Title: Los valores literarios
Author: Azorín
Release date: February 23, 2022 [eBook #67481]
Language: Spanish
Original publication: Spain: Renacimiento
Credits: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/American Libraries.)
AZORÍN
RENACIMIENTO
MADRID | BUENOS AIRES |
PONTEJOS, 3 | LIBERTAD, 170 |
1913 |
ES PROPIEDAD
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO EDITORIAL.—PONTEJOS, 3.
En la segunda parte de su libro Racine y Shakespeare, Stendhal pone el siguiente lema, que él titula Diálogo:
«El viejo.—Continuemos.
El joven.—Examinemos.
He aquí todo el siglo XIX.»
Sí, tiene razón Stendhal: he aquí todo el siglo XIX. El siglo XIX en Francia y en otros países. En España, ¿podríamos decir: he aquí el siglo XX? Todo el espíritu moderno está en ese brevísimo diálogo del escritor francés. Ese es, precisamente, el espíritu que aquí, en España, un grupo de pensadores, catedráticos, literatos—todavía muy reducido—pretende, al fin y dichosamente, crear. «Continuemos», nos dice la generación anterior, nos dicen los partidarios de todo lo viejo, todo lo carcomido, todo lo podrido, en arte, en política, en moral. «Examinemos», comienza á contestar un núcleo de gente nueva. No sigamos admitiendo á ciegas, supersticiosamente, los viejos valores; no cubramos con palabras decorativas y pomposas las seculares máculas; no nos prestemos á que, con la brillante algazara, con el ruido de los discursos grandilocuentes, continúe dominando y prevaleciendo lo viejo nocivo. No; examinemos. Detengámonos un momento; veamos lo que hay debajo de todas esas oriflamas y alharacas. Examinemos.
Acepte usted, querido Ortega y Gasset, la dedicatoria de este libro. Completa este volumen los dos anteriores titulados Lecturas españolas y Clásicos y modernos. He intentado examinar en él algunos valores literarios. Es usted inspirador de un grupo de gente joven que se moldea en la critica de los valores tradicionales, y á nadie mejor que á usted pueden ir dirigidas estas páginas, trazadas por su cordial amigo.
AZORÍN.
Madrid, noviembre, 1913.
[Pg 7]
La Lectura ha publicado el tomo VI de su edición del Quijote. Cuida del texto y de las notas—como es sabido—el señor Rodríguez Marín. El texto, puntuado, dispuesto por el señor Rodrígez Marín, merece entera confianza; no le regatearemos nuestros elogios. La labor realizada en las notas no puede ser expedida en cuatro palabras; requiere un examen detenido, especial. Lo haremos otro día. En general, los comentaristas del Quijote adolecen de trabajar en lo abstracto; pecan de aficionados en demasía á los libros, papeles y documentos... y á lo que otros eruditos han dicho antes que ellos. El Quijote es un libro de realidad; la Mancha, principalmente, es el campo de acción de esta novela. En la Mancha hay ahora paisajes, pueblos, aldeas, calles, tipos de labriegos y de hidalgos casi lo mismo (por no decir lo mismo) que en tiempos de Cervantes. La Mancha comienza ahí mismo, á las puertas de Madrid, desde el cerrillo de San Blas para abajo... Sin embargo, los comentaristas del Quijote escriben en Madrid; revuelven[Pg 8] mil mamotretos; se fatigan investigando documentos; corren desalados tras de un librejo que pudiera traer un dato interesante; lo hacen todo, en suma, todo menos darse un paseo por la Mancha, que está ahí, á tiro de escopeta, con todas las particularidades vivas y tangibles que figuran en las páginas del Quijote. Nada nos dicen los comentaristas de los tipos—existentes hoy—de Alonso Quijano y de Sancho, ni del ama y la sobrina de Don Quijote, ni de las costumbres manchegas, ni de los yantares y condumios propios de ese país (de los cuales Cervantes habla), ni de la Cueva de Montesinos (que los viajeros nos describen), ni de las lagunas de Ruidera, ni de los famosos batanes, que perduran al presente como en aquella noche infausta de la célebre—y no aromática—aventura. Hablar de todo esto, poner en relación la realidad de hoy con la realidad pintada por Cervantes, sería establecer una armonía de humanidad y cordialidad entre la obra y el lector; sería ligar á sus raíces naturales—la tierra manchega, mejor, española—una planta producida por las dichas raíces. Pero para los comentaristas del Quijote la Mancha no tiene realidad; la Mancha no existe.
Nada más significativo á este respecto—aparte de lo dicho—que contemplar las láminas que, en 1780, puso la Academia Española á la edición del Quijote que entonces hizo. ¿Qué idea de España se tenía entonces? ¿Es posible que españoles, y españoles eminentes, tuvieran tan estrafalaria y absurda idea de la realidad española? ¡Cómo! Estos[Pg 9] hombres viven en España, tienen ante los ojos sus paisajes, han deambulado por sus caminos, han posado en sus ventas, han tropezado y platicado con hidalgos, labriegos, artesanos... Y ahora, cuando en el libro más español de todos los libros quieren dar, gráficamente, un reflejo de la España en que ellos viven y ellos representan (con la más alta representación literaria), nos ofrecen un desconocimiento absurdo de España; nos ofrecen una España grotesta y ridícula. Y todo esto cuando á las puertas de Madrid, donde la edición se prepara, está la Mancha, con sus campiñas, sus ventas, sus caminos, sus Quijanos y sus Sanchos.
La segunda parte del Quijote mejora notablemente con respecto á la primera. Hablamos de la segunda parte porque á ella corresponde el volumen publicado ahora por La Lectura. Mejora, repetimos, en cuanto á la técnica y en cuanto á la contextura espiritual. Hay en ella algo de etéreo, de indefinible, de inefable que no hay en la primera parte. El hombre que escribe este volumen no es el mismo que el que ha escrito el primero. Antes había—tal vez—pleno sol; ahora la franja luminosa que tiñe lo alto de las bardas (¡aún hay sol en las bardas!) es resplandor dorado, tenue, de ocaso, de melancolía. Cervantes se despide de muchas cosas en esta segunda parte. La segunda parte del Quijote es un libro de despedida. En ella llega el autor á una tenuidad portentosa de estilo; se piensa en los grises de la última manera de Velázquez. Como se ve toda la modernidad de[Pg 10] la segunda parte del Quijote es comparando su prosa á la de otros libros de la misma época, á la prosa de Vélez de Guevara, de Castillo Solórzano, de Quevedo, de Gracián. Lo que aquí es trabajo, técnica laboriosa, particularidades de la época, en Cervantes es ligereza, sutilidad, inactualidad. Páginas hay que, con ligeras modificaciones ortográficas, parecerían escritas ahora; el autor va escribiendo embebido en su propia visión interior sin reparar en la forma literaria. Cervantes no se da cuenta de cómo escribe. Cuando se llega á este estado es cuando realmente la expresión literaria alcanza su más alto valor.
La segunda parte del Quijote sugiere multitud de reflexiones; sobre todo, los capítulos en que figuran los duques que aposentaron en su palacio á Don Quijote y Sancho. Los tales duques nos parecen ahora gente inculta, grosera y aun cruel. No se concibe cómo personas discretas y cultas pueden recibir gusto y contento en someter á un caballero como Alonso Quijano á las más estúpidas y angustiosas burlas. (Recuérdese la aventura de los gatos, el «espanto cencerril y gatuno».) Una temporada están Don Quijote y Sancho en casa de los duques: se divierten éstos á su talante con ello; son expuestos caballero y escudero á la mofa de toda la grey lacayuna; con la más exquisita corrección se conduce y produce Alonso Quijano. Y luego los tales duques dejan marchar, como si no hubiera pasado nada, al sin par caballero y á su simpático edecán. Ya que se divirtieron de lo lindo los duques, ¿no había medio de demostrar su[Pg 11] gratitud de una manera positiva y definitiva? Á esos señores debía de constarles que Don Quijote era un pobre hidalgo de aldea; ¿no se les ocurrió nada, para aliviar su situación, más ó menos sólidamente? Pero dejan marchar á Don Quijote, y hacen todavía más: como si las estólidas burlas pasadas no fueran bastantes, aun se ingenian para traerle á su castillo cuando el caballero va de retirada á su aldea, y para darle una postrera y pesada broma. Hemos dicho que ahora notamos esta estúpida crueldad de los duques; mas ya á últimos del siglo XVIII, cuando don Vicente de los Ríos compuso su Análisis del Quijote, escribía que esas chanzas de los duques con Alonso Quijano suponían un olvido «de la caridad cristiana y de la humanidad misma». Hoy existen todavía comentadores que encarecen la afabilidad, generosidad y cortesía de los duques...
El episodio de Sancho en su ínsula da pie á reflexiones que podríamos enlazar con la moderna modalidad de los partidos políticos en España. Sancho demuestra ser un excelente gobernante y un honradísimo administrador («Desnudo entré en el gobierno, y desnudo salgo», repite él, cosa que ahora no podrían repetir muchos gobernadores y gobernantes.) Sin embargo, los duques, señores que tendrán sus estados, que necesitarán hombres aptos y probos para el gobierno de su casa; los duques no advierten tales condiciones excepcionales en Sancho, y en vez de darse el parabién por haber hallado un tal hombre, que tan útil les puede ser, lo dejan marchar, como si no[Pg 12] hubiera sucedido nada. Pensamos irremediablemente en Cervantes y el conde de Lemos cuando, nombrado virrey de Nápoles, no quiso llevarse consigo á Cervantes, que lo pretendía. Pensamos en la curiosa selección—al revés—que en la política española se suele hacer.
Mucho tendríamos que escribir para comentar—á nuestro modo—los lances y episodios de esta segunda parte del Quijote. Terminemos haciendo una indicación sobre un incidente, de breves proporciones, pero de una maravillosa lejanía ideal. Aludimos al encuentro y á la separación de Don Quijote y don Álvaro Tarfe. En una venta se conocen uno y otro caballero. Pocas horas duran sus relaciones. Preguntó Tarfe á Don Quijote:
—¿Adónde bueno camina vuesa merced, señor gentilhombre?
—Á una aldea que está aquí cerca, de donde soy natural—respondió Don Quijote—. Y vuesa merced, ¿dónde camina?
—Yo, señor—replicó Tarfe—, voy á Granada, que es mi patria.
Al otro día reanudaron el viaje. Juntos fueron hasta cosa de media legua de la venta. Quedaba establecida entre los dos corazones una viva corriente de simpatía. «Á obra de media legua se apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba á la aldea de Don Quijote, y el otro el que había de llevar don Álvaro.» Se abrazaron y cada cual siguió su diferente camino. Ya Don Quijote iba vencido; sus días estaban contados. Ni uno ni otro caballero habían de verse más. Nunca Alonso[Pg 13] Quijano había de repasar este camino. El presente minuto—eterno en la historia—que él permanecía en esta bifurcación del camino, ya no volvería á vivirlo. El sol tenue y dorado de lo alto de las bardas acababa de desaparecer. Estos minutos, insignificantes al parecer, tienen una importancia capital en nuestra vida; dejan una estela de melancolía dulce que no dejan los clamorosos sucesos. Son unos días pasados junto al mar, ó en una montaña; ó es una visita rápida que hacemos á una vieja ciudad; ó bien el conocimiento inesperado, momentáneo y grato de alguien á quien no hemos de volver á ver. Delante de nosotros se abre el camino de la vida; nos detenemos un instante y luego proseguimos—inexorablemente—la marcha.
[Pg 15]
En el artículo anterior aludíamos á las relaciones mediadas entre el conde de Lemos y Cervantes. ¿Quién era el conde de Lemos? ¿Qué clase de protección dispensó á Cervantes? Elucidaremos estas cuestiones teniendo á la vista el libro publicado por el marqués de Rafal sobre don Pedro de Castro. Se titula el libro Un mecenas español del siglo XVII: el conde de Lemos. El conde de Lemos no pasaba de ser un hombre mediocre; hoy hubiera sido un excelente parlamentario; diversos ministerios hubiera desempeñado. «No fué su elevación á los altos puestos que ocupó—nos dice Rafal—sino consecuencia natural de su posición social y estrecho parentesco con el poderoso duque de Lerma.» Líneas más arriba acaba de advertirnos el autor de que «nada de verdaderamente extraordinario ocurre en la persona de nuestro biografiado». Ocupó Lemos los más altos y pingües cargos de la política; fué presidente del Consejo de Indias; desempeñó durante seis años el virreinato de Nápoles; presidió más tarde el Consejo[Pg 16] de Italia. Era el virreinato de Nápoles una de las sinecuras más suculentas y preciadas entonces. Un autor de la época, hablando de este cargo, dice que era «el mayor y más útil que daba el rey en Europa».
Mostróse Lemos aficionado á las letras. Como empresas suyas referentes á la cultura, se citan varias. Imprimió á sus expensas La Dragontea, de Lope de Vega; estando en Nápoles «fundó una Universidad y escuelas, para las que habilitó un magnífico edificio comenzado en tiempo de su antecesor con destino á caballerizas». Intentó dotar á la misma ciudad de Nápoles de una biblioteca; mas su designio no llegó á realizarse. Escribió algunas poesías ligeras. Protegió á poetas y literatos... No cosa de mayor entidad podemos decir del conde de Lemos. En resolución, para este prócer, como para otros aristócratas de la época, las letras eran un solaz y un deporte. De cuando en cuando se gustaba de los versos livianos: se componían en las tertulias poesías de repente; se amaba las representaciones fastuosas y pintorescas de comedias de amor. No se sentía el arte tal como hoy un artista puede sentirlo; tal como entonces lo sentía un Cervantes ó un Góngora. No podía en aquel tiempo dispensar al arte un personaje como Lemos más atención que la que se presta á un agradable devaneo. No lo consentía la sensibilidad dominante en aquellas regiones sociales. Incompatible era el goce estético delicado con el regodeo que se encontraba en las chocarrerías y juegos de bufones, albardanes y demás sabandijas de los palacios.[Pg 17] El mismo Rafal nos cuenta en su libro un singular solaz que tomaron en cierta ocasión los aristócratas palaciegos. Rodearon una noche la casa de un bufón estando éste dormido; lo despertaron con estruendo de arcabuces; lo amedrentaron; lo acongojaron; lleváronlo á una prisión y lo pusieron en capilla, simulando que era llegada su última hora... Cuando terminó la bárbara broma y quisieron indemnizar de sus angustias al cuitado, regalándole una cadena de oro, el pobre hombre, con un rasgo de altiva dignidad que le colocaba por encima de sus atropelladores, se negó á recibir el presente.
Una sociedad cuyos más elevados miembros encontraban solaz de tan bárbaros devaneos no podía sentir el Quijote como hoy lo sentimos nosotros. Ya hemos dicho en otra ocasión—paradójicamente—que el Quijote no lo ha escrito Cervantes, sino la posteridad. No podía ser tampoco considerado Cervantes como hoy lo consideramos. No caigamos en la ilusión espiritual, al juzgar al autor y su obra, de transportar al siglo XVII el ambiente que ahora rodea á Cervantes y al Quijote. La clase de protección de Lemos á Cervantes se explica teniendo en cuenta qué es lo que Cervantes era en la sociedad y en las letras de la décimoséptima centuria. Más abajo volveremos sobre este punto y veremos cómo, dado el carácter de Lemos y dada la clase de literatura que producía Cervantes, no pudo ser otra la protección del conde. Ahora examinemos el asunto referente á la ida á Nápoles.
[Pg 18]
Fué nombrado Lemos virrey de Nápoles. Podía, desde tan alto cargo, dispensar amplia y decorosa protección á la gente de letras. Puesto que Lemos se ufanaba de ser el amparador de poetas y literatos, ésta era la ocasión de demostrarlo cumplidamente. Figuraos que hoy llegara á la presidencia del Consejo de ministros quien pusiera su gloria en alentar y auxiliar á cuantos—dignamente—viven de la pluma. Ancho campo se abriría á su noble afán. Con Lemos solicitaron pasar á Italia numerosos literatos y poetas. Lo solicitaron, entre otros, Cervantes, Góngora, Cristóbal Suárez de Figueroa. Había muerto el secretario del conde tiempo atrás. Lemos nombró entonces para este cargo á Lupercio Leonardo de Argensola. Correría Argensola con el cuidado de escoger el personal que había de llevar el conde á Nápoles. Á Argensola, y no á Lemos, debían, pues, dirigirse los pretendientes. Lemos, tan amante de los hombres de letras, ponía entre su persona y los literatos una barrera. Una barrera constituída por otro hombre de letras, es decir, por un hombre que podía tener, respecto á rivales y competidores, sus recelos, sus animadversiones, sus resquemores. ¿Cómo justificar la conducta de Lemos en este caso, capital, capitalísimo en su vida? ¿Por qué él no se entendió directamente con los que llamaba sus amigos, sus protegidos? «Todo quedaba ya—dice Rafal—supeditado á la buena ó mala voluntad de Lupercio.»
Nuestro amado y gran Miguel fué de los que «más» solicitaron el ir á Nápoles. Había puesto en[Pg 19] ello Cervantes una fervorosa ilusión. No pudo conseguirlo. Lo rechazaron los Argensola. El fracaso de su esperanza produjo á Miguel una honda amargura. Rafal supone que la conducta de Lemos «debió, no sólo ser correcta, sino cariñosa para Cervantes». (Entre paréntesis, dilecto marqués: en la frase citada falta un de; pero, sin querer, ha salido más exacta tal como está. En efecto, ésa era la obligación del conde de Lemos para con Cervantes, obligación que Lemos no cumplió.) Pero á seguida de escribir la frase transcrita, el autor se pregunta: «¿Cómo pudo ello compaginarse, siendo, en último término, la voluntad del conde la que había de prevalecer sobre la de sus secretarios?» «No acertamos á dar con la respuesta...»—añade Rafal.
Pero las razones que imagina nuestro historiador para justificar á Lemos, antes nos confirman la mediocridad de éste que abonan su proceder. El conde—nos dice Rafal—gustaba de las Academias en que se repentizaba; el amor de Lemos á las letras, como el de sus congéneres, se manifestaba, como queda dicho, en estas liviandades y devaneos ridículos. Cervantes no podía hacer brillante papel en tales tertulias; según él mismo confiesa, era tartamudo; no podía producir una ligera y brillante cháchara. No era, pues, «á propósito para certámenes como aquellos á que demostró Lemos y sus consejeros ser aficionados». Dejemos esto. El hecho es que «ni uno solo de los comentadores de la vida del insigne escritor puntualiza» al hablar de la protección de Lemos á Cervantes.[Pg 20] Como Cervantes hace en distintas partes protestas efusivas de adhesión y cariño al conde, se viene á sospechar que la tal protección fuera no otra cosa que una cantidad que periódicamente pasaba Lemos á Miguel. Y con esto volvemos al punto que arriba dejamos para tratarlo ahora.
El conde de Lemos, gran señor, ocupador de suntuosas posiciones políticas, tuvo en su vida numerosas ocasiones de favorecer, definitiva y decorosamente, á Cervantes. Fácilmente pudo darle algún cargo digno; fácilmente pudo hacer que Miguel, ya en la Administración, ya en la Justicia, ya en cualquier otro de los ramos y engranajes del Estado, encontrara un decente y duradero acomodo. ¿Por qué no lo hizo así? ¿Por qué su amparo tomó la forma de una pensión, cuya cuantía ignoramos, y que hoy nos molesta, nos repugna? ¿Por qué esta manera de limosna y no la otra manera ostensible y digna de la protección en un cargo lícito y decoroso? No olvidemos que el conde de Lemos vivía en el siglo XVII, y que sobre eso—ello es importante—era un hombre mediocre y frívolo. No olvidemos tampoco que Miguel no pasaba de ser un escritor de obras festivas. Algunos de sus coetáneos le motejaban de ingenio lego; él mismo sentía la pesadumbre de no ser mas que un romancista, es decir, un escritor en lengua vulgar. Lo selecto y lo literario entonces, lo verdaderamente intelectual era escribir en latín sobre especulaciones filosóficas ó políticas; y si no en latín, al menos, urdir en castellano algún grave y recio infolio de erudición. El Quijote no pasaba[Pg 21] de ser un libro de burlas chocarreras. «¡Cómo!—podría decirnos Lemos—. ¿Os quejáis de mi protección á Cervantes; la encontráis indecorosa, mezquina, y no reparáis que Cervantes no es un gran literato, un filósofo, un erudito? ¿Decís que la tal protección no corresponde ni á la persona ni á la obra? ¡No lo comprendo!»
Y, en efecto, ni Lemos ni sus contemporáneos lo comprenderían. Pero Lemos, cuando quería proteger, sabía proteger decorosa y espléndidamente. En el libro del marqués de Rafal se citan varios casos. Uno es el de los propios Argensolas; á más de lo consignado, el conde trabajó obstinadamente con la corte pontificia para que á Bartolomé le fuera concedida una canonjía. Otro caso es el del jesuíta padre Mendoza, en rebelión con la Compañía, hombre inquieto y bravío, para quien Lemos, después de defenderlo y ampararlo largamente, logró un obispado. El tercer caso es el del padre Arce, bibliotecario del conde, á quien también favoreció Lemos con otro obispado. Sabía, sí, sabía proteger el conde. Pero, ¡ay, querido Miguel! Tú, ¿quién eras y qué eras? Tú eras un pobre hombre, lisiado y desdichado; tú no habías compuesto ningún libro serio; tú no habías sacado de tu cabeza mas que una historia estrafalaria y risible.
[Pg 23]
Estas líneas no son mas que una apostilla al artículo anterior. Se nos pide que insistamos—ampliándolo—sobre algún punto expuesto en dicho trabajo. Lo haremos brevemente. ¿Cómo se compaginan—se dice—las fervorosas protestas de adhesión y amistad hechas por Cervantes respecto al conde de Lemos y la conducta mezquina, menguada de éste? Hemos dicho bastante sobre este importante extremo; pero añadiremos algo más. Es preciso colocarse en la situación de Cervantes. El autor del Quijote era un hombre pobre, necesitado; toda su vida la había pasado en angustiosas y trabajosas andanzas. No figuró nunca entre la alta intelectualidad de su patria. Cuando estuvo en Sevilla, aparte vivió de los aristocráticos, delicados ingenios que allí había; su amigo y su protector—honremos su memoria—fué un hombre del pueblo: un mesonero. En Madrid, al publicarse el Quijote, hubo para Cervantes una ventolera de renombre; pero no nos hagamos ilusiones: aquel renombre no era como este de que ahora goza[Pg 24] Cervantes; aquel renombre era, más que respeto y comprensora admiración, curiosidad, interés por un escritor que había trazado una historia graciosa, llena de donairosos disparates. No fué nunca considerado Cervantes, como al presente es considerado, un erudito ó un publicista consagrado oficialmente, académico, ex ministro, etc.
Por otra parte, el conde de Lemos no pasaba de ser un hombre mediocre, limitado. Afectaba ser amigo de los literatos y protegerlos; mas quienes verdaderamente se llevaban su consideración eran los que en aquellos tiempos eran reputados por los verdaderos literatos y pensadores: eruditos, teólogos, poetas aristocráticos. Aun siendo Lemos amigo de Miguel, no podía colocar á éste en su estimación al nivel de un Argensola, ó de un padre Arce, ó de un padre Mendoza. Le quería, sí; mas en su afecto hacia Cervantes debió de haber esa corrección, esa urbanidad fría, ese discreto acercamiento—ó alejamiento—que un gran aristócrata ó un gran político saben poner entre su persona y la persona de un hombre á quien se debe cierta gratitud, pero con quien no se cree que debe establecerse una sincera, honda, cordial solidaridad espiritual. ¿Qué iba á hacer Cervantes? Su situación era sumamente apretada; si no le pasaba una pensión, regular y periódicamente, el conde de Lemos (cosa que no está demostrada), por lo menos, debió de hacerle, en ocasiones, algún señalado favor. Era Lemos la única persona á quien Cervantes podía recurrir. ¿Iba Miguel á perder este único asidero por adjetivo de más ó[Pg 25] de menos en sus dedicatorias? ¿Qué importaba un superlativo ó una hipérbole? Téngase en cuenta, además, el estilo especial—todo encarecimientos—de esa literatura nuncupatoria. Añádase también la generosidad nativa é inagotable de Miguel...
El conde de Lemos, desempeñador de los más altos cargos de la política, pudo asegurar decorosa y holgadamente el porvenir de Cervantes. No quiso hacerlo. Hemos hablado del concepto social que rodeaba al autor del Quijote; ello influyó eficacísimamente en la clase de relaciones que mediaron entre, Lemos y Miguel. ¿Se podrá rastrear hoy, todavía, este concepto social de Cervantes? No se olvide que Cervantes mismo se tenía—y ello le apesadumbraba—por un mero romancista; no se eche en olvido tampoco el dictado de ingenio lego con que le motejaron algunos intelectuales de su tiempo. ¿Podremos encontrar todavía en el subtractum español, en lo hondo de ciertas regiones sociales españolas, este concepto respecto á Cervantes? Los cervantistas (y, en general, los historiadores literarios) desdeñan la realidad viva; buceando en el fondo de la realidad española pudieran encontrarse noticias y pormenores curiosísimos. Las modas, las maneras de decir, las ideas, las modalidades del sentimiento, de las altas capas sociales caen á lo hondo, poco á poco, y allí perduran durante mucho tiempo. Giros del castellano clásico, vocablos desaparecidos hace siglos, los encontramos en la parla de un mercado ó de un horno, en boca de zabarceras y comadres. Puesto que el concepto Cervantes-ingenio lego ha existido[Pg 26] y ha dominado en la aristocracia intelectual de España, en el siglo XVII y durante bastantes años, ¿podrá aún encontrarse rastro vivo de este concepto, concepto que no calificamos porque no hace falta y que ahora se resuelve en gloria de Miguel?
En 1848 un colaborador del Semanario Pintoresco—J. Jiménez Serrano—hizo un viaje por la Mancha; visitó ese escritor algunos de los parajes por donde anduvo Don Quijote. Sus impresiones se publicaron en dicha revista. Cuenta Jiménez Serrano que caminando de Argamasilla al Toboso se encontró á un clérigo que iba también al mismo pueblo. Trabaron conversación los dos viandantes y el clérigo dijo, entre otras cosas, al viandante, al enterarse del propósito de éste: «Hace cuarenta años que vivo en Lugar Nuevo, famosísima patria de Don Quijote, pero nací en el Toboso, donde pasé al lado de mis padres los primeros años de mi juventud y las vacaciones que nos daban en la insigne Universidad de Toledo; he visto, por consiguiente, muchos extranjeros que venían atraídos como usted por la fama de ese Cervantes Saavedra tan celebrado en Madrid. Movióme entonces la curiosidad de leer El Ingenioso Hidalgo y no me pareció, con perdón sea dicho, cosa de tanto asombro, pues ni allí hay doctrina ni hechos; no pasa, en mi pobre juicio, de ser una obra graciosa, escrita por un hombre chistoso, pero sin carrera».
Léanse y reléanse las últimas frases transcritas; ese es, en 1848, el concepto de Cervantes que profesaban[Pg 27] en 1610 los intelectuales, aristócratas, teólogos y grandes políticos. El Quijote es una obra graciosa, escrita por un hombre chistoso; no hay en ese libro doctrina. Su autor es un hombre sin carrera. ¿Cómo había de dispensarle Lemos la misma protección que á un Mendoza ó á un Arce? Dos años antes de que el clérigo de Argamasilla expresara el juicio copiado, en 1846, un escritor había dado la nota exacta al hablar de las relaciones mediadas entre el conde y Miguel. Aludimos á Pablo Piferrer, agudo crítico y elegante poeta. En su libro Clásicos españoles, Piferrer escribe, tratando del desamparo de Cervantes: «Sólo el conde de Lemos, don Pedro Fernández de Castro, aquel protector de los hermanos Argensolas, le hizo alguna merced, que, si bien muy digna de eterna loa, no debió de ser tan grande como pudiera deducirse de las expresiones que su ánimo tan bueno y agradecido dictaba á Cervantes.» «Mejor es verle así dechado de generosidad y dulzura—añade el autor—; mas siendo un tanto más sobrio en los elogios ajenos, fiando su propia defensa y la crítica de los demás á su noble sátira, quizá el temor le hubiera granjeado las consideraciones que se negaron tan villanamente á la indulgencia.» «Aquí sólo la indignación mueve mi pluma—agrega Piferrer—; ni puedo leer con calma que los mismos Argensolas anduviesen regateando el favor del conde y dándose apariencias de patronos con aquel anciano en cuya abierta frente resplandecía la bondad más pura. ¿Acaso todos los versos juntos de aquellos poetas son en la sola poesía lo que[Pg 28] cualquier capítulo del Quijote en toda la literatura?»
Aquí sólo la indignación mueve mi pluma—dice Piferrer—. Acompañemos en su noble indignación al querido y delicado poeta de la Canción de la primavera.
[Pg 29]
Una excelente revista—Hispania—que, en lengua castellana, aparece en Londres, ha publicado, no hace mucho, el estudio de Heine sobre el Quijote. La traducción la ha hecho un distinguido escritor americano: D. S. Restrepo. Lo traducido ahora, estaba ya traducido en España; ignoramos si el señor Restrepo tenía conocimiento de esta traducción. Aludimos á la publicada en la Revista Contemporánea correspondiente al 30 de Septiembre de 1877. El autor de esta traducción es el delicado poeta Augusto Ferrán. En 1837 Enrique Heine escribió un prólogo para una traducción alemana del Quijote; «escrito en París durante el Carnaval de 1837», dice la fecha de esas páginas del poeta; no es baladí consignar ese detalle, al parecer nimio, pero interesante, de las circunstancias—algunas circunstancias, desde luego—en que Heine meditó y redactó su proemio á la gran novela. Los traductores españoles lo han desdeñado: Larra—que veía trágicamente el Carnaval—hubiera[Pg 30] tenido muy en cuenta este significativo pormenor; significativo tratándose de un libro también cómico en la apariencia, pero asimismo trágico en el fondo.
La edición del Quijote con proemio de Heine se publicó en Stuttgart el año citado más arriba. No conocemos el original alemán de la obra del poeta; la hemos leído en una edición francesa; incluída va en el volumen que figura en las Obras completas de Heine con el título de De tout un peu; hizo esa edición Michel Levy, y la tirada que tenemos á la vista es de 1867. Algo importante encontramos en la advertencia que el editor pone al frente del volumen citado. Hablando del estudio de Heine sobre el Quijote se dice lo siguiente: «Heine se ha mostrado severo, en su correspondencia, con su Introducción al Quijote, que fué publicada en 1837 y que nosotros hemos incluído entre sus fragmentos de crítica literaria. El lector seguramente no participará sino á medias de ese juicio del poeta sobre uno de esos escritos; juicio que hubiera sido menos duro, probablemente, si no se hubiera tratado en este caso de consolar á su editor ordinario de Hamburgo de haberle visto á él, Heine, aceptar para este trabajo los ofrecimientos de otro editor de la Alemania meridional.» Pequeño, pero curioso problema de psicología literaria es éste; ante todo, ni enteramente ni á medias—como dicen los editores parisienses—aceptamos el juicio de Heine sobre su trabajo cervantista; luego habría que ver los pasajes de las cartas de Heine en que este habla del asunto; finalmente,[Pg 31] es verosímil, aunque parezca extraño, el motivo que se alega para la autodepreciación citada. Dejemos simplemente consignadas estas observaciones.
No solamente no aceptamos á medias el juicio de Heine, sino que, lejos de ello, tenemos las páginas escritas por el poeta acerca del Quijote como lo más bello, fundamental y sentido que jamás se haya escrito. Siendo el Quijote una obra universal, no es mucho lo que de un modo original y emocionador se ha dicho del gran libro. ¿Cuántos son los grandes espíritus que han hablado del Quijote? Estudios largos, detenidos, podemos contar muy pocos; incidentalmente han hablado del Quijote elevados ingenios de todos los países; son alusiones, indicaciones rápidas, frases sueltas, no otra cosa. Así han hablado Rousseau, La Fontaine, Víctor Hugo, Tourgueneff, Flaubert (éste, cuatro líneas, dedicadas á Sancho Panza, en su brevísimo estudio sobre Rabelais). «Mil veces—ha escrito Clarín en sus Notas sueltas sobre el Quijote—, mil veces, leyendo á mis filósofos, sabios, poetas y novelistas favoritos, de extrañas tierras, he pensado: ¡Qué lástima que este espíritu no hubiese penetrado y recordado bien el de Cervantes! La cita del Quijote estaba muchas veces indicada... y no venía. En Carlyle, en Renán, por ejemplo, ¡cuántas veces la asociación de ideas llamaba al ingenioso hidalgo... y no venía!»
En las páginas de Heine se contienen muchos de los más importantes puntos de vista que modernamente se habían de adoptar respecto á la novela[Pg 32] de Cervantes. Algunas de estas ideas, si no han sido originales de Heine, al menos, la fuerza, la plasticidad, la emoción del poeta las ha dado relieve extraordinario y las ha lanzado, desde la penumbra, á plena y viva luz. No es inútil advertir que al hablar de tales puntos de vista no nos referimos á triquiñuelas, fruslerías y minucias de erudición; de lo que aquí se trata es de la interpretación psicológica, ideal, sentimental del Quijote, cosa de que nuestros eruditos no tienen idea, ó á la cual conceden un valor muy secundario. Indicaremos algunas de estas ideas que á Heine se deben; hoy las opiniones del poeta se han convertido ya en tópicos corrientes.
Hablando el poeta de la impresión que causaba en él la lectura del Quijote, escribe: «Despreciábamos el bajo populacho que atacaba cobardemente al héroe á estacazos; pero mucho mayor era nuestro desprecio para el alto populacho que, vestido con trajes de seda, hablando escogido lenguaje y adornado con un título ducal, se mofaba de un hombre que le sobrepujaba en nobleza y en ingenio». (Todavía al presente se elogia la caballerosidad y la cortesía de los duques con Don Quijote. Hay comentaristas para todo.) El poeta ha hecho resaltar también las diversas impresiones que, según la edad—es decir, según la evolución de la sensibilidad á través de los años—, va produciendo la novela en los lectores. «Cada lustro de mi vida—escribe Heine—he releído Don Quijote con impresiones alternativamente diferentes.» El poeta, en un momento determinado de[Pg 33] su vida, creía que lo ridículo del quijotismo procedía de querer introducir en la vida, en contradicción con la realidad presente, un pasado desaparecido definitivamente. (En el Quijote, el pasado legendario y heroico.) «¡Ay!—exclama Heine—; yo he aprendido después que es una tan amarga locura el querer introducir demasiado pronto el porvenir en el presente, cuando, en un combate análogo contra los rudos intereses del día, no se posee sino un caballejo, una débil armadura y un cuerpo no menos frágil.» (Pensamiento profundo; pensamiento en que se revela la analogía entre Heine y el Quijote; no decimos Don Quijote porque queremos comprender en la comparación tanto al caballero como á su edecán. Heine osciló siempre, trágicamente, entre la añoranza del pasado y el anhelo de lo porvenir. Este conflicto íntimo—que se da en muchos espíritus—es lo que marca la característica del poeta y determina su romanticismo especial. Léase á este propósito el estudio dedicado á Heine por el original pensador francés Jules de Gaultier; estudio publicado primitivamente en la Revue des Idées y recogido después, según creemos, en alguno de los últimos libros del autor.)
Cervantes—prosigue Heine—era un hombre de una intuición profunda; calaba en el fondo de las gentes que le rodeaban. Sin quererlo él, su superioridad resaltaba por encima de sus coetáneos, de las personas á quienes trataba, con quienes convivía. «¿Qué de extraño tiene que Cervantes se haya enajenado así muchas simpatías y que en[Pg 34] su carrera terrestre no haya encontrado sino mediocres apoyos?» «Cervantes amaba la música, las flores y las mujeres»—escribe poco más lejos Heine, románticamente. (Pasemos sobre esta indicación del poeta; es posible que Cervantes amara las flores; es posible que, como el Greco, amara la música... Pero todo esto es escenografía del poeta.) En las novelas precervantinas, en los primitivos libros de caballerías, todo estaba idealizado, alambicado, y la cotidiana realidad no parecía por ninguna parte. «En ningún lado, rastro de pueblo.» Cervantes destruye el viejo y artificioso idealismo y funda otro nuevo basado en la realidad. «Así proceden siempre los grandes poetas; al mismo tiempo que destruyen lo que es viejo, fundan algo que es nuevo; no niegan jamás sin afirmar á la par alguna cosa.» «Cervantes crea la novela moderna al introducir en la novela caballeresca la descripción fiel de las clases inferiores, al mezclar en ella la vida popular.»
Cervantes y Goethe se asemejan. Goethe recuerda á Cervantes hasta en las particularidades del estilo, en «esa prosa fácil, coloreada de la más dulce y más inocente ironía». (Sí; dulce é inocente... cuando es inocente y dulce. Dulce é inocente en un sentido superior, elevado: en el sentido de la inefable indulgencia, de la suprema comprensión de las cosas que se desprende de la obra de Cervantes como de la de Goethe.) «Cervantes y Goethe se parecen aun por sus defectos, por la prolijidad de sus discursos, por esos largos períodos que encontramos frecuentemente en ellos, comparables[Pg 35] á un cortejo de gentes regias.» No se encuentra á menudo en tales períodos sino un solo pensamiento, grave, lento; pero «esa sola idea es siempre trascendental, considerable; es como el soberano de esa cohorte».
No queremos apuntar los demás puntos de vista del trabajo de Heine. Popularísimos han llegado á ser todos; salidos de la pluma del poeta, se han desparramado por el mundo, y hoy, acá y allá, de cuando en cuando, los tropezamos, manoseados, viejecitos, valetudinarios, sin el brío y el fuego que les prestara el poeta, en artículos periodísticos y peroratas académicas. Agradezcamos al gran poeta (hoy perseguido en su patria, donde no tiene un solo busto); agradezcamos al poeta estas maravillosas páginas que él, sobre el más alto libro tragicómico, escribió en 1837, durante el Carnaval, la época—¡oh, Larra!—tragicómica del año.
Quedamos anteriormente en que Enrique Heine ha sido quien primero ha visto y sentido—y, por lo tanto, interpretado—de una manera verdaderamente moderna la obra capital de Cervantes. Ha visto y sentido así Heine el Quijote: Primero, porque ya se había inaugurado la revolución romántica; es decir, porque ya se había introducido en el arte el elemento personal, lo subjetivo[Pg 36] (en ello se estaba en 1837), y, por lo tanto, en la novela, el drama, el poema, etc., podía verse el reflejo del propio yo, ó podía poner el artista el propio yo. El romanticismo ha renovado la crítica y la manera de sentir el pasado; recuérdese, caso análogo al del Quijote, lo ocurrido con Calderón y cómo, por los críticos alemanes, compatriotas de Heine, han sido vistos La vida es sueño, El mágico prodigioso, La devoción de la Cruz. Segundo, Heine vió el Quijote como lo vió por la afinidad suya moral con el libro de Cervantes; ó sea porque su conflicto interior era análogo al conflicto expuesto en la gran novela. El mismo Cervantes sentía su afinidad con Don Quijote. Un hispanista italiano, en un libro recientísimo dedicado á Cervantes (Cervantes, por Paolo Savi López.—Nápoles, 1913), habla de este oscuro senso d’affinità morale que une al autor con su creación, y en esa afinidad secreta juzga che sta appunto il più delicato fascino del libro.
En la traducción del trabajo de Heine, motivo de estas líneas—la hecha por Hispania—, el traductor ha suprimido las últimas páginas del ensayo del poeta. Reputamos por desafortunada tal supresión. Á las ilustraciones del Quijote se refiere Heine en esas páginas. ¿Cómo han visto los pintores y dibujantes Don Quijote? ¿Qué pintores han sido los que han interpretado la genial figura? ¿Por qué hasta ahora—es decir, hasta 1837—no se ha sabido interpretar ese personaje? Tales son las cuestiones que plantea brevemente Heine. De Hamlet ha dicho un crítico que «hay tantos Hamlets[Pg 37] como melancolías». Muchos Quijotes existen, pintados y esculpidos por diversos pintores y escultores; rara vez se llegó en esas obras á la expresión feliz; cada artista, en cada país, imagina y traza la figura del hidalgo manchego de distinta manera. La edición á que ponía prólogo Heine, por ejemplo, iba ilustrada por Tony Johannot. (También existe una edición española que lleva las mismas ilustraciones.) Los dibujos de Johannot, como los de Doré, pecan de fantásticos, idealizadores en demasía. Ese prurito de alambicamiento y sutilidad fantasmagórica, de que alardean los dos citados dibujantes franceses, se da también en otro compatriota suyo; aludimos á Celestín Nanteuil y á las litografías del Quijote hechas por él y estampadas en Madrid—por «J. J. Martínez, Desengaño, 10».—(Nanteuil puso también algunas ilustraciones á L’Espagne, de Cuendias y Fereal, luego traducida al castellano é ilustrada con los mismos dibujos. La edición francesa es de 1848.)
Heine menciona en su trabajo, entre otras interpretaciones, «algunos bocetos de Decamps, el más original de los pintores franceses vivos». No nos detendremos en ver si Decamps era, en 1837, el más original de los pintores franceses. Desconocemos sus pinturas sobre el Quijote. Heine, cuando escribía, no podía hablar de otro vigoroso y singularísimo intérprete del inmortal caballero. Hasta bastantes años después Honorato Daumier no pintó sus cuadros dedicados al Quijote. Un poderoso y secreto atractivo lleva á los grandes artistas infortunados hacia el libro de Cervantes. La vida de[Pg 38] Daumier tiene mucho de trágica; artista de un recio nervio, de una vigorosa originalidad, satírico violento y elocuente. Daumier trabajó infatigablemente, vivió luchando con la pobreza, gozó de una cierta notoriedad superficial, y sólo en nuestros días, al cabo de cuarenta ó cincuenta años, es cuando comienza á amársele y á admirársele cordial y reflexivamente. En 1878, ya viejo y ciego Daumier, se celebró una exposición de sus obras con objeto de allegarle recursos; en esa exposición figuraron los cuadros sobre el Quijote. En el Daumier, de León Rosenthal, se dedican unas páginas á hablar de esas obras y se reproduce una de ellas. Hay en ese cuadro, en su cielo anubarrado y lóbrego, en la lejanía de montañas yermas, en las figuras de Don Quijote y de Sancho, una sensación de misterio y de tragedia. El ambiente podrá ser ó no español; pero de él se desprende un agudo sentido de la gran novela. Á grandes rasgos, nerviosamente, con tosquedad genial, á la manera de Goya, el pintor ha arrojado sobre la tela las figuras de Don Quijote y Sancho Panza. «Decamps, antes que Daumier—se lee en el libro citado—, ha tratado los mismos temas, y ciertamente lo ha hecho con acierto. Pero por divertidas que sean sus narraciones, ¡cómo el relato aparece mezquino y recargado y cómo el artificio es mediocre, comparados con la epopeya incorrecta de Daumier!» (Hagamos observar entre paréntesis, ya que hemos nombrado á Goya, la afinidad que existe entre el pintor francés y el aragonés; afinidad no sólo de manera y tendencia, sino también[Pg 39] física. Maravilla la semejanza entre la fisonomía de Goya, viejo, y Daumier, viejo, en 1878. Champfleury, citado por otro crítico de Daumier—Raymond Escholier, en el libro dedicado al gran pintor—, escribe: «Daumier y Goya no se asemejan sólo por el fuego interior; me sorprenden ciertas analogías fisionómicas. Una apariencia burguesa á primera vista; ojillos interrogadores, y, sobre todo, un labio superior de una amplitud particular en los dos maestros»... Escholier, el autor de este libro, escribe también, hablando del cervantismo de Daumier: «Frecuentemente, sus lecturas, su La Fontaine, su Cervantes, sobre todo, le arrastran á un mundo irreal. Á través de la Mancha resecada, en el azul país del ensueño, Daumier va siguiendo, según su fantasía, al caballero de la Triste Figura y á su honrado Sancho Panza»).
Son raros los pintores que han interpretado originalmente el Quijote. Heine aventura una explicación de este hecho. «¿Será acaso—pregunta—que detrás de las figuras que el poeta hace pasar por delante de nosotros hay ideas más profundas que el artista plástico no puede expresar, de tal suerte profundas que el artista no podría coger y reproducir de ellas sino la apariencia exterior, aun siendo muy saliente esa apariencia, pero no su más hondo sentido?» Es posible que eso sea lo verosímil—según añade el mismo Heine—; pero lo que se nota examinando las pinturas consagradas á Don Quijote es un hecho curioso. En 1837, cuando escribía Heine, ó mejor, treinta ó cuarenta años antes, podría haber un paralelismo entre la representación[Pg 40] crítica del Quijote y su representación gráfica. Á últimos del siglo XVIII, por ejemplo, las láminas de la edición de la Academia concuerdan exactamente con la manera como los eruditos ven y explican la obra de Cervantes. Unos y otros veían el gran libro de un modo externo, árido, sin cordialidad, sin humanidad, sin lejanías ideales.
Pero el tiempo ha ido pasando; á partir de Heine se inicia la interpretación psicológica del Quijote; vemos y sentimos hoy la gran novela desde un punto de vista que no es el formalista de los eruditos. (No hay que decir que estas interpretaciones formalistas subsisten; pero son, ó secundarias, como trabajo auxiliador, ó de ninguna importancia.) Y mientras la interpretación literaria ha evolucionado, la gráfica ha quedado estacionada. Basta ver, para notar este fenómeno, los cuadros cervantistas de algunos de nuestros pintores. La representación gráfica, pictórica, por ejemplo, sólo ve en el Quijote los resultados, los hechos, en tanto que la literaria, la psicológica se atiene al proceso que da por resultado ese hecho. Se objetará que tal diferencia radica en la índole diversa de uno y otro arte; pero pintura existe (y ahora estamos pensando en los dos cuadritos de la Villa Médicis, de Velázquez) que expresa sola y únicamente, no un resultado, sino un estado espiritual—melancolía, idealidad—que se refleja en el ambiente, en el paisaje, en una casa, en una simple y desnuda pared. ¿Por qué los pintores del Quijote no han tratado de expresar esos estados espirituales[Pg 41] en conexión con Alonso Quijano, con sus tristezas, sus anhelos, sus ansias? ¿Por qué, lejos de esto, se han limitado á las aventuras ruidosas y llamativas, á los actos notorios, á los resultados? Don Quijote, en uno de esos momentos de desesperanza, de tristeza; en uno de esos instantes—frente á la desolada llanura gris—en que parece dudar de sí mismo y de su noble empresa, cansado, agobiado, dice más á nuestra sensibilidad moderna que el mismo caballero alanceando unos molinos ó recibiendo el irónico homenaje de unos zafios é inhumanos duques...
