco tiempo derrotó a los insurrectos y los desalojó del fuerte de Comanja. Después comenzó a sitiar el fuerte de Remedios, ocupado por las tropas mejicanas insurrectas.

Mina, nada aficionado a encerrarse dentro de murallas, hacía correrías que desconcertaban a las tropas del Gobierno.

Liñán encargó primero al coronel Andrade, y luego al coronel Orrantia, para que persiguieran a Mina.

Orrantia marchó con sus dragones en busca del caudillo navarro y lo encontró. Las tropas del Gobierno lo hubieran pasado mal y hubieran sido copadas a no venir en su auxilio la columna del teniente coronel Bustamante.

Entre los dos jefes lograron sostener la acción y consiguieron que se fraccionase la partida insurrecta. Ter[286]minado el combate, Orrantia perdió la pista de Mina y dejó sus tropas entregadas al descanso.

Dos o tres días después de la acción estaba la columna de Orrantia en la cañada de Marfil, cerca de Guanajuato, cuando vieron una gran llamarada que supusieron procedía de la ciudad.

Se acercó Orrantia a Guanajuato y supo que habían incendiado una mina que se llamaba la Valenciana. Estando aquí dispuesto a ayudar a extinguir el incendio, se le presentó un confidente diciéndole que aquella misma noche Mina estaba en la hacienda del Venadito, que hacía parte de una aldea o rancho llamado Tlachiquera.

Orrantia, abandonando el incendio, avanzó con su gente hasta aquel rancho, rodeó el cortijo del Venadito y prendió a Mina el mozo con veinticinco hombres. Entre éstos se hallaba Volkonsky.

Fueron llevados todos al campamento de Remedios. Liñán era amigo de Mina, a quien había conocido en la guerra de la Independencia, y quiso salvarle. Propuso a los sitiados en el fuerte de Remedios que si entregaban el fuerte perdonaría la vida a Mina; ellos no aceptaron, y ahí, en un altozano, a la vista de los insurrectos, fué fusilado Javier Mina, por la espalda, como traidor a la patria.

Volkonsky estuvo también expuesto a ser pasado por las armas; pero como era desconocido, muy religioso y parecía que no había roto un plato, obtuvo la protección de un fraile y consiguió el indulto, y después la libertad.

Volkonsky fué a Veracruz, y alguien, sabiendo las ideas antiespañolas de los Mirandas, le indicó esta casa como refugio.

Después de la expedición de Mina todavía hubo otro plan, organizado por los ingleses, para preparar la independencia de Méjico, dirigido por un español. Esta colaboración de los españoles en empresas filibusteras era una vergüenza.

[287] Se anunció que el nuevo movimiento iba a ser patrocinado por el general Renovales. Mandaron agentes por toda América. Un aventurero escocés, MacGregor, marcharía a Méjico con mil hombres. La expedición se uniría a las fuerzas de Bolívar y mientrastanto los marinos Brion y Hore atacarían a Veracruz.

Renovales, que era el jefe de esta expedición filibustera, la denunció en Londres al embajador de España, duque de San Carlos, y, cobrando todo el dinero que pudo y abandonando a la gente comprometida, se fué a Nueva Orleáns.

Volkonsky no se mezcló en esta tentativa. No era hombre de mucha firmeza de carácter, sino más bien mudable y antojadizo. Durante los primeros meses de estancia en Veracruz había sido muy partidario de los filibusteros; luego, desde que se juntó con Aviraneta, se hizo amigo de los españoles.

Afirmó más en él esta tendencia el ponerse en relaciones con una jovencita, huérfana de un militar vizcaíno, llamada Luisa Olaechea. Luisa vivía en Puebla y llevaba una vida muy recogida, siempre en casa y en la iglesia.

Volkonsky, que era hombre fogoso, se enamoró de la muchacha locamente y no pensaba mas que en casarse con ella y en vivir en paz.


V
LA DESAPARICIÓN DE VOLKONSKY

Enamorado como estaba el polaco y lleno de ardor por sus negocios mineros, todas las ocasiones le parecían buenas para ir a Puebla a ver a su novia y a sus minas.

En una de estas excursiones Volkonsky fué y no volvió. Pasaron días y días y no se supo nada de él. Aviraneta escribió a Luisa Olaechea, y ésta contestó que llevaba más de una semana sin tener noticias de su novio.

Volkonsky había desaparecido, se había extraviado, lo habían hecho prisionero los indios, había caído en alguno de los abismos del Orizaba...

La cosa para Aviraneta y para la Sociedad nuestra era grave. Se perdían planos, expedientes, obra de mucho tiempo y mucho dinero.