[Pg 43]
Estamos en 1848. Es presidente del Consejo don Ramón María Narváez; antes lo ha sido el señor García Goyena; antes, el señor Pacheco; antes, el señor Martínez Irujo; antes, el señor Istúriz; antes, otra vez el señor Narváez... Paseando por las calles de Madrid hemos llegado á la casa de una familia amiga; viven nuestros amigos en el número 10 de la calle de la Luna. La vivienda es modesta; modestos son sus moradores; subamos un momento á charlar con ellos. Son éstos un anciano—el abuelo—, un matrimonio y un niño—el nieto. Tiene ocho años ahora el chico; es vivaracho, despierto, curioso, revolvedor. Anda y devanea por todas las estancias de la casa; se sube á los muebles; coge los diversos trebejos y cachivaches; enreda con las figurinas que reposan sobre las consolas. La casa no es muy espaciosa. Examinémosla. Consta de un recibimiento obscuro, de una sala, de un despachito, de un comedor, de varias alhanías ó alcobas. La sala—pieza principal de la vivienda—está pintada al temple; una consola de[Pg 44] caoba se yergue junto á una de las paredes; sobre ella, simétricamente colocados, aparecen dos floreros hechos con diminutas conchas, y entre ellos se levanta, bajo un fanal, la figura de un templario—nada menos que un templario—, con su larga capa blanca y su cruz de Malta. Floreros y templario se reflejan límpidamente en un ancho alinde colocado sobre la consola. Al cuerpo ofrecen descanso un sofá y ocho sillas de enea, blancas, con vivos y dibujos en negro. De las paredes penden diez ó doce cuadros: litografías amarillentas, litografías hechas en Lyon ó en Málaga, que representan las aventuras de Lavalliere ó las tristes gestas de Chactas.
Junto á la sala hay un reducido gabinete; está separado de ésta por unas mamparas con las cortinillas de seda roja. Cuatro sillas y una cómoda componen el menaje del gabinete. Sobre la cómoda, otro gran cuadro: una imagen, grabada en cobre, del Cristo de los Guardias de Corps. El anciano que vive en la casa guarda cuidadosamente en la cómoda su ropa blanca. Dos artefactos hay también en la estancia que sirven útilmente á este provecto morador de la vivienda. Fijaos bien: uno es un molde de madera, á modo de cabeza humana, en que el anciano coloca todas las noches, antes de acostarse, su peluca; otro es un pequeño garfio ó colgadero en que pone su reloj: un reloj por el cual este hombre ha regulado toda su vida, un reloj que ha contado durante sesenta años sus alegrías y sus tristezas, un reloj que el día que este anciano—su fiel compañero—expire continuará[Pg 45] marchando, marchando con su tic-tac impasible, inexorable.
El comedor de la casa no tiene nada de notable. La luz la recibe por un balcón que da á un patio. Un sofá, un péndulo en su caja y una mesa cubierta de hule (sobre cuyo hule es de suponer que se extenderá un mantel á las horas del yantar) son todos los muebles de esta pieza. No es menos modesto el despacho del anciano, que ya conocemos. Hay en él un bargueño con diminutos cajones, una escribanía de bronce y un cacharrito de porcelana lleno de obleas. El niño que anda por la casa, muchas veces entra en este despacho, abre y cierra los cajoncitos del escritorio, vuelca las obleas, desparrama los papeles que estaban cuidadosamente aperdigados. Cuando ha dado sus lecciones, ha paseado por las calles y ha devaneado por la casa, este niño ha cumplido—por ahora—su misión sobre la tierra. Á la noche entra en su alcoba y se acuesta en una camita con barandilla; la barandilla es para que el pequeño durmiente no caiga al suelo en su dormir inquieto. «Porque, según parece—escribirá este niño muchos años después—, hasta durmiendo era yo revoltoso.»
Todo está limpio en la casa. La modestia no empece ni la pulcritud ni el orden. En este año de 1848 (presidente del Consejo don Ramón María Narváez; antes, García Goyena; antes, Pacheco; antes, Martínez Irujo, etc.); en este mismo año de 1848, un desaforado romántico, un amigo de Larra y de Espronceda, don Jacinto de Salas y Quiroga, acaba de publicar una novela; se titula[Pg 46] El Dios del siglo, y ha sido estampada en la imprenta de don José María Alonso, Salón del Prado, número 8. En el capítulo III de esta novela el autor nos describe minuciosamente una casa, situada «en la calle de Fuencarral, no lejos de la Red de San Luis». Salas y Quiroga hace su poco de filosofía á propósito de esta casa. «En la coronada villa, capital de España, especialmente, donde todavía no ha cundido el amor á las comodidades, y en donde se confunde el lujo con la decencia, nada hay que dé más cabal idea de las cabezas de familia ó de las señoras, que son las que más parte tienen, por lo regular, en estos arreglos, que la elección de casa.»
«Viven—añade el autor—en las tertulias, en los paseos, en las tiendas, y la casa les importa poco. Carecen de decoro doméstico, defecto tan vulgar en España, y ni respetan á los demás ni se respetan á sí mismos.» Salas pasa luego á describir la casa, y lo hace tan minuciosamente como nosotros hemos descrito otra. ¿Por qué la casa número 10 de la calle de la Luna nos ha recordado esta otra casa situada cerca de ella, en la calle de Fuencarral, y descrita por un novelista en el mismo año de 1848? Seguramente porque en esta vivienda pintada por nosotros resplandecía ese decoro doméstico de que, con frase exacta, habla el amigo de Larra y de Espronceda. Decoro en la limpieza, en el menaje, en las idas y venidas y en el gesto de sus moradores—gente discreta—, en la solicitud y escrupulosidad con que educan á este niño avispado y nervioso.
[Pg 47]
Este niño se llama Julio Nombela. Setenta años más tarde, al escribir los cuatro compactos volúmenes de sus Memorias—tituladas Impresiones y recuerdos—, este hombre había de comenzar evocando el recuerdo de la casa en que transcurrió su niñez. Con amor, con viva emoción, la casa en que viviera aquellos lejanos años ha sido descrita en estas páginas. La vida de este hombre ha sido larga y varia. Ha conocido á Rodríguez Rubí y ha visto pintar á Federico de Madrazo; ha escuchado discursos políticos de González Bravo y conferencias económicas de don Luis María Pastor; ha sentido la emoción de lo trágico viendo representar La carcajada á don José Valero; aplaudió á don Manuel Catalina y á García Luna; se mezcló en las guerras civiles; fué secretario de don Carlos; puso su firma en el acta de reconocimiento de la legalidad por parte de Cabrera; en París trató á Aüer y á Janín; escuchó esas viejas óperas que se llaman Poliutto, Linda di Chamounix, La muta di Portici; escribió en los periódicos; anduvo por las provincias... Una impresión de vida laboriosa, humilde, callada se desprende de estos volúmenes; acaso contribuya mucho á ello el estilo—sencillo, minucioso—en que estas Memorias están escritas. La mejor definición que podemos dar de las Impresiones y recuerdos de don Julio Nombela es decir que nos parecen el complemento obligado de las comedias de Bretón y de los cuadros de Mesonero.
Larga ha sido la vida de este infatigable y honrado obrero intelectual; muchos más años le deseamos[Pg 48] cordialmente que viva todavía. Toda suerte de incidentes y acaecimientos han llenado esa existencia. Pero seguramente cuando don Julio Nombela vuelva la vista á lo pretérito, no verá ni sentirá como lo capital sus andanzas en París, ni su firma—ya histórica—puesta en el acta de Cabrera, ni su estrecha amistad con este general, ni sus servicios á don Carlos. No; seguramente lo que entre lo pasado destacará será el recuerdo de aquella modesta casa de la calle de la Luna, en que él dormía, siendo niño, en una camita con barandilla; en la que había una consola con la figura de un templario. Ocurría esto en 1848. Era entonces presidente del Consejo don Ramón María Narváez; antes lo había sido el señor García Goyena; antes, el señor Pacheco; antes, el señor Martínez Irujo; antes, el señor Istúriz...
[Pg 49]
¿En qué estado se encuentra la cuestión relativa al retrato—supuesto—de Cervantes? Recordará el lector que hace algún tiempo se descubrió un retrato de Cervantes. Adquiriólo la Academia Española. Se publicaron respecto á él propugnaciones é impugnaciones. Hubo entusiasmo lírico y efusivo. Entre los que—cautamente—recelaron de la autenticidad del retrato se contó don Juan Pérez de Guzmán; los artículos impugnativos publicados por este erudito en La Época causaron indignación entre los cervantistas defensores de la efigie encontrada. ¿En qué estado se encuentra esta cuestión? El señor Pérez de Guzmán no ha publicado el extenso trabajo que anunciara (del cual sus artículos eran simplemente el prólogo); los defensores del retrato, ante tal silencio, no han dado tampoco á luz los datos que tenían preparados para combatir el estudio anunciado. Y el discutido retrato de Cervantes se halla, según creemos, en la Academia Española... que tampoco se atreve á decir nada.
[Pg 50]
El señor Foulché-Delbosc es un eminente amador de la literatura española. Dirige la Revue Hispanique. Le estiman y admiran cuantos entre nosotros, sinceramente, sin espíritu de bandería (que tantos estragos hace entre los eruditos), se dedican á las investigaciones literarias. Su caudal de erudición española representa una cantidad formidable de perseverancia y de trabajo. Y lo que es más raro tratándose de eruditos, gente gregaria y anodina; lo que es más raro, lo que hace de este hispanista un hombre aparte: Foulché-Delbosc tiene independencia mental, originalidad, juicio propio, rebeldía á la noción secular y recibida. Decimos todo esto—que no huelga tratándose, no del público de los profesionales, sino del gran público—para que se tome en cuenta, en lo que vamos á exponer, el prestigio y la autoridad de quien habla. Foulché-Delbosc ha publicado un breve trabajo sobre el supuesto retrato de Cervantes. Dado á luz primeramente en la Revue Hispanique, se ha hecho después de tal estudio una reducidísima tirada. Á la buena amistad del autor debemos un ejemplar.
El retrato descubierto se atribuye á Juan de Jáuregui. En el prólogo de las Novelas ejemplares, Cervantes dice que si algún amigo quisiera poner un grabado suyo—de Cervantes—al frente del libro, «le diera mi retrato el famoso Juan de Xauregui». De estas palabras se ha deducido que existía un retrato de Cervantes pintado por Jáuregui. Mas la deducción es un poco precipitada. ¿Quiere decir Cervantes que el retrato ha sido ya[Pg 51] hecho y que si un amigo quisiera grabarlo se lo podría dar su autor? ¿Quiere decir, por el contrario, que si ese tal amigo quisiera hacer un grabado, Jáuregui, el pintor, podría hacer un retrato de donde sacar el grabado? El verdadero sentido de la frase citada no aparece muy claro. Es éste un pequeño problema, no de erudición, sino de psicología. Si tuviéramos que inclinarnos á algún lado, nos inclinaríamos á creer en la segunda interpretación; es decir, en la que considera que el retrato de Jáuregui no existe, en la que juzga que el pintor, á ser necesario, pudiera pintar un retrato para los fines que se indican.
Cervantes escribiría el prólogo de las Novelas ejemplares en 1611; el retrato descubierto lleva la fecha de 1600. ¿Tan peregrino es ese retrato de Jáuregui que Cervantes se acuerda de él (y se acuerda para determinada finalidad importante) á la distancia de once años? Once años en la vida de Cervantes eran cosa considerable; once años de angustias, de estrecheces y de dolorosas privaciones hacen cambiar la fisonomía de un hombre. Envejece la faz, y la luz de la íntima tristeza asoma—irreprimible—por los ojos y se marca en todas las líneas del rostro. ¿Quería poner Cervantes al frente de su nuevo libro un retrato que ya, con los once años transcurridos, estaba en discordancia con el original? Si en ese mismo prólogo se pinta el mismo Cervantes como envejecido, ¿de qué manera conciliar este espíritu de sinceridad—noble espíritu—con el deseo de dar al público una imagen suya inexacta, ya pasada, sin realidad[Pg 52] presente? Otro pequeño problema de psicología es éste—¡oh, eruditos!—De un lado está la delicada sinceridad de Cervantes; de otro, un prurito de petulancia y rejuvenecimiento.
Observando el supuesto retrato se notan en él algunas repintaciones. Importantísimos son esos retoques y desfiguramientos. «Nadie, que yo sepa, los ha hecho notar»—escribe Foulché-Delbosc. Llegamos á la parte más grave del problema. Las repintaciones á que aludimos interesan toda la región sincipital anterior. «La cabeza, antes de ser retocada, tenía una frente de una mediana altura; el antiguo límite del cabello es netamente visible, y el original no adolecía de ningún comienzo de calvicie. Y Cervantes tenía una frente lisa y desembarazada. Hay aquí, pues, una discordancia que, á mi juicio, es una nueva prueba de inautenticidad.» (¿No habrá también—añadimos nosotros—repintación en esos bigotes del retrato, bigotes recios, gruesos, pero hechos infantilmente, ingenuamente, para acomodarlos á los bigotes grandes de que habla el propio Cervantes en el prólogo á las Novelas?) Ante tan extraño hecho surge vehementemente la duda. La duda hace que imaginemos una hipótesis. El retrato descubierto pudo ser arreglado y repintado en el siglo XVIII sobre otro retrato antiguo. Indudablemente, alguien quiso hacer pasar por de Cervantes ese retrato. Recordemos el ambiente que en esa época se formó—á manera de un renacimiento, de una reivindicación—en torno de Cervantes. Comenzó en esa época el verdadero amor al gran novelista.[Pg 53] ¿Por qué ha de ser absurda la hipótesis indicada? No se encontraba retrato auténtico de Cervantes; en el prólogo de las Novelas ejemplares se daban minuciosos detalles de la fisonomía de Cervantes. Surgió en algún cerebro la idea de crear una efigie auténtica del autor del Quijote. Á mano tenía un retrato parecido; era sólo cuestión de desfigurarlo con hábiles retoques...
En 1600, fecha del retrato aludido, Jáuregui tendría—según los documentos encontrados—unos diez y seis años. No es una maravilla la pintura; no pasa de ser un retrato mediocre. Pero ¿hasta qué punto es verosímil que Jáuregui, á esa edad, hiciera ese retrato? Y aparte de esto, ¿hasta dónde es verosímil también que Cervantes, á la distancia de once años, sintiera la añoranza de una pintura, no obrada por la mano de un gran maestro, sino mediocre, hecha por un mozo inexperto? Aquí se impone el examen atento, detenido, escrupuloso, de la inscripción que la pintura lleva. La fecha es de 1600. «La fecha de 1600, tan extraña hoy que sabemos que Jáuregui nació en Noviembre de 1583, se explica fácilmente si recordamos que hasta 1899 se creía que el pintor-poeta había nacido en 1570 ó hacia ese año.» El desconocido que en el siglo XVIII—ó cuando fuere—simuló el retrato de Cervantes, puso bien la fecha, de modo que, según entonces se creía, el retrato no resultaba una extraña precocidad de un pintor adolescente.
Se impone—en conclusión—un examen técnico, realizado por técnicos, de las condiciones materiales[Pg 54] del retrato y de las condiciones del rótulo que lleva. Empléense los reactivos y procedimientos que en estos casos se acostumbra. ¿Se hará así? Mucho tememos que no. Y, sin embargo, no padecería el prestigio de nadie, ni habría menoscabo de nada, si se demostrase que esta pintura no es auténtica. Los que la han propugnado y defendido, ¿qué cosa más noble, laudable y delicada pueden haber hecho sino desear que, al cabo del tiempo, tras tantas rebuscas é investigaciones, poseamos una imagen auténtica del más grande de nuestros artistas literarios?
[Pg 55]
El maravilloso silencio.—Nos place imaginar un convento situado en el declive suave de una loma; arriba está el pinar, rumoroso, bien oliente, desde donde, cuando sopla el viento, descienden hasta el llano ráfagas perfumadas. Delante se extiende la llanura inmensa, ondulada á trechos por los oteros y lomazos. La ciudad se perfila en lontananza, casi en los confines del horizonte. Un río lleva en curvas amplias su cinta de plata—entre el verde de las huertas—y acá y allá unos enhiestos y tremulantes pobos mueven blandamente sus hojas al céfiro. Nada se oye en la campiña. Ningún ruido denota la vida del convento. En el convento hay un patio central con una galería abierta; destaca en el centro el brocal—labrado—de una cisterna. El agua de la cisterna es delgada, frígida y cristalina. Cuando el caldero de cobre sube lleno, desde lo hondo, en el breve cristal se refleja—límpidamente—el azul del cielo.
Detrás del convento se abre un huerto plantado de frutales y legumbres; algún rosal muestra sus[Pg 56] rosas bermejas ó blancas sobre el obscuro follaje; y un vial de cipreses se recorta agudamente en el aire limpio y diáfano. Á la noche, desde lo alto, mientras en el cielo parpadean las eternas luminarias, se columbran, casi imperceptibles, allá abajo los puntitos de las luces ciudadanas. Ni en el campo ni en el convento interrumpe la paz augusta un solo ruido. En el convento, los corredores son amplios y claros; la cal nítida de las paredes reverbera cegadoramente en las horas del mediodía. Las celdas son chiquitas; desde sus ventanas se atalaya el paisaje. Algún religioso, sentado junto á la ventana, al levantar la vista del libro, ha visto en la lejanía de un camino una caravana que se dirigía de una ciudad á otra ciudad; acaso su corazón se ha oprimido un momento y sus ojos han seguido el tropel hasta que se perdía en el horizonte. Hoy, al cabo de cuatro siglos, esa ligera opresión la suscitaría tal vez el paso vertiginoso de un convoy que deja sobre el añil del cielo un trazo negro de humo...
Miguel de Cervantes, que tanto había caminado por el mundo, amaba el silencio. Cervantes había vivido, durante años, en un reducido piso donde apenas podían revolverse las personas de su familia. Era en Valladolid. Cervantes ocupaba un angosto cuartito que se hallaba situado encima de una taberna. Día y noche conturbarían el silencio de Miguel el tráfago ruidoso, las idas y venidas, las vociferaciones, las riñas, los cantos de los bebedores. Durante la noche, hasta la madrugada, hasta el alba, Miguel, acostado en su cama, estaría[Pg 57] oyendo, á través del piso delgado, allí cerca de su cráneo, esas porfiadas, estólidas, soeces, inacabables altercaciones vinarias. Y mientras las voces resonaron en la soledad, turbando el sosiego, Miguel ansiaría cada vez más el silencio: el silencio sedante, el silencio dulce, el silencio que es compañero de los coloquios interiores del artista. Cuando Cervantes en el Quijote pinta la casa del caballero del verde gabán, recordad cómo hace notar que en ella reinaba el silencio. Recordad también cómo adjetiva ese silencio. Maravilloso silencio es—escribe Miguel. Ese silencio maravilloso es el que reina en este convento, donde mora y tiene sus soliloquios interiores un poeta.
No hay otro en Castilla.—Al trazar la etopeya de nuestro poeta, del mismo modo que necesitamos ver el paisaje, es preciso hablar de sus compañeros. Sus compañeros, las gentes que han vivido en su mismo ambiente espiritual, unos han pasado á la historia y son ilustres en la literatura; otros—humildísimos—han quedado esfumados en el tiempo. La eterna corriente de las cosas se los llevó sin dejar de ellos mas que un ligero recuerdo. Y, sin embargo, estas figuras tienen un profundo encanto. Santa Teresa de Jesús ha pintado con rápidos rasguños algunas de estas figuras. Santa Teresa de Jesús tiene la frase expresiva, plástica y popular. Hablando, por ejemplo, de su pobreza, escribe: «Aquel día ni una seroja de leña teníamos[Pg 58] para asar una sardina». Santa Teresa de Jesús hace vivir en cuatro líneas las personalidades de Beatriz Óñez y de fray Antonio. Al Libro de las fundaciones nos referimos. Beatriz Óñez era una mujer abrumada y angustiada por el dolor; en sus años mozos estaba. Un mal terrible la atenaceaba. No perdió, con todo, su serenidad. «Jamás por cosa la vieron de diferente semblante, sino con una alegría modesta»—escribe Teresa. «Un callar sin pesadumbre, que con tener gran silencio era de manera que no se le podía notar por cosa particular»—observa también la santa en Beatriz. Y luego añade: «En todas las cosas era extraño su concierto interior y exteriormente; esto nacía de traer muy presente la eternidad». La semblanza de fray Antonio la hace Teresa de Jesús en dos líneas: fray Antonio se le presentó pobre y humilde. No tenía nada. «Sólo de relojes iba proveído, que llevaba cinco.» «Que me cayó en harta gracia»—añade Teresa. Este frailecito llevaba nada menos que cinco relojes, «para tener las horas concertadas». Ese frailecito, con sus cinco relojes, se nos aparece como obsesionado por el tiempo que pasa, por el tiempo suave é inexorable, por el tiempo que todo lo trae y todo se lo lleva.
Nuestro poeta es un hombre chiquito; tiene la cabeza pequeña, redondita, y en ella destacan unos ojos luminosos y una boca de labios delgados. Su retrato da la impresión de una sensibilidad hiperestesiada. Es nuestro poeta uno de esos hombres tímidos y fogosos á la vez, uno de esos temperamentos silenciosos y delicados que vibran[Pg 59] fuertemente á los contactos del mundo exterior. No hay otro como él en Castilla. «Es un hombre celestial y divino—escribe de él Teresa de Jesús en una de sus cartas—. No he hallado en toda Castilla otro como él.» Otros poetas, como Garcilaso, han sido refinados y cultos; en sus versos han puesto la quinta esencia italiana; sus conceptos amatorios han ido entremezclados de breves paisajes. Fray Luis de León ha sido fogoso é impetuoso; tiene el ardimiento y la elocuencia de un pagano; á veces—como en la primera Oda á Nuestra Señora—llega á lo trágico en la expresión de sus dolores íntimos y de sus desesperanzas. Nuestro poeta, San Juan de la Cruz—de cuyo Cántico espiritual acaba de publicarse una nueva edición—; San Juan de la Cruz es mórbido, delicado, sensitivo. Ningún poeta castellano nos ofrece esta muestra de frágil morbidez. Entre la penumbra de los símbolos, el espíritu del poeta ondula, tiembla, gime, canta como un niño ó como una delicada mujer. Hay momentos en que el lector de estos breves poemas permanece absorto, indeciso, desorientado, sin acertar á distinguir la trascendencia alegórica de la aparente realidad.
En el silencio de la blanca celda vemos—espiritualmente—al poeta trazando sus versos, y sintiendo al trazarlos una viva emoción, una ansiedad febril, como pocos de nuestros poetas han sentido. No hay otro como él en Castilla.
[Pg 60]
La fuente en la noche.—El simbolismo de San Juan de la Cruz se halla inspirado en la Naturaleza. El poeta nos habla de las montañas, los valles solitarios y nemorosos, las ínsulas extrañas, las viñas florecidas, la soledad sonora, las aves ligeras, las riberas verdes, las subidas cavernas de las piedras, el canto de la dulce filomena, el agua pura, las frescas mañanas, las tortolicas que revuelan henchidas de amor... Oigámosle en uno de los más típicos, sugeridores, trascendentes de sus poemas. El poeta piensa en una fuente; él sabe dónde mana y corre. Y añade: Aunque es de noche. No puede decir cuál es su origen; no lo tiene; pero todo se origina de esta fuente. Aunque es de noche. No hay cosa tan bella en el universo; cielos y tierra beben de este manantial. Aunque es de noche. Nunca ha sido su claridad obscurecida; toda luz viene de ella; sus corrientes son caudalosas; la inmensidad de las gentes se riega con ellas. Aunque es de noche. Todas las criaturas son llamadas para que sacien su sed en esta fuente; mi más ardiente deseo está en sus aguas. Aunque es de noche... Y así, el poeta—delicado y sensitivo—asocia á las tinieblas lóbregas y perdurables de una noche la sensación de una fontana cristalina y amorosa, que va manando casi calladamente, con un son apacible, melódico.
[Pg 61]
Emilio Bobadilla, nuestro querido y admirado crítico, acaba de publicar un libro sobre ciudades y paisajes españoles. Viajando por España se titula el libro flamante de Bobadilla. Tiene este escritor—lo saben los aficionados á las letras—una fina, extensa y variada cultura; conoce escrupulosamente el movimiento filosófico y literario de Europa; escribe en un estilo limpio, claro, preciso, nervioso. Bobadilla nos habla en su libro—después de algunas páginas dedicadas á paisajes de los Pirineos—de las viejas y gloriosas ciudades que se llaman Burgos, Valladolid, Salamanca, Toledo. Hermosas son las descripciones que el autor traza de panoramas urbanos y agrestes; no tienen menos interés las reflexiones—más bien breves estudios—que entre paisaje y paisaje intercala Bobadilla. Se habla aquí, por ejemplo, de nuestra poesía medioeval, la lírica y la heroica; del descubrimiento de América; de la vida estudiantil en el siglo XVI; de Miguel de Cervantes y de sus dolorosas andanzas.
[Pg 62]
El estudio más largo y substancioso de todos éstos es el dedicado á la conquista de América. El tema reviste un interés supremo para los españoles; fuera de España se escribe también abundantemente en estos últimos años. La conquista de América ha sido diversamente juzgada á lo largo de nuestra historia posterior á ella. Sucesos son ésos en que se han fundamentado y se siguen fundamentando los juicios que de España se hacen respecto á su actuación en el pasado: un pasado de cuatro siglos. Un hombre generoso y ardiente—Bartolomé de las Casas—es quien primero da argumentos copiosísimos á cuantos nos reprochan determinados procedimientos de colonización. Codicia, violencia, rapacidad, crueldad: en estas palabras sintetizan sus acusaciones los que se apoyan en Las Casas. Pero ¿qué es lo que hay de cierto en el libro famoso de aquel hombre caritativo? ¿En qué cantidad se halla en él la verdad y en qué la hipérbole?
Son numerosas las rectificaciones que se han hecho á Las Casas; reputamos por una de las principales la publicada en el siglo XVIII por el clérigo catalán don Juan Nuix. Tradujo esta obra, y la publicó en 1782, un ministro del rey: don Pedro Varela y Ulloa. Alegamos la alta calidad del traductor para que se conceda todo su valor á ciertas frases del prólogo que él pone á su traducción, y en que se dice que «aunque el fin del autor es defender á los conquistadores de la América en común, no por eso pretende disculparlos del todo». Bastan estas palabras para que la cuestión quede[Pg 63] colocada en sus verdaderos términos. En este largo y tenaz pleito de nuestra conquista americana; en la luenga porfía entre apologistas y detractores, se va haciendo un resquicio por el que surge la verdad. Entre la muchedumbre de libros producidos á propósito de este tema, lo que, á nuestro entender, quedará como expresión de serenidad y equilibrio será el Diálogo entre Guatimocin y Hernán Cortés, trazado por don Francisco Pí y Margall.
Pero si existe en el problema de la conquista de América este aspecto universal, que interesa tanto en nuestro país como fuera de él, existe también otro aspecto puramente, exclusivamente nacional: el que atañe á lo que influyó en la marcha de España el descubrimiento del Nuevo Mundo. Ángel Ganivet ha indicado en el Idearium español una teoría que merece ser meditada. Para Ganivet los Reyes Católicos emprendieron la formación de España, de la nacionalidad española, sobre tres bases: una, la política; otra, la intelectual; otra, la material. En la primera estaba comprendida el saneamiento de las costumbres, corrección de corruptelas administrativas, cauterización de abusos, escándalos, irregularidades, latrocinios, etc., etc. La segunda abarcaba el fomento de la instrucción pública, creación de centros de enseñanza, protección á los estudios, aliento á literatos y publicistas, etc., etc. Y la tercera, la material, iba encaminada á la creación de una industria y de un comercio prósperos, al robustecimiento de la agricultura, construcción de caminos, alumbramiento[Pg 64] de aguas, trazado de canales, etc., etc. Prescindamos—dicho sea de pasada—de exagerar un tantico una fórmula determinada, un determinado propósito; al escribir trabajos de historia, fácilmente se incurre en este error de ampliar y sistematizar en siglos pasados, en hombres de otras épocas, planes y designios que acaso no fueron mas que ideas embrionarias é inconexas. Pero, en fin, hay mucho de exacto en lo que escribe Ganivet. Ahora prosigamos.
Las dos primeras acciones—la política y la intelectual—comenzaron á realizarlas Fernando é Isabel con gran brío y eficacia. Se pueden citar numerosos hechos que lo demuestran. En cuanto á la tercera acción—la atañadera al fomento de la riqueza—, se disponían á emprenderla cuando se interpuso el descubrimiento de América. Ese hecho magno torció el curso de nuestra historia. América refulgió espléndidamente á lo lejos con resplandores de oro. «Y dejando las prosaicas herramientas del trabajo—escribe Ganivet—, allá partieron cuantos pudieron en busca de la independencia personal, representada por el Oro; no por el oro ganado en la industria ó el comercio, sino por el oro puro, en pepitas.» Á partir de ese éxodo alucinante de millares y millares de españoles—lo mejor de la nación—, la decadencia de España se inicia. Nótese que el esplendor verdadero, robusto, no ha tenido ocasión de comenzar; los Reyes Católicos apenas han puesto las primeras piedras del nuevo y soñado edificio. Pero va á comenzar un período de esplendor, de apogeo, de[Pg 65] vitalidad nacional, completamente ficticio, artificial, morboso.
Tan exacto es esto, tan cierta es en el fondo la teoría de Ganivet, que no podremos hallar otra más lógica y racional. En ella vienen á parar implícita ú ostensiblemente cuantos reflexionan sobre el desenvolvimiento de España desde el siglo XVI hasta la fecha. No de otro modo que Ganivet piensa Jovellanos en su Informe sobre la ley agraria. Para el gran pensador, el esplendor de España, ocasionado por las conquistas de América y por las guerras europeas, «pasó como un relámpago.» «Todo creció entonces—añade—si no la agricultura». «Las artes, la industria, el comercio, la navegación recibieron el mayor impulso; pero mientras la población y la opulencia de las ciudades subía como la espuma—dice también Jovellanos—, la deserción de los campos y su débil cultivo descubrían el frágil y deleznable cimiento de tanta gloria.»
Sí; el esplendor, la vitalidad, la solidez de un país no pueden ser resultado más que del trabajo y de la ciencia. Ciencia y trabajo: he ahí en dos palabras, para los nuevos españoles, todo un programa.
Fray Candil da en su libro una serie de visiones intensas y precisas de viejas ciudades españolas. Toledo, Salamanca, Burgos pasan ante la vista del lector evocadas en un estilo limpio, diáfano,[Pg 66] nervioso, preciso. No es un sentimental Emilio Bobadilla, ni, por el contrario, tiene parentesco alguno con los secos eruditos catalogadores. Culto, erudito, la cultura y la erudición son en el ilustre crítico un medio. Lo importante para este artista—como para todos los artistas—es la esencia de las cosas. Á ella llega Fray Candil en esas páginas luminosas.
Á Bobadilla debe la moderna cultura literaria española muchas de las ideas que hoy, entre los jóvenes, andan en circulación. Su obra crítica es paralela á la de Leopoldo Alas. Se podría hacer (y habrá de hacerse) un catálogo de las ideas nuevas que la generación actual debe á Clarín y á Fray Candil. Los dos han contribuído poderosamente á renovar la sensibilidad artística española. Han enseñado á pensar... y á sentir. Todavía Alas se sentía coartado por el compañerismo que le unía á los escritores de la generación anterior; muchos de sus juicios—hiperbólicos—nos desplacen hoy (por ejemplo, hablando de Balart, de M. Pelayo, de Núñez de Arce, etc.); desearíamos un poco más de crítica, de examen.
Bobadilla, venido de fuera, más libre de toda solidaridad sentimental, ha podido ser más sincero. Otro factor: su culto por la ciencia, su entusiasmo por la experimentación ha hecho que en su espíritu chocaran, más que en el de Alas, la enorme incoherencia, la formidable falta de lógica, la terrible superficialidad—hablamos en general—de la literatura producida por sus contemporáneos. Verbalismo, hipérboles, falso lirismo, prejuicios sentimentales,[Pg 67] efectismos ilícitos, ausencia de cultura, mal gusto, chocarrería tradicional... todo esto ha sido combatido, ridiculizado, escarnecido por Bobadilla. Viajero incansable por Europa, curioso de todas las literaturas, Fray Candil ha sido uno de los obradores primeros del actual contacto con el pensamiento de fuera...
No son estas líneas mas que sumarias indicaciones. El autor de ellas, que tanto ha modelado su espíritu en la obra crítica de Bobadilla, se complace en enviarle, desde estas páginas, la expresión de su sincero reconocimiento.
[Pg 69]
Anunciamos en uno de los artículos anteriores que dedicaríamos unas líneas á comentar ciertas afirmaciones de Julio Cejador. Ha hecho tales aseveraciones Cejador en el prólogo á la edición flamante de Juan Ruiz, por el dicho filólogo aliñada y por La Lectura dada á luz. Américo Castro estudiará detenidamente—con su reconocida competencia—la obra exegética de Cejador en el próximo y segundo número de la Revista de Libros. Aquí no se trata de ningún examen serio—ni no serio—, sino de un simple devaneo impresionista. Julio Cejador ha publicado también en estos días una novela—Mirando á Loyola—; en el prólogo se lamenta de que hubiera quien, hace meses, no dijese nada respecto de otro libro suyo. «Hubo quien no se arrestó—escribe Cejador—á saludar su venida á esta común luz de la vida que todos gozamos.» Tiene razón nuestro querido amigo en lamentarse del silencio; no hay nada peor que el silencio para un literato, como para un actor, un orador, ó, en general, un hombre que viva de la[Pg 70] opinión y para la opinión. No somos nosotros de los que hacen á los libros la guerra sorda del silencio. Mejor que callar, preferimos ofrecer nuestro juicio duro—cuando es duro—con toda su sinceridad. Esta sinceridad—más, mucho más que la loanza convencional—preferimos que se tenga con nuestros libros. ¿Le ocurre lo mismo á Cejador? Pues con todos los respetos á su persona y con toda la admiración que nos inspira su vasta, varia y cultísima labor, allá van las siguientes observaciones sobre su introducción á Juan Ruiz.
Lo primero que hemos de anotar es que Cejador es aficionado en demasía á la generalización. Criticar es diferenciar, establecer las discordancias, expresar los rasgos característicos, únicos, de un autor ó de una obra. Recordemos siempre—aplicándolo á la crítica—la lección de Flaubert respecto de la novela. «En la calle—decía Flaubert—hay media docena de coches de punto estacionados en su parada. La cuestión es salir, observarlos, y, aunque todos parecen lo mismo, hacer de modo que, al describirlos, cada uno sea diferente de los otros, cada uno tenga su vida propia.» Con superlativos, con hipérboles, con loanzas épicas no se pinta á un artista, no se nos dice cómo es. No; lo que hay que hacer no es generalizar, sino particularizar. El juicio que Menéndez y Pelayo formula, por ejemplo, de Gracián y El criticón (en la cubierta de la nueva edición de esta obra ha sido reproducido), lo mismo conviene á Gracián, que á Quevedo, á Carlyle ó á Swift. Cuando Cejador nos habla del Arcipreste de Hita, sus palabras ardorosas[Pg 71] lo mismo pueden convenir á este poeta ó á otro escritor (verbigracia, Rabelais) por el que sintamos el lírico entusiasmo que Cejador siente por Juan Ruiz. «Este hombre—escribe nuestro filólogo—es el gigantesco aquel llamado Polifemo que nos pintó Homero, metido á escritor.» «Los sillares con que levanta su obra—añade—son vivos peñascos arrancados de las cumbres de las montañas y hacinados sin argamasa ni trabazones convencionales, de las que no pueden prescindir los más celebrados artistas.» (Note el lector de pasada ese más que hemos subrayado. ¿Por qué esas trabazones—no nos explicamos bien lo que quiere decir Cejador—no las ha de tener Juan Ruiz y sí los demás artistas? Y ¿por qué no ha de haber ni uno solo entre los más celebrados artistas que no posea esa condición? Los más celebrados: es decir, todos. Homero, Shakespeare, Cervantes, Dante, Lope, Leopardi, Virgilio, etc., etc., etc.)
«El Greco se queda corto en pintura para lo que en literatura es Juan Ruiz»—escribe más adelante nuestro buen amigo. Acaba de decir Cejador, líneas arriba, que el arcipreste es «tan grande», «tan colosal», que se le ha ido de vuelo á los críticos más agudos. No entendemos tampoco bien lo que aquí se ha querido decir. Pero lo importante es la cita del Greco después de lo que se acaba de decir. Ningún pintor estaba menos indicado que Theotocópulos para este acercamiento á Juan Ruiz. Aparte de que el Greco, aunque pintó mucho en cantidad, no se hace notar por su abundancia excepcional, existe la diferencia hondísima de orientación[Pg 72] espiritual, de tendencia y procedimientos, entre el poeta y el pintor. Si era preciso citar un pintor al hablar de Juan Ruiz, más que al Greco, pudo citarse á Rubens, á Jordaens y aun al mismo Tiziano, pintores todos del color, de la vida exuberante, de la jocundidad, del goce pletórico de vivir. «Su obra, repito—sigue diciendo Cejador—, es el libro más valiente que se halla en esta literatura castellana de escritores valientes y desmesurados sobre toda otra literatura.» Repetimos nosotros también nuestra observación: ¿para qué estos extremos del más y del menos? En la literatura castellana hay libros que nos parece son tan valientes como el de Juan Ruiz. (Ignoramos el verdadero alcance de este adjetivo.) Ahí está, por ejemplo, el Quijote, ó La Celestina, ó La vida es sueño, ó el Don Álvaro, ó La Dorotea... Y ¿por qué la literatura castellana ha de ganar á las demás en libros valientes? Cuando Rabelais y Montaigne escribían las cosas que escribían, ¿había alguien en Castilla que dijera esas mismas cosas? Más tarde, compárese, por ejemplo, lo que dice Quevedo (ingenio castellano de primer orden) con lo que dice en sus Trágicas, y especialmente en la parte Los príncipes, Agripa de Aubigné (ingenio francés, no de primera magnitud, sino secundario).
Sigamos comentando. Hablando de los poetas que han llevado una vida de libertinaje y disipación, escribe Cejador: «Yo concederé que entre tales hombres pueda darse un poeta; jamás un extraordinario poeta». «Los más encumbrados pensamientos[Pg 73] y los sentimientos más delicados no andan por las tabernas y lupanares.» Llegamos á la discordancia á que hacíamos referencia en uno de los anteriores artículos: la discordancia entre la vida del poeta y su obra. Sería difícil discutir sobre este punto con Cejador, porque á su arbitrio habría de quedar el alcance que diera al vocablo extraordinario que acabamos de citar. ¿Qué es y quién es un poeta extraordinario? ¿Dónde acaba en un poeta lo ordinario y dónde comienza lo extraordinario? Aquí tenemos, por ejemplo, á un poeta libertino, relajado. Vivió la vida más disipada que puede vivir ser humano. Figuró en una cuadrilla de bandidos; cometió robos; mató á un clérigo en riña; estuvo en prisión; estuvo á punto de morir en la horca. Se llamó este poeta Francisco Villon. ¿Es ó no extraordinario? ¿Hay ó no emoción honda y delicadísima en sus baladas de Los ahorcados, de Las damas de antaño, de Los caballeros de antaño? ¿Son ó no son esos poemas poesía, y poesía de la más alta, de la que hace sentir? (¡Oh, las nieves de antaño! Mais où sont les neiges d’antan?)
Pero no es sólo Villon. Los ejemplos abundan. ¿Es ó no gran poeta Baudelaire? ¿Lo es ó no Edgardo Poe, aparte de sus libros en prosa? ¿Lo es ó no Verlaine, el pobre Lelian? Terminemos. Tendríamos que examinar ahora la interpretación que Cejador da de El libro de buen amor. Tarea larga sería esa. Cejador cree (lo repite á cada momento) que el Arcipreste de Hita escribió su obra para edificación espiritual de los lectores. Tanto valdría decir que Rubens pintó sus exuberantes[Pg 74] desnudos para que abomináramos de la carne. Más sencillo—y más lógico y racional—es creer que Juan Ruiz escribió espontáneamente, sin designio ético ni ascético, del mismo modo que ni Jordaens, ni Rubens, ni Tiziano llevaban tal mira cuando pintaban sus cuadros.
[Pg 75]
El doctor Ramón y Cajal ha publicado la tercera edición de su libro Reglas y consejos sobre investigación biológica; aparece esta reimpresión considerablemente aumentada. Hay libros que tienen un clamoroso, pero fugacísimo éxito. Hay otros cuyo éxito parece como clandestino, como subterráneo; ni la prensa ni el gran público hablan apasionadamente de ellos; mas poco á poco se van vendiendo; un círculo reducido de estudiosos los comenta; en trabajos de revista y en conferencias y en explicaciones de cátedras se va viendo lentamente un reflejo, una influencia de esos libros; otros libros, en fin, nacen engendrados por ellos; y en definitiva, tal volumen que no obtuvo éxito ruidoso, que no entusiasmó á la gente que se halla en los aledaños de la intelectualidad, ni llegó á noticia de los parlamentarios; tal volumen, repetimos, ha sido fundamental en la ideología de un país—en determinado momento—y ha constituído uno de los factores de su evolución social ó literaria. De esta clase de libros es el citado del[Pg 76] doctor Cajal. Prueba de ello nos la ofrece la extensión que por España y singularmente por los pueblos americanos van teniendo sus repetidas ediciones, y las exhortaciones que, agotados los ejemplares, se hacen de todas partes para que se le reimprima.
El libro de nuestro gran sabio no es, como pudiera creerse, un libro de técnica, de técnica relacionada con las investigaciones que á Cajal le han dado renombre universal. Se trata, sí, de un conjunto de observaciones y consejos dictados por la experiencia que pueden ser útiles, no sólo al investigador biólogo, sino á toda clase de estudiosos y científicos. Nada más lejos—aparentemente, al menos—de la biología que la crítica literaria; sin embargo, pocos laboradores podrán sacar tanto provecho de estas reglas y normas que dicta—sin dogmatismo alguno—nuestro sabio, como los críticos literarios y los historiadores de las letras. Imaginad, para formar idea de este libro, algo así como El criterio, de Balmes, hecho por un verdadero hombre de ciencia y en el cual se hayan aprovechado todas las aportaciones del saber—y del sentir—moderno, á más de la rica experiencia de uno de los cerebros contemporáneos más poderosos. En igual sentido que Cajal, pero con un designio menos científico, menos limitado á un solo objetivo, ha escrito el agudo é independiente pedagogo uruguayo Carlos Vaz Ferreira, y su libro Lógica viva puede ser recomendado, sin reservas, efusivamente, al igual que el de nuestro sabio, á cuantos deseen un directorio espiritual á la moderna.
[Pg 77]
Sobre las Reglas y consejos, de Cajal, habría mucho que hablar; nos limitaremos á hacer algunas indicaciones; señalaremos, acá y allá, algunos pasajes del libro, que son á manera de jalones en el espíritu del autor. Ante todo, hemos de hacer constar el placer que causa el ver á un hombre que por sus trabajos parecería ajeno al arte de la prosa, escribiendo en un estilo verdaderamente literario, un estilo claro, preciso, limpio, ameno, insinuante. Cajal hace honor, con la pluma en la mano, á esa gran estirpe de prosistas aragoneses de donde han salido los Argensola, Palafox, Gracián, Mor de Fuentes, Costa, etc. Abriendo al azar el libro, y sin propósito de hacer una crítica sistemática, nos encontramos con observaciones, atisbos, intuiciones de una profunda clarividencia y de una grande y noble libertad de espíritu. Por ejemplo, en las páginas 69 y 70 vemos el paralelo rápido que el autor hace entre el héroe y el sabio. Después de hablarnos de este último, Cajal escribe: «Por el contrario, el héroe sacrifica á su prestigio una parte más ó menos considerable de la humanidad; su estatua se alza siempre sobre un pedestal de ruinas y de cadáveres; su triunfo es exclusivamente celebrado por una tribu, por un partido ó por una nación, y deja tras sí en el pueblo vencido, y á menudo en la historia, reguero de odios y de sangrientas reivindicaciones.» Al hablar así, Ramón y Cajal se coloca plenamente dentro de la tradición española; de una tradición creada por un núcleo—renovado á través del tiempo—de pensadores y artistas literarios. En 1859[Pg 78] Campoamor decía en su poema Colón, parte V, estrofa XXIV: «Toda fama es un crimen si es sangrienta—ó la gloria no es gloria ó es incruenta». En el siglo XVIII Feijóo compara á los héroes con los malhechores en su discurso La ambición en el solio, y escribe: «No es paridad, sino identidad la que propongo; porque verdaderamente esos grandes héroes que celebra con sus clarines la fama, nada más fueron que unos malhechores de alta guía. Si yo me pusiese á escribir un catálogo de los ladrones famosos que hubo en el mundo, en primer lugar pondría á Alejandro Magno y á Julio César». Cien años antes, en el siglo XVII, Quevedo escribía en su Marco Bruto: «En el mundo los delitos pequeños se castigan y los grandes se coronan, y sólo es delincuente el que puede ser castigado; y el facineroso que no puede ser castigado es señor».
En la página 30 y en la 54 Cajal se rebela contra la superstición de lo sancionado y consagrado. Regla fundamental es ésta. Ni un biólogo, ni un historiador, ni un crítico literario podrán aportar nada nuevo á la ciencia y al arte si no están dotados de un espíritu independiente. Y la base de esa independencia será la revisión minuciosa de lo ya sancionado. No es que se trate de destruirlo todo absurda y estúpidamente. No; se trata de ir á ver personalmente, con escrupulosidad, si lo que se dice de tal ó cual valor científico, ó literario es exacto; se trata de ir á verificar un juicio formulado por las generaciones pasadas ó por grandes autoridades, con el fin de comprobar si[Pg 79] ese juicio, si esa sanción se ajusta ó no á la realidad. Cajal cita diversos casos á él ocurridos en los comienzos de sus investigaciones. No podría caminar la humanidad, ni evolucionarían la ciencia y el arte, sin ese espíritu de rebeldía, de insumisión, de no conformidad, que es el más hondo propulsor del progreso.
Páginas de fina intuición también las dedicadas al por qué de los fenómenos. ¿Llegaremos alguna vez á desentrañar el secreto de la vida y del pensamiento? Hoy nuestros sentidos—dice el autor—son de «una gran penuria analítica»; algún día acaso alcancemos una agudización de los registros óptico y acústico que nos permita escudriñar ese misterio; acaso el cerebro humano llegue á una sensibilización de que no podemos formarnos hoy idea. Relacione el lector estas páginas en que nuestro Cajal habla de los sentidos y de la realidad objetiva con otras páginas análogas de Montaigne. Al cabo de cuatro siglos, es curioso observar cómo un gran sabio se nos muestra embargado con la misma preocupación que embargara á un espíritu fino y libre del siglo XVI. ¿Cuál es la verdadera realidad?—se preguntaba Montaigne—. ¿No hay más que lo que nos dicen los sentidos? ¿Y si tuviéramos un sentido más, ó dos, ó tres más? «Hemos formado una verdad por la consultación y concurrencia de nuestros cinco sentidos; pero acaso era necesario el acuerdo y cooperación de ocho ó de diez sentidos para percibir la realidad exactamente y en su esencia.» Certainement et en son essence—así escribe Montaigne en el célebre capítulo[Pg 80] XII, del libro II, de los Ensayos. ¿Alcanzaremos algún día esa exactitud y esa esencia?—pregunta ahora nuestro Cajal. Si para ello se necesitaran más sentidos y no los tenemos, ¿llegará á hiperestesiarse el cerebro humano—á través de los siglos—en grado tal que supla esa falta?
Nos vemos precisados á terminar; la última parte del libro de Cajal está consagrada al «problema» de España. Se expone en ella las distintas teorías que sobre la decadencia española se han formulado desde hace más de tres siglos: teorías materialistas unas; teorías espiritualistas otras. Materialistas, por ejemplo, Saavedra Fajardo, Gracián, Macías Picavea, etc., que ven nuestra postración en causas materiales (guerras, abandono de los campos, falta de fomento en la Marina, etc.); espiritualistas, los que consideran—como Larra, como Cadalso—que nuestro abatimiento proviene de no habernos incorporado, en la época del Renacimiento, al movimiento de renovación intelectual—y emocional—de Europa. Á decir verdad, las dos teorías capitales suelen ir mezcladas y entreveradas, como en Joaquín Costa, y á la educación, al trabajo de rehacer el espíritu, sobre bases científicas, fían la mayoría de los palingenistas el remedio. Esa es la actitud—no podría ser otra—del doctor Ramón y Cajal, y por eso su libro, en que tan bellas páginas hay, es un patriótico y alentador libro.
[Pg 81]
La Lectura ha publicado, en su colección de clásicos castellanos, una edición de las poesías de don Esteban Manuel de Villegas. Ha cuidado del texto y de las notas don Narciso Alonso Cortés. Es el señor Alonso Cortés un erudito tan benemérito como modesto; de buen gusto, sobriedad—cosa tan difícil—y cultura da muestras en su trabajo. Examinemos—brevísimamente—la vida del poeta riojano, su obra y la influencia de su obra... Don Esteban Manuel nace en un pueblecito de la Rioja; viene á Madrid siendo muchacho; estudia leyes en Salamanca; la ciudad castellana, henchida de tráfago estudiantil, debió de ver los primeros ensueños, los primeros anhelos, los primeros entusiasmos del poeta. En las orillas del Tormes muchos han sido los soñadores españoles que han paseado sus quimeras. Vuelto á su pueblo, don Esteban Manuel va tejiendo las poesías que más tarde ha de reunir en un volumen. En Madrid lo publica; en la portada hace estampar—arrogantemente—esta inscripción: Me surgente quid[Pg 82] istae? Temeraria es la mocedad. «¿Qué diré—escribe en El Licenciado Vidriera Cervantes hablando de los poetas—; qué diré del ladrar que hacen los cachorros y modernos á los mastinazos antiguos y graves?» Indignáronse con el lema del novicio poeta los mastinazos antiguos y graves; comprendió Esteban Manuel su audacia—tinta en procacidad—y apresuróse á suprimir el dicho lema en los ejemplares no sacados á plaza todavía.
Casóse el poeta; bien de la patria mereció en su matrimonio; siete hijos dió á la tierra española. En Madrid anduvo entretenido en graves asuntos de erudición, historia y humanidades; ricas bibliotecas de magnates frecuentaba. ¿Habíase amortiguado ya en él la sacra llama? Compuso unas Disertaciones críticas, un Etimológico historial, un Antiteatro ó discurso contra las comedias; alguno de estos libros se ha perdido; de otros, más que decir que compuso, debemos decir que tuvo en proyecto. No sintamos ni la pérdida ni la no ejecución; en las viejas bibliotecas solemos ver, de tarde en tarde—nada más que ver—, estos libros gruesos, recios, llenos de citas griegas y latinas, en que, difusamente, se dilucida algún punto que no interesa á nadie. (Afuera luce el cielo azul; la vida pasa rumorosa y fugaz...)
Pasó el poeta por el dolor de ver morir en el albor de la juventud á alguno de sus hijos. Tuvo pleitos; no sabemos, ó no recuerda el autor de estas líneas, si los ganó; menos malo hubiera sido que los hubiera perdido. Una vez, hallándose charlando en la paz de una biblioteca, dijo algo[Pg 83] sobre el libre albedrío. Cosa terrible era ésta, en verdad. Véalo el lector: «San Anselmo dice que el poder pecar en el hombre no pertenece al libre albedrío». ¿Dice esto San Anselmo? Alguien escuchaba al poeta íntimamente escandalizado; la especie fué llevada sigilosamente á los señores de la cruz verde. Se deliberó sobre el caso; se deliberó madura, escrupulosa, detenidamente. Debieron de darse muchas, muchas, muchas vueltas al asunto. Cinco ó seis años pasaron en tales cavilaciones. Al cabo un día (¿no sería, para mayor color local, una noche?), un día llamaron á la puerta del poeta y le participaron que estaba procesado por la Santa Inquisición.
El proceso fué largo; encerrado estuvo don Esteban Manuel en las cárceles de Logroño; diez y ocho testigos le acusaron de producirse temerariamente en materias religiosas. Otros, en cambio, atestiguaron que era «hombre pío, limosnero, muy frecuentador de los sacramentos». Fué condenado, sin embargo de esto; se le desterró. ¿Escucharía su sentencia, como más tarde Olavide, con una vela verde en la mano y una soga de esparto al cuello? Ya el poeta era viejo; estaba cansado, fatigado; tenía más de setenta años. Volvió á su pueblo. En traducir el libro De consolación filosófica, compuesto por Boecio, empleó sus últimas energías mentales. Un día murió; contaba ochenta y ocho años. Había nacido en 1589; finaba en 1669.
Las poesías de don Esteban Manuel de Villegas, unas son originales, otras, traducidas. De Anacreonte,[Pg 84] de Horacio y de Tibulo ha traducido el poeta. La poesía de don Esteban Manuel es ligera, graciosa, fugitiva, alada; á veces también, el poeta se pierde y extravía en un sutilísimo preciosismo. En las poesías de don Esteban Manuel encontramos arroyuelos mansos, ruiseñores que cantan entre los laureles, tortolillas, vientos apacibles, auras leves, abejas que revolotean sobre las flores, prados verdes, mirtos, jilgueros pintados, fontecicas que «corren con pies de plata por arenas de oro». En esas poesías los galanes piden besos á sus enamoradas, y si éstas se resisten—siempre con cierta coquetería—, ellos se atreven á dárselos por fuerza. El dios ceguezuelo aparece en la figura de un niño, de carnes sonrosadas, con una aljaba llena de pequeñas saetas á la espalda. Hay fugitivas carreras de las mozas entre la enramada. Suenan rabeles. El vino luce en las tazas («con el suave vino doy sueño á las tristezas»). En el invierno, mientras las castañas saltan en el fuego del hogar, los enamorados beben y retozan («echa vino, muchacho; beba Lesbia y juguemos»). La primavera viste de alegría el campo («ya las campañas secas empiezan á ser verdes»). Cupido, Baco, Venus van y vienen de un verso á otro. Las pastoras se llaman—escuchad esta escala melodiosa de nombres—: Camila, Celia, Drusila, Lidia, Filis, Flora, Lamia, Lesbia, Licimna...
De las poesías de don Esteban Manuel de Villegas, dos han pasado á las antologías y son citadas y comentadas en las cátedras. Una de ellas es la dedicada á un pajarillo infortunado; otra, los célebres[Pg 85] sáficos adónicos. Hay en la primera una nota de delicada sentimentalidad mezclada á un matiz de prosaísmo. El pajarito, á quien le han robado su nido, pía plañideramente posado en un tomillo. «Dame mi dulce compañía, rústico fiero»—dice la avecica. «No quiero»—responde, un tanto vulgarmente, pero con sencillo realismo, el inhumano patán. En los sáficos, el verso que da la sensación capital es el de «céfiro blando»; cuando leemos esta poesía sentimos cómo este vientecillo, tan tenue, tan suave, tan dulce, un vientecillo que apenas mueve las hojas de los árboles, lleva—allá á lo lejos, á través del espacio—nuestras quejas, nuestros dolores íntimos. Y nos impresiona este contraste entre el aura tan sutil y nuestra pena tan recia y permanente...
Don Esteban Manuel de Villegas ha influído considerablemente en nuestra lírica. Todo el siglo XVIII está lleno de Filis, Livias y Lisis. Mientras eruditos, observadores y filósofos escudriñan los secretos de la Naturaleza y de la historia; mientras, en este siglo frío y reflexivo, se escribe de botánica, numismática, matemáticas, náutica, física, epigrafía, embriogenia, los poetas van cantando las gracias, primores, hechizos y retozos de Filis. De tal modo cantan Torres Villarroel, Gerardo Lobo, Huerta, Cadalso, Forner, Sánchez Barbero, Iglesias, Moratín, Meléndez Valdés, Arjona. Algunos de estos poetas han cantado otras cosas, se han significado, principalmente, por otros temas; pero ninguno ha dejado de rendir homenaje á esta galantería alambicada y rusticana. ¿Cómo[Pg 86] explicar esta especie de marea, de flujo y reflujo, que en la evolución de la poesía se produce? La moda, el contagio, hacen que en determinadas épocas, toda una generación poética afecte determinada sensibilidad. En los tiempos presentes, por ejemplo, la lírica se tiñe de un neo romanticismo. Se vive en una pretérita edad. Reviven—artificiosamente—los viejos hidalgos, las callejuelas, las tizonas, las espuelas de oro, el Cid, el arcipreste de Hita. Todo ello es aparatoso y vacío; todo ello es tan falto de vida como el neo clasicismo iniciado por Villegas... Poetas: observad vuestro tiempo; sentid vuestro tiempo; amad vuestro tiempo; cantad vuestro tiempo.
[Pg 87]
La Lectura acaba de publicar en su colección de clásicos una nueva edición de La Celestina. Ha cuidado del texto y de las notas Julio Cejador—trabajador infatigable. Hagamos algunas observaciones sobre esta nueva aparición de nuestra antigua amiga Celestina. Se referirán nuestras notas: unas, al autor del libro; otras, á la originalidad de La Celestina en el siglo XVI, es decir, al elemento de innovación que la obra representa en el arte; las demás, á la psicología y carácter de la protagonista.
¿Quién es el autor de La Celestina? La primera aparición de la obra fué de distinto modo á como la vemos hoy; constaba sólo de diez y seis actos la obra primitiva; más tarde se le añadieron hasta veintiuno. En esa forma la leemos hoy; en esa forma se la reimprime hoy corrientemente. «¿De quién son los autos añadidos juntamente con el Prólogo, en el cual alude á ellos y por ellos se escribió?—pregunta Cejador.—Todos los críticos[Pg 88] españoles, siguiendo á Menéndez y Pelayo, opinan que son del mismo autor que compuso la primitiva comedia.» Recordamos haber leído que, tras minuciosos exámenes, el fundamento de esta opinión lo ponen (Menéndez y Pelayo y sus seguidores) en la perfecta unidad y solidaridad técnica y psicológica que existe entre unos actos—los primitivos—y otros—los añadidos más tarde. Difícil sería no ver tales identidades técnicas y psicológicas. Figurémonos que hoy, Eugenio Sellés añade un acto á una obra de Dicenta, ó Linares Rivas á otra de Benavente. Dentro de tres siglos, si se ignoraran estos añadimientos, ¿quién notaría diferencias entre una y otra técnica y una y otra psicología? Existen indudablemente diferencias de estilo y de observación entre los autores citados; no son completamente idénticas sus tendencias y sus maneras de hacer. Pero esto que notamos hoy de obra á obra, en conjunto, totalmente (y que se notará también dentro de cien años), ¿cómo notarlo cuando se trata de una simple y accidental ampliación ó añadido?
Sin embargo, á pesar de todo, hay notables diferencias entre la primera Celestina, la de los diez y seis actos, y la posterior, la de los veintiuno. En la primera existe más ligereza, más sencillez, más espontaneidad; en la segunda se ha practicado una especie de taracea en la prosa; á lo largo de las páginas han ido embutiéndose sentencias, reflexiones más ó menos discretas, citas de autores clásicos, refranes y proloquios traídos con mayor ó menor pertinencia. La obra,[Pg 89] en su segunda aparición, ha perdido soltura, gracia, ímpetu, frescor de pasión y de sentimiento. ¿Fué el mismo autor de la primera concepción quien modificó la obra? ¿Fué mano distinta la que hizo estos cambios? Frecuente es el caso de que sean los mismos autores los que tales cambios y mudanzas hacen en sus libros; hace poco, en Francia, se han publicado, en un mismo volumen, tres versiones distintas de una misma novela. Aludimos á la novela Charles Blanchard, del malogrado Charles-Louis Philippe, publicada por la Nouvelle Revue Française. Y si se quiere ejemplo más insigne—aunque no más interesante, que éste lo es en alto grado—, ¿cómo no recordar las distintas versiones de La tentación de San Antonio, de Flaubert? ¿Puede darse nada más análogo, si bien á la inversa, que el caso de Flaubert y el del autor—si es uno solo el autor—de La Celestina? Hemos dicho á la inversa, porque en la obra del novelista francés, la primitiva versión es la recargada y densa, en tanto que la última es la ligera, la tenue, la sencilla.
Julio Cejador opina que Fernando de Rojas fué el autor de los primeros diez y seis actos de La Celestina, y un oficioso corrector, un aficionado á cosas de letras—sin ser artista—, el de los restantes. Cuando se compuso la primera Celestina, Rojas debía de tener, según los eruditos, veinticuatro años. ¿Fué realmente el autor Fernando de Rojas? ¿No lo fué? Se arguye en contra de la hipótesis á favor de un autor de veinticuatro años el que en la obra hay visiones y sensaciones de la realidad[Pg 90] que parecen indicar experiencia y fatiga del mundo. Más tarde veremos lo que tiene de exacto ese concepto de La Celestina como obra sabia, obra de experiencia, obra henchida de enseñanzas. Ahora limitémonos á preguntar: ¿quién es el que puede decir los misterios y prodigios de la intuición artística? Alfredo de Musset, por ejemplo, que hizo una obra de análoga tensión pasional y afectiva á la del autor de La Celestina—y mucho más extensa—, ¿á qué edad la realizó? ¿Á qué edad murió nuestro Garcilaso? Y entrando en esferas distintas, ¿no acabó sus días Larra á los veintisiete años? No queremos decir con esto que nos inclinamos á creer que el indicado Rojas sea el autor de La Celestina; ni afirmamos ni negamos. Lo que sí, decididamente, parece cierto es que en la obra, tal como la vemos hoy, han intervenido dos manos: una, la del primitivo autor, y otra, la de quien añadió los actos posteriores. Las observaciones que á este respecto hace Cejador y las pruebas que aduce son interesantísimas.
El autor de La Celestina—llámese como se llame—debía de ser un hombre culto, erudito, libresco, y por temperamento, vehemente, impetuoso; un hombre, en suma, intelectual y joven. Se nota bien á las claras en el estilo en que el libro está escrito. Del autor de La Celestina, dice Cejador: «El habla ampulosa del Renacimiento erudito la pone en los personajes aristocráticos y á veces en los mismos criados que remedan á su señor». (¿Que remedan á su señor de propio intento, dándose cuenta de ello, por burlería? O bien, ¿que[Pg 91] hablan así, imitándolos, sin propósito de escarnecerlos, por creer que es más noble este lenguaje? Y aparte de esto, ¿no será esta manera de hablar de los criados defecto de la obra, tan defecto como el habla de los señores... aunque menos excusable y justificado?) «Adviértase—dice más adelante Cejador—el estilo propio del comienzo del Renacimiento clásico, enfático, rimbombante, lleno de transposiciones y de voces latinas.» «Nos parece afectado—añade el autor hablando de tal estilo—, porque de hecho lo era, pero debemos agradecer al autor el que nos lo haya tan bien remedado del natural afectado de aquellos caballeros.» Tenemos por un poco extremoso este concepto; ábrase La Celestina por la primera página; comiéncese su lectura. «Calisto: En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios. Melibea: ¿En qué, Calisto? Calisto: En dar poder á Natura que de tan perfecta hermosura te dotase é facer á mi inmérito tanta merced que verte alcanzase, é en tan conveniente lugar que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción é obras pías, que por este lugar alcanzar tengo yo á Dios ofrecido, ni otro poder mi voluntad humana puede cumplir.» Tal es el comienzo del libro. ¿Hablaban, efectivamente, así los caballeros del siglo XVI? De ningún modo. Hay en la obra de arte (en el teatro, sobre todo) un realzamiento del lenguaje cotidiano; el diálogo real es ennoblecido, dignificado. No hay mas que ver los diálogos de las obras en que más se alardea de realismo.
[Pg 92]
La transposición literal, exacta, de las conversaciones vulgares sería absurda, estúpida. Pero la estilización de la prosa hablada tiene también su límite discreto. ¿Quién fija ese límite? ¿Cómo saber en qué medida nos hemos de apartar de lo cotidiano y cuál es la línea que en lo noble, en lo estilizado, no debemos traspasar? Nadie puede decirlo; no existen normas precisas sobre tal materia. Existe, de una parte, una especie de ambiente literario que domina en toda la época, en un determinado período histórico, especie de temperatura espiritual. (Así vemos, por ejemplo, que en España, y en 1885, domina en el estilo la nota solemne, amplia, enfática de la oratoria. Es la época en que Castelar lo llena todo. Núñez de Arce es poeta oratorio. Cánovas crea un estilo político de un ampuloso y artificioso casticismo oratorio. Los artículos periodísticos son oratorios. Las crónicas literarias son oratorias. Hay excepciones; pero el estilo, gracias á todas estas influencias, es lo que en esa misma época se ha llamado con un adjetivo repetido á todas horas en todas las redacciones: brillante. Hoy la temperatura intelectual ha variado, y no comprendemos ni sentimos aquella prosa periodística, ni aquella oratoria, ni aquella poesía.) Existe, por otro lado, el instinto del autor, es decir, su buen gusto, su delicadeza, su sentido de la realidad innatos. Esos dos factores determinan el punto en que el autor ha de situar su estilización de la vida diaria. El autor de La Celestina traspasa frecuentemente la línea permitida al artista. ¿Es causa de ello, principalmente,[Pg 93] las circunstancias particulares que en el Renacimiento concurren? ¿Se trata de una concesión del autor á determinado grupo de lectores? Afortunadamente, en La Celestina alientan y palpitan otros elementos, que son precisamente los que salvan, á pesar de todo, la obra y hacen de ella uno de los libros capitales de nuestras letras.
Nada más interesante que examinar cómo la obra de arte y el artista son mirados y juzgados en el fondo del organismo social, entre los elementos primarios de la sociedad. No sabemos, á punto fijo, lo que sucederá en otras sociedades; pero en la española, en la primera etapa de la masa social, cuando se quiere encarecer y ponderar el valor de un libro se hace referencia á la suma sabiduría, y cuando se quiere exaltar á un artista se le adjetiva como un hombre muy sabio. ¿Cómo al pueblo ha descendido esta modalidad crítica? De las altas clases seguramente ha bajado; un tiempo ha habido en que—rudimentariamente—todo metro y todo contraste crítico se reducían al tópico de sabiduría y de sabio. Recordemos el caso del Quijote; durante el siglo XIX la ponderación y el ensalzamiento del Quijote, ó mejor dicho, toda su crítica, se ha reducido á considerarle como un libro sabio, el más sabio de todos los libros.[Pg 94] Cervantes, en el Quijote, era jurisconsulto, estratega, geógrafo, botánico, médico, etc., etcétera. La crítica no decía las relaciones de la obra de arte con la sensibilidad humana, sino que—infantilmente—se esforzaba en demostrar la sabiduría (suma de conocimientos, enciclopedismo, docencia) de un libro. Perdura todavía en España este procedimiento; procedimiento, si bien intencionado, totalmente absurdo. ¿Á quién se le ocurrirá considerar como obras sabias una novela de Flaubert, ó una comedia de Molière, ó un diálogo de Leopardi? No está en eso precisamente el arte. Cejador, temperamento casticísimo, espontáneo, popular, ha cedido, al menos por esta vez, al prejuicio del primario elemento social. «Que los que quieran conocer el mundo, el hombre, el vivir y su amarga y dulce raíz, el amor, en que consiste toda la sabiduría, y por cuyo conocimiento fuisteis vosotros mismos sapientísimos varones y maestros de la filosofía española, leerán la Tragicomedia y aprenderán y... no se escandalizarán.» Así escribe Cejador, refiriéndose á algunos autores graves (Guevara, Vives) que han condenado La Celestina.
Tenemos con esto considerada La Celestina como libro sabio, libro de profundas enseñanzas. De este modo—como antes con el Quijote—se arroja sobre la clásica tragicomedia una luz que no es la que le conviene. Proyectada esta luz equívoca sobre la obra, el lector desprevenido ve en ella las conclusiones, los resultados de los procesos psicológicos, los actos, en suma, considerados[Pg 95] desde un punto de vista, no estético, sino ético; y no ve en ella, ó lo ve secundariamente, en segundo término, los matices, las transiciones sutiles que componen esos mismos procesos de psicología, los cambiantes aspectos de la sentimentalidad del autor—reflejada en las cosas, en el paisaje—; todo, en fin, lo que constituye lo alado, lo impalpable del arte. (Luego veremos, al hablar de cómo se considera á la propia Celestina, fantástica, hiperbólicamente; luego veremos una de las consecuencias prácticas de este modo de hacer crítica.) Acéptese ó no lo que acabamos de exponer, discútase ó no, lo cierto es que La Celestina no puede enseñarnos gran cosa respecto—como dice Cejador—del mundo, del hombre y del vivir. ¿Dónde está este portento de sabiduría? Sabido y archisabido tenemos ahora, como tenían en el siglo XVI, lo que puede enseñarnos La Celestina. Si somos padres, sabremos que una mujer astuta y lisonjera puede hacer cometer á nuestra hija una falta más ó menos reparable (reparable en el caso de Melibea, reparable si Calisto no hubiera tenido la desgracia de matarse). Si somos amantes, sabremos también que las trazas y artes de una cobejera pueden hacer que se logren nuestros apetitos. Sabremos, en resolución, que hay madres descuidadas, criados groseros, gentes de distintas condiciones que andan devaneando—aun las más respetables—y buscando escondidamente sus placeres. ¿No es todo esto vulgar, corriente y viejo de muchos siglos, por lo menos desde que escribió Luciano?
[Pg 96]
La Celestina—conviene repetirlo—es una obra de juventud; de juventud por su estilo fogoso, ardoroso, brillante, recargado, profuso. (Un paréntesis: Cejador dice que La Celestina es el libro «más natural y elegante escrito hasta entonces». Lo de natural riñe con sus observaciones respecto al énfasis y á la pomposidad del estilo; observaciones exactísimas. El libro más natural, todo diafanidad, coherencia y sencillez, es El conde Lucanor, escrito hacia 1329.) Es de juventud La Celestina por su estilo, por su erudición intempestiva—al menos, en boca de los criados—, por su dejo de petulancia, por su lirismo. No hay nada en La Celestina que pueda ignorar un mozo inteligente y despierto; no hay reconditeces y arcanos psicológicos sólo accesibles á una larga experiencia del mundo. Todo, técnica, psicología, ambiente general de la obra, nos están diciendo que La Celestina es cosa de un mozo. Como se puede comparar el Tiziano de la primera manera con el de la última, compárese La Celestina, toda luz viva y cegadora, toda movimiento, toda ímpetu y color áureo, con la segunda parte del Quijote, toda tonos grises, transiciones calladas, simplificación técnica, suavidades casi imperceptibles y melancólicas, dulzura y vaguedad de ese sol de la tarde que—según el mismo Cervantes dice—queda todavía en lo alto de las bardas.
La originalidad de La Celestina en el siglo XV, lo que La Celestina representa en la evolución del arte literario castellano, está contenido, á nuestro entender, en dos hechos capitales. Primero:[Pg 97] por primera vez nos encontramos—se encuentran los coetáneos del autor—ante un psicólogo, es decir, ante un escritor que crea, desenvuelve, anima caracteres. En el arcipreste de Hita ya hay muchos de los elementos decorativos, pintorescos y ornamentales que figuran en La Celestina; pero en este libro hay lo que antes no existía. Juan Ruiz es un pintor, un colorista, un visual; el autor de La Celestina es un analista de espíritus y de temperamentos. Pensemos en lo que modernamente han sido Teófilo Gautier y Stendhal. En el Arcipreste, maravilloso descripcionista, no encontraréis ni un solo momento de emoción; el poeta nos hace asistir á pintorescos y variados espectáculos; describe el color y la forma; no entra dentro ni de los hombres, ni de las cosas; su espíritu no vibra emocionado con lo que pinta del mundo exterior. En el autor de La Celestina, en cambio, hay momentos de íntima y honda emoción: suplica, plañe, amenaza, llora. Los personajes van poco á poco iniciándose, creciendo, desenvolviéndose; tienen sus afanes, sus ansias, sus dolores, sus codicias, sus alegrías, sus miserias... Segundo hecho: todos estos procesos psicológicos, todo este análisis del espíritu no se desenvuelven en lo abstracto; bellos procesos de amor y de pasión hay, por ejemplo, en los libros de caballería; mas lo que allí, en esas historias amorosas falta, es lo que el autor de La Celestina ha traído al arte, esto es, una base de realidad, y de realidad viva, cotidiana, menuda, prosaica. Y por encima de esto, no de realidad indefinida (como lo es la de algunos[Pg 98] cuadros de El conde Lucanor), sino realidad de un determinado momento y de un determinado país; realidad, en suma, española, castiza, de lo hondo de nuestro pueblo. Á la creación, pues, de los caracteres, el autor de La Celestina añade el ligar íntima, profundamente esos caracteres á la realidad de la vida de España. Ahí están viviendo perdurablemente todos los detalles, los más pequeños detalles de nuestro vivir cotidiano: las tenerías, la cuesta del río, el jarrillo desbocado de Celestina, la camarilla de las escobas, las bujerías que la vieja lleva de una casa á otra, las mudas y mixturas que confecciona... Únase á todo esto la rapidez y viveza del diálogo, los modismos populares y refranes, el lirismo exaltado de Calisto en determinados momentos, y se comprenderá el encanto profundo de este libro y su inusitada, maravillosa novedad en nuestro siglo XVI.
Hemos anunciado antes que indicaríamos una consecuencia práctica de determinada modalidad crítica; aludimos al modo como ha sido juzgada Celestina, uno de los tres personajes principales del libro. Recuérdese lo que también hemos apuntado respecto á la temperatura espiritual en que ha vivido la generación literaria anterior á la actual; temperatura esencialmente oratoria. He aquí lo que dice Menéndez y Pelayo hablando de Celestina: «Celestina es el genio del mal encarnado en una criatura baja y plebeya, pero inteligentísima y astuta, que muestra en una intriga vulgar tan redomada y sutil filatería, tanto caudal de experiencia moderna, tan perversa y ejecutiva y dominante voluntad, que[Pg 99] parece nacida para corromper al mundo y arrastrarle encadenado y sumiso por la senda lúbrica y tortuosa del placer.» (La última frase es completamente de melodrama ó de discurso en mitin popular. Menéndez y Pelayo, que no era orador hablado, tenía la preocupación de serlo escrito. El estilo oratorio hace que se piense más en cómo va á decirse la cosa, que en la cosa misma; las palabras, en ese estilo, son siempre mucho más grandes que las cosas.) Julio Cejador, que copia la anterior cita de M. Pelayo, añade por su cuenta: «Hay en Celestina un positivo satanismo; es una hechicera y no una embaucadora. Es el sublime de mala voluntad, que su creador supo pintar como mujer odiosa, sin que llegase á ser nunca repugnante; es un abismo de perversidad; pero algo humano queda en el fondo, y en esto lleva gran ventaja al Yago de Shakespeare, no menos que en otras cosas».
Como se ve por las frases transcritas, Menéndez y Pelayo se muestra terminante y unilateral al juzgar á Celestina; Cejador condena con igual fuerza, pero hace algunas atenuaciones (que no sabemos cómo concordar con sus juicios supremos). Tenemos, pues, de lo copiado: que Celestina es «el genio del mal»; que tiene tanto caudal de experiencia y tan perversa voluntad que «parece nacida para corromper el mundo»; que, además de corromper el mundo, su idea es «arrastrarle encadenado y sumiso por la senda lúbrica y tortuosa del placer»; que posee un «positivo satanismo»; que es «el sublime de mala voluntad»;[Pg 100] que es también, y finalmente, «un abismo de perversidad». Nada menos. Ha quedado agotado el diccionario castellano en la calificación de la maldad de un ser humano. Genio del mal—dice Menéndez y Pelayo. Abismo de perversidad,—añade Cejador. Si después de esto quisiéramos adjetivar á un gran criminal, no podríamos hacerlo. ¿Qué más podríamos decir de un Troppmann, de un Lecenaire? Y dentro de las ficciones literarias, ¿cómo vamos á definir, por ejemplo, á Lady Macbeth? (Hace pocos meses, un famoso abogado de París, Henri-Robert, hizo en la Universidad de los Anales una supuesta defensa forense de Lady Macbeth; como si realmente estuviera defendiendo á la acusada, el ilustre jurisconsulto examinó minuciosamente los hechos inculpados y adujo las pruebas. Henri-Robert terminaba así su defensa: «Con la lejanía del tiempo, considerando el ambiente sanguinario, y la anarquía de la época, y el medio feudal, Lady Macbeth se nos aparece como digna de alguna indulgencia». El original discurso forense de Henri-Robert se ha publicado en el número de 1.º de Abril de 1913 del Journal de l’Université des Annales.)
¿Cómo definir á Lady Macbeth y á nuestra mala pelegrina? La mala pelegrina... ¿Quién es la mala pelegrina? Es una mujer real y singularmente perversa; hace su retrato don Juan Manuel en el capitulo XLV de El conde Lucanor. La mala pelegrina, astuta, sagacísima, logra que un matrimonio tranquilo y feliz se desevenga; comienza á recelar el marido de la mujer y la mujer del marido;[Pg 101] crecen los disturbios; llega el marido, gracias á una traza verdaderamente diabólica de la mala pelegrina, á degollar á la mujer; se enzarzan los parientes de ésta con el marido; lo asesinan; los deudos del marido entran en batalla con los de la mujer; toman parte en la lucha los vecinos del pueblo; resultan numerosos muertos... Tal es, en síntesis, la obra de esta fembra perversa. ¿Se puede comparar con ella Celestina? Genio del mal, abismo de perversidad... No tanto, no tanto: Celestina ha tenido en su mocedad un prostíbulo; quebró el negocio; Celestina, ya vieja, retiróse á una casilla miserable. Allí vive obscuramente; su oficio es procurar ilícitas y solapadas recreaciones; pero lo hace discretamente, sin escándalo. Todos, fiados en su discreción y sigilo, la buscan y la solicitan. ¿Cuál es su enorme, formidable crimen en el asunto de Calisto y Melibea?
Tengamos en cuenta que Melibea está ya realmente enamorada de Calisto; todos los detalles lo acusan; todos los detalles, incluso esa agria y destemplada respuesta que da á Calisto en la primera escena, y luego, más tarde, el préstamo del ceñidor. Está ya enamorada... sin que ella misma se dé cuenta; el caso es frecuentísimo. Celestina no hace mas que alumbrar esa pasión de Melibea y poner en relación—secreta—á uno y otro enamorado. En esta concertación solapada, urdida por Celestina, estriba todo el crimen de la vieja. ¿Pueden cometer una falta Melibea y Calisto? Sí; deplorémoslo sinceramente. Pero añadamos que el hecho puede ser reparado. ¿Por qué no se han de[Pg 102] casar Calisto y Melibea? Á familias igualmente distinguidas pertenecen uno y otro; no hay desdoro para ninguna de las dos familias en este enlace. Seguramente que si Calisto no hubiera tenido la desgracia de caerse desde lo alto de una pared y de matarse, Melibea y Calisto se hubieran casado y hubieran vivido felices. No se puede imputar á Celestina la muerte de Calisto (mera casualidad), ni tampoco podemos hacerla responsable de la bárbara codicia de unos criados (causa del asesinato de la vieja, por cuyo asesinato luego son ajusticiados los matadores). ¿Qué queda, pues, de este genio del mal, de este abismo de perversidad? El genio del mal se llama aquí—como en tantas otras ocasiones—casualidad, azar, fatalidad... Y esa fatalidad de las cosas, esa inexorabilidad del destino es otro de los atractivos profundos, misteriosos de La Celestina.
[Pg 103]
Recordará el lector (ó ya no se acordará de tal cosa) que hace poco dedicábamos dos artículos á hablar de La Celestina; comentábamos en esas líneas la edición reciente publicada por La Lectura y cuidada y anotada por Julio Cejador—querido amigo nuestro. Cejador, honrándonos con ello, ha replicado á nuestras observaciones; su réplica la han constituído otros dos artículos: en «Los lunes de El Imparcial» del 15 y del 22 del presente mes se han publicado. Termina Cejador su alegato de defensa invitándonos á que reconozcamos nuestro error. La cortesía obliga á no dejar sin contestación los artículos de Cejador. Contestación breve, en que satisfaremos la urbanidad y aclararemos todos nuestros anteriores puntos de vista.
Cejador comienza diciendo que se nos han escapado en nuestro trabajo varias «liebres». Al leer esto creímos que nuestro amigo iba á poner de relieve algún error de hechos, de fechas, de nombres; algo, en suma, material y concreto. Nos[Pg 104] parece que el significado de la frase popular citada («escaparse una liebre») encierra la comisión de un olvido, de una negligencia. En olvido ó negligencia (ó ignorancia) podíamos haber incurrido nosotros al disertar sobre La Celestina; ante nosotros teníamos á un verdadero erudito; esperábamos, por tanto, una rectificación completa de algo que aturdida ó ignorantemente hubiéramos dicho. No ha habido, sin embargo, nada de esto. (Luego veremos que, efectivamente, en nuestro artículo había un pequeño error... hasta cierto punto.) Las liebres de Cejador no son tales liebres. Liebre habría cuando alguien estuviera en posesión cierta de una verdad inconcusa, axiomática, y viera á otro desbarrar, andar errado, y de pronto abriese su mano para soltar la verdad que en ella tenía aprisionada. En el caso presente no se trata—lo repetiremos—de una rectificación de hechos. Se trata, sí, de la interpretación psicológica de una obra de arte. Cejador la interpreta de un modo; nosotros la interpretamos de otro. Suponer que hay liebre (es decir, verdad irrebatible de una parte; error manifiesto de otra) es suponer que no hay más verdad en este asunto que aquella que tiene en su posesión Cejador. Lo demás es desvarío, y nosotros incautamente, como el meleno ó matiego (seamos castizos) que comete un desliz, hemos caído en él, se nos ha escapado la liebre. No creemos á nuestro buen amigo tan inmodesto.
No enseña La Celestina nada que no conozca un muchacho despierto y agudo de veinticinco ó[Pg 105] treinta años. Se considera tal obra como un dechado de enseñanzas psicológicas, y nosotros nos negamos á ver en La Celestina tal libro extraordinario—desde este punto de vista. La psicología de la famosa tragicomedia es de lo más primario y elemental. Una cobejera astuta, una madre descuidada, criados codiciosos, un amante atolondrado y ferviente... esto es todo lo que encontramos en esas páginas. Y esto dibujado y tramado de un modo impetuoso, enérgico, con transiciones violentas, con fogosas y ardientes pinceladas. Libros de sutil psicología, de una enseñanza honda del mundo y del vivir, ¿cuáles citaremos? Se nos ocurre ahora el Wilhem Meister, de Goethe, libro que nos ofrece una trascendente lección de conformidad filosófica con la realidad. Se nos ocurre—por citar ejemplos dispares—la novela Volupté, de Saint-Beuve, calificada, no hace mucho, por Julio Lemaitre de «libro extraño y profundo». Se nos ocurre el Tomás Graindorge, de Taine, en que se ha querido ver una anticipación de Nietzsche y en que hay páginas (las dedicadas á definir una cierta moral) de una larga significación psicológica. Pero la psicología de La Celestina, ¿no es de lo más sabido y repetido desde que hay observadores en la literatura? Nada sería esa obra si no contuviera, como contiene, subidos elementos de arte.
Hemos dicho también—y este es el segundo punto rebatido por Cejador—; hemos dicho también que Celestina, la protagonista, no es el monstruo de maldad que nos pintan Menéndez y Pelayo[Pg 106] y Cejador. Genio del mal la llama el primero; abismo de perversidad la denomina el segundo. No tanto, no tanto, decíamos nosotros. Cejador nos cita la relación pintoresca de lo que Celestina tiene guardado en su casilla miserable y nos habla de sus misteriosos procedimientos, artes y trazas. Conocemos ese pasaje; repetidas veces—y atentamente—hemos leído La Celestina. Celestina tiene mil hierbas é ingredientes extraños en su cámara; Celestina hace tales ó cuales cosas diabólicas, misteriosas. Todo eso no nos produce impresión ninguna. Todo eso es una prueba más de la mocedad é inexperiencia del autor. Toda esa larga relación de hierbajos, semillas y menjurjes, si interesante históricamente, sabe á presuntuoso artificio: en ese aspecto de la pintura de Celestina, como en la intempestiva erudición de los personajes de la obra, echamos de ver la mocedad del autor. ¿Se concibe que un hombre experimentado, corrido, que haya devaneado mucho por el mundo, se entretenga en tales trampantojos y en ellos crea? Aquí aludimos concretamente al llamamiento que la vieja hace al demonio y á su pacto con tal personaje. «Como no tengo yo á Azorín por tan aferrado á su propio juicio que no confiese lo que ve á vista de ojos—escribe Cejador—, lo único que dirá será que no había leído este trozo, y que verdaderamente Celestina, no sólo hizo declarar á Melibea el amor que ya sentía por Calisto y les facilitó los medios de verse, sino que por el pacto hecho con Satanás forzó á éste con su conjuro á meterse en el hilado y á que abriese y[Pg 107] lastimase el corazón de Melibea de crudo y fuerte amor de Calisto.»
Puestas las cosas en este terreno, no es posible replicar nada. Nosotros vemos en Celestina una mujer que concierta y prepara amores más ó menos ilícitos; una astuta cobejera; una mujer á quien, por su habilidad y discreción, todos acuden en estos trances. Antes pintó un tipo análogo en Trotaconventos el arcipreste de Hita; después, Lope de Vega en la Gerarda de su Dorotea. Todo lo demás, hechizos, hierbajos, ungüentos, conjuraciones, pactos con el demonio, nosotros lo tenemos por pura fantasía, por pintorescas pataratas. Cejador, en cambio, saliendo de este campo puramente terrestre, humano, cree en los maleficios, filtros mágicos y pactos diabólicos de la vieja. Contando con tales fantasmagorías, nuestro amigo proclama á Celestina monstruo ó abismo de perversidad.
Citábamos en nuestros artículos, como ejemplar de mujer realmente perversa, la pintada por don Juan Manuel en uno de los capítulos de El conde Lucanor. (El error... hasta cierto punto, á que aludíamos al comienzo consistía en haber llamado Pelegrina á esta mujer, siendo así que en otras versiones de la obra parece ser que se llama veguina, del francés béguine, es decir, hembra artera y falsa. Pelegrina dice la versión publicada en 1575 por Argote de Molina. El mismo apelativo lleva esa mujer en la lección impresa en Vigo en 1902. Pelegrina nos place más á nosotros por lo expresivo y pintoresco.) ¿Se[Pg 108] puede comparar la vieja Celestina á la vieja Pelegrina? Por las artes de ésta—y un poco inverosímilmente—se enemista un pacífico matrimonio, el marido degüella á la mujer, riñen sangrientamente los deudos del marido y los de la mujer, traban también sanguinosa batalla todos los vecinos del pueblo. En Celestina no hay, en cambio, mas que enlabios, arterías y zangamangas.
No aparece por ninguna parte el abismo de perversidad ni la genialidad en el mal de la vieja. Muere Calisto. ¿Tiene Celestina la culpa de que Calisto se caiga de lo alto de una pared? Matan dos codiciosos criados á Celestina para robarla una cadena de oro. ¿Tiene Celestina la culpa de que estos hombres sean tan feroces que lleguen por un robo casi sin importancia, ó de poca importancia, á cometer tal crimen? Se suicida Melibea, angustiada por la desgracia de Calisto. ¿Podremos hacer de ello responsable á Celestina? Fatalidad, inexorabilidad del Destino—hemos escrito nosotros. Esa fatalidad de las cosas, esa ceguedad de la corriente eterna del mundo, que presta un atractivo misterioso y doloroso á La Celestina, lo mismo que más tarde al Don Álvaro ó á la maravillosa novela de Camilo Castello Branco Amor de perdición.
Pero Cejador no lo ve así. «¡Sortilegio, encantamiento, maleficio, pacto!»,—exclama nuestro amigo, dejándonos un poco despavoridos. Mas nos recobramos de nuestro espanto y apartamos lejos de nosotros toda intervención extrahumana. No hemos citado indeliberadamente la obra de don[Pg 109] Juan Manuel. Compárese El conde Lucanor con La Celestina y se verá la experiencia y la madurez de un autor al lado de la inexperiencia y de la mocedad del otro. En 1854 don Pascual Gayangos publicó un estudio sobre El conde Lucanor en la Revista Española de Ambos Mundos (número correspondiente á Agosto). «Su autor—decía Gayangos hablando de don Juan Manuel—se manifiesta constantemente superior á su siglo y libre de muchas de las preocupaciones que á la sazón reinaban. En los capítulos XI y XIII se burla de los que ponen su fe en falsos agüeros y vaticinios, y el XX es una sátira punzante de los frailes y sus pretensiones. En el VIII se ríe de su tío don Alfonso el Sabio porque da crédito á las patrañas de los alquimistas y pretendía haber descubierto la piedra filosofal.» «Toda la obra—añade Gayangos—respira la observación fría y sagaz del hombre experimentado que conocía á fondo el corazón humano y que ha sufrido demasiado para conservar las engañosas ilusiones de la juventud.»
¿Se concibe al retratista de la Pelegrina dando crédito en su obra á hechicerías, pactos demoníacos y sortilegios? Quien se reía de los horóscopos, de la piedra filosofal, de los sortilegios, no podía menos de hacer un retrato verdaderamente humano, sólo humano, de una mujer perversa. Si el autor de La Celestina hubiera escrito su libro, no en la mocedad—como parece ser—, sino ya maduro, corrido y desengañado, seguramente que en su retrato de Celestina no hubiera puesto todo ese aparato excesivo y estrafalario de influencias extraterrestres[Pg 110] y diabólicas. Y si de todos modos lo hubiera puesto, á nosotros, hombres de ahora, hombres modernos, nos toca prescindir mentalmente de él y considerar que si pasó lo que pasó en La Celestina, no fué por obra misteriosa y siniestra de Satanás—¡qué horror!—, sino porque asi vinieron las cosas.
[Pg 111]
Cuatro palabras para terminar—por nuestra parte y cordialmente—la amistosa discusión que venimos sosteniendo con Julio Cejador... La viejecita Celestina se halla recogida en su casa. Vive muy lejos, allá fuera de la ciudad, en la cuesta del río. Cerca están las tenerías. No muy distante se ve un viejo puente por donde pasan viandantes y carros. La casa de Celestina es chiquita, medio caída; lo principal—y casi lo único—de ella lo compone una camarilla con una ventanita; por la ventanita se columbra el río manso y claro que discurre por debajo del puente y luego se aleja entre dos filas de verdes álamos, unos campos labrados, la silueta azul de unas remotas montañas. De la ciudad llegan, de cuando en cuando, los campaneos de sus iglesias. En la habitación de Celestina hay dos ó tres filas de anchos vasares y un reducido armario: en los vasares forman, cuidadosamente colocados, botecillos, picheles y redomas de diversos tamaños y colores. Encierran esos botes[Pg 112] y frascos variedad de ungüentos, aceites, mixturas, grasas y jarabes; de todos estos aceites y ungüentos, unos curan dolores, otros—aunque Celestina lo crea—no curan nada. Hacecillos de hierbas montaraces penden del techo y de las paredes. Reposan en el armario, bien guardados, algunos objetos y trebejos de apariencia y usos extraños. Aquí hay soga de ahorcado, piedra del nido del águila, espina de erizo, pie de tejón. Todas estas cosas, aunque en ocasiones Celestina las venda muy caras y misteriosamente á gentes que han perdido un poco el seso, lo cierto es que no sirven para nada. En una cajuela la viejecita tiene sus instrumentos más preciados: unas finísimas agujas y un sutilísimo hilo de seda. Y tampoco esto sirve para gran cosa; pero sí puede engañarse con ello—alguna vez—á los papanatas y á los incautos, á los incautos sobre todo, gente atropellada y que no repara en detalles.
Celestina se encuentra en un momento crítico; va á invocar á Satanás. Necesita que el demonio le ayude en un trance en que se halla metida. Ya ha cerrado la ventanita que mira al río y ha encendido una vela (no la vela que se enciende á San Miguel, sino la que se enciende al diablo). De todo su poder evocador va á usar Celestina; del más formidable aparato mágico va á echar mano; del conjuro más poderoso, más fuerte, más inapelable va á servirse. Todo es silencio y misterio en la estancia. (Pero á lo lejos, de las tenerías, llegan unos cantos populares y picarescos que desazonan un poco á la viejecita.)