Aviraneta no tenía seguridad ninguna de encontrar el sitio de los yacimientos del mineral; pero inmediatamente se dispuso a volver a la zona minera y a explorar. Formó una caravana, mandada por el capitán Gavilanes. Yo me uní a ella. Tenía interesado algún capital en el negocio y quería saber pronto si era dinero perdido o no.

Unos días antes de salir nuestra caravana, un oficial español, Arteaga, que estaba de guarnición en el casti[290]llo de Ulúa, fué a ver a Aviraneta y le contó que a Luisa Olaechea, la novia de Volkonsky, le habían enviado una mano cortada en una cajita de laca. La muchacha afirmaba que era la mano de su novio, porque tenía unas letras que ella creía haberle visto anteriormente en la muñeca. Estas letras decían: i er as ol n e.

—Es la mano de Volkonsky—dijo Aviraneta al oír a Arteaga.

—¿Por qué tienes esa seguridad?

—Por las letras.

—¿Sabías tú que las tenía?

—Sí.

—¿Qué quieren decir?

—Es lo que le quedaba de un tatuaje, ya medio borrado, con estas dos palabras: Libertas Poloniæ.

A la pregunta de Arteaga de quién podía ser el que había matado al polaco, Aviraneta no contestó.

Dos días después de esta conversión, Eugenio dió la orden de partida, y salimos de Veracruz.

En vez de marchar por el camino conocido, Aviraneta dijo que había que seguir otro itinerario.

Durante la marcha, los capataces afirmaron que Aviraneta no sabía lo que se traía entre manos; que aquel no era el camino para ir hacia el Orizaba; que nos estábamos alejando cada vez más.

Al quinto o sexto día, al anochecer, nos acercamos a un gran bosque de cedros americanos. En el lindero del bosque Aviraneta mandó hacer alto, cenamos y, después de ordenar a unos cuantos indios dirigidos por un capataz que guardasen nuestros caballos y nuestros equipajes, nombró una pequeña tropa de ocho hombres, entre los que estaba yo, y mandó que cada uno llevara fusil, pistola, machete y municiones en abundancia, y así, armados hasta los dientes, nos internamos en aquella selva. Había una calzada grande en medio que cortaba este bosque; pero Aviraneta no quiso seguirla, y marchamos paralelamente a ella por entre los árboles.

[291] La luna, muy redonda y rojiza, aparecía en el cielo con una aureola amarillenta.

A las dos horas o dos horas y media de marcha entramos en una vega feraz cruzada por un río, con grandes extensiones de tierras de labor. En medio había una casa amplia con ventanas y galerías que brillaban a la luz de la luna. El humo salía blanquecino en aquel momento de una chimenea. Cerca de la granja se distinguía una capilla con su cruz, y alrededor, chozas pequeñas desparramadas por el campo.

Al ponernos a la vista de la casa, por orden de Aviraneta dimos un rodeo, metiéndonos por un barranco, que él, sin duda, calculó bastaba para ocultarnos. Estos detalles de estrategia denunciaban en Eugenio al guerrillero.

Salimos cerca de la alquería, y Aviraneta destacó cuatro hombres para que espiaran y nos anunciaran con una seña a los cuatro que esperábamos si salía alguno de la granja.

No tardó media hora en aparecer una mujer. Los cuatro marchamos en la dirección que nos indicó el espía, y sin que diera un grito la cogimos, la atamos y la llevamos dentro del bosque.

Yo hasta entonces no sabía que aquella casa que estábamos sitiando era la de don Luis Miranda y que en aquel momento se encontraban allí sus hijos, don Fernando y Coral.

A la india, a quien habíamos prendido, le hizo Aviraneta algunas preguntas que me sorprendieron, entre ellas si sabía de un gringo a quien habían matado allá. Ella dijo que no sabía nada.

Se le amenazó con darle tormento, se le dijo que se le colgaría y se le pondría fuego a los pies. Ella permaneció tranquila sin contestar.

En vista del mal resultado de las preguntas y de las amenazas quedó la vieja india a mi cargo para que no se escapara y fuese a dar parte a sus amos de lo que [292] ocurría, y Aviraneta y los otros dos volvieron hacia la granja.

Pasé unos momentos malos dentro del bosque; la vieja, atada, me lanzaba unas miradas que me llenaban de espanto. Yo no sé qué maldiciones debía estar echándome en su lengua. A la hora próximamente vino uno de los nuestros corriendo a decirme que me reuniera con ellos.