[Pg 113]
Celestina exclama, tratando de ahuecar la voz y haciendo terribles aspavientos:
—Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos que los hirvientes étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos é atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres furias: Tesifone, Megera y Aleto; administrador de todas las cosas negras del reino de Stigie y Dite, con todas sus lagunas y sombras infernales y litigiosos caos; mantenedor de las volantes arpías, con toda la otra compañía de espantables y pavorosas hidras...
Se detiene un poco Celestina; no es para menos; la invocación que acaba de hacer entra en la categoría de las más solemnes invocaciones. Luego continúa:
—Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y fuerza de estas bermejas letras, por la sangre de aquella nocturna ave con que están escritas, por la gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel se contienen... vengas sin tardanza á obedecer... hasta que Melibea con aparejada oportunidad... lastimes del crudo y fuerte amor de Calixto... pide y demanda á mí tu voluntad... apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre... me parto para allá con mi hilado, donde creo te llevo ya envuelto.
Cuando la viejecita ha acabado su tremendo y formidable conjuro se ha abierto bruscamente la ventanilla del chamizo y ha entrado un vivísimo[Pg 114] rayo de sol que ha dado en los ojos á Celestina. Celestina ha cerrado los ojos, y al abrirlos de nuevo ha visto sentado en la única silla de la estancia á un mancebo de tez morena y luminosa mirada.
—Un momento, querida Celestina—ha dicho con voz melódica este mozo—: tu conjuro ha sido tan aparatoso y tan vehemente, que he querido venir yo mismo, en persona, á ver lo que se te ofrecía. La cosa debe de ser de mucha importancia...
Aunque la viejecita está acostumbrada á tratar con el demonio (ó, por lo menos, lo dice ella), ha sufrido una viva sorpresa al contemplar frente á ella al propio Satanás. Apenas acertaba á balbucir unas palabras.
—Cálmate, Celestina, cálmate—ha proseguido bondadosamente el diablo—. El caso que te ha hecho llamarme tan aparatosamente debe de ser verdaderamente grave y difícil. Siendo cosa tuya, ha de ser, desde luego, cosa de amores... Sospecho que se trata de algún amor imposible, desatinado. Acaso un viejo achacoso, decrépito, miserable, nacido en el más bajo fondo social, se ha enamorado de una elevadísima, angelical (permíteme la palabra) y elegantísima princesa...
Celestina, todavía sobrecogida, mueve la cabeza con ademán denegatorio.
—¿No?—prosigue el diablo—. ¿No? ¡Ah, ya caigo! Es el caso contrario... Una labradorcita, una mozuela del campo, ingenua y linda, se ha enamorado de su señor, el altivo magnate que ha entrevisto[Pg 115] ella un momento, al pasar él frente á la choza, caballero en un brioso trotón...
La viejecita vuelve á hacer signos de negación.
—¿Tampoco?—torna á preguntar un tanto receloso el diablo—. Entonces... entonces, ¿es cosa de algún rey... de la esposa de algún rey, que contra toda ley, contra toda fidelidad...?
Celestina hace nuevos ademanes de que no.
—Pues no caigo; explícate; habla.
Celestina entonces, ya más serena, ha contado que dos jóvenes, Calisto y Melibea, se han encontrado en una huerta y que el mozo ha quedado perdido de amor por la muchacha. Ahora es el diablo quien ha quedado sorprendido, sin comprender.
—¿Ella es rica, de buena familia?—ha preguntado Satanás.
—Sí—ha contestado Celestina.
—¿Él es rico, de buena familia?
—Sí—ha vuelto á contestar Celestina.
—¿No hay enemistad ninguna entre las dos casas?
—Ninguna... Es más: yo creo que la muchacha, íntimamente, sin saberlo, sin haberse dado cuenta de ello todavía, está enamorada del galán.
Satanás ha callado un momento, estupefacto, sin saber qué decir. Al cabo ha dicho:
—Pues no lo entiendo, amiga Celestina; no lo entiendo, á menos de que piense que tú, esta mañana, en vez de beberte tu jarrillo habitual, te has bebido uno ó dos más. Se me puede llamar á mí con el aparato y la vehemencia que tú lo has hecho,[Pg 116] para remediar un amor fantástico y quimérico, ó para que conceda toda la ciencia del universo á un estudiante ó á un doctor (que á cambio de ella me venden su alma), ó para que, con las mismas condiciones, dé á un perdulario todos los goces del mundo... Pero llamarme para que intervenga en las relaciones de mozo y moza en cuyo noviazgo no hay inconveniente ninguno, ni lo hay tampoco en su casamiento... francamente, llamarme para eso es una verdadera simpleza.
Celestina ha sentido otra vez en los ojos un vivo resplandor. Los ha cerrado, y al abrirlos de nuevo no estaba ya frente á ella el cetrino y gallardo mancebo. Había en la estancia un ligero olor á azufre.
Querido Cejador: Ya ve usted lo que acaba de decir el diablo. El diablo está muy ocupado y sus negocios son harto graves. No se le puede llamar por una fruslería.
Dejémosle estar; respetemos sus trabajos. Si hemos de llamarle alguna vez, que sea, no por una futesa, como esa de Calisto y Melibea, sino para hacerle hacer una que sea sonada.
[Pg 117]
El profesor don Miguel Morayta ha publicado un excelente libro sobre Feijóo. No ha dicho nada de él la prensa; no son muchos los periodistas que en España se consagran á la divulgación de los libros; poca costumbre existe entre nosotros—en los periódicos—de hablar de libros; los libros casi no existen entre nosotros. El libro de don Miguel Morayta merece comentario y divulgación; publicado en una biblioteca popular—la valenciana de Sempere—, podrá ser adquirido por cuantos no puedan, ordinariamente, hacer grandes dispendios tocante á libros. Estudia el señor Morayta en su obra una de las más simpáticas figuras de nuestro desenvolvimiento intelectual; es el autor claro, sencillo, preciso. Ni hay en la obra las vacuas generalizaciones entre nosotros tan usadas, ni estas páginas están escritas en el ampuloso oratorio estilo de que no saben salir—en general—nuestros publicistas y nuestros parlamentarios. Es, pues, la obra del señor Morayta obra á propósito para ser leída por el tipo medio de lector deseoso de un[Pg 118] discreto y selecto aprovisionamiento intelectual. Añadiremos que en El padre Feijóo y sus obras (que así se titula el libro de Morayta) resalta un juicio sereno, ecuánime, respetuoso y sin asomos de sectarismo y de pasión.
El libro de don Miguel Morayta nos ofrece oportunidad para trazar—compendiosamente—la silueta moral y física de Feijóo. Veamos, por tanto, cómo era Feijóo, cuál su obra, qué ideas eran las suyas, cuál era su sensibilidad, qué consecuencias tuvieron sus trabajos. Feijóo era un hombre alto, gallardo, recio; había dulzura, inteligencia y apacibilidad en su semblante; de miembros ágiles, flexibles, sus movimientos hacíanse notar por su presteza y desenvoltura; gozaba de sanidad perfecta; su persona, en resumen, como dice un biógrafo, sugería la sensación de un «hombre grande». Sanos, fuertes, enhiestos, de prestancia gallarda y elegante, han sido copiosos trabajadores intelectuales, como—por citar disparmente, en esferas distintas—un Goethe ó un Joaquín Costa. Pero no generalicemos; otros hombres, también formidables laboradores del cerebro, han sido frágiles, enfermizos, raquíticos...
Feijóo, como Costa, era sano y robusto. Trabajó, también como Costa, de un modo abrumador. No salió de su retiro provinciano sino para hacer rápidas visitas á Madrid; en su celda de Oviedo escribió infatigablemente hasta los ochenta años; milagros de erudición hizo con los no muchos libros que allí tenía; su intuición fina, delicada, suplía muchas veces la falta de materiales para el[Pg 119] trabajo. Serenamente, desde su rincón, soportó la estruendosa baraúnda promovida en España en torno de sus libros; no se amilanó por la hostilidad—en algunos momentos verdaderamente terrible—que hacia sus publicaciones mostraron elementos sociales poderosos; aun ante la amenaza de la Inquisición se mantuvo ecuánime, confiado en sí mismo. No hay ejemplo en España de más intensa agitación espiritual que la producida por Feijóo. Pensemos en la actitud espiritual del escritor en medio de esta ardiente tolvanera de pasiones, envidias, rencores, insidias; formidable era el aluvión de folletos, papeles, críticas suscitadas por la labor de Feijóo. Hoy difícilmente podemos formarnos idea de la situación del escritor en este ambiente; era en el siglo XVIII menos en cantidad y en calidad que actualmente la tolerancia y la comprensión. Hoy sólo podemos imaginarnos la situación de Feijóo pensando, por ejemplo, en Emilio Zola durante el período álgido del asunto Dreyfus.
Á tal resistencia, fortaleza mental, unía Feijóo una delicadísima sensibilidad. Marqués y Espejo, autor de un curioso Diccionario feijoniano publicado en 1802, y que no recordamos haber visto citado en el libro, tan erudito, de Morayta; Marqués y Espejo, resumidor en ese Diccionario de las ideas de Feijóo, escribe lo siguiente: «Su beneficencia nacía de su ternura, y una y otra poseían su corazón. Se le veía temblar, en efecto, cuando la casualidad disponía que presenciase la muerte de algún ave para el uso de la mesa; y aún[Pg 120] habrá tal vez algunos vecinos de Oviedo, de los que en la época desgraciada de su necesidad le invocaban desde la calle, sin que jamás dejasen de abrirse sus balcones y sus manos generosas para el socorro de su indigencia». (El mismo Feijóo ha escrito muy sentidas páginas, que cita Morayta, respecto de la compasión á los irracionales; páginas, por decirlo así, pretolstoyanas.) Una sensibilidad delicada supone una inteligencia viva; lo que en Feijóo domina es la inteligencia. No confundamos la inteligencia con la memoria; tal confusión es corriente en la vida diaria. Se puede ser un hombre de una vastísima cultura (un formidable erudito ó un maravilloso orador) y ser un hombre muy poco inteligente. La inteligencia implica originalidad; y la originalidad es rebeldía. Cuanto más inteligente sea un hombre más rebelde será, es decir, menos conformista, menos aceptador de lo ya hecho, de lo ya pensado, de lo ya sentido. Feijóo—comprensor, humano, piadoso—se nos aparece, en suma, como un rebelde, como una inteligencia en lucha contra preocupaciones, prejuicios, supersticiones, corruptelas, convencionalismos de su tiempo y de su pueblo. Una sensación de hostilidad hacia un determinado ambiente: así, en síntesis, podemos definir la obra de Feijóo. La inteligencia viva, aguda, vigilante, dúctil y fuerte del escritor va escudriñando, durante cuarenta años, por la sociedad y la historia de su pueblo. Producto de ese examen libre y pertinaz ha sido la precipitación—en el sentido químico—de un nuevo estado de conciencia y un gigantesco[Pg 121] montón de escorias que representan ideas y sentimientos que de esa crítica de Feijóo han salido definitivamente muertos.
«Logramos, en fin, que (como dice el señor Sempere en su Biblioteca española) las obras de este sabio produjesen una fermentación útil.» Así escribe el autor del Diccionario feijoniano. Y añade: «Hiciesen empezar á dudar; diesen á conocer otros libros muy distintos de los que había en el país; excitasen la curiosidad...» Páginas antes, en la introducción de su obra, el mismo autor del Diccionario expresa de una manera pintoresca algunos aspectos de la labor de Feijóo. «Ya, gracias al inmortal Feijóo—escribe—, los duendes no perturban nuestras casas; las brujas han huído de los pueblos; no inficiona el mal de ojo al tierno niño, ni nos consterna un eclipse, que con prolija curiosidad examinamos muy atentos.» Incontables son las cuestiones que ha tratado Feijóo á lo largo de su extensa obra; á todas las disciplinas humanas pertenecen los problemas por él examinados. En lo referente á la estética, por ejemplo, Feijóo ha planteado la discutida cuestión del clasicismo en su verdadero sentido; por la modernidad en el lenguaje se declara terminantemente; la belleza de la obra de arte ve en la cantidad de vida que ésta tenga, y no en una ridícula y absurda imitación de modelos pretéritos. Feijóo ha escrito, hablando de los poetas españoles, lo siguiente: «El que menos mal lo hace, exceptuando uno ú otro raro, parece que estudia en cómo lo ha de hacer mal. Todo el cuidado se pone en hinchar[Pg 122] el verso con hipérboles irracionales y voces pomposas; conque sale una poesía hidrópica que da asco y lástima verla. La propiedad y naturalidad, calidades esenciales sin las cuales ni la poesía ni la prosa jamás pueden ser buenas, parece que andan fugitivas de nuestras composiciones. No se acierta con aquel resplandor nativo que hace brillar el concepto; antes los mejores pensamientos se desfiguran con locuciones afectadas».
En resumen: las consecuencias de la obra de Feijóo podemos expresarlas en las frases copiadas del autor del Diccionario feijoniano. La obra de Feijóo ha producido una fermentación útil; ha hecho empezar á dudar; ha dado á conocer libros distintos de los que aquí se leían; ha despertado la curiosidad. Vean los lectores si un libro como el de don Miguel Morayta, en que tan escrupulosamente se refleja la personalidad de Feijóo, merece ser leído y divulgado; si merece ser leído y divulgado un libro consagrado á un despertador incansable de curiosidades en este país en que no hay curiosidad ni interés casi por nada.
[Pg 123]
Cuando en 1905 un joven escritor (romántico y con el pelo largo) hizo un viaje por la Mancha siguiendo la ruta de Don Quijote, ignoraba que muchos años antes, en 1848, otro joven escritor (con el pelo largo, romántico) había realizado, en parte, el mismo viaje. Hasta hace poco no ha sabido de las andanzas del primer viandante el segundo deambulador. Quien viajó en 1848 fué J. Giménez Serrano. Colaboraba este escritor en el Semanario Pintoresco; en esta Revista publicó sus impresiones. Las publicó en los números correspondientes al 16 de Enero, 30 del mismo mes, 6 de Febrero, 2 de Abril y 23 de igual mes. Cinco son, por tanto, los artículos publicados. Llevan el título de Un paseo á la patria de Don Quijote. Extractaremos lo más interesante de ellos. Giménez Serrano—según él mismo nos dice—hizo el viaje á pie; llevaba como guía á un labriego de la propia tierra manchega. Era joven Giménez Serrano; también nos cuenta él mismo—incidentalmente—que[Pg 124] usaba melenas. Se trata, pues, al parecer, de un mozo romántico que, enamorado del inmortal caballero, llega hasta emprender una peregrinación á los principales lugares de su vida y andanzas.
El joven viajero amaba á Don Quijote y ansiaba la realidad. Deseando añadir un comentario al libro de Cervantes, este mozo, en vez de revolver crónicas, papelotes y libracos, emprendió sencillamente un viaje por la Mancha. Creemos que debieran imitar en esto á Giménez Serrano los eruditos que, teniendo á mano la cantera viva, ahí á las puertas de Madrid, se dan de calabazadas para encontrar en los libros lo que se puede hallar en la realidad. «Desprecié el antiguo método—dice nuestro autor—, y antes de todo me propuse visitar la patria de Don Quijote, recorrer las calles de su lugar, seguir el camino de sus primeras y más famosas aventuras, recoger las populares tradiciones y apurar cuanto allí se supiese de las desgracias del manco de Lepanto y de lo que pudo dar origen á su riquísima historia.» El autor, además de sus impresiones literarias, nos ofrece algunos croquis que ha ido trazando á lo largo de su viajata. Curiosos son, en sus toscos grabados en madera, los dibujos de la venta en que se supone fué manteado Sancho, de la iglesia de Argamasilla, de la casa llamada de Medrano (en que la leyenda supuso prisionero á Cervantes; leyenda que todavía se da como hecho positivo en 1912 en el Diccionario Enciclopédico Pal-las), de la iglesia del Toboso. «Deseo—dice Giménez Serrano—dar[Pg 125] una base á los ilustradores del Quijote para que no sigan urdiendo disparatadas fantasías. Bien que con ello—añade el autor—no harían mas que seguir á las Academias y á otros no menos sabios editores.» En efecto; nada más absurdo y disparatado que las ilustraciones puestas por la Academia á su edición monumental del Quijote. ¿Cómo teniendo estos señores la Mancha al alcance de la mano dieron en esas estampas una tan estrambótica representación de España?
El primer paraje quijotesco que visita nuestro autor es la venta de que queda hecha mención. Se halla situada á una media legua hacia el sudeste de Fuente del Fresno. Dista como veinticinco leguas de Madrid y cuatro y media de Consuegra. Antes este lugar era muy pasajero; dejó de ser frecuentado á causa de la desviación de un importante camino. Antiguamente llamábase esta venta del Cuadrillero; á últimos del siglo XVIII la tomó á su cargo de un rumboso sevillano: enjalbegó éste sus muros, y desde entonces llevó el nombre de Casa blanca. Traspuesto el portal, á la izquierda se veían las escaleras, «que daban al derribado camaranchón donde prepararon aquella famosa y maldita cama que sirvió de potro para que le bizmasen al hidalgo manchego los cardenales que en su cuerpo habían labrado las villanas estacas de los yangüeses». (Advertencia: cuando Giménez Serrano visita la venta, ésta se halla casi derruída; su techo lo componían unas faginas de carrizo; habitaba en ella un labriego). Á la derecha, entrando, estaba el corral; unos poyos rodeaban[Pg 126] el hogar de la cocina. «En los poyos que rodeaban el hogar—dice el autor—leyó el cura la novela de El curioso impertinente, tan dramática como buena y bien razonada, y, para mayor ilusión mía, sobre un arcón, en aquel lado, vi un recio cuaderno que era nada menos que la Historia de los doce pares.» Preguntó el autor al viejo habitador del mesón la causa de llamarse éste del Cuadrillero. Contestóle el viejo con una larga historia de un episodio sangriento de la guerra civil, que, en verdad, no tenía conexión con el apelativo de la venta. Ahorramos el relato al lector. De aquel trágico lance resultó el incendio de la venta. Y éste es uno de esos antiguos y hoy derruídos mesones—sin techos, con las paredes ahumadas—que ahora contemplamos en nuestras peregrinaciones por las quebradas andaluzas ó por los llanos de Castilla; ruinas que nos hacen pensar un momento en un drama que desconocemos; ruinas inseparables del paisaje solitario y yermo de las campiñas castellanas.
El autor sigue su viaje. Es verano; el sol inunda el campo manchego. «La tierra, seca con los ardores del estío, comenzaba á hervir, según la enérgica expresión de los segadores.» Sudoroso, jadeante, llega Giménez Serrano á un ameno vallecillo. «Tres alcores sembrados de encinas, alfombrados de enebros, jara y oloroso romero, rodeaban aquel voluptuoso apartamiento de los montes, y al pie de la más gallarda de las colinas, al amor de los blancos pobos, murmuraba una fuentecilla que se derramaba en un reducido lecho de menudísimas[Pg 127] guijas de colores, cercado por una corona de musgo y mastranzos. Tan cristalina y transparente era la superficie de aquel nacimiento, tan verdes sus márgenes, que compararse pudiera con un espejo de acero por marco de esmeraldas guarnecido.» (De acero el espejo, porque de acero los había antaño.) En tan apacible lugar dice el autor que reposó Don Quijote después de haber sudado buscando inútilmente á la pastora Marcela; allí hidalgo y escudero, echada mano á las alforjas, tuvieron un sobrio yantar. Con tristeza abandona el autor este grato lugar. Eran las dos de la tarde. «Una ligera neblina del color del hierro candente velaba los últimos términos del horizonte, que cambiaba á cada paso como en todas las travesías de montaña. Al torcer de un recodo vi sobresalir allá en la hondura la copa de un ciprés.» Se encaminó el viajero hacia aquel lugar y vió que la tierra estaba cubierta de astillas. «Unos leñadores acababan de cortar otros cuatro cipreses que antes daban compañía al que ahora descollaba solitario.» Aquel paraje debía de ser el lugar en que se desarrolló la triste aventura del pastor Crisóstomo. Parecían indicarlo así «la quebrada que á la izquierda se veía, el tajo cortado, al pie del cual alzaba su copa el ciprés que allí me habia traído». El viajero continúa su peregrinación en busca de las ventas de Puerto Lápice.
Las ventas de Puerto Lápice se hallan en el camino de Madrid á Andalucía. «Si no miente un editor famoso, distan quince leguas de Aranjuez y veintiséis de Bailén.» «Situadas en el puerto que[Pg 128] forman las cordilleras que ocupan el centro de la curva elíptica trazada por la unión del Giquela y el Valdespino, rodeadas de colinas con boscaje, son el teatro más á propósito, como decía Don Quijote, para meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Apenas se anda por estas tierras una vara sin oir trágicas escenas de la última guerra, robos, acometimientos, incendios. El viajero arriba al mesón, come y se tiende en una pétrea cama, dispuesto á dormir. Mas fué en vano su propósito: los viandantes reunidos en la posada armaron tal trapatiesta y baraúnda, que hizo imposible el sueño. He aquí la curiosa y archiespañola lista de los viajeros del mesón: «cuatro estudiantes de la tuna, tres de los cuales eran descabezados rapistas; un cedacero con gran provisión de sonajas; cuatro alegres napolitanos, calderero el uno y santi boniti los otros; dos pañeros de Fortuna; un abaniquero de viejo; dos gitanos cantadores de la viña de Cádiz y un respetable coro de mayorales y mozos que así destripaban un zaque de vino y rascaban el vientre de una vihuela ó de un tenor malagueño, como entonaban por el eco de los panes calientes y de la castiza seguidilla manchega». (¡Oh, abaniqueros de viejo y apañadores! ¡Oh, vosotros, pañeros de Fortuna, famosos pañeros de Fortuna, cuyos pregones largos he oído tantas veces en las silenciosas, limpias y blancas callejuelas de los pueblos levantinos!)
De Puerto Lápice se traslada Giménez Serrano á Villalta. En la llanura de Villalta nos dice el[Pg 129] autor que aconteció la temerosa aventura del vizcaíno. De Villalta pasamos á Montiel. Por estos campos hizo Don Quijote su primera salida. «Frente de mis ojos se alzaban las sombrías ruinas del castillo de Montiel.» Más á lo lejos se columbraban las casas de la Torre de Juan Abad, de la que era señor Quevedo, y en donde el gran satírico enfermó para ir á morir á Villanueva de los Infantes. Prosigue el viajero su camino y llega á Argamasilla de Alba.
Nuestro buen Giménez Serrano—jóven romántico y con melenas—llega á Argamasilla de Alba. Se llama también este pueblo Lugar Nuevo; la denominación de Alba procede de haber reedificado esta villa el duque de ese título. Argamasilla «se halla situada en una extensa llanura y rodeada de huertas, molinos harineros y quinterías y alamedas. Su cielo es limpio, despejado y sereno». (Un poco paradisíaca es tal sumaria descripción de los aledaños argamasillescos. Una huerta cerrada, un cortinal, hay á las puertas de la villa; macizos de álamos se yerguen aquí y allá, á lo largo del Guadiana. Y las uniformes llanas tierras paniegas se extienden hasta la remota lejanía del horizonte.) Cuando el duque de Alba elevó la nueva población, los moriscos la ocuparon en su mayor parte. «Como eran tan industriosos[Pg 130] y frugales, la tierra de migajón y fácil el regadío, se hizo opulenta la villa, y tanto, que en su lengua la llamaban ellos Río de la Plata.» El viajero penetra por sus calles mal arrecifadas; las casas están construídas con tierra apisonada; constan de un solo piso; ciento ochenta, poco más ó menos, componen la villa; no llegarán á mil cuatrocientos los habitantes. «En la plaza no hay árboles ni fuentes, y las casas todas, exceptuando algunas que ostentan en sus portadas escudos de armas, son de miserable aspecto.» «Lo mal blanqueado de sus paredes—añade el autor—, el polvo con que las cubre el viento solano de la llanura, sus desvencijadas puertas y la desigualdad de los tejados y techumbres, dan á este lugar, como á otros muchos de la Mancha, un aspecto monótono y salvaje que repugna y entristece.» (La melancolía de la Mancha procede de la llanura inmensa y gris. Hay en los pueblos unas paredes largas y blancas, nítidas, con una ventanita angosta en toda su extensión, y entre las dos paredes, en la calleja silenciosa y desierta, se otea allá á lo lejos la mancha verde de los trigales y la mancha azul del cielo. Una campanada sonora, muy de tarde en tarde, rasga el silencio.)
Nuestro viajero se apresura á visitar la casa de Medrano; durante mucho tiempo se ha creído que estuvo preso en ella Cervantes. La fachada es sencilla; las jambas y el dintel de la puerta son de piedra; sobre la puerta campea un escudo. Rejas saledizas destacan en el piso principal. De una de ellas pende un manojo de brezos: advertimiento[Pg 131] á los transeuntes de que en aquel lugar se expende vino. Del techo sobresale un ancho alero morisco. «El portón está desvencijado y tiene por adornos gruesos clavos de hierro. Penetré por su achatado postigo, que da entrada á un portal medianamente largo y del ancho de la portada. Después está el patio, guarnecido, á la usanza árabe de cenadores, de una galería descubierta en el piso principal, sostenida por seis columnas de piedra y dos pilares de madera con capiteles labrados.» (Tipo de la casa manchega; en una casa así, pero más modesta, fué á morir Quevedo, año de 1645, en Villanueva de los Infantes, desde su Torre de Juan Abad, donde se puso enfermo. En la casa hay una galería con una barandilla de madera toscamente labrada. El zaguán es chiquito; mezquina la estancia donde expiró el gran satírico. Titubeante, exhausto de fuerzas, pálido, con la mirada triste, trágica, debió de entrar Quevedo—para no salir vivo—por este zaguán empedrado de menudos guijos.) En la casa de Medrano, puestos en el patio, lucían sus orondas barrigas las tobosescas tinajas llenas del espeso vinazo de la tierra. «En el lado de la izquierda estaba el sótano inmundo que me traía á aquella casa de aciago recuerdo.» Encendieron un candil, desembarazaron la puerta de unos canastos que la obstruían, y nuestro mozo bajó por una escalerilla de siete escalones. Se encontró Giménez Serrano en una bodeguilla lóbrega y húmeda. La llenaban esteras y trastos inútiles. «Á los rojizos reflejos de la luz huyeron los ratones que habitaban[Pg 132] descuidados entre los trastos, y bandadas inmensas de correderas se pusieron en agitado movimiento; un olor insalubre y fétido despedía tan sucio conjunto. Aquel subterráneo está nueve pies más bajo que el nivel del patio; tiene unas cuatro varas de ancho, seis y algunas pulgadas de largo, y una bóveda de yeso lo cubre.»
Á la derecha de la entrada, en el muro, se conserva todavía un agujero donde se supone estuvo clavada la cadena que sujetaba á Cervantes. (Queda así transcrita circunstanciadamente la descripción que hace nuestro autor. Si no estuvo Cervantes en este sótano, la opinión lo ha supuesto durante mucho tiempo. Ya este lugar es definitivamente famoso. Cuando en 1905 le visitamos nosotros vimos que la puerta de la cueva estaba mellada y astillada. Nos dijeron que los viajeros extranjeros que allí aportaban se llevaban, como recuerdo, pedacitos de la madera de la puerta.)
De Argamasilla, Giménez Serrano se encamina al Toboso; de la patria de don Quijote, á la patria de Dulcinea. En el camino encuentra nuestro autor á un clérigo que marcha caballero en su mula; era natural del Toboso este cura; mas vivía en Argamasilla desde hacía cuarenta años. Los dos viandantes traban conversación. El joven escritor da cuenta al clérigo del motivo de su viaje.
—¡Ah, vamos!—exclama el cura—. Usted ¿es el joven de melenas que ha visitado esta mañana la iglesia, que ha dibujado en la plaza de Argamasilla y que ha permanecido un gran rato á solas[Pg 133] con los ratones de la bodega de la preciosísima casa de Medrano?
El clérigo relata al literato dos leyendas ó consejas relativas á Cervantes. Se refieren las dos á una bárbara—y supuesta—venganza que en el Toboso se tomaron con un recaudador de contribuciones ó alcabalero, llamado Cervantes. Dicho Cervantes no era otro que el autor del Quijote. Habiendo llegado el alcabalero al pueblo, y hallándose durmiendo por la noche en el pajar de una casa, lo despertaron los mozos y, «medio arrastrando, con una soga á la cintura, le sacaron por las calles del pueblo». Afortunadamente, llegaron á tiempo los cuadrilleros y libertaron á Cervantes de manos de la chusma. No era otro el propósito de los mozos tobosinos sino el de llevar á Cervantes á una laguna próxima y chapuzarlo en sus cenagosas aguas. En el Toboso son peritísimos en esta operación. Cuando arriba allí algún recaudador, lo somormugen en el dicho navazo. «¡Oh, en esto de atormentar á los ejecutores ó comisionados son diestrísimos en el Toboso y con orgullo salvaje les oiréis referir mil atrocidades de las consumadas en la villa con estos pobres emisarios de la Hacienda!» (No olvide el lector que estamos en 1848. Hoy suponemos que tales prácticas habrán desaparecido.) «Muchos—añade el autor—han sido encerrados desnudos en una de las tinajas colosales que allí se fabrican; otros, después de haber bebido más de lo necesario, estimulados por los que se fingían sus camaradas, han despertado en el cementerio, vestidos de hábito y tendidos en un[Pg 134] ataúd con sus blandones y su túmulo. Los más han sufrido palizas, y ninguno ha vuelto con sus dietas sin poderlo contar como milagro.» (¿Cómo, dado este ambiente, no había en el Toboso, en el año 1848, plaza de toros?)
Cerca del pueblo, á cosa de «dos millas» de él, vió nuestro viajero las ruinas de un parador. Por allí había también antaño un encinar: el boscaje en que Don Quijote quedó esperando en tanto que Sancho iba al Toboso á celebrar una entrevista con Dulcinea. «El Toboso ha sido pueblo de consideración, y así lo indican sus aristocráticas casas, que, aunque de pobre aliño y en ruinas, ostentan portadas de mármol, columnas, brocales y fuentes talladas, escudos sobre las puertas y labrada rejería.» En su época de esplendor había en el Toboso telares y alfarerías; de éstos salían las más admirables de todas las tinajas españolas.
«Desapareció todo esto, y un pueblo rico, industrioso, que ha contado con más de 4.000 vecinos, se halla hoy reducido á poco menos de 800, y apenas puede fabricar algunas tinajas y gloriarse con sus rábanos, que son extraordinariamente gordos, blancos y tiernos, según me han dicho.» Es mediodía; nuestro autor, después de recorrer el pueblo, se sienta en los escalones del rollo que se yergue en la plaza, y comienza á tomar un diseño de la iglesia. «Mas, en verdad sea dicho—escribe Giménez Serrano—, no se muestran en el Toboso más aficionados á los artistas que á los ejecutores, pues antes de que acabara de tantear la torre que tomó Don Quijote por palacio, vino sobre mí tal[Pg 135] nube de piedras, que forzoso me fué dejar la obra para mejor ocasión, pues los tobosescos angelitos daban mayor impulso á los cantos de lo que á mis delicadas carnes convenía.» (¡Tate, tate con los paisanitos de Dulcinea! ¿Cómo no había plaza de toros en el Toboso?).
El colaborador del Semanario Pintoresco da por terminado su viaje. Con objeto de llevarse del Toboso un recuerdo, decide comprar un queso. No es esta operación baladí. En una nota Giménez Serrano nos dice lo siguiente: «Según nuevas por mí recogidas, han visitado muchos extranjeros estos lugares, que yo tengo el orgullo de haber descrito el primero. Entre ellos, varios ingleses compraron quesos para dar con ellos un banquete á sus amigos de Londres.» Cerremos estos artículos loando á los ingeniosos sajones; esos hombres demostraron delicadeza y buen gusto al llevarse á Londres unos quesos manchegos. Se llevaban con ellos un recuerdo de la patria de Don Quijote, y daban á la par prueba de ser unos excelentes lamizneros, puesto que si Don Quijote era el más excelso de los caballeros andantes, el queso manchego bueno es el más exquisito de todos los quesos.
[Pg 137]
Á 630 metros.—Á 630 metros de altura, en esta altiplanicie castellana, ante este paisaje austeramente noble, hemos conocido—y con él cordialmente hemos charlado—á un hombre que venía de las doradas riberas del Mediterráneo. Era un joven alto, trajeado con aliño y sin atuendo; su musculatura destacaba proporcionada; en la placidez de su cara brillaba una mirada inteligente. Ni era presuroso en el ademán, ni locuaz. Su voz sonaba levemente; á menudo los finales de sus frases—opacas, tenues—se perdían en una á manera de penumbra. Tras de lo dicho con brevedad, flotaba como un ambiente de meditación y de recogimiento. Cuando hacía una observación, se veía en la palabra sucinta, en la reflexión rápida, el trabajo recopilador de una copiosa lectura. Hay hombres que atraen y hechizan más—ó por lo menos, tanto—por sus silencios como por sus palabras. Este joven que subía á la altiplanicie castellana desde el piélago azul era uno de ellos. En su presencia[Pg 138] estábamos, no ante un hombre que habla, sino ante un hombre que medita.
Este hombre medita y escribe. Todos los días en las cuartillas consigna alguna impresión: una impresión sugerida por el espectáculo intelectual. Aparecen sus anotaciones en un periódico diario—La Veu de Catalunya. Llevan el título genérico de «Glosario». Los glosarios de Xenius son de todos los tamaños, tratan de todas las materias. Unos tienen seis ú ocho líneas; alguno ha ocupado—ampliamente—toda una plana del periódico. El espíritu ávido y curioso del glosador va comentando en sus apuntes toda clase de acaecimientos, incidentes y novedades intelectuales. La muerte de un poeta, la declaración de una guerra, la venta de un cuadro célebre, un concierto clásico, la publicación de un volumen de poesías líricas... He aquí, en compendio, una serie de temas de los que figuran en los glosarios. Durante ocho años, en la breve sección del periódico barcelonés, ha ido reflejándose, día por día, la vida universal. La vida universal vista, sentida, expresada por un temperamento que, siendo clásico, pristinamente clásico, beneficia de todas las aportaciones—ya definitivas—de la revolución romántica.
Impreso en Parma.—Sobre la mesa en que escribimos estas líneas tenemos un libro impreso bellamente en Parma. Es un libro español: La comedia nueva, de Moratín. Estampada está esta edición—blanca y clara—en la «oficina de don[Pg 139] Juan Bautista Bodoni» el año 1796. ¿Por qué hablamos de esta elegante edición, elegante dentro de su sobriedad? No se ha hecho una edición de Moratín más en consonancia con su genio. Siempre que pensamos en Moratín tributamos mentalmente nuestra admiración á su sentido de las proporciones y del equilibrio, á su amor á la claridad, á su preocupación por el bello ordenanamiento y por la simetría, á su buen gusto irreprochable. Y nuestra admiración va acompañada de un irreprimible pesar: quisiéramos que á todas estas cualidades enumeradas, que á tales condiciones de artista impecable, se uniera un poco de entusiasmo, un poco de fuego, un poco de ímpetu, un poco de exaltación ante el espectáculo de la Naturaleza ó los sublimes artificios del arte. ¿Qué es lo que preferiremos: el fuego romántico ó la disciplina clásica? ¿Con qué nos quedaremos: con la pasión romántica ó con la serenidad clásica? Después de 1830, habiendo pasado tantos años, á la distancia en que nos encontramos de aquella fecha, nuestra sentencia no puede ser dudosa. El ideal es el de un escritor que sintiendo vibrar entusiásticamente su espíritu ante el mundo exterior, que mostrándose ávido de todo espectáculo mental, que siendo capaz de exaltación y de entusiasmo, logre mantener su arte en una armónica serenidad. La inquietud romántica dentro de la línea clásica: así podemos expresar la fórmula del artista moderno. Nuestro glosador pertenece á esta estirpe de artistas.
[Pg 140]
Un retrato de Ingres.—Estando Ingres en Roma, en 1839, comenzó á pintar el retrato de un célebre músico; dicho retrato no fué terminado hasta 1842, hallándose el pintor ya de vuelta en París. El artista retratado figura en actitud pensativa, ensoñadora. Detrás de él, una esbelta mujer—simbólica—extiende su mano sobre la cabeza del artista... Xenius ha concentrado todo su arte de pensador y de poeta en hacer el retrato de una mujer catalana, símbolo de la tradición y de la raza. El libro se titula—con el apelativo de la protagonista—La ben plantada. Nos place imaginar el retrato de Xenius con la figura por él ideada—concentración de Cataluña—, extendiendo, amorosa y simbólicamente, sobre la cabeza del artista su mano.
El oro sobre lo verde; lo blanco sobre lo azul.—Imaginemos un pueblecito en las márgenes del Mediterráneo, en tierra catalana. Las casas, puestas en lo alto, escalonadas, son blancas; por la mañana, á los primeros rayos del sol, fulgen las nítidas paredes; á la tarde, cuando el día muere, esas paredes albas hacen sobre el pueblo, en la penumbra, en tanto que allá arriba brillan las primeras estrellas, un vago resplandor. Esas paredes blancas son las que primero recogen la luz naciente y las últimas que le dicen adiós. El pueblo está cercado de huertos; de entre las casas, por las callejas, asoma el boscaje verde de jardincillos[Pg 141] interiores. Sobre el verde de la cortina de los huertos destacan—como en la enramada de Botticelli—los puntos encendidos, gualdos, áureos, de los naranjos. El verde resalta sobre lo blanco del caserío. Y lo blanco y lo verde—en inefable armonía—se funden sobre la inmensa mancha azul del cielo y sobre la extensión azul del mar. Un profundo silencio reina sobre tales radiantes colores. No es grande el pueblo; no hay en él fastuosidades ni atracciones mundanas. Sólo unas pocas familias vienen en busca de sedante solaz en los días caliginosos del verano. La intimidad reina entre todos los veraneantes. Hombres y mujeres apegados á la tierra nativa, practicadores de los usos tradicionales, el cosmopolitismo no ha borrado de ellos la mentalidad secular de la raza. Aquí todo está en armonía: el paisaje, las usanzas familiares, el culto al hogar milenario, las modalidades del habla, las inflexiones de la voz, el gesto, las actitudes de la marcha. La tradición y la raza aquí son reposo, orden y claridad. Y entre todas las figuras que se destacan sobre el azul, el verde y el blanco, ninguna como la de Teresa, á quien por lo esbelta y por lo eurítmica llaman la ben plantada.
En Teresa ha querido modelar Xenius una figura simbólica y real á la vez. Ha culminado en su libro—tan alado y sabio—la sensibilidad de su pueblo. No es posible en lengua catalana expresar un más perfecto consorcio de romanticismo y de clasicismo. Esto en cuanto al aspecto estético del libro. Pero tiene la ben plantada—y ello es esencialísimo—una[Pg 142] trascendencia social, nacional. Toda una fórmula de tradicionalismo se encierra en esas páginas. Seamos nosotros como nuestra esencia quiere lógicamente que seamos—parece decirnos Xenius—; en nuestro suelo, en nuestro paisaje, en la disposición de nuestras casas, en nuestro idioma, en nuestro arte, en nuestro derecho hay un tipo ideal sobre el que debemos plasmarnos. No nos descentremos violenta y absurdamente. La continuidad de la raza exige la perseverancia en nosotros mismos. Un pueblo no puede ser grande y bello en la incoherencia. La incoherencia es la contradicción entre los elementos espontáneos y naturales y los elementos innovadores. No se crea que por esto cerramos la puerta á la innovación; la vida necesita renovarse. Mas la innovación ha de ser cauta, mesurada y prudente... Y Xenius, tradicionalista, propugnador ferviente de determinada modalidad social é histórica, nos da el ejemplo de la universalidad, de la renovación, asomándose al tumulto del mundo moderno y anotando sus palpitaciones, día por día, en su «Glosario».
[Pg 143]
Un retrato imaginario.—Este señor que estamos observando—año de 1329—es príncipe; su padre fué infante; su abuelo no era otro que el santo rey don Fernando. Se llama este caballero el príncipe don Juan Manuel. Ha peleado ardientemente en la guerra contra los moros; muchos años ha pasado en estas lides allí cerca del mar Mediterráneo, en la tierra murciana, donde hay palmeras y granados. Ha entrado ya ahora en la senectud; tiene el paso lento—un poco tremulante—y los cabellos canos. Toda su prestancia es de sosiego y de nobleza. En la mano derecha, ahora cuando escribe, vemos lucir una gruesa esmeralda en cerco de oro. Escribe atentamente el caballero en su cámara, con el gesto sereno del Erasmo retratado por Holbein. En el silencio de la estancia se percibe el vago rasgueo de la cortada pluma sobre el blanco pergamino; de cuando en cuando, por la ventana abierta llega el lejano son—rítmico y sonoro—de una campana.
[Pg 144]
Cuando don Juan Manuel estaba en la guerra, su nota característica era el ímpetu y la decisión. Al cabo de los años, cuando la vejez ha venido, el príncipe quiere depositar en un libro su experiencia del mundo. En prosa clara, limpia, irónica á ratos, sentimental y patética de raro en raro, va escribiendo don Juan Manuel su libro en la soledad de su cámara. Dos personajes figuran en la obra: un gran señor y un consejero suyo. Á las dudas del magnate, en los trances dificultosos de la vida, va respondiendo el consejero. Se llama aquél Lucanor; éste se apellida Patronio. Para mejor expresar su doctrina, Patronio refiere casos, anécdotas y sucedidos que vienen de molde á lo demandado por Lucanor. Luego, á la postre, referido el caso, el consejero hace la aplicación en palabras sencillas, bondadosas y graves.
Una cuarentena de historias componen el libro de don Juan Manuel. El conde Lucanor lo titulamos ahora. Cuando nuestro caballero acaba de escribir uno de sus capítulos, se levanta, da unos paseos por la estancia, contempla sus libros, echa un vistazo por la ventana al paisaje. Desde la ventana se descubre el severo y noble campo de Castilla; una serranía azulina, con cimas blancas, cierra el horizonte; hasta la línea azul se extiende una campiña suavemente ondulada por los oteros y recuestos. Hay un encanto hondo en estas obras primitivas de nuestra literatura. En La Celestina la espontaneidad pasional va mezclada con alardes intempestivos de erudición; la fuerza, la emoción, el sentimiento del artista salva y hace olvidar estos[Pg 145] engorrosos arrequives escolásticos. En El conde Lucanor todo es sencillo, limpio y claro; la prosa es como el paisaje clásico de Levante—que el autor tanto contemplara en su mocedad—, y el espíritu que entre líneas circula, el alma del libro, semeja, por su gravedad, por su sutileza, á este otro panorama que don Juan Manuel contempla ahora, ya en la senectud, desde las ventanas de su cámara.
Don Rodrigo.—Para hacer ver lo que es el libro de nuestro autor, extractaremos algunos de sus ejemplos; el lector nos perdonará si añadimos pinceladas y detalles... Una vez vivía un caballero que se llamaba don Rodrigo Meléndez de Valdés. Asistía con su consejo al rey. Vivía holgada y cómodamente. Su casa era ancha y rica; un ancho huerto se abría detrás del edificio. Don Rodrigo caminaba lentamente; reposados eran sus ademanes. No gustaba en su morada de ruidos turbadores. Su mesa mostrábase blanca, limpia y bien abastada. Cuando hablaba nuestro caballero, lo hacía con palabras mesuradas y breves. Su sosiego era inalterable. Si le acontecía un contratiempo, don Rodrigo exclamaba sin irritarse: «¡Bendito sea Dios; ca pues Él lo fizo, esto es lo mejor!» Siempre esta reflexión estaba en los labios del caballero. No había pesadumbre ni angustia, por terribles que fueran, que lograran sacarle de esta su sabia conformidad. Las gentes que le rodeaban llegaron[Pg 146] á tomar enojo de esta ecuanimidad. Sin duda el sosegado caballero no tenía alma.
Aconteció que los enemigos de don Rodrigo pusiéronle á mal con el rey. Dijéronle al rey que el caballero había maquinado contra él una gran maldad. (Los reyes se dejan engañar fácilmente.) El rey mandó matar á don Rodrigo. Llamólo á su palacio y concertó con sus cortesanos que cuando don Rodrigo se hallase en camino lo matasen. Nuestro caballero, con su sosiego de siempre, se dispuso al viaje. Ya sale de su cámara. Ya va á bajar la escalera. De pronto da un traspiés, rueda por los escalones y se quiebra una pierna. Las gentes del caballero plañíanle y le decían: «Vos que decides siempre: Lo que Dios hace, esto es lo mejor, tened vos ahora este bien que Dios vos ha fecho». Y el caballero movía tristemente la cabeza y perduraba en su conformidad con lo acaecido.
No pudo don Rodrigo acudir al llamamiento del rey. Con ello salvó la vida. Descubrióse tiempo después la falsedad de lo imputado al caballero y el rey le perdonó, lo recompensó con nuevas mercedes y mandó castigar á los engañadores. La moralidad del caso podemos exponerla en dos palabras. Conformémonos con la realidad cuando contra la realidad no podamos hacer nada. Reaccionemos contra la realidad cuando la realidad pueda ser modificada por nosotros. «Devedes entender que aquellas cosas que acaescen son en dos maneras. La una es, si viene á hombre algún embargo en que se pueda poner consejo. La otra es,[Pg 147] si viene á hombre algún embargo en que se non puede poner consejo alguno.» Cuando llegue el primero de estos dos casos y la adversidad sea contra nosotros, por nuestra inercia, no nos quejemos, no nos plañamos del Destino ni de la Providencia; en nuestras manos ha estado nuestra salvación y no la hemos querido aprovechar. Cuando nos acontezca lo segundo, es decir, cuando no podamos, ni por ingenio ó fuerza, torcer el curso de los hechos, no nos lamentemos tampoco, no nos expandamos en vanos gemidos y reproches: seamos dignos en nuestra actitud; mostrémonos tranquilos, serenos, ante la inexorable corriente de las cosas.
Va hede ziat alhaquime.—Una vez era un rey.... Era un rey moro. ¿Dónde vivía este rey? ¿Dónde reinaba? Vivía y reinaba en Córdoba; hace ya de esto muchos siglos. El palacio de este monarca debía de ser espléndido. Serían los pisos de grandes losas de mármol blanco. Se tejerían y destejerían por las paredes arabescos azules, rojos y dorados. Los techos serían de oloroso é incorruptible alerce. Habría fuentes de ancho tazón en que caería—levemente—un surtidor de agua. (Y en que también, en una hora trágica, caería, pesadamente, con un sordo ruido, una cabeza ensangrentada.) Encuadrado en el patio—un patio[Pg 148] con mirtos—se vería un pedazo de cielo azul diáfano. Por una ventanita de una cámara silenciosa se vería, allá en la lontananza, la serranía parda... Alhaquime se llamaba el rey. Se aburría angustiadoramente el rey. Debía de tener una carne blanca, un poco fofa, unos ojos soñadores, de miradas largas y lentas, y unos labios sensuales, de hombre que lo ha gustado todo y de todo se ha hastiado. Alhaquime vagaría por las salas anchas y calladas de su palacio. No detendría su mirada en las rosas rojas de los jardines, ni en el cielo azul, ni en los arabescos de los muros. Cuando sus mujeres bailaran una danza lenta y milenaria; cuando los suaves instrumentos tañeran una música melodiosa, Alhaquime, sin parar atención en los movimientos rítmicos, eurítmicos, de las beldades, pondría su mirada á lo lejos, indefinidamente, como hombre abstraído por completo del mundo.
Sin embargo, esta dulce música que suena entra en sus oídos y llega á su espíritu. Plácenle al rey unas melodías singulares que el albogón hace, en tanto que los demás instrumentos callan. Alhaquime ama el sonido del albogón. Tanto le place, que, escuchando su tañido, él ha llegado á creer que este son que el albogón produce podrá ser todavía perfeccionado. Mucho piensa el rey en este problema musical; largos ratos se lleva imaginando cómo el albogón pudiera ser modificado. Al cabo halló la manera. «Tomó el albogón y añadió en él un forado á la parte del yuso, en derecho de los otros forados, y dende en adelante faría el albogón muy mejor son que hasta entonces facía.»
[Pg 149]
Lo hecho por Alhaquime estaba bien hecho; no se podía negar. Mas no era aquélla cosa en que pudiera emplearse un rey. («Non era tan gran fecho como convenía de fazer al rey.») Por esto las gentes comenzaron á loar desmesurada é hiperbólicamente, á manera de escarnio, la hazaña del rey. Todo era comentarios, risas, sonrisas y alusiones en las cámaras y retretes de palacio. Todo eran burlas y trebejos entre los populares. «Y decían cuando llamaban á alguno, en arábigo: Va hede ziat Alhaquime, que quiere decir: Este es el añadimiento del rey Alhaquime.» El añadimiento regio de un agujero al albogón, era, en suma, comidilla de todos los vasallos del rey moro. Tanto se habló del caso, tan sin rebozo llegaron á ser las burlas, que el monarca se percató de ello. Preguntó Alhaquime á sus cortesanos, y aunque los cortesanos son artificiosos y lisonjeros, al fin tuvieron que hacer lo que rarísima vez hacen: decir la verdad. Alhaquime, el rey de la mirada absorta y de los labios sensuales, debió de sonreir. Y un día, mandando juntar todos los alharifes, tallistas y estofadores de su reino, mandó que la mezquita de la ciudad, hasta allí harto menguada, fuese ensanchada y ornada espléndidamente. Desde entonces, cuando los moros quieren loar alguna empresa grande, exclaman: «¡Este es el añadimiento del rey Alhaquime!»; es decir: «¡Va hede ziat Alhaquime!» Así el loamiento que antes se hacía por escarnio, después se hizo por entusiasta admiración.
Cuando nosotros, hombres del siglo XX, empapados en la civilización occidental, entremos ahora[Pg 150] á lo largo de nuestras andanzas en el patio de la mezquita de Córdoba y allí, gozando del silencio, de la paz y del cielo azul, nos detengamos entre los naranjos, exclamemos también: ¡Va hede ziat Alhaquime! Y pensemos ante esta mezquita maravillosa que aquel rey mandó agrandar; pensemos—nosotros, artistas, políticos—que están bien las menudas y pulidas obras, pero que están mejor—y ése debe ser nuestro ideal—las grandes, levantadas, generosas obras en que pongamos nuestro corazón y nuestra fe.
Don Cuervo y don Raposo.—Un cuervo va volando por el azul. Lleva en el pico un pedazo de queso: «un pedazo de queso muy grande». Va contento el cuervo; debe de haber cogido este queso de algún cestillo que llevaba un niño al mercado; los ojos del mozuelo habrán visto asombrados cómo de pronto el cuervo remontábase á lo alto llevándose en el pico el queso. Ahora el cuervo va á darse un suculento hartazgo. Se posa en la rama de un árbol. ¿En la rama de un ciprés? El ciprés es de las cornejas. ¿En la rama de un olivo? El olivo es de los mochuelos; cada mochuelo tiene su ramita en un olivo. ¿En la rama de un almendro? El almendro es de los cuclillos; en Levante, durante las claras noches, en el llano plantado de grandes, sensitivos almendros, los cuclillos tañen su flauta de dos notas... El cuervo se para en un árbol cualquiera;[Pg 151] esta estada del cuervo en una rama es accidental, fuera de sus costumbres. No nos imaginamos á los cuervos posados serenamente en un árbol, sino volando, volando, volando por los cielos azules ó cenicientos, desde donde, bruscamente, descienden á las llanuras rasgadas por interminables surcos paralelos. Nuestro cuervo se halla posado en un árbol; en el pico tiene su queso; está indeciso. ¿Se lo comerá aquí ó en la escondida quiebra de una montaña?
Aparece el raposo. El raposo hállase pasando unos días muy amargos; tal premia como ésta no la ha pasado él nunca. No cae ni una gallina, ni una perdiz, ni una ingenua cogujada. Está harto el raposo de comer grillos y saltamontes; los racimos de los majuelos están aún verdes. El raposo oye un leve ruido en un árbol y levanta la cabeza. Allí hay un cuervo con un queso en el pico. Ya tiene pitanza el raposo para el día de hoy. He aquí cómo el raposo comienza á hablar al cuervo: «Don Cuervo...» (Cortés, exquisitamente cortés, según veis, es el raposo; por tanto, con el don con que él agracia al cuervo le agraciaremos también á él nosotros.) Dice así don Raposo: «Don Cuervo: muy gran tiempo ha que oí fablar de vos, y de la vuestra nobleza, y de la vuestra apostura, é como quier que vos mucho busqué, non fué la voluntad de Dios, nin la mi ventura, que vos pudiese fablar hasta ahora; y ahora que vos veo, entiendo que ha mucho más bien en vos de cuanto me dezían. Y porque veades que vos lo non digo por lisonja, también como vos diré las aposturas que en vos[Pg 152] entiendo, también vos diré las cosas en que las gentes tienen que non sodes tan apuesto».
Nótese cómo don Raposo da color de verdad sincerísima á su lisonja; él dirá las gentilezas de don Cuervo, pero también le dirá á don Cuervo las cosas que, según las gentes, no están bien á don Cuervo. Dicen las gentes que el color negro es desapacible; negros tiene don Cuervo el pelaje, los ojos, las garras, el pico. Eso dicen las gentes; mas las gentes se engañan. Porque, ¿qué color más hermoso en los ojos que el negro?
Las péndolas del pavón, ¿no son negras también? Y ¿habrá animal más bello que el pavón?... Todas las cosas, en fin, son cumplidas y graciosas en don Cuervo; todo: las plumas, las garras, el pico, el volar majestuoso y raudo. Con todo ello sería gran mengua si don Cuervo no supiese cantar. Don Raposo está seguro de que don Cuervo canta maravillosamente; pero, por desgracia, él no le ha oído nunca. ¿No podría hacerle don Cuervo la merced de cantar? «Si yo pudiese de vos oir el vuestro canto—dice zalameramente don Raposo—, para siempre me ternía por de buena ventura.» Don Cuervo, emocionado, enternecido, va á cantar. Abre el pico, cae el queso... Instantáneamente don Raposo lo coge y se aleja corriendo.
Las más dañosas falsías son aquellas que se realizan con elementos de la verdad. Sepamos, en todo caso, resistir á la lisonja; más difícil es permanecer ecuánimes ante el elogio que ante la diatriba. Artistas, poetas, pintores, oradores: cuando[Pg 153] se nos haga alguna loanza, no salgamos de nuestro diapasón habitual. Leamos serenamente los elogios; sepamos distinguir lo que en ellos hay de exacto, y lo que en ellos se debe á las circunstancias y al afecto del loador. ¿Qué harán de todos estos elogios las generaciones venideras? Y ¿qué pensar de los elogios cuando vemos, frecuentemente, ponderadas en nuestra obra aquellas partes deleznables, efímeras, á que no damos importancia, mientras los entusiastas admiradores pasan en silencio, ignorándolas, aquellas otras en que hemos puesto fervientemente toda nuestra alma?
Don Illán el Mágico.—Don Illán el Mágico vive en Toledo. Un mágico es un hombre sencillo y respetable. Tenéis una idea errada de lo que es un mágico. Un mágico no es un señor barbado y hosco que lleva en la cabeza un cucurucho con estrellas pintadas; un mágico es un hombre silencioso, discreto, de una mirada inteligente y dulce, de unas maneras suaves. Don Illán vive en Toledo; habita en una casa silenciosa y limpia. Grande es su renombre de sabiduría; á todos los ámbitos de España se extiende. Allá en Santiago de Galicia, un deán de la catedral ha entrado en deseos de conocer los secretos del arte mágico. ¿Para qué querrá conocer tales misterios este deán? Y ¿quién[Pg 154] mejor que Don Illán podrá—si quiere—enseñárselos? Pues á Toledo se encamina nuestro deán. Cuando llega á Toledo endereza sus pasos á la casa de Don Illán. Á éste «fallólo que estaba leyendo en una cámara muy apartada»; es decir, tal vez en un desván, en un cuartito lejos de los ruidos de la calle, y que tiene por panorama—que se atalaya desde la ventana—una vasta extensión de tejados y de torrecillas, que se destacan bajo el cielo azul; un cielo por el que caminan unas nubes blancas.
Don Illán recibe cordialmente al viajero. Con exquisita amabilidad se dispone á enseñar su ciencia al deán de Santiago. En el coloquio que acaban de tener, el deán ha manifestado que él es hombre ante quien se abre un halagüeño porvenir; ahora es deán; dentro de unos años, seguramente llegará á arzobispo, á cardenal, á papa. El deán, en cambio de la ciencia que le iba á comunicar Don Illán, «le prometió y le aseguró que de cualquier bien que de él oviere, que nunca faría sino lo que él mandase». No hay, por lo tanto, más que hablar. Don Illán manifiesta que la ciencia que él ha de enseñar «non se podía aprender sino en un lugar muy apartado». Esta misma noche tendrán los dos la misteriosa conferencia. Antes, don Illán llama á su cocinera y le ordena que prepare unas perdices para la cena. Don Illán desea obsequiar con este yantar al viajero.
Llega la noche; se dirigen ambos á esa cámara secreta donde don Illán ha de dar su conferencia. «Entraron ambos por una escalera de piedra muy[Pg 155] bien labrada, y fueron descendiendo por ella muy gran pieza en guisa que parescían tan bajos que pasaba el río Tajo sobre ellos; é desque fueron en cabo de la escalera, fallaron una posada muy buena en una cámara mucho apuesta que ahí havía, do estaban los libros y el estudio en que habían de leer.» No os imaginéis retortas, matraces, hornillos y redomas. No un gran caimán puesto colgando de una pared (como vemos en las ilustraciones del Fausto). No tibias humanas ni un ancho infolio y un reloj de arena colocados encima de una mesa. Esta cámara subterránea, tan honda que sobre ella quizá pase el río Tajo; esta cámara no es mas que una biblioteca henchida de raros y preciosos libros. La estancia no está alumbrada por el resplandor rojo de los hornillos (como también vemos en las estampas populares). Don Illán debía de ser uno de estos hombres que, viviendo en su siglo (el XII ó el XX), viven realmente en un futuro en que fuerzas misteriosas que hoy desconocemos—pero que presentimos—harán que sea posible lo que hoy juzgamos irrealizable. Cuando ha entrado por su puerta el deán de Santiago, don Illán, á través de la materia y á través del tiempo ha leído el alma de este hombre. Este hombre es un ingrato.
Ya se dispone don Illán á comenzar su conferencia, cuando aparecen unos mensajeros que le traen una carta al deán. Hemos olvidado decir que el deán es sobrino del arzobispo de Santiago. En la carta se le notifica una grave enfermedad del arzobispo. El deán contesta con otra epístola, diciendo[Pg 156] que siente mucho no poder ir á acompañar á su tío. «Dende á cuatro días llegaron otros hombres á pie, que traían otras cartas al deán, en que le fazía saber que el arzobispo era finado.» Se preparaba en aquellos momentos en Santiago la elección de nuevo arzobispo; todos deseaban elegir al deán. Transcurren siete ú ocho días más y aparecen «dos escuderos muy bien vestidos y muy bien aparejados»; los cuales escuderos se llegan hasta el deán, le besan reverentemente las manos y le entregan una carta en que se le notifica que ha sido elegido arzobispo de Santiago.
Ya tenemos á nuestro deán hecho arzobispo electo. Ya rebosa de satisfacción. Ya se ve en su palacio de Santiago sentado en uno de esos sillones de terciopelo, con bordados ricos de sedas en que—más tarde—había de poner Antonio Moro algunos de sus personajes regios. Don Illán da la enhorabuena al electo arzobispo. Y como don Illán ha sido generoso con él enseñándole su ciencia misteriosa, don Illán ruega al arzobispo que el deanazgo vacante lo provea en un hijo suyo. El arzobispo, cortés y atento, se dispone á acceder á la petición de don Illán; sin embargo, deseaba exponerle una cierta consideración. Él «le rogava que quisiese consentir que aquel deanazgo lo hubiese un su hermano»... Nótese la irreprochable cortesía del electo arzobispo; el deanazgo es para el hijo de don Illán; no hay más que hablar de ello; mas él, el arzobispo, ruega á don Illán que quiera consentir que sea para un hermano del arzobispo con quien el arzobispo tiene un grande y[Pg 157] antiguo compromiso. Y añade: «Más que él le faría bien en la Iglesia en guisa que él fuese pagado, y que le rogava que se fuese con él á Santiago y que levase con él á aquel su fijo».
Ya están todos en Santiago. El arzobispo es un buen arzobispo; todos le quieren bien; él es bondadoso con todos. Al cabo de algún tiempo llegan unos mandaderos del papa. Ha vacado el obispado de Tolosa; para esa sede nombra el papa al arzobispo de Santiago. Entonces don Illán pide con mucho encarecimiento que el arzobispado vacante de Santiago sea para su hijo. De nuevo torna á darle la razón el antiguo deán á su amigo y bien hechor; pero le ruega que permita que este arzobispado sea para un tío suyo, hermano de su padre. «Y don Illán dijo que bien entendía que le faría muy gran tuerto, pero que lo consentía en tal que fuese seguro que ge lo enmendaría en adelante.» De muy buen grado se lo prometió el arzobispo, y rogóle que fuese con él á Tolosa y que llevase á su hijo. Ya están todos en Tolosa. Á los dos años llegan otra vez mandaderos del papa. El papa ha nombrado cardenal al obispo; el obispado de Tolosa puede darlo á quien quiera. Aquí tenemos á don Illán de nuevo solicitando la vacante para su hijo; tantas veces han fallado sus pretensiones, tantas veces el favor le ha sido denegado, que parece absurdo que ahora no se le cumplan sus afanes y el obispo le dé una nueva excusa. Pero así es, desgraciadamente. El nuevo cardenal ruega—tan cortés como siempre—que el obispado vacante de Tolosa sea para un tío suyo,[Pg 158] hermano de su madre. «Y don Illán quejóse mucho, pero consintió en lo que el cardenal quiso, y fuése con él para la corte.»
Ya están todos en Roma. El nuevo cardenal desempeña admirablemente su cargo; gran consideración le guardan los demás cardenales. Ocurrió que el Papa falleció; los cardenales eligieron por papa al antiguo deán de Santiago. Ha llegado la ocasión—¡por fin!—de que don Illán pueda ver colmados sus deseos. Su amigo no podrá tener efugio alguno para hacerlo. Al papa representa don Illán lo que espera de él. «Y el papa dijo que no le afincase tanto, que siempre habría lugar en que le hiciese merced según fuere razón.» Entonces don Illán, amargado, desesperanzado, se lamentaba con palabras ardientes. Estas palabras pusieron en indignación al papa. El papa, apurada la paciencia, reprochó su pesadez y pertinacia á don Illán. Más hizo: le amenazó con meterle en prisión si persistía en su actitud; puesto que él, don Illán, era un hereje y un nigromántico, ejercitador de reprobadas y diabólicas artes. Cuando esto oyó don Illán, no quiso permanecer más en Roma. Ni para el camino le dió el papa, su antiguo amigo, un viático...
Lector: Todo esto que nos cuenta un gran aristócrata, nieto de un santo y rey á la vez—don Fernando—, no tiene nada de irreverente. Todo es una ingeniosa ficción. Al llegar el relato al punto en que lo hemos interrumpido, bruscamente, mágicamente, el deán de Santiago y don Illán se encuentran los dos en la cámara subterránea de Toledo.[Pg 159] Don Illán ha visto, en un segundo, á través de la materia y el tiempo. Despide al deán y él se come solo las perdices preparadas para la cena. Don Illán había adivinado que si él tuviera con este hombre la generosidad de enseñarle su ciencia, este hombre luego no sería agradecido con él.
Seamos buenos, corteses, afables: que nuestro corazón esté siempre dispuesto al bien. Pero cuando vayamos á poner toda nuestra alma, nuestro trabajo, nuestro porvenir, la paz de los nuestros y aun nuestra propia vida al servicio de un hombre ó de una causa, miremos si ese hombre y si esa causa son dignos de nuestro supremo sacrificio.
La raposa mortecina.—Una raposita ha salido de su manida y se ha dirigido hacia la aldea. Todo duerme; es media noche. En la obscuridad no se percibe mas que—allá lejos—la raya negruzca de las montañas sobre la foscura del cielo. Brillan las estrellas: brillan con ese titileo radiante de las noches de invierno. En esas noches, á la madrugada, en el profundo reposo de la tierra, ese relumbrar vivo, radiante, de los astros trae á nuestro espíritu una profunda nostalgia—¡oh fray Luis de León!—de algo que no sabemos... De cuando en cuando un vientecillo ligero trae de la aldea un olor particular que nuestra raposita recoge en sus[Pg 160] narices. El ejido del poblado está ya aquí; luego las casas; detrás de una de ellas se extienden las largas tapias de un corral. No se sabe cómo la raposita ha entrado en el corral. En los travesaños de un cobertizo están acurrucadas las gallinas, los gallos. Los gallos, tan vigilantes, no se han percatado de nada. Lentamente, pasito á paso, mirando á todos los lados, venteando todos los olores, avanza la buena raposita.
—Un momento, querido cronista. ¿Por qué llama usted buena á esta raposa inquietadora, sanguinaria, que va á poner el espanto y la destruccion en la república de las gallinas?
—Perdón, querido lector. Todo es relativo, y la raposa, comparada con el taciturno y violento lobo, es buena, es excelente. Hace mucho tiempo que un gran naturalista—Buffón—ha hecho en pocas líneas el elogio de la raposa. «La raposa no es un animal vagabundo, sino un animal domiciliado—escribe Buffón.—Esta diferencia, que se hace sentir aun entre los hombres, tiene más grande eficiencia y supone más grandes causas entre los animales. La idea sola del domicilio presupone una singular atención sobre sí mismo; luego, la elección del lugar, el arte de fabricar la guarida y de solapar la entrada á ella, son tantos otros indicios de un sentimiento superior.»
Tiene, pues, nuestra raposita un sentimiento superior de la vida y del mundo. Sólo que... La vida es dura; se tienen hijos; los inviernos no ofrecen grandes recursos en el campo. No hay nidos entre los atochares; las cepas de los majuelos aparecen[Pg 161] desnudas y secas. ¿Qué ha de hacer una raposa sino ir á los corrales donde las gallinas reposan? En ello aventura la vida, que no es poco. Ya está en el gallinero nuestra zorrita; las gallinas se han dado cuenta—un poco tarde—del huésped que viene á visitarlas. La hora no es muy á propósito para cortesías. Se ha producido un ruidoso remolino en el cobertizo á la vista de la raposa. Todas las gallinas cacareaban y los gallos cantaban—despavoridos. La raposa ha cogido una gallina entre los dientes y la ha zarandeado con violencia. Con una tierna y gorda gallina tendría la raposita para su yantar. Pero cuando ha sentido la raposa correr entre sus fauces la sangre tibia, humeante, de la gallina, ha perdido la cabeza. ¡Cómo brillan ahora sus ojos! ¡Cómo va de una parte á otra furiosa, abstraída, tambaleándose, como ciega, como borracha!
No se harta de destrozar gallinas; tendidas quedan muchas por tierra. En la casa deben de tener el sueño muy pesado; nadie se mueve. (O ¿qué sabemos? Estos labriegos que trabajan á costa de un amo son muy ladinos. Pensad en las matanzas que hacen los pastores y se las achacan á los lobos. Tal vez ahora saben que la zorra está destrozando el gallinero; pero como la raposa no ha de poder llevarse todas las gallinas y han de quedar algunas muertas...) Entusiasmada, encarnizada en su labor siniestra, la raposita no ve que una claror blanquecina aparece por Oriente. La aurora comienza á anunciarse.
Tiene este momento único de la madrugada un[Pg 162] encanto profundo. Nos atrae misteriosamente esta palidez que en el cielo se inicia. Todavía es de noche... y ya está ahí el día que llega. En este minuto supremo las luces que han velado toda la noche van á borrarse en la claridad del día; su misión ha terminado.
Durante las tinieblas han puesto sus resplandores sobre una mesa en que una cabeza se inclinaba sobre los libros; ó han iluminado—tenuemente—la cara blanca, sobre ropas blancas, de un enfermo; ó se han destacado, como puntitos rojos y verdes, en el horizonte, en tanto que las locomotoras lanzaban agudos chillidos y pasaban raudos los trenes. Cuando la claridad del día va aumentando, las luces, todas las luces, luces trágicas ó luces de esperanza, se retiran, se esfuman, se disuelven, se recogen en una tregua de reposo hasta la noche venidera. Á esta hora de la madrugada, las montañas ya comienzan á destacarse más vivamente sobre el cielo; el cielo es de una claridad vaga y lívida. Dentro, en las casas, se hace una densa y confusa penumbra. Las cosas van á surgir á la vida; las ventanas van á recobrar su espíritu de luz y de sol.
Á nuestra raposita se le ha hecho tarde. No puede salir sin peligro del gallinero; van y vienen gentes por la aldea. Otros gallos lejanos cantan; un can ladra. No tiene más recurso nuestra raposa que salir á la calle y tenderse en medio haciéndose la muerta. Porque si la vieran correr por las calles del pueblo, ¿qué sería de ella? (Son muchos los animalitos que se hacen los muertos[Pg 163] para librarse de las trazas sanguinarias del hombre. Se hace la muerta esta arañita que, en el campo, ha bajado desde un árbol, por un hilillo sutil, hasta las páginas blancas de este libro que estamos leyendo. Se hace el muerto, replegando sus patitas, este cetonia con que nuestros dedos han tropezado en el fondo de una rosa, lecho fresco y fragante. Se hace el muerto este glomérido que encontramos debajo de una piedra y que se convierte en una bolita de acero. ¿Por qué se hacen los muertos? ¿Hemos dicho que para defenderse del hombre? Pero ¿saben ellos del hombre? Esta es una idea antropocéntrica. No sabemos siquiera si lo que hacen es hacerse los muertos.) Nuestra raposita se hace la muerta; en medio de la calle está tendida. No es cosa rara, donde hay muchas zorras, ver una zorra muerta en medio del arroyo. Va paseando la gente. «Á cabo de una pieza, passó por hi un home, y dixo que los cabellos de la frente del raposo que eran muy buenos para poner en las frentes de los mozos pequeños, porque no los ahojen.» Con unas tijeras, este hombre curioso trasquila la frente de la zorrita. La zorrita se estuvo quieta.
Después otro transeunte vió la raposa y dijo lo mismo de los pelos del lomo. Le trasquiló los pelos del lomo. La raposita se estuvo quieta. Luego otro hizo la misma observación respecto del pelo de las ijadas. Le trasquiló las ijadas. La raposita se estuvo quieta. «Nunca se movió el raposo, porque entendía que aquellos cabellos non le farían gran daño en los perder.» Otro viandante llegó[Pg 164] más tarde y dijo que la uña del raposo es buena para curar los panadizos. Tajóle las uñas á la raposita. La raposita no se movió. Después otro dijo que el diente de la zorra cura los males de dientes. Quitóle un diente á la raposita. La raposita no se movió. Á seguida vino otro y manifestó que el corazón del raposo es conveniente para nuestros dolores de corazón. Metió mano á un cuchillo para sacarle al raposo su corazón. «Y el raposo vió que le querían sacar el corazón y que si gelo sacassen, que non era cosa que se pudiese cobrar.» Entonces la raposita dió un salto, echó á correr y se perdió á lo lejos.
...En nuestras casas, en la vida cotidiana, debemos pasar por alto—indulgentemente—las pequeñas cosas. En la vida pública, á la vista de todos, de igual manera, no debemos de ponernos fieros ante lo que en sí tiene escasa importancia. No coloquemos nuestro natural y legítimo deseo de dignificación y de reivindicación en un plano demasiado alto. Si el puntillo de honor lo ponemos muy subido, á cada momento tendremos que estar en altercaciones, porfías y denuedos. Nuestra vida se hará imposible. Una palabra, un gesto, un ademán, un ligero desdén, una inflexión de cólera, un matiz de irritación en los demás tendrán para nosotros una importancia decisiva. No; sepamos pasar por todo esto. La raposita no se movía cuando le trasquilaban el lomo y la frente; aquello no tenía para ella importancia. Pero cuando se trate de cosa grande, cuando se trate del corazón—como en el caso de la raposa—, entonces pongamos todas[Pg 165] nuestras fuerzas, todo nuestro ardor, todo nuestro ímpetu en defender la esencialidad de nuestro ser moral: las ideas, los procedimientos, la conducta, la honradez, la sinceridad.
Valor y riesgo de los consejos.—Un breve epílogo á estas divagaciones sobre motivos de El conde Lucanor. Ya se habrán percatado de ello los lectores. No hemos expuesto fielmente las historias y ejemplos que trae en su libro don Juan Manuel; muchos detalles hemos añadido; á nuestra manera hemos contado los casos que el infante relata. No hemos sacado tampoco—generalmente—de tales cuentecillos las enseñanzas que el autor pone por contera; diferentes han sido alguna vez los proloquios deducidos. Hemos hecho con el libro de don Juan Manuel lo que se suele hacer con la música de las grandes óperas; de aquí y de allá, tomando este tema y dejando tal otro, hemos compuesto una rapsodia. Pero si algún lector entra en gana de leer el libro de don Juan Manuel, desde luego habremos logrado nuestro propósito; propósito modesto; el propósito de quien trata de excitar la curiosidad con palabras encarecedoras de estas ó las otras excelencias de una obra.
Ahora digamos algo respecto del valor de los consejos y del riesgo que corre el que se aventura á darlos. ¿Qué valor tienen los avisos, advertimientos[Pg 166] y prevenciones que se suelen hacer en la vida? Distingamos entre el consejo genérico y el consejo concreto. Es decir, distingamos entre los consejos que se dan en los libros y los consejos que, en la realidad cotidiana, damos al amigo ó al deudo. Los libros de consejos por fuerza han de ser generales; aquí está precisamente su punto flaco. Como es una regla genérica la que se da, no sabremos, cuando llegue el caso, si precisamente en ese trance debemos ó no aplicar el consejo que hemos leído. La vida es varia, compleja, contradictoria, ondulante; el consejo—ó la norma—es rígida, siempre igual, inflexible. ¿Cómo concordaremos la realidad cambiante y fugitiva con el canon permanente? Dificultad es ésta de una grandísima trascendencia; tanto lo es, que en ella van implícitos todo el arduo problema de la moral y todo el magno negocio de la política.
Contra la norma genérica de la ética surge el casuísmo, que toma en cuenta el tiempo, el lugar, la persona y otras diversas circunstancias. Contra el cumplimiento de la ley, en el gobernante surge la consideración—análogamente—de que la ley debe siempre ser cristalización de la justicia, pero que puede también no serlo. Puede no serlo: 1.º, porque originariamente, al hacer la ley, no se haya interpretado en ella bien la justicia; 2.º, porque, aun interpretándose primitivamente bien la justicia en la ley, el tiempo puede haber hecho que cambie la sensibilidad ambiente (la justicia no es mas que una cuestión de sensibilidad) y que la justicia contenida en el canon formulado anteriormente[Pg 167] sea escasa, pobre, deficiente; 3.º, porque, aun siendo buena la ley, ley acomodada al tiempo, ley viva, ley actual, unas pasajeras circunstancias pueden hacer que no se contenga en ella la justicia.
«¡Sed prudentes, sed enérgicos, sed sinceros!», nos dicen los consejos genéricos de los libros. Está bien; la doctrina es inmejorable; muchos hombres eminentes han practicado tales máximas. (Los hombres eminentes, eminentes de veras, han hecho muchas cosas que han sacado, ingénitamente, de sí mismos, y no de los libros.) Está bien; pero en este trance en que ahora nos hallamos precisamente, ¿debemos ser audaces, intrépidos, temerarios? ¿Es ahora, con estas circunstancias, cuando debemos ser brutalmente sinceros, ó bien será en otra ocasión y con tales otras particularidades? Los libros de consejos no pueden decirnos nada de esto. «Un grano de audacia en todo—escribe Gracián—es importante cordura.» ¿Hemos leído bien? En todo—dice el psicólogo. O sea, seamos siempre audaces; con la audacia empleada en todos los momentos, con todos los motivos, nos irá siempre bien. (Algunos políticos, harto desaprensivos—no nombramos á nadie—, encontrarán admirable la máxima. Sí, la audacia á todo pasto es posible que lleve á la fortuna; pero... las quiebras de tal juego suelen ser terribles.)
«No hacer negocio del no negocio—escribe también Gracián—. Así como algunos todo lo hacen cuento, así otros todo negocio.» (Los negocios de que aquí habla Gracián no son los negocios en que suelen andar metidos los antes mencionados[Pg 168] parlamentarios y políticos. Esos, sí, es cierto, todo lo hacen negocio. Pero ahora Gracián habla de otra cosa; Gracián nos dice que no lo hagamos todo cuestión personal, cosa de honra y de dignidad.) «Siempre hablan de importancia—prosigue el autor—; todo lo toman de veras, reduciéndolo á pendencia y á misterio. Pocas cosas de enfado se han de tomar de propósito, que sería empeñarse sin él... Muchas cosas que eran algo, dejándolas fueron nada; y otras que eran nada, por haber hecho caso de ellas fueron mucho.» He aquí un sagaz consejo, basado en la más fina observación de la vida diaria. Pero ¿cómo lo aplicaremos? En presencia de una de esas fruslerías cotidianas que pueden ó no pueden ser algo—ó mucho—, ¿qué es lo que tendremos que hacer?
Mas si los libros de consejos no pueden orientarnos en el caso concreto, aquí está el deudo, el amigo, ó simplemente el hombre ducho y experimentado, á quien—sin conocerle, ó conociéndole apenas—recurrimos en busca de una sabia prevención. Difícil y arriesgado es, en general, el dar un consejo. Desconfiad—¡oh escritores renombrados!—de los que, acercándose á vosotros, os piden un consejo, una opinión, un juicio sincero, completamente sincero, de una obra que os dan á leer. Si usáis, incautamente, de vuestra sinceridad, os arrepentiréis; quien ha pedido sinceridad, cuando sinceridad le sirven, cuando con ella le hablan y juzgan su obra, podrá por cortesía, y por no desmentir las protestas hechas, agradeceros aparentemente vuestras palabras; pero en el fondo[Pg 169] ese hombre siente por vosotros un vivo disgusto, una viva hostilidad. «Entonces—preguntará el lector—, ¿habrá que mentir siempre? ¿Tendremos que ser unos hipócritas, unos faranduleros?» No; lo que cabrá es, sin decir la verdad ruda y brutalmente, usar de tal modo de los silencios, de los matices y de las gradaciones, que los lectores entiendan nuestro verdadero pensamiento sobre la obra de que se trata. Hay elogios en apariencia que son censuras, y hay pausas, silencios y apartes que huelen á la más rotunda condenación.
En la vida cotidiana, el consejo nos puede exponer á molestias, contrariedades y pesadumbres. En sus Empresas políticas (en la XLVII, al final) Saavedra Fajardo escribió las siguientes palabras: «Ninguna cosa más peligrosa que el aconsejar. Aun quien lo tiene por oficio debe excusarlo cuando no es llamado y requerido, porque se juzgan los consejos por el suceso, y éste pende de accidentes futuros que no puede prevenir la prudencia; y lo que sucede mal se atribuye al consejero, pero no lo que se acierta.»
No se puede decir sobre la materia nada más exacto. En el mismo Conde Lucanor (historia del gallo y el raposo) el autor, encareciendo la dificultad y riesgo del consejo, nos dice lo mismo que, más tarde, había de escribir Saavedra. Es difícil dar el consejo—escribe don Juan Manuel—, porque «non es ome seguro á que pueden recudir las cosas; ca muchas veces vemos que cuida ome una cosa é recude después otra, ca lo que cuida ome que es mal, recude á las vegadas á bien, é lo que[Pg 170] cuida ome que es bien, recude á las vegadas á mal». ¡Grande es la perplejidad del consejero! De todos modos, acierte ó no, no se le agradecerá nada al consejero. «Ca si el consejo que da recude á bien, non ha otras gracias si non que dicen que fizo su debdo en dar buen consejo, é si el consejo á bien non recude, siempre finca el consejero con daño é con vergüenza.»
[Pg 171]
Se están publicando en Madrid las obras completas de don Juan Valera. Entre los volúmenes publicados figuran dos tomos de cartas particulares. Nació Valera en 1824; murió en 1905, La primera de las cartas citadas lleva la fecha de 1847; la última corresponde al año 1857. Aparecen escritas las cartas desde Madrid, Lisboa, Nápoles, Río Janeiro, Dresde, Varsovia, Petersburgo. Tenía don Juan Valera cuando escribió la primera carta veintitrés años. Documento importante es esta correspondencia para el estudio del carácter del escritor cordobés. Dos notas dominan en estas páginas: el ansia por el dinero y el amor—no á la mujer—á las mujeres. Era hijo Valera de una familia distinguida; vivía Valera con sus deudos en provincias; tenía Valera un espíritu vivo, fino; al llegar á Madrid encontróse con un mundo nuevo para él. Le atraía la sociedad elegante; le causaba íntima aversión la convivencia con literatos—toscos y pobres—y con gente de mediano pasar. Á la sociedad aristocrática pretendió incorporarse[Pg 172] desde su llegada á Madrid. Veamos cómo va sintiendo el espectáculo de la vida y de qué manera va expresando sus anhelos y sus pesares.
«Este país—escribe Valera—es un presidio rebelado. Hay poca instrucción y menos moralidad; pero no falta ingenio natural, y sobra desvergüenza y audacia.» Hablando de los escritores madrileños dice: «Los que son eruditos están mal educados, son sucios y pedantes; los que son limpios y cortesanos, tan mentecatos, que no hay medio de poderlos aguantar.» «Con resignación—escribe—me propongo soportar el trato de los pedantes del Café del Príncipe, y las cosas primitivas de mi patria, y la presunción estúpida de sus hombres de Estado, filósofos y sabios.» En la tertulia literaria del café del Príncipe «reina la mayor franqueza y españolismo, esto es, el más exquisito mal tono y la peor educación posible». No hay en España mas que mediocres prosistas é insignificantes pensadores. «El único economista que tenemos es Flórez Estrada; el único filósofo, Balmes, y ambos no pasan de medianos.»
En este ambiente social se veía Valera: se veía pobre, sin medios de fortuna, sin elementos que le hicieran dejar este ambiente de grosería y vulgaridad para vivir entre la gente aristocrática, selecta, rica. Su obsesión á lo largo de todas sus primeras cartas es el dinero. El estudio literario considéralo Valera como su «mayor deseo, después del de tener dinero». «Mis necesidades son grandes, mis gustos por el lujo y el bienestar, y mis recursos extremadamente escasos.» «Harto conozco que[Pg 173] debiera ingeniarme y buscar un medio de ganar dinero, pero aún no he hecho nada con este fin; sigo, sin embargo, emborronando papel, pero nada me satisface.» «Si algo me impacienta es la pobreza. Por eso me quiero meter, por el pronto, á autor dramático. Es el medio más corto de obtener cien duros al mes, que es cuanto deseo para vivir holgadamente.» Ingresa Valera en la carrera diplomática; el contraste entre su medianía y el lujo que le rodea acentúase de un modo angustioso. Su anhelo es la conquista del bienestar; aspira á vivir en un medio de refinamiento y cortesanía.
En el espectáculo de la vida le atraen las mujeres. Su sensibilidad meridional se siente voluptuosamente conmovida ante la belleza femenil. Hay en sus cartas multitud de pasajes referentes al amor sensual y tangible. Á sus deudos más íntimos no se recata en hacer alusiones sobre la materia. En la primera carta de la colección habla á su madre de sus cortejos á una dama casada. Le anima con miradas y palabras esta señora, y él escribe á su madre: «Con todos estos avances, ya se puede usted figurar que yo no estaría muy pacífico, así es que hubo pisotones y miradas lánguidas; me ofreció la casa, me dijo que fuera á visitarla, que todo el día estaba sola, y también puso en mi noticia la hora en que salía, dónde iba á pasear y cuándo acostumbraba estar fuera de casa su digno consorte». Á su misma madre cuenta también otro chichisveo con otra señora también casada: «La niña se reía mucho de todo esto. Yo la he prometido llevarla á Nápoles sin hacerle nada por el camino[Pg 174] que ofenda su honestidad». De la coima de un amigo suyo habla asimismo Valera á su propia hermana: «El señor Andrade se ha hecho grande amigo mío, me ha confiado la historia de sus amores con la prima donna del teatro San Fernando, y el otro día me decía que quisiera la viese yo desnuda para que admirase lo acabado de sus formas, lo que hace que ella nunca lleve corsé». En Petersburgo, un día, tal impresión le causa una mujer alta, gallarda, de labios encendidos, «respirando orgullo, energía y lujuria á la vez», que queda «atortolado», tropieza con el estribo de un coche y resbala en el hielo de una manera absurda y cómica.
Notables son, por lo pintorescos, los pasajes en que Valera cuenta sus amores, en Petersburgo, con la actriz francesa Magdalena Brohan. Durante una larga temporada complacióse la comedianta en excitar diabólicamente al español; desesperábase éste; no acabó de entregarse nunca la francesa. «Me estrechó en sus brazos—escribe Valera—y unió y apretó su boca á la mía, y me mordió la lengua y el pescuezo, y me besó mil veces los ojos, y me acarició y enredó el pelo con sus lindas manos, diciendo que tenía reflejos azules y que estaba enamorada de mi pelo; y me quería poner los besos en el alma, según lo íntima y estrechamente que me los ponía dentro de la boca, y nos respirábamos el aliento, sorbiendo para adentro muy unidos, como si quisiéramos confundirnos y unimismarnos.» Tal escena se repitió muchos días. Exasperado Valera, dió un formidable empellón[Pg 175] una vez á la actriz; no pudo, sin embargo, pasar adelante en sus amores. Profundamente hechizaban á Valera las mujeres. «Esta afición mía á las faldas es terrible»—escribe nuestro autor.
Completemos los datos anteriores con otros varios; estas nuevas citas acabarán de definir la idiosincrasia literaria de Valera. «El mundo, al fin, no es una cosa tan mala»—escribe nuestro autor haciendo profesión de optimismo. «Ya conocerá usted—escribe á su padre—que, á pesar de mi liberalismo filosófico, soy aficionadísimo á la gente de alto copete, y tanto, que me aflige y entristece la de mal tono.» «Yo me siento incapaz de ser dogmático en mis opiniones filosóficas; ando siempre saltando del pro al contra, y dudando y especulando, sin atreverme á seguir doctrina alguna.» No transcribamos más. Realizó don Juan Valera durante cuarenta años una copiosa labor literaria; ideó novelas, compuso poesías, escribió multitud de ensayos críticos. Fué siempre Valera el mismo que escribía estas cartas de 1847. En 1902, á los setenta y seis años, escribía Valera lo siguiente en la introducción á su Florilegio de Poesías Castellanas: «¿Por qué hemos de desdeñar ó estimar sólo como chiste ó agudeza de ingenio lo que inventa Campoamor filosofando, y hemos de tomar tan por lo serio, pongamos por caso, á Krause, Schopenhaüer ó Nietzsche?» Era esto parangonar las mediocres abstracciones de Campoamor con los estudios de Nietzsche y Schopenhaüer. En el mismo trabajo habla Valera livianamente de las doctrinas evolucionistas; por la misma época trataba[Pg 176] festivamente—al hacer la crítica de un libro de Pompeyo Gener—las concepciones de Nietzsche. Fué Valera en sus últimos tiempos, toda su vida, el mismo de sus primeros años. Tuvo ingenio, donosura, erudición vasta; le faltó poesía, emoción, idealidad. Un artista que hondamente ame la belleza nos expresará en sus primeros años sus anhelos, sus angustias, sus esperanzas por realizar la bella obra de arte. Valera, pobre, desconocido, principiante, el ansia que siente es la de poder figurar en la sociedad elegante, la de convivir con la gente cortesana y mundana, la de ser rico y vivir bien. «Soy aficionadísimo á la gente de alto copete, y tanto, que me aflige y entristece la de mal tono.» La Humanidad, para Valera, es esa gente de buen tono. No fué nunca Valera poeta; no llegó nunca en sus obras á hacer sentir la emoción del dolor y de lo trágico. Mariposeó sobre todo como un discreto y amable hombre de mundo. Á un lado están los artistas de la laya de un Carlyle, de un Flaubert y de un Leopardi; los artistas inquietos, tormentosos, obsesionados por la Idea. Á otro lado se hallan los escritores amenos, agradables, áticos, irónicos. Sólo los primeros son grandes y perdurables. Han sentido y hacen sentir. Han amado y hacen amar. Han sido poetas y hacen soñar.
[Pg 177]
Gabriel Alomar se encuentra desde hace algunos días en Madrid. Antagonistas de Alomar en política, no le regateamos la admiración—sincera y cordial—para su claro talento, su vasta cultura, la impetuosidad y elegancia de su estro lírico. Enviamos nuestro saludo al compañero en tareas literarias; algo queremos decir en estas líneas respecto á su obra literaria. Gabriel Alomar es, á la hora presente, una de las personalidades con más fuerte vigor representativo de la intelectualidad española; si su nombre en tierras castellanas, entre el público castellano, es poco conocido, débese á que Alomar ha escrito en lengua catalana casi todos sus libros; periodista militante, en catalán pergeña también sus múltiples artículos. ¿Cuántos son los hombres de letras, los periodistas, los aficionados á libros que en Castilla, es decir, fuera de Cataluña, siguen atentamente el movimiento literario catalán? ¿Cuántos libros catalanes vemos en Madrid en los escaparates de los libreros? Deplorable se nos antoja este desconocimiento en[Pg 178] Castilla de los libros catalanes; no mandan tampoco sus libros los autores catalanes á los críticos castellanos. Aparte de esto, si los mandaran—podrán argüir nuestros colegas de Cataluña—; si los mandaran, ¿se hablaría de ellos en nuestros periódicos? ¿Se hablaría de ellos con frecuencia, con interés, con efusión, con cordialidad?
En sus recientes Estudios de literatura catalana, Manuel de Montolíu ha escrito lo siguiente hablando de Alomar: «Alomar es, sin duda, el más intenso y el más enérgico condensador del idealismo moderno en nuestra Cataluña». La afirmación del crítico es exacta; Gabriel Alomar sintetiza en su obra el más puro idealismo, basado en el más profundo y escrupuloso sentido de la realidad. Su obra—joven todavía Alomar—no es muy extensa; tiene, sí, una peregrina intensidad. Ha publicado nuestro autor un largo ensayo titulado Futurismo; ha trazado una hermosa glosa del Quijote; en las revistas ha publicado también diversos trabajos (como el aparecido recientemente en La Lectura, originalísimo, con el título de Logometría); en un volumen, La columna de foc, ha reunido sus poesías líricas; finalmente, en periódicos barceloneses, como El Poble Català, La Campana de Gracia y La Esquella de la Torratxa, ha desparramado multitud de artículos sobre palpitantes cuestiones sociales y literarias. Siguiendo la labor de Alomar en periódicos y revistas se descubren, ante todo, en el autor dos cualidades dominantes: una gran originalidad y una vastísima erudición. Alomar, crítico, es un disociador[Pg 179] formidable; lejos de aceptar los valores hechos, tradicionales, Alomar va examinándolos á una luz nueva, contrastándolos, descomponiéndolos, para ver si realmente se ajustan á la idea recibida ó si es preciso apartarlos de su concepto secular, sancionado. Algunas veces, al tratar de obras literarias castellanas, leíamos con vivo interés el sutil análisis que el autor hacía de autores que entre nosotros no han alcanzado todavía su verdadera significación; sirva de ejemplo su intento—tan laudable—de rehabilitar al original José de Marchena; debemos también llamar la atención sobre su comentario, de carácter puramente psicológico, del Quijote.
No es posible en un breve artículo de periódico dar una idea de una personalidad literaria compleja. Aunque orientada francamente hacia un ideal de progreso—un ideal futurista—, hay en el espíritu de nuestro autor sutilidades y complejidades de difícil expresión. En todo artista verdadero existirá siempre una lucha íntima, más ó menos dolorosa, entre la contemplación de la realidad tal como es y el anhelo de ver esa misma realidad transformada con arreglo á un ideal de progreso. Se tratará, en suma, de un combate interior entre la delectación estética y la idea ética. Claro está que todo nuevo ideal ético lleva implícita una nueva estética. Pero ¿cómo el futurista más entusiasta logrará desprenderse de un amor, de una simpatía (todo lo tenues que se quiera, pero al fin amor y simpatía) por una realidad presente, cuya desaparición considera necesaria, indispensable?[Pg 180] Este ambiente de ahora, en el que nosotros vivimos, formado por lo pretérito—la historia—y por lo actual; este ambiente físico y moral, de hombres, de cosas, de ciudades, de paisajes, ha de desaparecer, se ha de esfumar en el tiempo; su aniquilamiento lo percibimos, lo vemos, lo ansiamos en aras de un ideal de justicia, de fraternidad y de bienestar. Todo se va transformando y destruyendo en la corriente eterna y universal de las cosas... Pensamos largamente en nuestras soledades sobre tal fatal necesidad; imponemos á nuestra sensibilidad de hombres nuevos tal norma. Y sin embargo—¡oh, contraste!—, esta marcha inexorable del tiempo, este desfile eterno hacia el ideal, esta corriente en busca de una verdad en que nosotros firmemente creemos, produce en nuestro espíritu una honda melancolía. Nuestro ideal ético—como decíamos antes—entra en pugna con nuestro ideal estético.