Habían prendido a un viejo capataz, y éste, asustado por las amenazas de atormentarle, cantó de plano.

Dijo que Coral había mandado al gringo rubio, a Volkonsky, una carta diciéndole que fuera a su casa a despedirse de ella.

El gringo fué a la granja; estuvo hablando con la señorita, y en el patio, al ir a marcharse, dos indios apostados allí le mataron.

Al verlo tendido en el suelo, ella preguntó:

—¿Está muerto?

—Sí, mi ama—contestaron los indios.

—Cortadle la mano derecha y enterradle.

El viejo capataz dijo que el gringo rubio había sido enterrado en el corral de la casa, en un ángulo, cerca de un banco con una cruz. Por lo que dijo, era fácil saltar la tapia y entrar en el corral.

Se llevó a la india y al capataz viejo a una choza, se les encerró allí, se sujetó la puerta por fuera, y nosotros, los ocho, cogimos azadas, palas y picos, y uno tras otro saltamos la tapia de la casa de Miranda.

Encontramos el sitio indicado por el capataz, que se señalaba por estar la tierra removida, y nos pusimos a cavar.

Realmente la escena era fantástica: dos de los nuestros trabajaban con el azadón y la pala, mientras los otros, en acecho, estaban con las armas dispuestas para disparar.

Al cabo de unos minutos se dió con el cuerpo del polaco y se dejó a la superficie su cadáver, ensangrentado y lleno de tierra.

[293] Aviraneta, con una serenidad tremenda, le registró los bolsillos y sacó una cartera abultada. Luego fué viendo uno a uno los papeles. Allá estaban los planos y los documentos de las minas. Ibamos a volver a enterrar al polaco cuando se oyeron voces en el patio. Alguien se acercaba.

—Cuidado—dijo Aviraneta—; si alguien viene, prendedlo sin ruido.

El que se acercaba era Fernando. Cuando estuvo a pocos pasos de nosotros quedó preso y con la boca tapada.

El espanto y la sorpresa lo dejaron amilanado.

De pronto se oyó la voz de Coral, que decía:

—Pero, Fernando, ¿dónde estás? ¿Qué pasa?

—No le hagáis nada—nos dijo Aviraneta, y avanzando exclamó:—Fernando está aquí, señorita. Mira en este momento con nosotros el cadáver de Volkonsky.

Un grito ahogado fué la respuesta de Coral; pronto logró calmarse y quedar tranquila. Coral contempló el cadáver del polaco a la luz de la luna.

—Su hermano, que la tiene a usted por un ángel—siguió diciendo Aviraneta—y a mí por un demonio, comenzará a comprender la clase de mujer que es usted. Verá que no sólo tiene usted amantes, sino que los manda matar cuando le estorban.

—Cuando me estorban, no: cuando me engañan—replicó ella.

Fernando lanzó un quejido lastimero. Aviraneta mandó que lo soltáramos.

—¡Pobre hermano! ¡Lo siento por él!—exclamó Coral—. ¿Van ustedes a dejar el muerto así?—preguntó luego.

Dos de los nuestros cogieron el cadáver, y después todos, con las palas, comenzamos a echar tierra encima.

—Y ustedes, ¿qué son?—me preguntó de pronto Coral—. ¿De la Justicia?

[294] —No—contesté yo, secándome el sudor que corría por mi frente.

—¿Pues qué interés han tenido ustedes para venir aquí?

—Es que Volkonsky guardaba los planos de nuestras minas.

—¡Ah!—exclamó ella con desprecio—. Son ustedes comerciantes.

Realmente, lo lógico hubiera sido prender a aquella mujer y entregarla a los tribunales de Justicia; pero a ninguno se le ocurrió esto. Cuando concluímos de enterrar de nuevo el cadáver miramos a Aviraneta esperando sus órdenes, y por su indicación cruzamos el patio tras él y salimos al vestíbulo de la granja.

—Y con esta real moza, ¿qué hacemos?—preguntó de pronto Gavilanes.

—Amigo, allá usted—replicó Aviraneta—; esta real moza un día le dirá a usted que le quiere y al otro le cortará la mano... o la cabeza.

Ella nos miraba indiferente, con frialdad y con desprecio. Salimos de la granja, nos formamos y echamos a andar por el camino. Aviraneta temía que nos fueran a atacar; pero no nos atacaron.

A la mitad del camino Gavilanes se retrasó; le esperamos, y no vino.

—¡A ti también te cortarán la mano, Gavilanes!—gritó Aviraneta en burla.

Nadie contestó.