¿Es que con tales cosas pasamos también nosotros? ¿Es que sentimos, con las cosas fugaces, desvanecerse también nuestro fugacísimo yo, formado de tantos etéreos sentimientos, de tantas etéreas ideas que han nacido de lo que nos rodea? Tal vez nuestra melancolía tenga su parte en esta consideración de nuestra inestabilidad en medio de la corriente eterna; pero si dentro de tres, de cuatro, de veinte siglos, nosotros, futuristas fervientes; nosotros, enamorados fervientes del ideal, pudiéramos resucitar en plena realización de ese ideal, seguramente nos sentiríamos satisfechos; pero acaso habría en lo hondo de nuestro espíritu[Pg 181] una añoranza, una rememoración por estas cosas fugitivas y frágiles de ahora en que hemos puesto nuestras esperanzas y nuestros dolores.
Leyendo las páginas consagradas por Alomar al futurismo, como leyendo algunas de sus poesías, se percibe en nuestro artista este espiritual é íntimo conflicto que acabamos de esbozar. Lo encontraremos también en algunos grandes pensadores, que á la par eran delicados artistas. En esa lucha íntima, en ese febril desasosiego perduró Enrique Heine durante toda su vida. Si al fin un excelso compatricio suyo—Goethe—logró alcanzar la serenidad tras ese trágico conflicto, ¿cuánto y cuán dolorosamente trabajó para alcanzarla? Y ¿hay derecho á alcanzarla sembrando la angustia y la desesperanza en las almas que nos rodean? ¿No valdrá más la piedad efusiva de un Francisco de Asís que la serenidad olímpica de un Goethe?
Sobre la tradición y la innovación, sobre el sentimiento del pasado y el ansia de lo porvenir, tiene páginas Alomar en su Futurismo de un caluroso estro lírico. Esas páginas, como sus poesías, traducen el fuego interno, la inquietud de su alma de artista. Un admirable artista—plasmador de la prosa, cincelador del verso—es Gabriel Alomar. Señalemos cordialmente su estancia entre nosotros. De desear sería que sus compañeros de letras en Madrid le testimoniaran públicamente su respeto y su admiración.
[Pg 183]
Recientemente leíamos las poesías de fray Luis de León y los primeros volúmenes de versos de Gabriel D’Annunzio. Conforme avanzábamos en la lectura notábamos de nuevo lo que ya anteriormente habíamos observado: el ambiente italiano que por las poesías de fray Luis circula. Á la distancia de varios siglos, en el poeta español percibíamos algo inefable, inconcretable, indefinible, que en el poeta italiano de estos días respirábamos. No se trata de reminiscencias, ni de rasgos análogos en la técnica, ni de idéntica fraseología. Podrá haber algo de todo esto; pero hay algo más: una cierta atmósfera espiritual que circunda por igual á uno y otro poeta. De estas afinidades se pueden señalar muchas en las letras: un escritor español, por ejemplo, que haya frecuentado los libros de Flaubert y que sea un temperamento original, tendrá siempre una cierta polarización intelectual pareja con la del novelista francés. No descubriréis imitaciones, ni tal vez analogías técnicas; pero sí una dirección ideal[Pg 184] idéntica y casi imposible de expresar con palabras. Nuestro fray Luis leyó mucho y tradujo al Petrarca y á Bembo; amaba apasionadamente á Italia; era su espíritu—ardiente é impetuoso—similar al de un italiano del Renacimiento. Y sobre todo esto—como el poeta moderno italiano—, enamorado de la antigüedad clásica. ¿Qué extraño tiene que apasionado fray Luis de la lírica y del ambiente italianos, admirador al propio tiempo de los poetas griegos y latinos; qué extraño tiene, repetimos, que se perciba en sus versos el hálito particular que ahora, al cabo de cuatro siglos, percibimos en Gabriel D’Annunzio? Y, sin embargo, á primera vista, y para nuestros pétreos y herméticos eruditos, ¡qué extraño—y aun qué irreverente—ha de parecer este acercamiento, á través del tiempo, de los dos tan lejanos y diversos poetas!
La lectura indicada suscitó en nosotros el deseo de leer á fray Luis en italiano, á fray Luis y á otros poetas—Boscán, Garcilaso—que con fray Luis han ido espiritualmente á Italia en busca de orientación. Fácilmente podíamos satisfacer nuestro deseo; al alcance de la mano teníamos una breve antología de poetas clásicos españoles puestos en la lengua de Petrarca. Publicó esta colección don Juan Francisco Masdeu. Vió la luz en Roma en 1786; la estampó Luigi Perego Salvioni. Se titula: Poesie di ventidue autori spagnuoli del cinquecento. El traductor hace seguir su nombre de su calidad de barcellonese, y ostenta su título de arcade. Sibari Tessalicense se llamaba Masdeu entre los arcades. La antología consta de dos volúmenes,[Pg 185] publicados en el mismo año y con paginación correlativa. Veintidós poetas, como se indica en el título, son los autores traducidos: uno de ellos no es castellano, sino portugués: Camoens. Los poetas que Masdeu traslada al italiano son: Alcázar, Lupercio Argensola, Bartolomé Argensola, Balbuena, Boscán, Camoens, Cetina, Ercilla, Figueroa, Frías, Garcilaso, Góngora, Herrera, León, Lomas Cantoral, Martín, Hurtado de Mendoza, Quevedo, Rioja, Squilache, Lope de Vega, Villegas. Á estos poetas añade Masdeu el nombre de San Francisco Xavier. Á San Francisco Xavier atribuye Masdeu el célebre soneto No me mueve, mi Dios, para quererte... Al final del libro lo ofrece traducido para cerrar la antología.
El traductor de nuestros poetas presenta en una página el texto original, y en la frontera su versión italiana. Un breve prólogo precede á las traducciones. Da también el autor noticias sucintas de cada poeta traducido. En el prólogo nos dice Masdeu que generalmente se cree que las características de nuestros poetas son «el desorden de la imaginación, la hinchazón en el hablar y la agudeza en los pensamientos». (¿Por qué entonces nos dice el autor, en su noticia de Góngora, que este poeta, en las poesías cortas y de arte menor, marchó por el buen camino; «pero que en las demás composiciones, así líricas como épicas y teatrales, caminó por sendas erradas, afectando la hinchazón, las agudezas y las antítesis»? Pues Góngora es uno de los capitales poetas clásicos de los que más han influído en España.) Los poetas[Pg 186] españoles—nos dice Masdeu—no son hinchados ni caóticos. Son esos rumores infundados; los han hecho correr, «desde el siglo pasado, los enemigos de las armas de España». Para demostrar la falsedad de tales especies, lo mejor que le ha parecido á Masdeu es poner en italiano á los dichos poetas. No ha dudado en hacerlo. Doce años atrás tradujo también á la lengua del Dante el Aljedrez, de Jerónimo Vida. Los «efemeridistas romanos» censuraron su traducción; de ella dijeron que estaba escrita con «spagnuola patavinità». Afortunadamente, otros cultos italianos intervinieron en la contienda y defendieron cumplidamente á Masdeu.
Las noticias que nuestro autor da de los poetas traducidos son breves y casi anodinas. Acá y allá se encuentra de raro en raro algún rasgo interesante. De Alcázar elogia Masdeu «la delicadeza de sus epigramas y demás poesías cortas». Las tragedias de Lupercio Leonardo Argensola le parecen que «tienen varios defectos notables, pero que son mucho mejores que todas las demás tragedias del siglo décimosexto de franceses, ingleses é italianos». Al mérito de Balbuena «no ha correspondido la fama ni el concepto que suelen tener de él los mismos españoles»; su poema épico el Bernardo es «el mejor tal vez que se haya hecho en lengua castellana». (Luego veremos que, decididamente, el primero es La Araucana; y con esto está en lo cierto Masdeu.) Las poesías de Boscán son «ingeniosas y elegantes y deben estimarse mucho, porque sirvieron de modelo para los[Pg 187] demás poetas castellanos de aquel siglo». El poema La Araucana «es algo falto de invención en su principal argumento», pero es admirable en lo demás; «en la estimación de los hombres ha merecido tener el primer lugar entre los muchos poemas que tiene la lengua castellana». «El señor de Voltaire hizo de él un juicio en que quiso distinguirse, según su costumbre, por la extravagancia. Dice que el razonamiento de Colocolo á los indios araucanos es infinitamente mejor que el que hizo Néstor á los capitanes griegos en la Iliada, de Homero; pero que en lo restante de la obra de Ercilla no hay otra cosa buena. Son dos extremos dignos igualmente de censura.» Góngora fué el que, por distinguirse, introdujo en España «la corrupción de Italia». Enemigos de la nueva manera fueron «Bartolomé Leonardo de Argensola, Francisco de Quevedo, y aun Lope de Vega, á quien, sin embargo, algunos extranjeros, ó por grosera ignorancia, ó por echar sus cabras al corral de otro, atribuyen la introducción del mal gusto». Las poesías de fray Luis «son muy estimadas por su llaneza, sublimidad, y, sobre todo, por la lindura y propiedad del lenguaje». Hurtado de Mendoza «en medio de sus grandes ocupaciones literarias y políticas y de su extraordinaria fealdad de rostro, vivió muy dedicado á los amores, que le ocasionaron muy graves disgustos, singularmente en Roma. Esta ardiente pasión de Mendoza nos ha privado de la mayor y mejor parte de sus poesías, las cuales hasta ahora no se han impreso por su sobrada indecencia». Lope de Vega escribió copiosísimamente;[Pg 188] á pesar de tal abundancia, «sus poesías líricas y pastoriles son casi todas de buen gusto. Sólo pudo pegársele en Nápoles un poco de la corrupción poética del seiscientos, que era ya común y antigua en Italia». Donde claudicó Lope fué en sus obras épicas y teatrales. «Fuera de muy pocas comedias perfectas, todas las demás, aunque llenas de mil preciosidades (de que han robado todas las naciones), son defectuosas.» Conocíalo el mismo Lope: excusábase diciendo que lo hacía por agradar al público, «y, sobre todo, á las mujeres, que son las árbitras del teatro». (Tomen nota los autores dramáticos de hogaño.) «Los mayores poetas de Europa han tenido la misma flaqueza. Molière, muchas veces, no tanto atendió á las reglas cuanto al designio de Luis XIV de divertir al pueblo. Shakespeare ha caído con frecuencia en excesos increíbles para seguir el gusto de su nación. Metastasio ha hecho de propósito varios monstruos deliciosísimos para dar gusto á las gentes. Es muy conforme á la flaqueza humana el buscar el aplauso popular, aunque sea luchando contra la propia razón.»
En los fragmentos de Boscán que Masdeu copia en castellano, para traducirlos, suprime, dejándolos en blanco, numerosos versos; de esos versos sólo conserva la palabra final. Lo mismo hace con otros fragmentos de Bembo, en que Boscán se ha inspirado y que nuestro autor cita en nota. La razón que da Masdeu es que de estampar esos versos suprimidos pudiera con ello «ofenderse la modestia». No nos parece que, caso[Pg 189] de haber ofensa, fuera precisamente la modestia la ofendida.
Menéndez y Pelayo, en el prólogo á su Antología de poetas líricos castellanos, habla de algunas antologías análogas á esta de don Juan Francisco Masdeu; pero no cita la de nuestro autor. Menciona Menéndez y Pelayo las traducciones francesas de Maury y las italianas de Conti. ¿Por qué no tener un recuerdo para esta empresa simpática de Masdeu? Hablando de Conti, escribe el erudito montañés: «Puso en lengua toscana, con singular elegancia y armonía, muchas obras de Boscán, Garcilaso, fray Luis de León, Herrera, los Argensola y otros poetas clásicos nuestros». Por lo que respecta al arte de traductor de Conti, pueden verse en la antología de Masdeu las notas dedicadas á poner de relieve las infidelidades é inexactitudes de Conti en su traducción de Garcilaso.
Otro gran erudito se ha olvidado también del libro de Masdeu; aludimos al querido maestro Foulché-Delbosc. El director de la Revue Hispanique no cita á Masdeu en su Bibliografía de Góngora. No pretende Foulché-Delbosc «disimularse ni las lagunas ni las imperfecciones» de su trabajo. El primer libro que se menciona en dicha bibliografía es la traducción de Las Lusiadas, publicada en 1580 por Gómez de Tapia; figura en el volumen una poesía de Góngora; tenía entonces el poeta cordobés diez y nueve años. Foulché-Delbosc va citando luego, tanto todas las ediciones de Góngora como aquellos libros en que figuran, por varios títulos, composiciones suyas. De estos últimos[Pg 190] son, por ejemplo, algunas biografías de Cervantes (la de Pellicer, la de Navarrete); la Agudeza y arte de ingenio, de Gracián; el primer número de El Criticón, de Gallardo (en que se transcriben dos poesías del vate cordobés); la citada Espagne poétique, de Maury... La mención de la antología de Masdeu (con dos canciones de Góngora) era, como se ve, oportuna. Merece ser recordada esta colección estimable formada por un hombre que sentía vivo amor á su país y que procuraba estimar y juzgar las cosas de su país con cierto sentido de reserva y de crítica, no reñido con el más acendrado patriotismo.
[Pg 191]
Pablo Piferrer vivió treinta años. Nació en 1818; murió en 1848. Escribió el tomo de Mallorca que figura en la colección de Recuerdos y bellezas de España; fué poeta. En la breve antología formada por Menéndez y Pelayo, y que lleva el título de Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana, figura un poemita de Piferrer; ninguna de las poesías de esa colección más delicada, más fina, más emocionadora que la del poeta catalán. Fué corta la vida de Piferrer; seguramente hubiera llegado, de vivir más, á ser un gran artista. Con lo que escribió merece desde luego un lugar distinguido en la literatura española. En los manuales de historia literaria se menciona ligeramente á Piferrer; más ancho espacio merece quien supo ser delicado y original poeta y crítico agudo de los clásicos castellanos.
La crítica de los escritores antiguos la hizo Piferrer en una colección de trozos escogidos por él. Publicóse el libro en 1846 en Barcelona; se estampó en la imprenta de Tomás Gorchs. Se titula la[Pg 192] antología de Piferrer: Clásicos españoles: colección de trozos de nuestros autores antiguos y modernos que pueden servir de muestra para la lectura y el análisis en el curso de retórica. Menéndez y Pelayo, en su semblanza de Milá y Fontanals, dice hablando de Piferrer que «fué un maestro de la lengua y de la crítica en su libro Clásicos españoles». Nuestro autor recoge en su libro fragmentos de diez autores; son éstos: Hurtado de Mendoza, Granada, León, Mariana, Cervantes, Jovellanos, Capmany, Moratín, Quintana y Martínez de la Rosa. Al final de muchos de los trozos citados, Piferrer hace unas breves observaciones de carácter crítico y psicológico. Amaba apasionadamente los clásicos nuestro autor; estudiaba—y escribía—escrupulosamente el idioma castellano.
«La experiencia de una larga enseñanza» dice él en la advertencia preliminar de su libro que le ha hecho ver la necesidad de hacer practicar los clásicos á los jóvenes estudiantes. Sólo estudiando prácticamente los autores antiguos podrá conocerse y «aprenderse» su secreto; es el secreto de los clásicos «cierta trabazón ingeniosa y espontánea de los miembros, una plenitud en el número y una redondez en la proporción de su forma general, que ha venido á ser peculiar de España y distintivo de las mejores épocas de nuestra literatura». Por esta manifestación, y por la orientación toda de la obra de nuestro autor, se ve que Piferrer era entusiasta del castellano elegante, levantado, elocuente. Más abajo veremos cómo su crítica,[Pg 193] al llegar al estilo de Santa Teresa, se muestra reservada y formula censuras en que se descubren las preferencias íntimas del colector.
Los Clásicos españoles llevan al frente una extensa noticia histórica. No otra cosa es esta introducción que una sucinta historia de la literatura española. En siete épocas divide Piferrer la historia literaria de España. La primera comprende desde el siglo X á principios del XIII. La segunda, desde el siglo XIII á principios del XV. La tercera, desde el XV hasta el XVI. La cuarta abarca el reinado de Carlos I, ó sea desde el principio del siglo XVI hasta el año 1556. La quinta comprende desde el último tercio del siglo XVI hasta el año de 1620, esto es, los reinados de Felipe II y de Felipe III. La sexta, desde el segundo tercio del siglo XVII hasta más de la mitad del XVIII, ó sea los reinados de Felipe IV y Carlos II, Felipe V y Fernando VI. La séptima, desde el reinado de Carlos III—1759—hasta nuestros días. La primera época está caracterizada por el Poema del Cid. En la segunda figuran Gonzalo de Berceo, Juan Lorenzo Segura, López de Ayala. En la tercera, el arcipreste Martínez de Toledo, Juan de Mena, el Tostado, Santillana, Diego de Valera, Alfonso de la Torre. En la cuarta, Pérez de Oliva, Guevara, Villalobos, Juan de Ávila, Morales, Gil Polo. En la quinta, Hurtado de Mendoza, fray Luis de Granada, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Mateo Alemán, Mariana, Lope de Vega, Cervantes. En la sexta, Quevedo, Gracián, Saavedra Fajardo, Solís, Melo, Moncada, En la séptima,[Pg 194] Feijóo, Isla, Jovellanos, Moratín, Larra.
No hemos citado todos los autores que examina nuestro autor. La crítica de Piferrer es perspicaz, aguda; de cuando en cuando encontramos rasgos de verdadera originalidad. En la cuarta época, la lengua castellana osténtase «ya formada, con índole peculiar suya, copiosa en modos de decir vivos y rápidos, suelta en giros». Dos hechos capitales contribuyeron al engrandecimiento del idioma: el estudio de la antigüedad clásica y la influencia de Italia. «Mas uno y otro vinieron á punto de ser en vano y en parte dañosos, así por el exclusivismo escolástico á favor de la lengua latina, el cual llegó á lo sumo, como por el sesgo muelle é imitador por donde echó nuestra literatura durante una temporada.» Apuntaremos algunas de las observaciones de Piferrer al hablar de los principales clásicos. Con los escritos de fray Luis de Granada «comenzó la España á leer repartido el pensamiento en aquella serie de cláusulas llenas, sonoras y rotundas, y ciertamente de entonces ha de datar la elegancia de este arte». «El carácter dominante del maestro Granada es la declamación.» (Más adelante, en el examen de la época sexta, habla Piferrer también de «los tonos retóricos y en demasía declamatorios del maestro Granada».) Á veces Granada—debido á su «extremada facilidad»—adolece de «prolijidad, uniformidad y languidez». «Pocas veces deja de emplearse en las obras de Granada el tono oratorio.» Santa Teresa de Jesús «es una excepción entre los escritores que forman la escuela de Granada».[Pg 195] No puede señalarse la prosa de Santa Teresa como un modelo de estilo. Hay en ella calor y vehemencia; pero de la misma facilidad y espontaneidad con que Santa Teresa escribe «dimanan incorrecciones, repeticiones frecuentes, algún desorden y el romper de repente el hilo de la oración, como también alguna llaneza demasiada». La historia de Mariana «no será nunca citada como historia filosófica»; será, sí, tenida «como una obra clásica de estilo».
Aun siendo brillante y fácil la versificación de Lope, «la literatura hubiera reportado no escaso provecho de que se hubiese valido para algunas comedias de aquella prosa tan corriente y llena de firmeza y gallardía de su obra dramática La Dorotea». Cervantes pintó por primera vez «con toques graduados y exactos». Lo cotidiano y lo excelso se expresa en su obra; «y el todo se enlazaba con una armonía general, en que estaban muy en su punto las poblaciones, el verdor de los árboles, la soledad de los barrancos, las corrientes deleitosas, el espacio henchido de luz y de aire». Cervantes posee «sentimiento»; por el sentimiento llega á la «esencia de las cosas». «Por esto hieren con tanta fuerza la imaginación todas sus pinturas de la Naturaleza». «No á otra cosa, sin duda, hay que atribuir su colorido del paisaje, tan fresco, tan luminoso y tan inundado de aire y de vida.» (Admirables son, en efecto, de una maravillosa—é indefinible—sugestividad, los breves, etéreos apuntes de paisaje que de cuando en cuando aparecen en las páginas del Quijote.) Quevedo[Pg 196] no tiene «la ironía fina y apacible» de Cervantes. «Como quiera que sea—dice el autor después de elogiar á Quevedo—, la profundidad de su juicio, su conocimiento del corazón humano, su espíritu de observación, no pudieron hacerle superior á su época.» Jovellanos «sintió como pocos la verdadera belleza»; «anticipándose á los tiempos futuros, adivinó en fuerza de ese sentimiento estético los principios que ahora han cambiado la faz de la literatura y del arte». «Ni tan sólo los adivinó, sino que su mirada penetró en las más de las particularidades y en la misma nomenclatura, hasta el punto de legar á la posteridad, claras y fijas, las ideas fundamentales y parte de los procedimientos de la escuela moderna.»
«Así como en Martínez de la Rosa y en Quintana remata la serie de escritores que restauraron la literatura, don Mariano José de Larra encabeza otra mucho más fecunda, y en cierto modo representa la época nueva que va discurriendo.» (Note el lector lo de mucho más fecunda.) La frase de Larra es la que hoy cuadra á las plumas españolas. «¿Y no marcan también otro período aquella aparente desigualdad, aquella viveza, aquel desasosiego que tanto lo desasemejan, no sólo del sesgo majestuoso de nuestros clásicos, sino aun de la sátira de Quevedo?» (Excelente visión crítica; atinadísima. No olvide el lector que estamos en 1846.) Los artículos literarios, políticos y de costumbres de Larra, «sin disputa, han sido lo más profundo que durante los primeros años de este turbulento período llenó las páginas de los diarios».
[Pg 197]
Sirva lo antedicho como ejemplo—ligerísimo—de la manera que tenía Piferrer de ver los clásicos. Aquí se nos descubre el crítico. Cuando releemos su Canción de la primavera se nos aparece el poeta; el poeta que en sus versos sutiles y etéreos nos da una penetrante sensación del tiempo y de las cosas que—inexorablemente—se lleva el tiempo. Pablo Piferrer murió á los treinta años. En sus retratos le vemos con una faz ovalada, un bigote caído y una barba encrespada y primeriza; lleva un anchuroso, abierto y doblado cuello blanco, como los que nos muestran en sus efigies Byron y Shelley.
[Pg 199]
Juan R. Jiménez—el delicado poeta lírico—apareció en la literatura algo después que la generación de 1898. Pertenece á la generación que sigue á ésta. No está trazada aún la historia de la poesía lírica en el siglo XIX (ni en los otros siglos); desconocemos casi en absoluto el movimiento romántico; sabemos mucho menos—aunque está más cerca—del período de 1850 á 1870. Pero se puede decir que si el período romántico fué fecundo para la lírica, en cambio, el lapso de tiempo comprendido entre las fechas citadas lo fué calamitoso en extremo. La poesía, en ese período, registra los nombres de García Tassara, López García, Carolina Coronado, la Avellaneda... Vivía Zorrilla y publicaba profusamente versos, sí; pero aparte de que, á nuestro entender, lo mejor de Zorrilla son sus primitivas colecciones, el poeta castellano es para nosotros, más que un puro lírico, un poeta subjetivo, íntimo, un orador en verso, un espléndido declamador, un[Pg 200] admirable fabricante de retórica. Los nombres estampados más arriba no dicen, en realidad, nada. ¿Quién podrá leer hoy la Oda al sol ó cualquier otra poesía de Tassara? Pues con Bernardo López García pasa como con esos discursos de reuniones populares, dichos enfática y caliginosamente: los aplaudimos sin escucharlos, por el tono de la voz, por el gesto del orador; y luego, á medida que pasa el tiempo, queda entre los recuerdos aquella soflama como una obra de elocuencia abrumadora.
De 1870 á 1890 la poesía cuenta en España con Campoamor, Núñez de Arce, Bécquer, Ventura Ruiz Aguilera, Rosalía de Castro. No son puramente líricos tampoco, entre estos poetas, más que Bécquer y Rosalía; algo tiene también Ruiz Aguilera; mas no puede ser puesto en la misma línea del poeta gallego y del sevillano. De Ferrari, Velarde, Balart, no hablemos. En torno del libro Dolores, del último, se formó, cuando apareció—en 1894—, un ambiente entusiasta de admiración; dos largos artículos henchidos de elogios le dedicó Clarín. Hoy no comprendemos la admiración de 1894 por esas mediocres, vulgares poesías de Balart. La novela absorbe lo más principal de la energía literaria en el período indicado; el movimiento positivista—tendencia puramente crítica—prepara el advenimiento de una nueva literatura. El acercamiento á la realidad que supone la novela de Galdós ha de ser indispensable para que florezca una lírica flamante, espléndida. No puede darse la lírica sin una base sólida, fuerte, de[Pg 201] realidad. Lo que aparece menos real en la literatura, más caprichoso, más arbitrario, necesita un constante alimento de realidad, de vida cotidiana, de sensaciones vividas, de detalles auténticos.
La tendencia realista que se manifiesta en España de 1895 á 1900 había de producir una renovación en la poesía. Se comenzó entonces á amar el paisaje; se viajó por las campiñas; se estudió los viejos pueblos; se gustaba de penetrar en las viviendas humildes y de observar la vida menuda, prosaica, cotidiana. Y todo esto—unido á otras influencias de orden literario—determinó un ambiente especial, algo como un hálito de las cosas, como un reflejo antes no visto de la vida, que fué lo que la poesía lírica recogió en sus versos. Sería preciso hacer en un estudio detenido un examen de la influencia de Rubén Darío en la poesía moderna española. Desde Rubén, la poesía sigue una marcha distinta de antes; no olvidemos lo que acabamos de decir respecto al factor capital de la dicha renovación; no olvidemos tampoco que antes que Rubén, en 1884, Rosalía de Castro había sido la precursora de la revolución poética realizada en la métrica y en la ideología.
Rubén Darío y su grupo llevan á cabo la obra iniciada años atrás por Rosalía de Castro. La ideología poética sufre una considerable transformación. Hecho capital en la nueva ideología es el siguiente: antes las imágenes, la representación de la realidad, eran de una coherencia aparente, superficial; un poeta que hubiera pintado en sus[Pg 202] versos los rasgos capitales, pero ocultos, íntimos, de una cosa, hubiese pasado por un extravagante; su poesía no hubiera sido comprendida; nadie hubiera podido comprender que aquella incoherencia aparente del poeta llevaba en sí, en lo hondo, una coherencia, una concordia de las características, una armonía de los rasgos de las cosas, de un valor superior, estéticamente—y psicológicamente—, á la aparente, brillante, sonora coherencia de antaño. (Un paréntesis: sin embargo, Góngora, en muchos de sus misteriosos sonetos nos ofrece ejemplos de esa nueva ideología, y es ahora cuando comenzamos á comprender y á gustar plenamente esas poesías.)
Entre todos los poetas nuevos, quizá ninguno represente más agudamente esta modalidad psicológica que Juan R. Jiménez. Ha realizado ya nuestro poeta una extensa labor; silenciosamente, año tras año, Juan R. Jiménez viene publicando sus volúmenes de versos. Á más de veinte ascienden los libros de versos de Jiménez; algunos lleva publicados también en prosa; libros en que expone sus doctrinas estéticas ó comenta sentimentalmente la vida. El último libro de nuestro poeta se titula Melancolía. Se compone todo él de breves poesías de doce versos. Pudiera creerse que libro así ha de adolecer de monotonía; pero no hay tal; la gama visual y emotiva del poeta es tan grande, que el lector va de una en otra página emocionado y hechizado. De las diversas partes que componen el libro preferimos la titulada En tren. Juan R. Jiménez en sucintos cuadros nos va[Pg 203] pintando el paisaje—real é ideal—de diversos pueblos y campiñas.
En estas páginas es donde se ve patentemente el procedimiento y la ideología de la nueva lírica. Veámoslo. Subamos al tren con el poeta. ¿En qué tren? ¿Dónde? ¿Para ir á qué parte? Nada de esto sabemos. (Y ya todo esto hubiera parecido absurdo á un poeta de 1870.) El poeta está en el tren; junto á él se halla una mujer bella, espumeante de batistas blancas. Una escena de amor, de pasión... «Pasa el colorismo de oro de los pueblos.» Se ven torres con azulejos en cielos de esmalte. Las calles se abren hacia el tren; en ellas, mujeres con un cántaro en la cadera saludan... Se perciben sones metálicos de campanas que suenan unas vísperas; anhelos pasajeros quedan atrás en «villas momentáneas»; la brisa de la tarde orea las mejillas. La dama se recoge el cabello; «en sus ojos floridos las praderas pasaban».
Otra poesía. Un paredón romano, recio, de la ciudad antigua, se recorta sobre el ocaso; una lejana luz se refleja alargada en el río que se desliza entre alcores. De una pradera, en que surte una fuente blanca, llega un vago olor. Tintinea una esquila. Aparece la visión de una moza de cántaro, «ya esfumada en la noche». Y el poeta—fíjese el lector—termina: Parece que mi corazón remueve estampas de otros días, estampas de una Edad Media de colores abigarrados; y parece que pasan sobre el cielo sangriento del ocaso bosques de lanzas negras y morados pendones. (La íntima coherencia de que hemos hablado se nos aparece[Pg 204] aquí bien clara. Ciudad vetusta con sus obras romanas—entrevista al pasar en el tren—, una moza al pie de un torreón—enlace con el recuerdo histórico—, escenas de guerra y de leyendas que este secular castillo evoca. No necesitamos más para comprender, para sentir. Todo eso un poeta de hace treinta años hubiera necesitado para decirlo cien versos. Ahora á nuestro poeta le han bastado doce).
Un ejemplo más, para terminar. Una grata frescura; el tren para. «Azoteas, campanas melancólicas, miradores con sol.» Ocaso luminoso, vibrante. Se columbra un olivar de plata á lo lejos; aquí las rosas asoman entre las adelfas blancas; en el cristal del río se copia vagamente el paisaje. La arena del andén está regada. Huele á aguardiente. Suenan cristales. Los postreros rayos del sol se reflejan en un balcón con rosas. «Mujeres de otras partes» nos hacen soñar un momento contemplando la melancolía de sus ojos, sus bocas encendidas. Por un camino se aleja, con son de cascabeles, un coche azul y rojo. Se enciende el crepúsculo. Toca una campana; una corneta suena. El tren parte. «Unos ojos grandes se vienen en la sombra»...
No podrá darse una más sugeridora idealidad basada en una más escrupulosa y menudamente observada realidad. El acercamiento á la vida real es—lo repetiremos—lo que ha determinado el espléndido renacimiento de nuestra lírica y ha hecho posible un poeta tan delicado y sutil como Juan R. Jiménez.
[Pg 205]
Es interesante en grado sumo seguir á través del tiempo el incremento de una corriente de opinión civilizadora. Ideas bienhechoras, síntomas de civilización son, por ejemplo, los referentes al mejoramiento de las condiciones del trabajo, al feminismo, al antialcoholismo, á la cruzada contra el duelo, á la impugnación de las corridas de toros (esta repugnante barbarie ahora tan en alza, gracias á los periódicos). Desde que la idea nace, confusa y difusa, hasta que adquiere expansión y robustez en una parte de la sociedad—por esto mismo la mejor—, el camino es largo y las fuerzas y tentativas suelen ser múltiples. Los libros que de la evolución de estas ideas hablan son instructivos; ellos nos enseñan, palmariamente, la marcha de la humanidad; marcha ondulante, claudicante, pero segura, hacia un fin. (Y perdonen los adversarios del finalismo en sociología. Si no fuéramos, en esta materia, finalistas, ¿qué sería de nosotros? ¿Dónde estaría nuestra fe, y con nuestra fe nuestro consuelo, nuestro gran consuelo?)
[Pg 206]
Entre todas las ideas más arriba citadas fijémonos en la antiduelista. Hagamos algunas indicaciones históricas. Contribuyamos así—modestamente— á la noble obra del barón de Albi. Lo que expongamos no serán mas que datos sueltos que pueden ser aprovechados para un estudio. En 1773 escribió Jovellanos su Delincuente honrado; estrenóse este drama al año siguiente, en Aranjuez. El Delincuente honrado, de Jovellanos, tiene como nudo de su fábula un desafío. Se bate un personaje y mata á su contrario; queda en el misterio quién es la persona que se ha batido con el personaje muerto. El matador sigue haciendo su vida junto á la familia del difunto (era antes amigo de ella). Hay más: se casa con la viuda de su amigo, de quien él estaba enamorado. Ni ella ni su padre saben que este individuo es el matador del esposo é hijo respectivamente. Andando el tiempo se descubre el misterio; una terrible pena va á caer sobre el duelista; mas se ponen en juego poderosas influencias y el rey le indulta... Tal es el drama; luego examinaremos su doctrina. (Doctrina totalmente opuesta á lo que Jovellanos quería demostrar.)
La idea lanzada por Jovellanos va haciendo camino. En 1795 se publica un librito titulado El honor militar: causas de su origen, progresos y decadencia. Su autor es don Clemente Peñalosa y Zúñiga. Se imprimió el volumen («con orden real») en la imprenta de Benito Cano. Es elegante la impresión. Según la moda de últimos del siglo XVIII, moda francesa, premonición del romanticismo,[Pg 207] el autor finge que varios personajes se cartean; la correspondencia de dichos corresponsales es lo que constituye el libro. En esta obrita—dedicada á exaltar un heroísmo reflexivo, sereno—existe un capítulo dedicado al duelo. Contra el duelo se declara terminantemente uno de los carteantes, el principal, el que encarna el verdadero espíritu del autor. Contra el duelo se declara aun entre militares; diremos más: con mayor razón entre militares que entre paisanos. Las armas—dice Peñalosa—no pueden dar ni quitar valor á las palabras; las armas no pueden hacer que una imputación falsa sea verdadera. «¡Qué! Los discursos y palabras de un calumniador, ¿pueden erigirse en verdades inocentes con la punta del acero? De ese modo el vicio, la mentira, el honor ó la infamia estarían sujetas á la suerte de un desafío, y una sala de armas sería el santuario más augusto de la justicia.» Así escribe nuestro autor. Hay que despreciar la opinión de las gentes incultas ó malvadas—añade Peñalosa—; no procedamos en nuestras decisiones sino con arreglo á nuestra conciencia; con arreglo á la honradez, á la virtud, á la inteligencia.
Uno de los personajes de este librito le reprocha á otro (militar) de haberse batido (con otro militar). En ejemplos ilustres de la antigua Roma apoya su argumentación; incontestable nos parece su dialéctica, fuerte y sutil. Además—añade—, ¿quién hubiera murmurado de tí si no te hubieras batido? «Tus generales, ¿no saben que tienes valor? ¿No has mostrado corazón en diez y seis acciones[Pg 208] que has sufrido en siete meses?» «Pues si eres valiente con los enemigos de la patria, importa poco que seas cobarde con un hablador.» (Objeción: ¿y cuando el militar no ha tenido ocasión de estar en campaña? No se podrá utilizar entonces este argumento, aunque desde luego—claro es—se le suponga valeroso. El resto de la dialéctica del autor nos parece más convincente.)
En 1806 aparece otro librito dedicado todo á combatir los desafíos. Lleva por título: Impugnación físico moral á los desafíos dedicada á la memoria de Miguel de Cervantes. (En una nota puesta en el cuerpo del volumen, en la página 81, se nos dice que Cervantes combatió el duelo.) El autor de este libro se esconde bajo el seudónimo de Lúnar y hace seguir su pseudónimo de las siguientes misteriosas iniciales: H. M. S. S. F. N. M. P. Sumamente interesante es esta Impugnación; lo más completo y circunstanciado que hemos leído sobre la materia se nos antoja. Los razonamientos del tal Lúnar son de varias clases: físicos, psicológicos, morales, fisiológicos. También el volumen está compuesto de una serie de cartas que cambian dos personajes. ¿Cómo pudieron los autores de hace ciento ó ciento cincuenta años exponer sus ideas sin este artificio de las cartas sentimentales, lacrimatorias y románticas, románticas antes del romanticismo? «¡Oh débil opinión del hombre!—exclama uno de los corresponsales—. En su errado concepto, Pepe, es un infame el infeliz que arrebató un pan, instigado del hambre y obedeciendo al terrible mandato de la[Pg 209] Naturaleza, y colma de alabanzas al homicida que con ocultas insidias quitó un padre á su familia ó un ciudadano á la patria.» «¡Cuánto asesinato con la máscara del duelo!»—exclama más adelante.
Lo verdaderamente notable en nuestro autor es la demostración minuciosa—y científica, digámoslo así—que hace de que en los duelos no puede haber igualdad de condiciones entre los combatientes. Desigualdad espiritual: no hay igualdad entre los combatientes porque no la hay entre sus ánimos, sus espíritus. Un ciudadano honrado, virtuoso, no puede ir al duelo con la impavidez con que va un pillete, ni conducirse en él con la misma serenidad. Al uno no le importa nada de nada; al otro le sobrecoge su responsabilidad, le impone su idea del deber, las consecuencias del acto—si fueren desgraciadas—para los suyos, para su familia. Consecuencia: la lucha es desigual; por lo tanto, inicua, criminal. Las páginas en que Lúnar hace esta exposición de doctrina son interesantísimas; no podemos dar sino un extracto. (Entre paréntesis: más tarde, allá por 1843, publica José Somoza su Carta sobre el desafío, y en ella dice que en los casos en que un ciudadano honrado y pobre, padre de familia, se bate con un rico—ésta es otra desigualdad—no debiera celebrarse el duelo sin antes asegurar, por medio de contrato, una renta ó indemnización el combatiente rico á la familia del pobre, en el caso de que éste muera ó quede inutilizado. Admirablemente dicho. Contundente lógica.)
Desigualdad en las armas: no puede haber[Pg 210] nunca igualdad en las armas—prosigue Lúnar. Tal pretensa igualdad es una ilusión. Por muy idénticas que sean las espadas, siempre habrá una ligerísima desigualdad entre ellas, un detalle de fabricación casi imperceptible que hará que en un momento dado, en un instante supremo, exista una diferencia á favor ó en contra de uno de los combatientes. Lo mismo que de las espadas se puede decir de las pistolas. Nada más falso que la mayor igualdad que se atribuye á esta arma. Lúnar se nos muestra en esta parte de su libro como un conocedor técnico, profundo, de las armas de combate. La misma composición química de la pólvora, por ejemplo, puede ser motivo de desigualdad; motivo de desigualdad también la frotación, no idéntica (y ¿cómo podría serlo?) de la bala con el cañón. No podemos extractar esta sección del volumen de Lúnar: sería necesario citarlo por entero.
Y ahora, después de dejar probada la desigualdad en las condiciones del duelo, el argumento supremo: aunque, por un milagro, se llegara á la absoluta y perfecta paridad, ¿cómo el cambio de unas balas, el cruzarse de dos espadas pudiera tener la eficacia de alterar los hechos? La verdad será verdad antes del duelo y lo será después; la mentira lo era antes y lo será después. Escribe Lúnar: «El que mintió, el que infamó al prójimo, el que usurpó, es tan falsario, detractor y usurpador antes del desafío como después de verificarlo para libertarse de alguna de estas notas». «Un millar de combates que sostenga por ello—agrega—no[Pg 211] le añadirán una minutísima parte de razón; ni cuanta sangre derrame ajena y propia lavará la mancha de su delito; porque no hay fuerzas en lo humano para que no haya existido lo que una vez fué.»
Digamos ahora dos palabras del Delincuente honrado. En realidad, bien mirada la cosa, en el drama de Jovellanos no se combate el duelo, pero la obra puede haber influído en la formación de la corriente contra el duelo. Ha influído, seguramente. Las obras literarias suelen tener una eficacia distinta de la que imagina el autor. No son, en la generalidad de los casos, lo que el autor dice que son. Aparte de esto, la posteridad, las generaciones y generaciones suelen ir formando la verdadera obra; una obra que, siendo igual, es distinta de como salió de la pluma del autor. Y aparte de esto—tercer aspecto de la cuestión—, muchas veces un matiz secundario de la obra aventaja formidablemente en eficacia y significación á la esencia, al fundamento de ella. Y así se forma el mito popular de la obra de arte. La ironía, sobre todo, sufre hondas alteraciones en literatura; se asemeja en esto á los colores de los cuadros. La ironía suele convertirse en sentir recto y serio, y aun en lo patético. Á tan corta distancia de nosotros—relativamente—Homais, el de Madame Bobary, por ejemplo, ya es distinto de como lo concibió Flaubert.
En el Delincuente honrado no se condena el duelo en absoluto; lo que se hace es justificarlo sólo cuando existe una ofensa grave que, en virtud de las leyes del honor, obliga al desafío. No[Pg 212] es lícito el duelo en general; sí lo es cuando hay motivo grave para ello, cuando hemos de dejar á salvo nuestro honor. Este es el pensamiento de Jovellanos. Pero en el drama hay un personaje que representa ideas reaccionarias y que es quien, á más de tener razón, encarna el verdadero espíritu progresivo. Este personaje—don Simón de Escobedo—opina y sostiene que tan culpable es el retado como el retador; tanto el que recibe la injuria como quien la infiere. Ante la ley todos deben ser iguales. Posición de Jovellanos: «Yo quiero evitar por medio del duelo la manera brutal, irregular, feroz de dirimir ó lavar una ofensa». Posición del personaje reaccionario del drama: «Yo quiero que todas las ofensas, disensiones, injurias, etc., se lleven ante los tribunales. Si se va al duelo, castíguese por igual á los dos contendientes». La segunda posición (contra el designio del autor) es más progresiva que la primera. Añadamos, para terminar, un dato importantísimo: este paladín del honor, en el drama de Jovellanos; este hombre tan celoso de su inmarcesibilidad; este prototipo de caballerosidad que el autor nos ofrece como modelo, no ha tenido inconveniente en casarse con la viuda del hombre á quien ha muerto, ocultándole á ella y á su padre—que le creen inocente—su acción. Él mismo lo reconoce así en un monólogo (escena VI, acto I), y dirigiéndose á su mujer, ausente de la escena: «... Te he conseguido por medio de un engaño». Pero ¿y el honor?
[Pg 213]
Hace algún tiempo publicamos un artículo hablando del teatro clásico y de la novela picaresca. Desagradó aquel trabajo; encontráronlo inconveniente los apasionados á ultranza de una tradición literaria cerrada, dogmática. Deseamos ahora ampliar—ratificándolos—algunos puntos de vista entonces, en la ocasión aludida, expuestos. Parece que no se puede hablar de los clásicos con espíritu libre; es prueba tal intransigencia de incultura. ¿Basta que sobre un autor haya pasado el tiempo—dos, tres, cuatro siglos—para que sea considerado intangible? Hoy podemos hablar cuanto nos plazca de un escritor contemporáneo nuestro; podemos decir: «No me gusta Echegaray, no me gusta Alarcón, no me gusta Núñez de Arce». Pero no podemos decir: «Me desagrada Calderón, me desagrada Quevedo; me desagrada Solís». Si lo decimos, la indignación de los austeros varones que parecen tener en depósito la tradición; la indignación, el sarcasmo y la burla de estos señores serán con nosotros. Sin embargo, ¿por qué no[Pg 214] admitir en esta materia el espíritu de tolerancia, de diversidad de gustos que reina en otras? ¿Por qué si podemos decir que no nos gusta más un paisaje andaluz que uno vasco—ó al revés—, no podremos afirmar que el teatro clásico no nos place nada y en cambio nos encanta el moderno? ¿Por qué no diremos que no nos interesa en lo más mínimo un drama de Calderón, y en cambio nos apasiona una tragedia de Ibsen ó de D’Annunzio?
Existen muchas hipocresías, muchas mentiras convencionales respecto á la literatura clásica; el teatro, como género más plástico y de relieve, ha formado en su torno mayores y más indestructibles prejuicios. Nada más deleznable que nuestra clásica dramaturgia; cuando se representa por acaso alguna obra (después de podada y aliñada) fingimos experimentar un vivo placer estético. En realidad, no experimentamos nada; si fuéramos sinceros, lo diríamos á voces. Si esa obra se representa bien, las decoraciones, los trajes, los adminículos escénicos nos interesarán un poco; tal vez el arcaísmo del lenguaje nos atraiga también. Pero eso es sólo un momento y para un día; y eso es todo ello completamente ajeno al puro placer estético. ¿Cuántos espectadores tolerarían una serie—seis ú ocho—de representaciones clásicas? Haced otra prueba: coged una comedia clásica, modernizad el lenguaje y haced que los personajes vistan como nosotros, es decir, conservando la esencia de la obra; cambiadla hasta que desaparezca todo el arcaísmo de su forma. ¿Quién[Pg 215] resistiría la representación de una obra tal? Sin embargo, salvo lo de los trajes, eso es, en fin de cuentas, lo que se hace con una obra de Shakespeare, que traducida del inglés á cualquiera otra lengua vemos representada en el lenguaje moderno. No sabemos cuántas representaciones de Lope ó de Calderón podrían darse en francés ó en inglés; no sabemos las que se han dado recientemente, ni en qué teatro, de La estrella de Sevilla, de Lope, traducida al francés por Camille La Senne...
En las cátedras, academias y en los manuales de literatura se repiten respecto del teatro y de la novela picaresca dos ó tres tópicos fundamentales. Uno de ellos consiste en considerar el teatro clásico como un espejo de virtudes, como el reflejo de las grandes cualidades del pueblo castellano, como la escuela del honor, en suma. Nada más inconmovible que ese error. Nada más tremendamente falso que ese juicio. El teatro—lo mismo que la novela picaresca—abunda profusamente en desafueros, tropelías, vilezas é inmoralidades de todo género. Basta examinar de cerca una colección de comedias para convencerse de ello. ¿De qué manera ha podido nacer este falso concepto respecto á la dramaturgia clásica? ¿Cuándo ha comenzado á tomar cuerpo esta absurda idea? Sospechamos que desde el movimiento romántico arranca tal falsa visión; entonces, en los años en que se trataba de hacer resurgir un pasado—más ó menos convencional—, surgió, se fué formando, fué cristalizando la idea del teatro clásico espejo[Pg 216] del honor. Revistió en España el romanticismo caracteres particulares; no revistió caracteres hondamente realistas, como en Francia (en oposición á la idealización clásica); tendencia fantaseadora más que realista, enamorada más de un pasado legendario que de una realidad viva, mezclada de cómico y de trágico, el romanticismo español había de mirar forzosamente el teatro clásico en sus apariencias y no en su íntima, profunda verdad. De entonces arranca el prejuicio, hoy tan arraigado en los medios universitarios y académicos.
Pero no han faltado en España críticos que hayan señalado el verdadero carácter de la dramaturgia clásica; ya en 1737 lo hacía Luzán en su Poética; casi un siglo más tarde, en 1820, lo hacía también Marchena en el prólogo de sus Lecciones de filosofía moral. Algunas veces hemos tenido nosotros curiosidad en ir registrando, á lo largo de nuestras lecturas de los dramaturgos, las tropelías y desafueros cometidos por los personajes de las comedias antiguas. No es raro en ellas, por ejemplo, que un galán deshonre á su dama y la abandone luego; tampoco que la apalee, dejándola sola en el campo, una vez logrado su propósito. La mentira, el enlabio y las trapacerías son cosas frecuentísimas entre aquellos gentiles hidalgos.
No hay nadie que no encubra una incorrección bajo las más floridas y retumbantes palabras. El caso que hemos citado de una dama apaleada y abandonada en las soledades de la campiña pertenece—si no recordamos mal—á La romera de[Pg 217] Santiago, de Vélez de Guevara. Hablando de El príncipe perfecto (nada menos que perfecto), de Lope, dice Luzán: «No me parece que se pueda imaginar idea de príncipe más baja ni más indigna de la que allí se propone en la persona del príncipe don Juan». Hablando luego de Las travesuras de Pantoja y de En el mayor imposible nadie pierda la esperanza, las dos de Moreto, escribe también Luzán: «Son una escuela de crueldad, de venganza y de falso valor». Y el mismo juicio severo expone el crítico sobre otras muchas. Merece ser leída detenidamente esa parte de la Poética, de Luzán.
Más tarde, en 1820, Marchena abunda en las mismas ideas. Ejemplos interesantes de comedias inmorales cita también. «Adolecen casi todos nuestros poetas dramáticos—escribe—del defecto capital de no retratar nunca un carácter verdaderamente virtuoso.» «Si miramos como escuela de moral la escena—dice más adelante—, apenas se hallará otra que más influya para estragar un pueblo que la española.» Exacto es ese juicio. Y no hablemos del concepto fundamental del honor expuesto por aquellos dramaturgos; concepto fundado en una desapoderada ansia de derramamiento de sangre. Todo esto en cuanto á la ética; si examináramos ahora la estética y la técnica, veríamos también que ese teatro no puede decirnos nada (salvo alguna excepción) á cuantos deseamos una dramaturgia fundada en la observación y en la verdad. Nuestra antigua dramática reposa toda en la casualidad, en la inverosimilitud; pedimos[Pg 218] ahora lógica, necesidad, idealidad que se apoye en una base de sólido realismo.
La misma falta de verosimilitud y de lógica, en la novela picaresca. El pretendido realismo de la novela picaresca no es mas que una deformación de la realidad. Realismo es reflejo exacto, escrupuloso, sincero de la realidad, no reflejo caricaturizado, hiperbolizado, deformado. Repásese cualquier novela picaresca y se encontrarán en ella frecuentemente lances inverosímiles, absurdos. Inverosímil en El Lazarillo, por ejemplo, el episodio de la llave que el mozuelo guardaba en la boca mientras dormía (en la aventura de Maqueda); inverosímil, el lance del jarrillo de vino con un agujerito tapado con cera. Inverosímil casi todo El Celoso Extremeño, de Cervantes (es decir, si no en lo fundamental, que puede ser histórico, en su trama). Inverosímiles, monstruosamente inverosímiles, casi todos los incidentes de El Gran Tacaño, de Quevedo.
¿Qué pensar de una sociedad que no supo ver la realidad, como la sociedad española del siglo XVIII; que no se colocó nunca, literariamente, nunca ó pocas veces, por excepción, en un terreno de observación sincera, escrupulosa, de amor cordial y humano á la realidad, á la vida? Hay excepciones, sí; pero ¿no es ésta, la marcada, la norma psicológica, ideológica, general? Y ahora, para terminar, añadamos que, al hacer la crítica del teatro citando textos de Luzán, no nos colocamos en el punto de vista de los estéticos afrancesados del siglo XVII; compartimos con ellos la crítica,[Pg 219] pero divergimos en la aspiración ideal. Aceptamos su reiterada condenación de la inverosimilitud y de lo absurdo; pero sobre una base de realidad, de minuciosa observación, queremos un impulso lírico, una libertad intelectual, una independencia estética, una rebeldía á toda regla y á todo canon que ellos no concebían.
[Pg 221]
Perdone el querido amigo Ricardo J. Catarineu—tan bondadoso y leal compañero—el que no nos hayamos hecho cargo antes, mucho antes, según nuestro deseo, de su artículo en defensa del teatro clásico castellano. Lo hacemos ahora; con placer aprovechamos cuantas ocasiones se nos presentan para afirmar nuestros puntos de vista críticos. ¿De cuándo arrancan las falsas ideas—falsas, en nuestro entender—que se tienen sobre el mencionado teatro? En dos grupos podemos clasificar esas preocupaciones respecto á la vieja dramaturgia; se refieren unas al valor moral de tal teatro; otras corresponden á su valor estético. Poco á poco, durante la segunda mitad del siglo XIX, ha ido viéndose en el teatro clásico una «escuela del honor» (del honor castellano, naturalmente). La[Pg 222] tendencia arranca—no es preciso decirlo—del entusiasmo que los primitivos románticos alemanes sintieron por ese teatro; de nuestras antiguas comedias esos críticos hicieron—un poco frívola y atolondradamente—el dechado de la caballerosidad y de la hidalguía. (La verdadera realidad es otra, como veremos después.) Repercutió en nuestra casa ese entusiasmo; seguimos desde dentro la corriente iniciada fuera; nos halagaba ese pasado—pasado literario—que de pronto surgía esplendoroso, brillante; los académicos, catedráticos y políticos adoptaron con entusiasmo ese punto de vista... Y allá fueron tópicos fervorosos, hipérboles, encarecimientos, lirismos, apóstrofes, etc., basados en la indicada «escuela del honor», que el teatro clásico nos ofrece. Recuérdense, entre otros trabajos, los discursos académicos de don Mariano Catalina y de don Adelardo López de Ayala.
Pero como la verdad era otra, la verdad, acá y allá, fragmentariamente, á retazos, iba apareciendo. No es en estos días cuando el teatro clásico ha sido juzgado del modo como nosotros—siguiendo á otros críticos—lo juzgamos. Como argumentos de autoridad citaremos algunos de estos juicios; pertenecen á escritores de distintas escuelas, países y tendencias. Comencemos por Goethe. Conocida es su crítica de La hija del aire, de Calderón. «Juzgar esta comedia—escribe Goethe—es juzgar todas las del autor.» «No tiene Calderón—añade—una manera original de ver la Naturaleza; todo en él es puramente teatral, escénico.»[Pg 223] «La inteligencia descubre fácilmente el plan; las escenas se desenvuelven siguiendo una marcha que recuerda las piezas de baile.» (Luego veremos cómo un crítico inglés—Jorge Meredith—ve también en nuestro teatro clásico una especie de baile.) «Buen procedimiento—añade Goethe—y que se encuentra en nuestras óperas cómicas modernas.» (¿Qué dicen los casticistas oficiales? ¡Comparar una de nuestras comedias clásicas con una ópera cómica!) «Entre las escenas consagradas al desarrollo poético de la acción principal se deslizan escenas intermediarias; aquí se mueven elegantes y delicadas figuras que parecen ejecutar pasos de danza; aquí reinan la retórica, la dialéctica, la sofística.» (Sigue la idea del bailable... y además, la retórica, la dialéctica y la sofística.) Goethe compara luego, con palabras profundas, á Calderón con Shakespeare; la página debe ser leída en su integridad; algo dice el crítico de «tenebrosos prejuicios» y de «estolidez», que, no haciendo falta para nuestra argumentación, no debemos recoger aquí.
Jorge Meredith ha hablado de nuestro teatro clásico—brevemente—en su Ensayo sobre la comedia. He aquí, completo, el juicio del crítico inglés: «El teatro español es más rico en comedias tales como la que ha dado origen al Menteur, de Corneille; pero es preciso que nos violentemos para creer que ese embustero no exagera sus disposiciones naturales cuando amontona mentiras sobre mentiras». (Acusación de falta de verdad, de defecto de observación exacta, real.) «La comedia[Pg 224] española—continúa el autor—está, generalmente, construída como un esqueleto de líneas generales bien definidas, de movimientos rápidos como los de los fantoches. Esa comedia podría ser representada por una cuadrilla de danzarines, y el recuerdo que nos queda de su lectura es, en suma, el de una agitación de pies que bailan.» (No decía otra cosa Goethe.) «Esa comedia es, finalmente, cosa distinta de la verdadera comedia. Donde los sexos están separados, los hombres y las mujeres se convierten, como dicen los portugueses, en affaimados, hambrientos los unos de los otros. Don Juan es un carácter dramático que hace desvanecer las almas; el devaneo de destrozar los corazones de una docena de mujeres no concilia la musa cómica precisamente con la efusión de sangre.» (No sabemos á punto fijo lo que quiere decir Meredith con esto último. Meredith escribe, poco más ó menos, como Stendhal escribía, á trancas y á barrancas y hablando de todo y aludiendo á las cosas más incongruentes... en la apariencia. El Ensayo, de Meredith, puede colocarse al lado del Racine y Shakespeare, de Stendhal.)
Hemos dicho que son dos los puntos de vista desde que se puede juzgar el teatro clásico castellano: el moral y el estético. En las citas que hagamos á continuación irán mezclados los dos criterios. Vengamos á la crítica española. Menéndez y Pelayo, al hablar en sus conferencias sobre Calderón (1881, reeditadas luego con correcciones) del teatro de este dramaturgo, dice algo que debemos[Pg 225] tener en cuenta. Calderón profesó, como sus coetáneos, «la moral del honor, moral relativa, detestable en muchos casos y opuesta á la moral cristiana, y sostuvo tesis como la de A secreto agravio secreta venganza, y extremó el espíritu vindicativo, duelista y de punto de honra, y con esto y con ciertas ligerezas, ya que no liviandades, de sus damas y sus galanes, dió pie á las declamaciones de algunos moralistas»... Á Luzán, según el mismo Menéndez y Pelayo, «no le falta razón» al hablar de que las comedias clásicas parecen «vaciadas en el mismo troquel, pareciéndose unos á otros, hasta confundirse, los galanes, las damas, los padres, los hermanos». En fin, el propio Menéndez y Pelayo, hablando de Shakespeare, confiesa que «efectivamente, el desarrollo de los afectos en Calderón es superficial» y que «sólo por intervalos alcanzan sus personajes la expresión verdadera y humana».
No olvidemos que quien habla es un apologista del pasado literario; apologista intransigente en su mocedad, en 1881, y que las frases copiadas fueron dichas en conferencias solemnes hechas con motivo de una apoteosis oficial de Calderón. Años antes, en 1854, otro escritor, también netamente ortodoxo (y que había de ser más tarde académico), Gavino Tejado, exponía también algunos juicios idénticos á los expuestos luego por Menéndez y Pelayo; y los exponía en un trabajo escrito para celebrar y exaltar la literatura clásica castellana. («Ensayo crítico sobre algunas épocas de la literatura española», en la Revista Española[Pg 226] de Ambos Mundos, correspondiente á Enero del año citado. Interesante, curioso trabajo por el juicio que en él se hace desde el punto de vista católico, de las comedias de Moratín.) Nuestra literatura clásica, y en especial el teatro, según Gavino Tejado, tendía «más á retratar en sus obras la vida externa, que al análisis erudito y entrometido de los afectos y de las ideas; es decir, de la vida interior». (Con otras palabras: carencia de observación psicológica, superficialidad en el estudio de los caracteres. ¿Qué le queda á una literatura donde esto pasa? No hablamos nosotros; habla un panegirista entusiasta, fervoroso, de nuestro pasado literario.)
«El carácter que más resalta en la forma de nuestro antiguo teatro—escribe también Tejado—es la uniformidad, y casi pudiéramos decir, la monotonía de sus elementos constitutivos, que nos representa como vaciados en un mismo molde á los ingenios y las obras de aquella edad eminentemente literaria.» (Si todos los autores son lo mismo, y si todos son superficiales psicólogos, ¿qué hacemos de nuestra vieja dramaturgia?)
Hemos citado anteriormente la Revista Española de Ambos Mundos; en uno de los números de dicha publicación (el correspondiente á Noviembre de 1854) se publicó un interesante trabajo del[Pg 227] que vamos á tomar algunos datos. El trabajo aludido se titula El Romanticismo, y es su autor el aragonés don Gerónimo Borao, conocido por su diccionario de aragonesismos. Merece leerse el estudio de Borao; deben leerlo los historiadores y críticos de nuestra literatura. No hemos tenido por acá un prefacio de Cromwell; es decir, un manifiesto en que elocuentemente, audazmente, se expusiera y propugnara la nueva tendencia estética. Nuestro romanticismo no ha tenido nada de espontáneo, de hondo, de nacional; cosa superficial y pegadiza, nació por contagio de las literaturas extranjeras: de la francesa, en Castilla; de la inglesa, en Cataluña. ¿Hay nada más hueco, palabrero, incongruente y sin emoción que la poesía de Zorrilla? (Correspondencia de literatura á literatura: de 1845, por ejemplo, el libro de leyendas de Zorrilla titulado El desafío del diablo—Boix, editor. De 1843 son La muerte del lobo y La salvaje, de Alfredo de Vigny... Hugo y Lamartine ya habían dado espléndidos frutos.)
Pero, si algo retrasado, el estudio de Borao es una defensa vigorosa, minuciosa y original del romanticismo. Tenemos este trabajo por lo más exacto y fundamental que se ha escrito sobre la materia; algunos de los argumentos expuestos en estas páginas se repiten en el día y suenan á nuevo. (No olvidemos el prefacio de Cromwell, ni la parte que en su libro Racine y Shakespeare dedica Stendhal á definir y defender el romanticismo. El trabajo de Stendhal es de 1823 y el de Hugo de 1827.) Borao, por ejemplo, expone la idea[Pg 228] del romanticismo de Racine y Corneille; idea que recientemente desenvolvía con sutil ingenio un crítico francés: Emilio Faguet. Borao rechaza la estética clasicista como impropia de una nueva modalidad social. «Cuando en nuestros días—escribe—se ha desplegado por completo la revolución de las ideas; cuando se han desmoronado los caducos y ominosos edificios del feudalismo y de la intolerancia; cuando todo es nuevo para nosotros y todo es preciso que tenga su definición, su justificación, su examen filosófico, ¿quiérese conservar para este orden de acontecimientos, para este reciente planteo de nuestra civilización, la acompasada tragedia clásica, el círculo de sus héroes, los caprichos de su estructura, las leyes de su ya imposible composición?» La literatura es un producto social. ¿De qué modo, en virtud de qué, se quiere imponer á una sociedad la norma estética, la sensibilidad que otra, allí en la lejanía de lo pretérito, ha producido?
Una cita hace el autor de este estudio que queremos reproducir íntegra. Hablando del concepto erróneo que se tiene del clasicismo, transcribe Borao unas palabras que el helenista don Braulio Foz estampa en su Literatura griega, impresa en Zaragoza el año 1853. «Ningún poeta griego—escribe Foz—fué clásico, del modo que aquí entendemos esta palabra, en las grandes épocas de su literatura; porque ni padecieron el yugo infeliz de la imitación, ni se ajustaron á las formas arrugadas del didactismo (que no existía), ni se educaron en el servilismo de costumbres enemigas de la[Pg 229] marcha libre y generosa del entendimiento. Aristóteles mismo no hubiera criado verdaderos clásicos; su Poética no es lo que después han sido las de sus pedantes intérpretes y sucesores.» Importa mucho esta cita, porque en ella se halla contenida la verdadera doctrina del clasicismo (y de lo castizo); profesores, eruditos, académicos propugnan y fomentan el culto á lo antiguo por lo antiguo. Se es clásico—y se es castizo—, no por la observación de la vida, no por la emoción y la fuerza que se ponga en la obra de arte, sino por el giro que se dé á la frase, plasmándola sobre la frase de los autores del siglo XVI ó XVII (este último más culto, más retorcido, más artificioso que el anterior). Pero los griegos y los romanos no hicieron lo que han hecho sus imitadores franceses y españoles de las centurias decimaséptima y décimoctava; pero Cervantes, Lope, Luis de León, etc., no han hecho tampoco lo que ahora, copiándoles, calcándoles, hacen algunos inocentes novelistas y poetas. El verdadero clasicismo está—como en la antigüedad helénica y como en la España de Cervantes—en observar la vida y en trasladarla, con emoción, con sentimiento, á la novela, al teatro y al poema.
Hechas estas indicaciones sobre el estudio de don Jerónimo Borao, vengamos ya, concretamente, á nuestro asunto. Hemos hablado de las abundantes licencias é inmoralidades de nuestro teatro clásico. «La licenciosidad—escribe Borao—campea sin escrúpulos en el teatro de los religiosísimos Lope y Calderón, y del religioso mercedario Téllez, no aduciendo nosotros prueba alguna en[Pg 230] favor de esta proposición, por parecernos cosa concedida y porque tendríamos que manchar la pluma con obscenidades que hoy no son recibidas bajo ningún pretexto.» (Recordemos que en la colección de comedias clásicas publicada, á principios del siglo XIX, por Gorostiza y García Suelto, se ven sustituídos por líneas de puntos muchos pasajes de comedias de Tirso.) El teatro clásico castellano se ha dicho que es representación del honor y de la caballerosidad; imprudente y atolondradamente algunos escritores académicos han llegado en este sentido á encarecimientos é hipérboles ridículos. Borao no quiere dar en su trabajo—como acabamos de ver—muestras de las licenciosidades que en las comedias clásicas abundan; pero cita, sí, otros ejemplos de hechos, que dejan malparados el honor, la humanidad y la civilización de quienes los realizan. Muchos más pudieran aducirse. Los reproduciremos en abono de nuestra tesis.
En La devoción de la Cruz Eusebio mata en duelo al hermano de su amante Julia, se hace bandolero, escala el convento en donde aquélla se encuentra y viene ésta á ser bandolero y asesino como él. En el Castigo sin venganza, de Lope, Federico ama á la esposa de su padre el duque de Ferrara, y éste le obliga á que mate á un reo cubierto, que se descubre ser Casandra, y le da muerte al punto, por medio de sus guardias como á regicida. En No hay cosa como callar, de Calderón, Juan halla dormida á Leonor, apaga la luz, tápale la boca, y cuenta después con descaro cínico[Pg 231] los pormenores de su perversidad. En Amigo, amante y leal, el príncipe de Parma dice á Félix que quiere gozar con poder ó con violencia á Aurora, amada de su interlocutor. En La Villana de Vallecas, ésta es deshonrada y después entretiene falsamente á un don Juan y engaña torpemente á un labrador. En Don Gil de las calzas verdes se presenta Juana como la anterior, y para que no se dude, con sucesión, consiguiendo enlazarse con don Martín, en fuerza de perseguirlo disfrazada de hombre. En El condenado sin fe, de Tirso, un asesino ajusticiado es conducido por ángeles al cielo, mientras un ermitaño es condenado por un instante de duda. En Marta la piadosa, ella y su hija abrazan á un mismo amante. En La dama presidente, de Leiva, Ana, que odiaba el amor, se agencia un galán, le hace firmar de esposo, le da una daga para que la mate y lo aburre hasta hacerle decir que «tras de la posesión se entra el aborrecimiento». En Todo es enredos de amor, de Moreto, Elena sigue vestida de estudiante á Félix, que no la conocía; sirve en casa de su novia, le desacredita con ella y concluye por casarse con él... Recordemos también el modo brutal como muchos amantes tratan á sus amadas; bofetadas, palizas, abandonos en medio del campo son frecuentes en las comedias clásicas. En La Dorotea, de Lope, libro autobiográfico, ¿no se habla de un bofetón propinado por Fernando—Lope—á Dorotea, ó sea á Elena Ossorio? (También la madre de la muchacha, enfurecida, colérica, coge á ésta por los cabellos violentamente y la maltrata.)
[Pg 232]
Todo esto en cuanto al teatro que inaugura y representa Lope de Vega. En el período anterior, la dramaturgia llamada propiamente clásica—imitación del teatro griego—ofrece asimismo considerable cantidad de horrores. Transcribiremos los casos que cita nuestro autor. En La libertad de Roma, de Juan de la Cueva, hay desorejaduras, desnarigaduras y quema pública de un cadáver. En Los siete infantes de Lara, del mismo, doña Lambra es quemada, y en El príncipe tirano, éste hace que Trasildoro abra una sepultura para cuando nazca su hermana, y los entierra después de matarlos; esto sin la sencillez (al cabo es una prueba judicial) de dar tormento á varios personajes. En La cruel Casandra, de Virués, los muertos son ocho, cinco en la escena, no quedando en pie sino el rey y unos criados. En la Semíramis, del mismo, Nino quiere casarse con la esposa de Menon; éste se ahorca; ella se declara á Zopiro, á quien después mata; se casa con Nino, y más tarde lo destrona y envenena, y se declara al cabo á su hijo Ninos, de quien recibe la muerte. En Atila, el rey mata á la reina para casarse con Celia, es envenenado por Flaminia, mata á aquélla, ahoga á ésta, y muere él propio haciendo compañía á cincuenta y seis personajes, que no son menos los muertos en esa tragedia de Virués. En La infeliz Marcela, del mismo autor, Felina trata de envenenar á su amante Formio; éste, intentando antecogerle el golpe, envenena á Marcela, y el príncipe Laudino mata á todos. En la Nise laureada, de Bermúdez, un guardia escupe á los tres nobles[Pg 233] que causaron la muerte de Inés, el rey cruza la cara á Coello con un látigo, el verdugo saca el corazón á los tres, y después se procede á la quema de sus cadáveres. En la Isabela, de Argensola, mueren ella y Muley, el rey mata á Eudalla, Aja mata al rey, y todo esto sucede con acompañamiento de hogueras, suplicios, cadáveres y dos cabezas cortadas. En la Alejandra, del mismo, Acoreo mata al rey, á la reina y á su esposa, Luperio es destrozado, Alejandra envenenada, Acoreo muerto, Orodante apuñalado por una princesa y ésta despeñada...
¿Desea algo más el lector? Ni el teatro clásico de Cueva, ni el romántico de Lope, pueden ser presentados como ejemplos de humanidad. Más vale el segundo que el primero desde el punto de vista artístico; pero no es gran cosa su trascendencia estética... Nos quedan por hacer unas breves consideraciones.
Recapitulemos... Por acaso, y de tarde en tarde, se encuentra en el teatro clásico una obra que merezca alguna consideración. ¿Habrá alguna que supere en trascendencia y en poesía á La vida es sueño? Sin embargo, esa obra de Calderón no pasa de ser un embrión de obra maestra; el pensamiento es admirable; su pensamiento encierra un hondo simbolismo; hay en toda esa concepción[Pg 234] grandeza ó idealidad. Pero vemos, después de la primera lectura, sin necesidad de detenido examen, que La vida es sueño no pasa de ser un boceto de drama, un rudimento, soberbio, sí; mas, al cabo, un rudimento. El autor no acertó á desenvolver la idea del drama con toda su plenitud, con toda la majestad y fuerza debida. Junto á la fábula principal—que debió ser única—, Calderón, falto de vigor y de inspiración, ha tenido que tejer otra intriga—infantil y absurda—con objeto de rellenar lo que faltaba para el drama. De haberse penetrado de la grandeza de la idea principal y de haber contado con vigor bastante para desenvolverla cumplidamente, el autor hubiera llegado á hacer de La vida es sueño, no un boceto—que es en lo que ha quedado—sino una verdadera y robusta obra maestra.
Y si esto se puede decir de una de las pocas obras capitales del teatro clásico, ¿qué no se podrá decir del común de todas las demás comedias? Ahí está El mágico prodigioso, y nada más inconsistente, estrafalario é inverosímil. («Hay en el desarrollo de la obra—escribe Menéndez y Pelayo—puerilidades verdaderamente indignas de Calderón y del asunto.») Ahí está El alcalde de Zalamea—cuyo desenlace nos repugna—, en el cual la emoción delicada sólo aparece en la escena entre Pedro Crespo y don Lope de Figueroa. En las comedias llamadas de capa y espada (y que pudieran llamarse de alacena y balcón) lo absurdo y lo infantil llegan á grados increíbles. Galanes que encuentran á otros galanes, ó al padre, ó al[Pg 235] hermano, y que han de esconderse en una alacena; galanes que se arrojan por el balcón; damas que se disfrazan de hombre y no son reconocidas por sus amantes ni por sus padres: una intriga dentro de otra intriga, y estas dos, á su vez, dentro de otras... tal es, sumariamente, en esquema, el procedimiento usual de nuestros dramaturgos; ellos mismos comprenden la puerilidad de todo este juego y así, de cuando en cuando, lo ponen en ridículo por medio de alguna observación humorística de un criado.
Por ejemplo, en La niña de Gómez Arias, de Calderón (donde un galán, dicho sea de pasada, abandona á su amada en medio del campo, y luego más tarde la vende, así como suena, la vende á un capitán de bandoleros moriscos); en La niña de Gómez Arias, al tener que esconderse un galán porque llega otro, dice el criado de aquél: «Siempre vi suceder de esta manera este paso»... (En el Shylock, de Shakespeare, Bassanio, que ya es prometido de Portia, no reconoce á ésta, de quien se acaba de separar, cuando, vestida de hombre, hace de juez ante el tribunal, y cuando á él mismo le pide el anillo que no mucho antes le había dado. Lo que nos parece absurdo en Lope y Calderón nos lo parece también en Shakespeare.)
En el artículo de Gavino Tejado, que anteriormente mencionamos, dice este autor hablando de nuestro teatro clásico: «Nuestra poesía clásica es el triunfo permanente del espíritu sobre la materia; los intereses puramente mundanales, los que[Pg 236] llamamos intereses positivos en estos tiempos de materia y de prosa...» (¿Por qué son estos tiempos—los de 1854—de materia y de prosa? ¿Por qué no lo eran también los de 1654, por ejemplo? Todos los tiempos son de materia y de prosa... ó no lo son.) «... en estos tiempos de materia y de prosa, apenas tienen espacio ni lugar en nuestra literatura; por eso no hay en ella nada que repugne...» (Recuerde el lector la multitud de casos citados en el artículo II.) Una literatura en que no se ve el reflejo de los intereses materiales, es decir, de la materia, es decir, de la realidad, es decir, de la vida cotidiana y corriente, es una literatura sin apoyo ninguno en el mundo, sin base sólida de verdad y de observación; una literatura fantaseadora, artificiosa, deleznable. No se ha podido—en general—formular un más acertado juicio acerca del teatro clásico y de la novela picaresca. La realidad se halla profundamente falseada en esos dos géneros.
Esta cuestión de la falta de observación de la realidad que se nota en la novela y en el teatro está íntimamente ligada al problema—antaño tan debatido—de la ciencia española. En la Revista Contemporánea (números del 15 de Agosto de 1876 y 15 de Abril de 1877) expusieron su argumentación Manuel de la Revilla y José del Perojo; deben ser leídos esos trabajos detenidamente; sus principales observaciones no han podido ser rebatidas. No ha habido entre nosotros un vigoroso, continuado, escrupuloso pensamiento filosófico y científico; un ambiente, en fin, de amor á[Pg 237] la vida, por las mismas razones por que no han existido un teatro y una novela basados en la realidad. ¿Cómo pudiera haber ese ambiente cuando la literatura dramática y la novelesca eran lo que eran? Si exceptuamos el caso de Cervantes—y algunos otros—, ¿qué escritores han dado entre nosotros una visión amorosa, honda y ecuánime de realidad? Cuando se hable de presiones ó de determinadas influencias que han podido evitar, coartar el desenvolvimiento del pensamiento científico, será preciso tener en cuenta el caso de la novela y el teatro. Sí, se pudo coartar la libertad de la investigación de la realidad—concedámoslo—; pero, ¿de qué manera el literato que tenía la realidad ante él y pudo reflejarla escrupulosamente, no lo hizo? ¿Cómo la observación no se ejercitó en el arte literario? ¿Por qué, lejos de esto—y salvo excepciones—, dió en lo absurdo y en lo caricaturesco? El campo, sin embargo, estaba libre; el artista no era probable que encontrara trabas ni obstáculos para su obra; no los encontró para su deformación de la realidad: menos pudo encontrarlos para el reflejo escrupuloso y cordial de la vida.
En 1841 don Nicomedes Pastor Díaz escribía en El Conservador un artículo, recogido luego en el tomo III de sus obras completas, en que hablaba de la novela en España. No se explicaba Pastor Díaz cómo, cuando en Francia escribían novelas Balzac, Sand, Hugo, Vigny, en España no se cultivase este género. «Repetimos—decía el autor—que se nos oculta la causa de este fenómeno.» La causa de este fenómeno es que no puede haber[Pg 238] novela sin observación de la realidad, y que este espíritu, este amor, esta comprensión, aún no había comenzado á despertarse entre nosotros. Cuando escribía Pastor Díaz, en 1841, ya hacía seis años que Vigny había publicado los soberbios relatos de Grandeza y servidumbre militares; relatos de una fuerza, una sobriedad y una emoción tales como no han sido sobrepujados por las modernas páginas de un France, un Barrès ó un Lemaitre. ¿Cómo se hacía aquí el género novelesco en esa época, en 1835?
Terminemos. Philarete Chasles, en sus Études sur l’Espagne, publicados en 1847, compara nuestro teatro clásico al moderno periodismo. «En el siglo XVII el drama—escribe Chasles—representaba el papel de nuestra prensa.» «Todos los acontecimientos, todos los recuerdos, todas las ideas, todas las locuras, todas las esperanzas creaban algún drama nuevo.» «Lope y Calderón obraron en su época como brillantes periodistas: ¡valientemente, vivamente, con pompa y ligereza!» Comparar las comedias clásicas á las brillantes crónicas de los periódicos, no está mal. Acaso tuviera razón Philarete Chasles...
[Pg 239]
De don Francisco Gregorio Salas hemos hablado en alguna ocasión. (Véase, si se quiere, nuestro libro Clásicos y modernos.) Conocemos de Salas sus Parábolas morales, políticas y literarias, especie de fábulas en prosa; su Observatorio rústico, librito precioso para el estudio del idioma castellano; la Colección de los epigramas y otras poesías críticas, satíricas y jocosas. De todos sus libros, el más popular, aquel de que se han hecho más ediciones es el Observatorio. Pero todos los ejemplares de todos los libros de Salas que se encuentran en los baratillos aparecen sumamente grasientos, sobados y manoseados; señal de que han sido muy leídos. Salas tiene reputación—merecida—de escritor prosaico, chabacano; se le cita de raro en raro como modelo de vulgarismo. Mas lo que no se añade—y esto salva su nombre—es que en su poesía alienta un vivo y curioso espíritu de observación. Don Francisco Gregorio vivía pobre y apaciblemente; se le quería por su bondad; él iba poquito á poco devaneando[Pg 240] por el mundo (digo por Madrid) y escribiendo sus versitos, llenos de una candorosa malicia y de una pulcra realidad.
De don Francisco Gregorio ha dejado un retrato Moratín; en otros autores de la época hay también tal cual alusión. Hemos encontrado, por ejemplo, una referencia en un librito titulado La Amalia ó cartas de un amigo á otro residente en Aranjuez. Su autor se llamaba don Ramón Tamayo y Calvillo. Pues don Ramón habla elogiosamente de don Francisco. La novelita—escrita en cartas—es una imitación de otro escritor también original... á su manera, y también desconocido: Mor de Fuentes. (Ha llegado la hora, señores míos, de hacer justicia á estos pequeños clásicos ignorados. No hay más remedio.) Don Ramón, que es un erudito, escribe así en una de las cartas de La Amalia, ó mejor dicho, escribe uno de los personajes de la fábula: «Anoche, después de haber hablado con nuestro sabio don Francisco Gregorio de Salas, me ocurrió tomar la pluma para escribir la conversación que tuvimos y él dedujo de las obras de sus amigos Marcial, Valbuena y Argensola, cuyas circunstancias, si no las elevase á tu noticia, creerías que era un hombre extravagante»... (No sabemos, á primera vista, lo que quiere decir don Ramón. Luego vemos, fijándonos, que el autor tuvo una conversación con don Francisco y que éste dijo tales cosas, apoyándose en Marcial, Valbuena y Argensola—un poco incongruente es este manojo—, que si él, don Ramón ó su personaje, citara las palabras de Salas[Pg 241] sin añadir las autoridades en que éste las apoyaba, se le tendría por un extravagante. ¡Qué misterioso es todo esto! ¡Caramba!)
En la Colección de sus poesías, «nuestro sabio amigo don Francisco»—como decía Tamayo y Calvillo—dedica unas páginas á trazar el retrato moral ó etopeya de los habitadores de las distintas regiones españolas. Hay cosas curiosas en este librito; por ejemplo—todo en verso, desde luego—, las razones que da el autor para no imprimir sus libros por cuenta propia, los motivos que alega para tener criados y no criadas en su casa, la descripción que hace del «ajuar ó muebles que vió el autor en varias casas». Dejando todas estas curiosidades aparte, nos ocuparemos, según hemos prometido en el título, de los retratos españoles. El autor titula esta parte de su libro «Juicio imparcial ó definición crítica del carácter de los naturales de los reinos y provincias de España».
Lo primero que hace Salas es darnos una pintura del español «en general». El español es honrado, valiente, cauto, etc.; tiene ingenio, despierto; no le falta disposición natural para las empresas. Pero al español «le falta aplicación» (en eso estamos), y por eso se puede decir de él que es «un tesoro escondido». Después de esto, don Francisco la emprende con Castilla la Vieja. Los castellanos viejos... Pero antes permítame el lector—¡guarda Pablo!—que advirtamos que nosotros no hacemos mas que transcribir lo que dice el sabio don Francisco; lejos, muy lejos de nuestro ánimo está el hacer una terrible labor antipatriótica. Continuemos:[Pg 242] el castellano viejo es hombre franco y bien intencionado; se le puede buscar para que nos dé un buen consejo. Pero «no es hombre de gran despejo» y, además de esto, peca de «algo lerdo y mohino». No da más fruto su sencillez que el que da su tierra: «al pan, pan, y al vino, vino». (Ignoramos lo que quiere decir con esto nuestro sabio amigo.)
Mucho más enredado está lo que Salas dice de Castilla la Nueva. Es éste un país agradable; bondadosa se muestra la gente; pero «afecta al interés». Todos los campos que vemos cultivados en Castilla la Nueva, «sin catar jamás el pan harán mucho más que un Cid, si dan un año con otro, para Madrid, cebada». (Es decir, á lo que creemos columbrar, que si los bancales de Castilla la Nueva dan cada dos años una cosecha de cebada, y si esta cebada se vende en Madrid, los labradores pueden darse más por satisfechos que si esas tierras produjeran pan.) Los asturianos son «cerdosos, rechonchos, cuadrados». Se distinguen por su honradez. De Asturias salen todos los alhameles ó soguillas de España. Los maragatos, «bonazos», pueden ser presentados como modelos de obtusidad; sin embargo, el autor añade que «van y vienen muy de prisa con sus lienzos» y que acaban por llevarse nuestro dinero. (Pues entonces no son tan tontos...) De los gallegos, el que sale agudo puede darle ventaja al más astuto. No comen mas que «coles y pan seco»; trabajan infatigablemente.
«Amigo verdadero, arrestado marinero, honrado[Pg 243] mercader»; todo esto es el vizcaíno. Y algo más es el vizcaíno; es «por su entereza capaz, sin que por ello la cabeza se le canse, de escribir más que el Tostado.» (¿Cuántos tomos llevan escritos nuestros queridos y admirados amigos Pío Baroja y Miguel de Unamuno? ¿Cuántos escribirán? Ai posteri...) No se podrá negar que los navarros son rectos; pero también son «un poco pesados». Comen tremendamente; beben al igual; todos son asentistas, comerciantes, indianos y capadores. La gente riojana es «en tal manera oficiosa, que á cualquier otra le puede cardar la lana».
La «gloria» del montañés consiste en su «grande ejecutoria»; ejecutorias que van á parar á las «alojerías»; sabido es que los naturales de la Montaña de Santander se distinguen por ser los alojeros, bodegoneros y botilleros de toda Andalucía. Del retrato que Salas hace de los madrileños se han hecho populares los cuatro primeros versos:
Aun las personas más sanas,
si son en Madrid nacidas,
tienen que hacer sus comidas
de píldoras y tisanas.
Con lo cual se quiere significar la destemplanza, rigor y desconcierto del clima madrileño. Aparte de esto, los madrileños gustan de llevar «diamantes como avellanas, corbatín estirado, espadín, ricas vueltas». (La afición á las sortijitas es algo cierta.) Llevan también los naturales de Madrid «siempre marcado el cuello con sellos de Antón Martín». (¿Á qué se alude con esto? Lo que hemos[Pg 244] tardado en consultar el Manual de Madrid, de Mesonero Romanos, edición de 1831, página 182, hemos tardado en salir de dudas. En la plazuela de Antón Martín había un cierto hospital. ¡Pero querido y bondadoso don Francisco Gregorio...!) La Alcarria cría gente «muy fiel». (Un dato interesante que añadir á la etopeya de Salas: don Fermín Caballero, en su Manual geográfico de España—1844—dice que los alcarreños «han poblado de libreros á Madrid, así como de criadas, que pasan por fieles y pegajosas por su mojigatería». En lo de la fidelidad de los alcarreños están, pues, de acuerdo Salas y Caballero). Los andaluces son ponderativos, festeros; muéstranse aficionadísimos á galanteos; «jamás están sin comadre»; se pelean de palabra y se desafían; «luego quedan tan compadres».
El aragonés es testarudo y porfiado; no perdona fatiga para llegar á lo que se propone; «aspira siempre á la intriga, al dominio y á la memoria». (Algo de esto dijo, mucho antes, Maquiavelo en el retrato de Fernando V.) Vamos ahora con vosotros, catalanes. El catalán es «oficioso, carruajero, navegante, fabricante, mercader»; no se da punto de reposo. En un país escabroso, con mil dificultades, «marca tierras, hace planes». En resolución, «aunque sea en un establo», el catalán, por arte del diablo (lo del establo es fuerza del consonante), «hace de las piedras, panes». Los valencianos son ligeros y mudables. Su corazón es frío; «gente de regadío», se les puede llamar. El tesoro del mallorquín es «el aceite y el vino».[Pg 245] Aborrecen los mallorquines á los argelinos y á los moros; «guardan bien su peculio»; en Mallorca, «todo el año es mes de Julio»; «con rara veneración» los mallorquines «dan culto y veneración á su Raimundo de Lulio». El murciano pasa la vida alegremente; su preocupación son «los naranjicos» y «el gusanico».
Terminemos. Los canarios son «siempre vagos». Con «un plátano y un trago» se sustentan. Los ingleses, «con halago», sacan el fruto de la tierra canaria. Por esto los canarios vienen á ser «vasallos del rey de España y hermanos del de Inglaterra». Dos décimas dedica también Salas á los portugueses y á los americanos; los primeros son finchados; pretendientes eternos los segundos. Cuando leemos estas semblanzas de los distintos españoles, trazadas por el buen don Francisco Gregorio, evocamos los retratos de castellanos, andaluces, catalanes, etc., estampados, con lindos colores, en los platos de una vajilla del Retiro. Pareja hace una cosa con la otra. Y es interesante la descripción de Salas para el estudio—á través del tiempo—del concepto, concepto popular, que los españoles han tenido de sí mismos.
[Pg 247]
Eugenio Noel ha publicado recientemente un folleto titulado El flamenquismo y las corridas de toros y un libro que lleva el título de Flamenquismo y república. Eugenio Noel ha dedicado la mayor parte de su actividad á combatir el flamenquismo: da conferencias en pueblos y ciudades españolas; publica multitud de artículos. Continuamente se halla Noel en peregrinación por tierras de España; á menudo, en los periódicos encontramos noticias de discursos pronunciados por el conferenciante; alguna vez nos sorprende la nueva de algún incidente ruidoso provocado por las prédicas de Noel. Nos hacen suponer estos incidentes—siempre lamentables—que el propagandista ha estado demasiado agresivo en sus palabras; no podemos creer que, á exponer sus ideas correctamente—y con todo el ardimiento que se quiera—, pudiera haber quien atajase violentamente sus lícitas propagandas. De todos modos, el espectáculo de un hombre joven que recorre España en perpetua y caliginosa predicación contra[Pg 248] el flamenquismo no puede menos de ser interesante.
En las dos obras que ahora publica, Eugenio Noel ha condensado su pensamiento sobre la materia que él impugna tan denodadamente. Paralelamente á un renacimiento fervoroso—fervoroso y vergonzoso—del flamenquismo, Noel inicia y desenvuelve su cruzada. En el folleto citado escribe nuestro autor: «El español trabaja poco, y lo que es peor, su trabajo está á merced de los Gobiernos; ignora el valor de la tierra; huye del campo y se arrincona en las ciudades; permite una bárbara ocultación de riqueza, y no le extraña ver en manos inertes inmensas extensiones territoriales que harían la riqueza de un pueblo». Sumariamente, en cuatro rasgos, éste es el boceto de un cuadro. Ahora el reverso. «Á cambio de esto—añade Noel—, he aquí lo que posee: 396 plazas de toros, en las que da anualmente 872 corridas, y á las que asisten, en cifras redondas, siete millones de personas. En esas orgías se matan 4.394 toros, cuyo valor es de 5.318.000 pesetas, y 5.618 caballos, que fenecen entre los más espantosos é inmerecidos martirios. De divertir á tal gente y de tal modo se encargan 62 matadores de alternativa y 324 novilleros, con 1.148 cuadrilleros de oficio, que cobran cerca de cuatro millones de pesetas.» En República y flamenquismo el autor expone en unas páginas exactas un concepto del valor que entre nosotros goza de gran predicamento y hace estragos. El flamenquismo—dice Noel—implica la idea de que «el[Pg 249] supremo valor es la serenidad suficiente para que el pitón del toro roce las axilas»; de donde saca, en consecuencia, que los peligros de la vida han de afrontarse, como los cuernos del toro, con habilidad, con el engaño. Es importante advertir que en otros pasajes de sus discursos y de sus artículos el autor completa su idea del valor flamenco: completa la idea del engaño (listeza en política) con la idea de obstinación, de testarudez, de obtusa pertinacia en el error ó en la decisión desgraciada. Creemos que este segundo aspecto del fenómeno social es más importante—y de más graves consecuencias—que el primero. Sea de ello lo que quiera, el caso es que toda la doctrina que Eugenio Noel desparrama en prosa hablada ó escrita se halla contenida en las dos citas que acabamos de hacer. De un lado, la inmensa incultura, la deplorable pasividad de una gran masa social en lo atañadero al problema de su bienestar y de su conciencia de la vida; de otro, formidable caudal de energía, de iniciativas y de riqueza, gastado, derrochado espléndidamente en un deporte cruel. Agreguemos á esta visión social una visión complementaria de la palingenesia de España tal como la concibe Joaquín Costa, y tendremos esbozado el pensamiento de Noel; pensamiento expuesto en una prosa cálida, pintoresca, un poco redundante, un poco amplificadora.
Las propagandas y los libros de nuestro autor se prestan á múltiples reflexiones. Tendríamos que examinar, ante todo, los orígenes del flamenquismo. No es de ahora esta tendencia; más de[Pg 250] un siglo lleva de vida; aún podríamos decir que en la decimoséptima centuria se ven rastros de flamenquismo en las sátiras y protestaciones que contra él hacen, por ejemplo, Quevedo y Góngora. Pero el flamenquismo ó majismo—que así se llamaba entonces—, cuando adquiere alarmantes proporciones es á mediados del siglo XVIII; desde esa época sigue su marcha incierta, ondulante, hasta que modernamente, con el aumento de las plazas de toros, con la sistematización, digámoslo así, de las corridas, llega á su máximum. Nos hallamos ahora en un momento álgido del flamenquismo. En 1899 publicó Morel-Fatio una edición crítica de la sátira de Jovellanos contra la mala educación de la nobleza; en ese trabajo el ilustre hispanista trata de dilucidar los orígenes del majismo y expone interesantes textos que demuestran la preocupación que en el siglo XVIII inspiraba ese morbo social. Clavijo y Fajardo, Jovellanos, Cadalso, describen el señorito flamenco—con todas sus consecuencias—tal como hoy lo vemos circular por nuestras calles; Noel no va más lejos en sus pinturas—ni en sus anatemas—de donde han ido estos insignes pensadores. Si retocáramos algo el estilo de alguna de estas páginas de Clavijo ó de Cadalso, y las publicáramos sin firma, diríamos seguramente que se trataba de cosas y hombres de ahora, y no de cosas y hombres de hace más de un siglo.
La literatura taurina y la antitaurina son extensísimas. No intentaremos añadir una página más á la última; no es ese nuestro propósito en este[Pg 251] momento. Sí haremos notar la inmensa influencia que ese deporte—si así puede llamarse—ejerce en todo un pueblo. No son nocivos sólo los toros; es profundamente dañino también lo que podríamos denominar los aledaños de los toros; es decir, el ambiente, la particular espiritualidad que la fiesta taurina crea á su alrededor. Multitud de conceptos sociales, políticos, hasta estéticos, son falseados por causa de los toros. La idea matriz del valor que en los toros se engendra pasa á diversos órdenes de la vida. El valor, dentro de ese ambiente, se concibe como fuerza física, como obstinación, como ciega prosecución de un acto. En el extremo opuesto de la escala psicológica se halla el valor-inteligencia, el valor-altruísmo. Toda la marcha de la humanidad pudiéramos decir que estriba en sustituir al valor-fuerza el valor-inteligencia. En la misma guerra el valor sufre una transformación; el valor va siendo, no ímpetu ciego, no intrépida temeridad, sino reflexión, cálculo, inteligencia, ciencia. Vence quien más frialdad y ciencia tiene; y en la guerra la victoria es lo que importa.