Avanzamos hasta salir del bosque y reunirnos con nuestra caravana. Al día siguiente volvimos de nuevo camino de Veracruz; se copiaron los planos de las minas, y la Sociedad siguió adelante.


VI
AVIRANETA SE VA

Un mes más tarde Aviraneta iba en una expedición, con varios capitalistas e ingenieros, al coto minero de la Sociedad. Se comenzó en Veracruz a hablar con gran entusiasmo de estas minas. El país, gracias a las disposiciones del general don Juan Ruiz de Apodaca, comenzaba a disfrutar de la paz. Las acciones de las minas subían...

En este momento, cuando se empezaba a pensar en la explotación, Aviraneta realizaba sus acciones de la Sociedad y se marchaba a España, acompañando a su amigo Arteaga, a quien habían dado licencia como enfermo y que salía para la Península con su mujer.

Aviraneta tuvo gran acierto en liquidar todo—concluyó diciendo el viejo Alzate—, porque luego las minas aquellas no dieron resultado alguno, por más de que se gastó en la explotación mucho dinero.

—Y en la muerte del polaco, ¿no intervino la policía? ¿No se indagó quién era el autor?—pregunté yo.

—No; el muerto era un desconocido, y a nadie le interesaba averiguar lo que había pasado.

—¿Y Coral, la hija de Miranda?

—No se supo su paradero—contestó Alzate—. No volvió a Veracruz. Unos dijeron que estaba en Nueva Orleán; otros, que en la Habana...

[296] —¡Qué barbaridad!—exclamé yo—. ¡Qué Justicia!

—¡Cosas de la vida!—dijo don Rafael Baroja frotándose las manos.

Alzate se levantó, sacó del bolsillo del chaleco un reloj de plata, grande y pesado, y, acercándose al yerno, que le miraba en silencio, le dijo:

—¡Vamos, tú, que ya es tarde!

Y el viejo Alzate y su yerno salieron de la botica, montaron en el carricoche y marcharon rápidamente a tomar el camino de Irún.

Madrid, marzo, 1914.

FIN DE LOS CAMINOS DEL MUNDO

ÍNDICE

Páginas.
Al lector. 7
La culta Europa.—Amores, hambre, peste y filosofía.—Los papeles de Arteaga. 9
LIBRO PRIMERO
EN LA EMIGRACIÓN
I. — Prisionero. 11
II. — El depósito. 15
III. — Chalon-Sur-Saone. 19
IV. — La vida en Chalon. 23
V. — La reunión de madama de Montrever. 27
VI. — El Chateau de Aubepines. 33
VII. — Proyectos de fuga. 39
VIII. — Aviraneta en Chalon. 43
IX. — Dificultades. 47
LIBRO SEGUNDO
RASTROS DE LA GUERRA
I. — La salida de Chalon. 53
II. — La mañana. 57
III. — En Bellevue. 59
IV. — Lons-le-Saunier. 65
V. — El trineo. 71
VI. — Una anécdota importante acerca de Calvino. 77
VII. — La diligencia. 81
VIII. — El placer de ver a un rey guapo. 85
IX. — Las cornetas en la Selva Negra. 89
X. — Las posadas del camino. 93
XI. — Corina descubre España y Arteaga a Beethoven. 97
XII. — Intento de duelo. 103
XIII. — Alegría y hambre. 105
LIBRO TERCERO
DEL RHIN AL TÁMESIS
I. — El judío de Francfort. 109
II. — Un burgomaestre osado y una vieja iracunda. 113
III. — El paso del Rhin y la «Landsturm» de Colonia. 119
IV. — Un país tranquilo. 123
V. — Una inglesa antiespañola. 127
VI. — El chino de La Haya. 129
VII. — Efecto de sol en el techo de una posada. 133
VIII. — «El Fénix», la «Sofía» y el «Vulcano». 135
IX. — Jura de la Constitución. 139
Una intriga tenebrosa.—Los hombres de la conspiración del Triángulo.—Habla Leguía. 141
LIBRO PRIMERO
DE PARÍS A MADRID
I. — Antecedentes. 147
II. — Un baile de conspiradores. 155
III. — Rapto. 163
IV. — La reunión en la librería. 169
V. — Hombres de destino trágico. 175
VI. — Preparativos. 177
VII. — La historia de María Visconti. 181
VIII. — En Bayona. 185
IX. — Los liberales de Bilbao. 189
X. — Don Mariano Renovales. 195
XI. — Camino de Castilla. 201
LIBRO SEGUNDO
LUCHA EN LAS SOMBRAS
I. — Primeros pasos. 205
II. — Proyectos de regicidio. 211
III. — Gente de la camarilla. 215
IV. — La Sociedad de la Santa Fe. 219
V. — Los triángulos 12 y 13. 225
VI. — La coartada del fraile. 231
VII. — La venganza. 241
VIII. — Las peripecias de la fuga. 245
IX. — La obscuridad alrededor. 249
X. — El asilo de Maese Juan «El Filósofo». 253
XI. — Los sacrificados. 259
La mano cortada: Historia de tierra caliente.—Prólogo. 263
I. — La casa de Alzate. 267
II. — Los calaveras. 271
III. — Las razones de Aviraneta. 277
IV. — Volkonsky. 283
V. — La desaparición de Volkonsky. 289
VI. — Aviraneta se va. 295

Obras publicadas por esta Casa.

Novelas de Willy.

Willy:

Los amigos de Siska.

La insaciable Siska.

Historia sombría.

Ginette la soñadora.

Ledos, tapicero.

El éter consolador.

Historia, Sociología y Biografía.

Carlos Rivet:

El último Romanof (historia del Tsar y su corte).

José María Salaverría:

Los conquistadores. (Origen heroico de América.)

En la vorágine.

Julián Sorel:

Los hombres del 98: Unamuno.

La raza.

Literatura española contemporánea.

A. Martínez Olmedilla:

Resurgimiento.

R. Baroja (J. G. Nessi):

Aventuras del submarino alemán U...

Fernanda.

Fiebre de amor.

José María Salaverría:

Páginas novelescas.

A. de Hoyos y Vinent:

Las tragedias cotidianas.

Ciro Bayo:

(Ilustraciones de Galván.)

Indios pampas, gauchos y collas.

La terraza de los Andes.

El tempe boliviano.

Los ríos del oro negro.

Felipe A. Salto:

Aristocracia de sangre.

Azorín, Baroja, Byron, Gautier, Palacio Valdés, etcétera:

Páginas taurómacas.

Néstor de la Torre:

La huella perdida.

Jaime Brunet:

Por el mérito.

Henri Barbusse:

El fuego (nueva edición).

Claridad.

Stendhal:

Un oficial enamorado (Luciano Leuwen), dos tomos.

A. S. Puchkin:

El bandido Dubrovsky.

La casita solitaria.

Novelas contemporáneas extranjeras.

Henri Kistemaeckers:

El relevo galante.

Abel Botelho:

El libro de Alda (dos tomos).

Abel Hermant:

Los amores de Fanfan.

Juan D'Ivrai:

Memorias de un eunuco.

Henri Bordeaux:

Una mujer honrada.

Paul Acker:

Pequeñas confesiones (dos tomos).

Séméne Zemlak:

La eterna fatalidad.

J. de Gachons:

El valle azul.

Carlos Foley:

La dama de los millones.

Artzybashef:

Sanin (dos tomos).

H. Harland:

La tabaquera del Cardenal.

P. Villetard:

Las muñecas se rompen.

Horacio van Offel:

La exaltación.

Clemente Vautel:

La reapertura del paraíso terrenal.

Juan Lorrain:

La feria de las pasiones.

Jehan Testewide:

Amar...

Marc Twain:

Aventuras de Huck.

Andrés Guilmain:

El divino instante.

M. Ruiz Maya:

Los incultos.

Novelas ligeras.

Andrés Guilmain:

Margot peca siete veces.

«Frou-Frou», vendedora de caricias.

La Condesa busca un amante.

Las perversiones de Totó.

La ninfa de los «Souper-tangos».

La virgen desflorada.

Una «cocotte» último grito.

El divino instante.

El favorito de las damas.

La sonrisa de la Aventura.

Álvaro Retana:

La primera aventura de Leticia.

Las mujeres del diablo.

El príncipe que quiso ser princesa (ilustrada).

Una confesión «muy siglo XX».

Rosas blancas.

Rosas ingenuas.

A. Hoyos y Vinent:

Obscenidad (ilustrada).

Rafael Gerino:

Una aventura erótica.

A. Reguera:

Melita busca sensaciones.

A. Hernández:

Lulú, pasional y ambigua.

J. G. Nessi:

De tobillera a «cocotte».

Félix Cuquerella:

Mariposas del placer.

Valentín de Pedro:

Cartas de amor de Clara Matei.

Florián.

E. M. del Portillo:

La señorita Capricho.

Novelas clásicas extranjeras.

Julio Vallés:

El niño (vida de Jaime Vingtras).

Rudyard Kipling:

Capitanes valientes.