Sigamos con interés—en lo que tienen de laudables—las propagandas de Eugenio Noel. Combatamos el flamenquismo; continuemos la obra de Jovellanos y de Cadalso. Si invocamos la tradición, he aquí una bella tradición. Pongamos nuestros ojos, no en el héroe de un deporte inhumano, sino en el héroe por la ciencia, en el héroe por el progreso.
[Pg 253]
Asistimos en estos tiempos á un renacimiento de la barbarie taurina. Se ensalza fervorosamente á los toreros. Se llenan planas enteras en los diarios con las hazañas y peripecias del estúpido espectáculo. En una ciudad cantábrica se celebra una corrida de diez y ocho toros (en la misma ciudad á la cual ha legado su biblioteca Menéndez y Pelayo). Escritores y publicistas que parecía que debieran estar libres de ese virus, se complacen en tratar y debatir sobre cosas de toros... En un tiempo en que tal exaltación se produce, cuantos no amamos esa fiesta cruel y estulta, cuantos detestamos los toros, debemos ver con viva complacencia la campaña que contra los toros y el flamenquismo viene haciendo desde hace tiempo un independiente escritor. Aludimos á Eugenio Noel. Un libro nuevo sobre la materia acaba de publicar Noel. En otra parte hemos hablado ya—con elogio—de la labor realizada contra el espíritu de chulapismo por este publicista. Queremos aquí añadir algo más. Se titula el nuevo libro de Eugenio[Pg 254] Noel Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca. Se halla editado en edición económica, al alcance de los más modestos lectores.
Nos permitirá Eugenio Noel que hagamos algunos reparos á su ideología. Adversarios políticos del publicista, nos hallamos muy lejos de compartir con él todas sus afirmaciones; vaya por delante esta salvedad como advertimiento á los lectores. Noel se muestra (en sus discursos, mucho más que en sus libros) apasionado y acre en demasía á veces; hemos hecho constar que deplorando, como deploramos, los incidentes ruidosos á que han dado origen sus propagandas, esos lances y trapatiestas pudieran haberse ahorrado con una poca más de mesura y de flexibilidad (no de hipocresía) en la palabra. Todo se puede decir, sin protesta de nadie, cuando se sabe decir. Y ¿cómo no creer que escritor tan experimentado como Noel no ha de hallar forma—sin perjuicio de la verdad—de decir las cosas más ásperas sin que sean rechazadas estruendosa y violentamente?
En su último libro, Eugenio Noel ha recopilado alguno de los trabajos más notables publicados en la prensa. Hay en estas páginas invectivas contra los toros, paisajes castellanos, excursiones por Andalucía, vistas panorámicas de ciudades, meditaciones sobre monumentos artísticos, etc., etc. El estilo de Eugenio Noel es un tanto amplificador; el autor nos dice que él ha leído todos, «absolutamente todos», los libros de Emilio Castelar: algo del énfasis y de la redundancia castelarinas se nota en la prosa de Noel. ¿Por qué no ser más precisos,[Pg 255] más concretos? Da la impresión esta prosa de que ha sido escrita febrilmente, al azar de los viajes, sin el reposo necesario para una coordinación reflexiva. Así se ve, por ejemplo, que en las descripciones hay cierta falta de matiz unificador, de transición de un detalle á otro, de un aspecto á otro.
Pudiéramos poner muchos ejemplos. Citaremos un texto para explicar mejor lo que decimos. Noel está describiendo Sevilla desde lo alto de la Giralda. Nos hace ver «las casas blancas del barrio clásico de Santa Cruz, con terradillos de un mismo color, con azoteas llenas de tiestos y flores; el paseo de Santa Catalina Rivera, la torre y cúpula de la iglesia de San Bernardo, la cúpula y macizo de los Venerables». Al llegar aquí acaba el párrafo. Nos disponemos á entrar en un nuevo aspecto de la realidad descrita. En efecto, entramos; el autor comienza así el párrafo siguiente: «De un jardincito sale un ciprés; hay allí un cementerio de monjas»...; surge en nuestro espíritu la sensación de uno de esos jardines reducidos recoletos en lo interior de las ciudades; el jardín de un convento de monjas; un jardín—visto desde allá arriba, desde lo alto de una torre—en que se divisan unos cipreses. Necesitamos algún detalle más que complete nuestra visión. ¡Oh, esos cipreses de los huertos monjiles, cipreses que se yerguen sobre los rosales! El autor añade: «Se delinean en el macizo blanco las estrechas calles con sus mil leyendas...» Pero ¿no habíamos pasado á otra cosa? ¿Qué salto es éste que hemos dado ahora? ¿Qué[Pg 256] tiene que ver aquí ese macizo? Nuestro ritmo mental ha sido bruscamente roto.
Otra observación hemos de hacer; ésta de más trascendencia. Nadie duda que Eugenio Noel es un adversario acérrimo de los toros y el flamenquismo. Mas la lectura de sus trabajos á las veces nos produce el efecto de una exaltación de lo que se trata de deprimir y condenar. No sabemos cómo explicar esto; pero el hecho es exacto. Si fuéramos amadores de los toros, acaso encontráramos, leyendo los libros de Noel, más gusto que encontramos siendo adversarios. Noel sabe menudamente todo lo referente á los toros: historia, bibliografía, biografía de toreros, gestos de toreros, dichos de toreros, andanzas de toreros. No hay nada que se le escape. Nadie como él nos informa tan bien de las cosas y lances del flamenquismo. Nadie ha descrito con más entusiasmo, con más exaltación los bailes de una popular danzarina. Sus meditaciones ante la estatua de un torero pueden colocarse por encima de las que dedica al Pensador, de Rodín. ¿Qué sortilegio es éste? Veníamos á buscar una triaca contra la ponzoña taurina y nos encontramos con una morosa delectación. En verdad, en verdad que son algo peligrosos estos libros contra los toros y el flamenquismo.
Dicho esto, hemos de elogiar en el libro de Noel numerosas páginas; elogiarlas desde el punto de vista artístico (bien que estas páginas á que nos referimos no sean de aquellas que encierran una determinada tendencia política). Pueden servir de[Pg 257] ejemplo los capítulos dedicados á la descripción de Triana, ó á hacer el retrato de un torero malogrado y pintoresco, ó á describir una capea en Medina del Campo. En este último capítulo citado, el autor escribe: «En Tordesillas se lidia el llamado toro de la Vega, el cual en pleno campo se lancea; el mozo que da la última lanzada tiene derecho á traer al pueblo en la punta de su pica la oreja del animal, y es fama que aquella noche sueñan con él las mujeres». Estas líneas, mero incidente en el capítulo, son para nosotros más sugeridoras que el capítulo todo. Cuarenta y seis años pasó una infortunada mujer—Juana, la reina—recluída en un caserón de Tordesillas; Tordesillas va unida á la página sangrienta y patriótica de los Comuneros. Eugenio Noel ha recordado que en ese pueblo se lancea un toro en campo abierto.
Así es, en efecto. En el Semanario Pintoresco de 9 de Septiembre de 1849, uno de sus colaboradores, don Juan de la Rosa, hace una detenida descripción de tal espectáculo tordesillense. Ese alanceamiento no es mas (ó era en el año citado) que el último número de una variada serie de espectáculos taurinos. Se corrían toritos («toritos» dice el cronista); se los lidiaba por los señoritos de la localidad; se celebraba también una mojiganga taurina, en la cual, por cierto, entre otros personajes, figuraban Don Quijote y Sancho. El prólogo de esas fiestas taurinas era la vaca encohetada. Se celebraba ese espectáculo la noche antes de la primera corrida. La plaza del pueblo se llenaba de una inmensa muchedumbre. «Cuando el[Pg 258] concurso empieza á manifestar su impaciencia—dice el señor Rosa—sueltan la vaca, la cual lleva puesta sobre el lomo una manta impregnada de un combustible que se inflama con facilidad, y sembrada de cohetes bien sujetos, y que á su tiempo se incendian.» «Apenas el animal—añade el autor—siente el calor de la manta que arde, empieza á dar brincos lanzando quejidos de dolor.»
El colaborador del Semanario Pintoresco describe después los otros festejos taurinos. Al final pinta el espectáculo de los campos tordesillenses cruzados y recruzados por los mozos que van persiguiendo con sus picas al toro. Todo esto conmueve profundamente á don Juan de la Rosa. Estos parajes le parecen encantadores. «Así es—escribe—que al separarse de ellos, al darles el último adiós, siente uno renacer en su espíritu un vago deseo de tristeza, y no puede menos de envidiar á los moradores de aquellos sitios destinados á la felicidad.» ¡Oh, ingenuidad peregrina! ¡Una Arcadia donde se tuesta viva á una vaca enfundándola en una manta embreada y cubriéndola de cohetes! Si viviéramos en 1849 diríamos, llenos de fervor: ¡Señor, líbranos de esa Arcadia!
[Pg 259]
Xenius ha dedicado, hace tiempo, uno de sus glosarios á los carros; los carros—para el glosador—componen una característica del ambiente de Cataluña; con el paisaje, el pueblo, las costumbres se armonizan los carros. No sólo de la tierra catalana, sino de toda la tierra española, son parte integrante los carros. Existen varias clases de carros. La división fundamental es ésta: carritos ligeros; carros «gruesos». Los ligeros corren y saltan por los caminos; son alegres y frívolos; tienen pocos asientos; son para ir á una estación, para devanear por el campo, para hacer un viaje á una granja, para realizar una alegre jira. En Levante, en los crepúsculos vespertinos de primavera, cuando el aire tiene una tibieza voluptuosa, cuando los frutales blanquean de flor, los carritos tornan con ruido de cascabeles, con chasquidos ligeros de látigos; de dentro parten, risas, carcajadas y voces femeninas; parten canciones entonadas á coro. Esas levantinas, tan delicadas y sensitivas, tornan de una merienda en un[Pg 260] prado, al pie de una fontana, y tienen los ojos brillantes, lucidores y las mejillas amapoladas.
Los carros gruesos son graves, solemnes. Con ellos se portea el vino, el aceite, los granos. Con ellos se hacen largos viajes por los caminos que cruzan las llanuras, bordean los ríos, reptan por las anfractuosidades de las montañas. Los varales de estos carros son recios; recio el toldo, de unidos y trabados cañizos; recias las escalas—pintadas de azul—; recia la honda «bolsa», que va cruzada por el eje y que casi roza la tierra del camino.
Llevan estos carros una barjuleta á la derecha, donde se pone la botija con agua; á la izquierda, en otra barjuleta, van las provisiones del viático. El ruido que hacen estos carros es sonoroso, estruendoso; al rechocar en los hondos y pedregosos relejes, su voz se extiende y repercute largamente. Una ringla de mulas arrastra al solemne vehículo. En el paisaje levantino, el carro es inseparable de las redondas y finas colinas, de las huertas que rodean las ciudades, de las ventas y paradores, puestos en lo alto de los puertos, de los caminos viejos—estrechos y amarillentos—y de las carreteras blancas y polvorientas.
Los carros evocan las andanzas de nuestra niñez y de nuestra adolescencia. Evocamos los días en que—de un pueblo á otro—nos llevaban al colegio, con los baúles, los colchones y la ropa blanca, y en que, ya mozos, hemos viajado por los llanos y por los altozanos suaves avizorando los paisajes. Al pensar en los carros vemos un panorama de verdes viñedos—en Julio—; un panorama por[Pg 261] el que un camino angosto, torcido, con hondas carriladas, se aleja entre la verdura. Caminamos y caminamos. El día ha llegado á su plenitud; está el cielo limpio; ya el sol reverberante ha cegado los colores del campo. No se percibe ni el más pequeño ruido; á intervalos, una bocanada tibia de viento nos trae olores de tomillo, romero, cantueso. Baja el olor desde una montaña vecina, que cierra, á mano izquierda, el horizonte. Por la derecha el panorama se extiende, se aleja, se dilata hasta perderse—esfumado, tenue—en el vaho caliginoso de la tierra. Como en los paisajes de algunos maestros holandeses de batallas, vemos en la extensión que la vista alcanza, caseríos blancos, acequias de agua que relucen, un macizo de árboles, un pueblecito con su campanario enhiesto. Callemos un momento; el carro ha parado. ¿No parece que oímos lejano, muy lejano, casi imperceptible, el son de una campana?
Caminamos y caminamos. Ya es mediodía. Hemos pasado por delante de una casa de labor y nos hemos detenido. La puerta es ancha; empedrado está el zaguán de menudos guijos, ó solado con anchas baldosas; las sillas tienen el asiento de tomiza urdida con esparto crudo. Las mesas son de pino blanco—con redondos nudos rojizos—y una de ellas es bajita, casi terrera, y en torno de ella, en sillas también bajitas, se sientan nuestros labriegos á comer. Con estos muebles forman concierto los jarros, peroles, cazuelas, picheles en que se cocina ó se bebe. Las formas de estos recipientes son armónicas y definitivas; de una vez[Pg 262] para todas—revelación de la idea—se han inventado estas rotundidades y estas angosturas del barro y del metal... Repica el almirez; unas palomas se entran por la puerta y marchan por el pavimento picoteando entre las piedras. Á lo lejos se divisa el verde de los viñedos, el azul tenue de las montañas.
Cuando no comemos en una alquería que encontramos al paso, nos detenemos junto á unos árboles. El olivo es el árbol de Levante; invierno y verano, el olivo es el mismo; hiele ó haga calor, su ramaje es siempre idéntico. Su tronco se hiende y se retuerce; su fronda cenicienta, plateada, se destaca sobre el tapiz verde de las viñas. Al pie de un olivo, en el silencio del mediodía, hacemos nuestro yantar. Luego proseguimos el viaje, hasta que, cuando va declinando el día, comenzamos á penetrar por las huertas y herreñales que rodean el pueblo adonde nos dirigimos... Por los caminos de España marchan lentos, muy lentos, los gruesos carros.
Los carreteros, de bruces sobre la mercancía, reposan amodorrados. Las picazas de la Mancha conocen los carros; las bandadas de cuervos que cruzan sobre el azul son conocedoras también de los carros. Con los carros se cruzan—ó siguen la misma ruta—los cosarios y arrieros que portean cargas de carbón, corambres de aceite, cacharros revueltos entre paja. Carros y almocrebes se perfilan sobre el cielo radiante y azul de España. En Castilla los carros atronadores y recios y los carreteros membrudos y coléricos nos traen á la[Pg 263] memoria el manteamiento de Sancho, las palizas de los yangüeses, el apedreamiento de Don Quijote en la noche de su vela de armas. Los carros en Madrid, cargados enormemente, son destrozo de pavimentos, atascamientos en las cuestas, vociferaciones iracundas, blasfemias, chasquidos de trallas, bárbaro apaleamiento á las pobres mulas, corro de bausanes para presenciar la cruel y estulta escena. No son éstos nuestros carros; no son los carritos de Levante, que armonizan con los granados, con los almendros, con el mar lejano y con las voluptuosas carcajadas femeninas.
[Pg 265]
La vida de Marchena ha sido dilucidada por los eruditos. Ninguna vida tan pintoresca y desbaratada. Compendio es esta vida de la total vida española. Como Duque de Estrada, como Ordóñez de Ceballos, como tantos otros españoles aventureros, Marchena no tiene plan ni disciplina; á campo traviesa camina por el mundo; los más contradictorios sentimientos se barajan en su alma. Ex seminarista—no abate—revolucionario, actor de la revolución francesa, autor de una oda á Cristo crucificado—que él cree de lo mejor del Parnaso castellano—, lector constante de la Guía de pecadores, traductor de Voltaire, traductor de Molière... no hay nada en su tiempo de que no haya sido curioso Marchena; no hay espectáculo intelectual á que Marchena no se haya asomado. Nuestro autor ha sido también crítico literario; una colección, en dos volúmenes, formó de trozos en prosa y verso de los clásicos; en el largo prólogo puesto á esa obra (Lecciones de filosofía moral, Burdeos, 1820) es donde el sacudido ingenio[Pg 266] sevillano expone sus puntos de vista respecto á la literatura castellana. Menéndez y Pelayo—en la introducción á su Antología de líricos, tomo I, ha calificado de «temeridades críticas» estos juicios de Marchena. Temeridades—ó por lo menos, intrepideces—son, en efecto, para el tiempo en que fueron escritas—y aun para hoy—, estas opiniones de Marchena.
Examinemos algunas de ellas. Inútil creemos advertir que no nos adherimos á lo que Marchena diga; hacemos ahora de expositor, y nada más. Ante todo, la estética de Marchena, en general. Marchena, revolucionario; Marchena, innovador; Marchena, demoledor de los viejos prestigios, es un enemigo formidable de la nueva fórmula literaria que se anuncia allá por 1820; hablamos del romanticismo. Lo mismo ocurre con otro arriscado revolucionario literario: con Mor de Fuentes. La contradicción se explica (al menos en Marchena) teniendo en cuenta que nuestro autor escribía y se había formado intelectualmente en Francia. En Francia el romanticismo de primera hora fué tradicionalista, conservador (al revés de lo que sucedía en España); en Francia lo liberal era el clasicismo; es decir, un ideal que tomaba su inspiración en las antiguas democracias de Grecia y Roma. Son curiosos para la historia del romanticismo español los pasajes—dos—en que Marchena habla de las nuevas tendencias.
Hablando de la literatura alemana dice Marchena que Gellert, Haller y Gessner «han introducido la corrección en el tudesco, que repelen aún[Pg 267] los sectarios de una nueva obscurísima escolástica, con nombre de estética, que calificando de romántico ó novelesco cuanto desatino la cabeza de un orate imaginarse pueda, se esfuerzan á hacer del idioma y la literatura germánica tan desproporcionados monstruos, que comparado con ello fuera un dechado de arreglo el que en su Arte poética nos describe Horacio». Más adelante, el autor escribe también, ya más concretamente: «Si cuando los tudescos defensores del romantismo ó novelería dijeron que cada pueblo debía cultivar una literatura peculiar y privativa, se hubieran ceñido á decir que cada nación debía pintar sus propias costumbres y ornarlas con los arreos que más á la índole de su idioma, á las inclinaciones, estilo y costumbres de los nacionales se adaptan, hubieran profesado una máxima de inconcusa verdad». (En realidad, si eso que dice Marchena, es decir, lo que él apunta que debe ser el romanticismo, no era todo el romanticismo, al menos, era una parte de él. Y esa es la enseñanza que se deduce del libro De la Alemania, de la señora Staël.)
Era un adversario Marchena del romanticismo ó novelería (él dice, como Mor de Fuentes, romantismo); un poco más tarde, y en España, nuestro autor hubiera sido tal vez su partidario. Tal vez... ó acaso no. La estética de Marchena es profundamente clásica; en 1870, en Francia, en la misma Francia en que él escribía, la hubiéramos calificado de idealista. Frente al naturalismo, Marchena hubiera estado con Feuillet. Hasta ahora, pues,[Pg 268] nuestro inquieto revolucionario va resultando un conservador. Donde expone Marchena su credo estético es al hablar de lo que en su concepto debe ser la novela. El novelista, ¿debe copiar toda la realidad? (Fórmula del naturalismo.) ¿O debe copiar tan sólo parte de lo que se ofrece á sus ojos? (Fórmula idealista.) (Otro paréntesis detrás de estos paréntesis: en realidad, del naturalismo al idealismo sólo hay una diferencia de grado, no de esencia. El arte no puede copiarlo todo, porque dejaría de ser arte. Los naturalistas no lo han copiado todo. Aun los más extremados de todos ellos, un Paul Alexis, por ejemplo, se han visto obligados á hacer una selección previa in mente. Selección es ya, y, por lo tanto, aceptación y rechazamiento, la manera de presentar la realidad en el fragmento escrito.) «No nos equivoquemos—escribe Marchena—; no es el arte una imitación de la Naturaleza, tal cual ella es generalmente; que el buen imitador escoge en los objetos lo más vigoroso y lo más puro que en muchos de ellos ve esparcido, y de estos variados rasgos, verdaderos y existentes todos, forma el tipo ideal, cuya concepción constituye el perfecto crítico teórico, cuya ejecución forma el acabado escultor, el sublime poeta, realizando el Júpiter de Fidias, el Aquiles de Homero, el Roger del Ariosto.» Si el lector tiene la paciencia de repasar las Investigaciones sobre la belleza ideal, del jesuíta Arteaga, verá que la estética allí expuesta—á fines del siglo XVIII—no es otra que esta que ahora, en 1820, expone Marchena. Para Arteaga, el ideal en pintura, por[Pg 269] ejemplo, era Mengs; lógicamente, para Marchena, si no era Mengs, no debía de ser Velázquez, el Velázquez de los bufones.
Sobre tal fondo de estética conservadora, hondamente tradicionalista, Marchena edifica su crítica literaria. No hay que decir que muchas veces las consecuencias prácticas están reñidas con la doctrina fundamental. En realidad, Marchena no es un crítico literario, sino un crítico social; según la obra de arte se acomode ó no á su ideal político, en esa medida será buena ó mala. Y el ideal político de Marchena está condensado en un ardiente y entusiasta progresismo. Toda la civilización de un pueblo la gradúa nuestro autor según la mayor ó menor libertad de pensar y expresarse. Á través de este prisma mira la historia de España. Durante la Edad Media, bien que mal, nuestro pueblo iba progresando. Se cultivaban las ciencias, se escribía con ingenio é independencia. (El autor que cita como cultivador de las ciencias al marqués de Villena, no repara en el arcipreste de Hita, y sí en Juan de Mena, como ejemplo de literatos independientes.) «Todo anunciaba la aurora de un día más puro, cuando, por irreparable desgracia de la nación española, subieron Isabel y Fernando al trono de Castilla y Aragón.» Se ha discutido años atrás—y aún hoy se discute—sobre el momento en que comienza la decadencia de España; divergían las opiniones expuestas por Salmerón y Costa. No recordamos exactamente en qué punto hacían comenzar uno y otro el declive; pero aquí está Marchena que es más radical que[Pg 270] todos. Para Marchena no hay problema; no hay problema sobre la decadencia... porque no ha habido período de apogeo. Pudo haberlo habido; mas por irreparable desgracia de la nación española subieron al trono Isabel y Fernando. El natural y espontáneo desenvolvimiento de la vida nacional, tal como lo incubó la Edad Media, quedó interrumpido. Para ser sinceros, diremos que no es sólo Marchena quien así opina; con más ó menos distingos y paliativos, no faltan quienes crean que muy distinta hubiera sido la vida de España (distinta por lo próspera) sin el advenimiento de Fernando é Isabel. Del mismo modo se ha preguntado también, en Francia, qué hubiera sido del país vecino sin el Renacimiento; es decir, qué hubiera dado de sí, en pleno desarrollo, la Edad Media, sin ingerimientos ni aportes de savia extraña...
Marchena, á seguida de la aseveración copiada, hace el retrato, en cuatro líneas, de los Reyes Católicos. No creemos que hayan sido muchos los que de esta manera áspera y cruel hayan pintado á dichos monarcas; por lo menos, de Isabel no se ha solido hablar así. De Fernando, sí; y lo que Marchena dice no es mas que un eco de la semblanza que Maquiavelo traza en Il Principe—capítulo XXI—de Fernando V de Aragón. Dejando á un lado este asunto, habría que exponer ahora los puntos de vista literarios de Marchena. Nos contentaremos con indicar algunos; aciertos son, á nuestro entender, sus opiniones sobre el teatro clásico, que el autor considera semillero de corrupción. Hoy, más que de inmoral—en muchos[Pg 271] ejemplos, que Marchena especifica—, lo calificaríamos de amoral. Acierto también es la crítica de los sainetes de don Ramón de la Cruz, que á nosotros también se nos antoja una de las cosas más desprovistas de observación, realidad y gracia que se han escrito en España. Acierto, finalmente, lo que sobre Quevedo escribe Marchena; Quevedo, soberano ingenio, pero que no caló más allá de la corteza social.
En resumen, y por lo que respecta al aspecto estético de la crítica de Marchena: algunos de los juicios del autor podrán ser erróneos ó injustos; otros, en cambio, ó han sido confirmados por los críticos posteriores, ó llevan camino de serlo. En todo caso, la obra de Marchena no puede ser desdeñada; en cuenta habrá de tomarla el historiador de las letras castellanas.
[Pg 273]
El popular editor inglés Tomás Nelson está publicando, en tomitos elegantes y baratos, las obras completas de Víctor Hugo. El último volumen puesto en las librerías es una colección de viajes que el poeta francés hizo por Francia, Bélgica, los Alpes y los Pirineos. Tiene interés para los españoles este volumen, porque se contienen en él, en la parte dedicada á los Pirineos, las impresiones de Víctor Hugo respecto á España. Víctor Hugo estuvo con su padre, el general Hugo, en nuestro país, cuando era un niño. No quedó de aquella mansión en España casi nada en la mente de Hugo; sin embargo, el poeta hacía vanagloria de su españolismo, preciaba de conocer nuestra lengua—lo cual no era cierto—, y en su obra, á lo largo de su fastuoso y espléndido escribir, ha ido esparciendo visiones grandiosas de España. Recuérdese, en la Leyenda de los siglos, su Romancero del Cid; Romancero en que nos ofrece un Rodrigo Díaz que, en resumidas cuentas, digamos la verdad, no es ni más ni menos veraz—siendo[Pg 274] tan bello—que el Cid imaginario y poético del primitivo Cantar, ó el Cid de los romances, ó el de Guillén de Castro, ó, modernamente, el de José María de Heredia, en sus Trofeos, ó el de Manuel Machado, nuestro poeta, en el breve y luminoso poema en que plastifica, amplifica y colorea una de las más hermosas escenas del centenario, venerable Cantar.
Víctor Hugo no sabía el castellano; de nuestra lengua sólo conocía leves rudimentos. Quien lo sabía muy bien y le fué muy útil al poeta en sus españolismos era su hermano Abel. Pero Víctor Hugo sentía un gran entusiasmo por España; él mismo—si no recordamos mal—se jactaba de ser un poeta español. En 1843 hizo un viaje á España el poeta; más concretamente pudiéramos decir que la excursión la hizo al país vasco. En Vasconia pasó Víctor Hugo el verano del citado año; su primera página sobre España está fechada en San Sebastián, el 28 de Julio. El autor de Ruy Blas fué desde Bayona derechamente á San Sebastián; desde allí trasladóse á Pasages y habitó una temporada no larga en Pasages la casa en que, por solicitud patriótica de Deroulede, se puso una lápida conmemorativa; de Pasages Víctor Hugo marchó á Pamplona; permaneció unos días en la capital de Navarra; hizo una excursión por la montaña, y regresó á Francia. Tal es el esquema de impresiones sobre España que en su libro nos ofrece Hugo; marcado queda el itinerario de su viaje por Vasconia.
¿Dónde paró Víctor Hugo á su llegada á San[Pg 275] Sebastián? En España—dice el poeta—hay muchas ventas, es decir, tabernas; algunas posadas, es decir, hospederías; muy pocas fondas, es decir, hoteles. El poeta trabuca aquí un poco las cosas, según su costumbre. Las ventas, desde luego, no son tabernas; son simplemente hosterías situadas fuera de poblado, en la campiña. En San Sebastián, en 1843, cuando estuvo Hugo en la ciudad, no había, según nos cuenta él, mas que una fonda á la española, la «fonda de Isabel», y un hotel á la francesa, «dirigido por un honrado y valiente hombre llamado Laffite». (Saludemos reverentemente, de pasada, á esta Isabel y á este Laffite, patriarcas de la industria hotelera que, andando los años, tanto auge, tanto esplendor había de alcanzar en San Sebastián.) Víctor Hugo venía en diligencia de Bayona á Donostia. Ya cerca de la ciudad, al llegar á lo alto de una colina, descúbrese de pronto el panorama urbano de San Sebastián. Con cuatro rasgos, á manera de grandes, airosos brochazos, traza el poeta lo que ven sus ojos en aquel momento: «Un promontorio á la derecha; un promontorio á la izquierda; dos golfos; un istmo en medio; una montaña en el mar; al pie de la montaña una ciudad. He aquí San Sebastián». Y, en efecto, nada más sintético ni más exacto. El aspecto de San Sebastián—añade el poeta—es el de una ciudad construída de nuevo, simétrica y cuadrada como un juego de damas. (No se olvide que estamos en 1843, y que lo que el poeta está contemplando es, en efecto, este tablerito de damas de la—ahora—ciudad vieja.)
[Pg 276]
Aposentado en San Sebastián, Víctor Hugo nos refiere diversas impresiones experimentadas por él en la ciudad; casi todas estas páginas están dedicadas á los lances de la guerra carlista. Continuamente daba el poeta grandes paseos por los aledaños de la ciudad; un día se alargó hasta un paraje en que el agua del mar, después de pasar por un freo ó angostura, se remansa en un ancho lago. Cautivóle la hermosura y placidez del sitio; admirándolo estaba, cuando le sacó de su arrobo una greguería estrepitosa de voces humanas. Paró en ella atención el poeta y vió una grey de mujeres que en la orilla del mar estaban apostadas y lanzaban gritos invitando al embarque en unos ligeros bateles. ¿Á quién se dirigían estas mujeres? De todas edades, trazas y pergeños las había entre ellas: ardimiento ponían en sus palabras, pero ninguna de ellas se movía ni avanzaba. Víctor Hugo derramó la vista en su torno; no había nadie allí mas que él; á él debían dirigirse estas nautas femeninas. Á él, en efecto, se dirigían. El poeta—documento precioso—nos ha conservado, en lengua castellana, las exhortaciones que le lanzaban. Eran éstas: «¡Señor francés, benga usted conmigo!—¡Conmigo, caballero!—Ben hombre, muy bonita soy!» El autor de Los Miserables tomó un batel y llegó á Pasages; dejamos aparte numerosos y pintorescos detalles de la narración. Encanto profundo produjo en el poeta esta villa de junto al agua. Las casas, desde el mar, eran sencillas, modestas, pobres; una vez en el pueblo, se veía que tales edificios tenían otra faz: una faz[Pg 277] noble, severa, con anchas puertas, berroqueños blasones, muros recios, fornidos. De sorpresa en sorpresa caminaba Hugo por las callejas de Pasages; su vista ponía con delectación en los escudos de las puertas, en los hierros forjados de los balcones, en las paredes renegridas noblemente por la pátina de los siglos. Á su vuelta á San Sebastián anunció su propósito de irse á vivir á Pasages. Su designio causó «un espanto general».
—¿Qué va usted á hacer allí, señor?—le preguntaron—. Aquello es un hoyo, un desierto, un país de salvajes. ¡No encontrará usted alojamiento!
—Me alojaré en la primera casa que encuentre—repuso el poeta—. Se encuentra siempre una casa, un cuarto, una cama.
—Pero las casas no tienen techo, ni puertas los cuartos, ni colchones las camas.
—Eso será interesante.
—¿Qué comerá usted?
—Lo que haya.
—No habrá mas que pan mohoso, sidra agria, aceite rancio y vino con sabor á pez.
—Pues comeré eso.
—¿Está usted decidido?
—Decidido.
—Hace usted lo que nadie hace aquí.
—¿De veras? Eso me seduce.
—¡Ir á dormir á Pasages! ¡No se ha visto nunca tal cosa!
El poeta partió hacia Pasages; la misma batelera que habíale servido la primera vez, le indicó una casa donde podría alojarse. Es la casa histórica[Pg 278] que hoy contemplamos—si somos artistas, si amamos la patria—con emoción. Víctor Hugo la describe minuciosamente en estas páginas; hasta un pequeño plano de ella, dibujado por él, nos ofrece. Allí vivió unos días feliz, tranquilo; la hija de su patrona se llamaba Pepita; la comida que le servían—por cinco francos diarios—era abundante, sana, gustosa. Le seducía al poeta morar en esta vieja casa, entre estos nobles muros; por las mañanas deambulaba por el pueblo, en requisitoria de rincones y recovecos poéticos, interesantes, históricos; á la tarde se marchaba hacia la montaña, peregrinaba largamente, se sentaba en una eminencia frente al inmenso mar. Cuando al anochecer retorna á la vieja casa consigna en las cuartillas sus impresiones. Trasladaremos una de estas rápidas anotaciones del poeta. Víctor Hugo ha subido á un escarpadísimo picacho; en su ascensión ha tenido, á ratos, que ir á gatas. Ya ha llegado á la cima. «Descubro un inmenso horizonte—escribe el poeta—. Todas las montañas hasta Roncesvalles. Todo el mar desde Bilbao á la izquierda; todo el mar desde Bayona á la derecha. Escribo estas líneas acodado sobre un bloque en forma de cresta de gallo que forma la arista suprema de la montaña. En esta roca han sido grabadas hondamente con un pico estas tres letras, á la izquierda: L. R. H., y estas dos á la derecha: V. H. En torno á esta roca hay una reducida meseta triangular cubierta de prados calcinados y rodeada de una especie de foso abarrancado. En una quiebra diviso una florecilla. La he cogido.»
[Pg 279]
¿Cuál es el lugar descrito aquí por Víctor Hugo? ¿Se conservará la inscripción de que el poeta habla, grabada en esa altísima roqueda? Lezo, Hernani, Tolosa ocupan también varias páginas en el libro de Hugo. El poeta ha dejado la vetusta casa de Pasages—en que tan serenas y claras horas ha pasado—y se ha dirigido hacia Pamplona. Durante el viaje ha podido ocurrir una catástrofe: la diligencia, parada en la carretera, allí en lo alto de un precipicio, ha comenzado á recular; ya una de las ruedas posteriores iba á llegar al borde del hondo barranco; entonces un mendigo que allí estaba ha puesto una gruesa piedra ante la rueda, y el cocherón se ha detenido. Si la diligencia se hubiera derrumbado por aquel abismo, y se hubiera matado Víctor Hugo—como era probable, verosímil—, á estas horas no podríamos leer muchas de sus hermosas obras; y todo esto hubiese sucedido—¡complicación sutil del sutil tejido de los hechos humanos!—si aquel mendigo que puso obstáculo con la piedra á la caída no hubiese estado allí. Á un mendigo vasco debe, pues, el Parnaso de Francia multitud de maravillosos poemas. Tenía entonces, en 1843, Víctor Hugo cuarenta y un años; hasta 1885 había de vivir produciendo, laborando infatigablemente.
En Pamplona mora Hugo unos días. Le encantan el claustro de la catedral, la ancha plaza con soportales, el panorama que se descubre desde el paseo de la Taconera. Corretea por las murallas y por las callejuelas. Se celebraba en aquellos días de Julio la feria. Hugo discurre entre los tipos de[Pg 280] campesinos y compra multitud de chucherías y baratijas: ligas con letreros, de Segovia; una caja de cerillas químicas de Hernani; pilillas de agua bendita, de Bilbao: un hacecillo de teas de Elizondo; papel de Tolosa; un cinturón ó garniel de cuero, de Panticosa; dos mantas de Pamplona, «que son de lana magnífica, de una manufactura recia y de un gusto exquisito». El libro del poeta—en lo que se refiere á España—termina con una excursión de Hugo á las montañas navarras, en donde el autor de las Orientales pasa un día ó dos viviendo en una choza.
¿Cuál debe ser nuestro juicio sobre estas páginas que Víctor Hugo dedica á España? Las impresiones del gran poeta no tienen la densidad é intensidad de las de Teófilo Gautier; son notas ligeras, rápidas. La más considerable es la referente á su estancia en Pasages. Pero Hugo, como Gautier y como, años antes, Próspero Merimée, han sabido encontrar en un rincón de España—descartando las inexactitudes en que hayan podido incurrir—un aspecto de honda y perdurable poesía. Y vosotros los artistas ó los que amáis el arte, contestad: ¿hay algo más real que la poesía? ¿Hay algo más definitivo?
[Pg 281]
El ideólogo á que nos referimos es don Ramón de la Sagra. Sobre La Sagra encontramos indicaciones biográficas en el Manual de biografía y bibliografía de los escritores españoles del siglo XIX, publicado por Ovilo y Otero en París, librería de Rosa y Bouret, en 1859. Como no nos proponemos hacer un trabajo biográfico de La Sagra, ni escribir un estudio crítico de sus obras, nos limitaremos á unas breves notas sobre su persona y sus libros. Nació La Sagra en 1798; fué varias veces diputado; figuró en las Cortes de 1854; desempeñó la cátedra de Botánica en la isla de Cuba; realizó numerosos viajes por Europa y América. Era La Sagra lo que hoy llamamos un «europeo». Profesó las más avanzadas ideas progresistas. «Hoy las ha modificado—escribe Ovilo—, lo cual le ha valido algunas censuras.» Los libros, folletos y publicaciones de distinta índole[Pg 282] que La Sagra dió á luz son innumerables. Según vemos en el Manual citado, existe un Tratado cronológico de los escritos de La Sagra; pero sólo abarca este tratado las publicaciones de 1822 á 1845. Muchas más deben de existir; con lo cual bien podemos imaginar que don Ramón de la Sagra ha sido uno de los escritores más prolíficos, fecundos y caudalosos que podemos imaginar.
Á La Sagra le interesaba todo y escribía de todo. Escribió sobre botánica, geografía, ciencia económica, sistemas penitenciarios, política, industria, agricultura. En el libro de Otero, al copiar éste un juicio de don Manuel Colmeiro sobre La Sagra, dice el autor: «El doctor Colmeiro que, como nosotros, no supone tanto mérito, tantos servicios, ni tanta ciencia en este laborioso é infatigable escritor...» Se deduce de estas palabras que La Sagra era, no un investigador original, sino simplemente un vulgarizador, un viajero y un lector que luego iba exponiendo en libros y en artículos lo que por el mundo había visto. Y juntamente con esto, no cabe, ni hay para qué negar, que La Sagra poseería un deseo sincero de mejoramiento social, de adelanto y de progreso respecto á España.
En resolución: La Sagra ha sido, con mayor ó menor originalidad y con mayor ó menor desinterés, un precursor de los hombres que, más tarde, hacia 1898, trabajaron en favor de una política de regeneración española. Hemos hablado de desinterés porque, registrando, tiempo atrás, periódicos de la época, hemos hallado ataques á empresas industriales[Pg 283] de La Sagra; y entre las obras citadas por Ovilo figura una Vindicación de una apreciación injusta de un proyecto de ley presentado á las Cortes Constituyentes el 14 de Diciembre de 1854, seguido de algunas reflexiones sobre el estado fisico y económico de España. No decimos nada ni en pro ni en contra de La Sagra; lo que queremos evitar es toda incauta apología. Hoy existen hombres que, vanagloriándose de las más modernas ideas y de los móviles más altruístas, se mezclan á empresas y gestiones que no merecen beneplácito. Si ahora pudiéramos contemplar á un escritor de 1960 escribiendo un artículo sobre estos hombres y desplegando en él la más candorosa pompa apologética, seguramente que, por lo menos, sonreiríamos.
Nos proponemos ahora tan sólo hablar de algunas originales ideas que nuestro autor expuso en un breve folleto. Se titula el opúsculo Aforismos sociales; lleva por subtítulo: Introducción á la ciencia social. En Madrid y en 1849 se publicó el librito, y en la portada se lee la siguiente indicación: «Edición hecha sobre la cuarta publicada en Bruselas en 1848». El ejemplar del folleto que poseemos va encuadernado en volumen juntamente con otro opúsculo de La Sagra escrito en francés y titulado Revolution économique: causes et moyens. Del mismo año del folleto español es este francés; en París se vendía en la librería de Capelle «et chez l’auteur, 27, rue Lamartine». Los Aforismos sociales resumen la ideología de La Sagra (como hoy otros aforismos, los publicados recientemente[Pg 284] por Gustavo Le Bon, resumen la política, la sociología y la psicología social de este escritor, también multiforme, abundante y diverso).
Las máximas que nos presenta La Sagra son en número de 300. En varios capítulos está dividida la obra.
En el primero se estudia el orden social antiguo; en el segundo, la emancipación del pensamiento; en el tercero, la sustitución de un nuevo principio de orden social; en el cuarto, el orden por la fuerza; en el quinto, la teoría del orden social racional; en el sexto y último, las condiciones y medios para la organización social racional. Un resumen y conclusiones cierran el folleto.
En el breve prólogo de la obra nos dice el autor que estos aforismos constituyen «parte de los teoremas» cuya demostración larga, minuciosa, equivaldría á hacer el estudio de la humanidad. La Sagra ha hecho cristalizar en ellos todo su pensamiento. Persigue también otro propósito: el de «impedir que la calumnia ó la ignorancia le coloquen en alguna de las escuelas en que se dividen las opiniones reinantes». La Sagra desea ser conocido «no tal cual le suponen, sino tal cual es»; es decir—añade el mismo La Sagra—, como «hombre observador y lógico». (Hombre observador y lógico no así como se quiera, impreso en el mismo tipo en que va impreso lo demás, sino estampado ostensiblemente, con versalitas: Hombre Observador y Lógico... Repasando los periódicos á que hemos aludido antes, periódicos de mil ochocientos cuarenta y tantos, tenemos bien presente el[Pg 285] haber visto que uno de ellos llamaba sabihondo, humorísticamente, á La Sagra.)
El autor, al publicar esta edición castellana de su libro, nos advierte también que el trabajo ha sido redactado pensando en otros pueblos; otros pueblos «más adelantados y, por consiguiente, más distantes de la época antigua». En esas naciones se hallan muy debilitadas las creencias individuales; hállase también la fe social «totalmente extinguida, es decir, enteramente eliminada de la legislación». Muy lejos de ese estado «fatal» nos hallamos nosotros los españoles; «pero—añade La Sagra—conduce á él la doctrina y la práctica del progreso». Esta última frase es altamente significativa. ¿Qué concepto del progreso va á exponernos La Sagra? Él, un hombre avanzado, moderno, científico, ¿va á lanzarnos por el camino de esas sugestionadoras paradojas que, hablando del progreso (del progreso y sus ilusiones) han proclamado también, bien mirados por los tradicionalistas, otros espíritus igualmente modernos y científicos de estos días? Sí, algo hay aquí, aparte de la antinomia de Comte, creador del positivismo y de una nueva religión; algo hay aquí de Sorel, de Le Bon y de otros...
Expongamos algunas de las ideas de don Ramón de La Sagra; nos limitamos sencillamente al papel de expositores. No presentaremos tampoco sistematizadas[Pg 286] las ideas del autor (para eso, léase el libro); indicaremos puntos de vista, consideraciones, observaciones. Vivimos—dice La Sagra—en un tiempo en que la opinión es quien reina y legisla. «El reinado de la opinión tiene por resultado la anarquía, porque la opinión es variable por esencia.» El sufragio universal es la consecuencia lógica de este régimen de opinión; pero, imperando las mayorías, ¿á quién podrán apelar las minorías? (No olvide el lector que estamos en 1849; la originalidad de estos juicios consiste precisamente en haberse formulado en esa época en que eran novísimos... y ahora también. No dejaremos, de cuando en cuando, de ir recordando la fecha de este librito.) «El sufragio universal, considerado como base del derecho, es, en realidad, la negación del derecho.» Con el sufragio universal, el derecho queda sometido á la fuerza: á la fuerza de la mayoría. Se somete el derecho á una voluntad general, universal, y de ella se le hace depender. No se tiene en cuenta que actualmente la humanidad no posee todavía «una voluntad racional é incontestable». Por eso todo voto es la expresión de un interés pasional.
Como no existe todavía una dirección racional en la sociedad, el voto del sufragio no puede adaptarse á esa orientación. «Se llama ley lo que resulta de la decisión de intereses más ó menos numerosos, ó de los que son bastante fuertes para hacerse admitir como generales.» Las pasiones, los intereses, las razones individuales fingen someterse á una supuesta voluntad general; esa voluntad[Pg 287] general, expresión del sufragio, flor de la democracia, no es mas que un agregado de voluntades unidas por un interés que les es común. Y esta artificiosa voluntad general se convierte en autoridad con el auxilio de la fuerza. «De consiguiente, bajo el imperio de las mayorías no reina el derecho fundado en la razón social y universalmente reconocida, sino la fuerza resultante del número ó de la intriga.»
El despotismo moderno se apoya en las mayorías; ese despotismo no es mas que fuerza privada del prestigio de la fe. «Hallándose fundada la autoridad moderna en la opinión, resulta contestable; y en una época de libre discusión es necesariamente contestada». La supremacía del número, como base de la autoridad, se halla en pugna con la razón; forzosamente la investigación moderna ha de discutirla y combatirla. En la esencia misma de este régimen de mayorías se encuentra el origen del espíritu revolucionario. El espíritu revolucionario, inseparable del régimen de mayorías, se manifiesta en actos ilegales ó legales. «En la revolución llamada legal domina el voto; en la revolucionaria domina la fuerza. Pero como en ambos casos son las pasiones las que dan el impulso, resulta que la fuerza da la victoria, suponiendo que tiene los votos en su apoyo.»
Faltando la unidad espiritual, psicológica, que antiguamente daba la religión al agregado social, y no habiendo sido esa orientación reemplazada por otra, la autoridad y el poder se hallan en quiebra. «En el día todo poder inspira desconfianza;[Pg 288] toda autoridad se pone en duda; todo mandato sugiere oposición.» La sumisión á la ley, al dictado jurídico, á la regla moral, supone que lo que se ordena ha de ser razonable, justo. «Pero ¿quién califica los actos como justos ó injustos? La opinión de cada individuo. Por consiguiente, las órdenes de la autoridad son calificables para la humanidad entera.» El desorden será permanente. El orden sólo se establecerá cuando quede determinado de un modo absoluto lo que la razón debe dictar y cuando cada ciudadano pueda conocerlo.
Lo que al presente se llama libertad no es mas que anarquía, desorden. Las sociedades libres son eminentemente anárquicas. «La causa, pues, del sentimiento revolucionario se halla en el principio mismo que sirve de base á la autoridad moderna.» «La sociedad antigua reposaba sobre la fe; la sociedad moderna reposa sobre la opinión, y la dominación por la opinión es esencialmente anárquica.» (Esta es una de las ideas fundamentales de La Sagra; él ve la sociedad antigua como formada toda de una pieza, compacta, solidaria, gracias al aglutinante, digámoslo así, de la unidad espiritual que proporcionaba la religión, y hoy ve, por el contrario, fraccionado en mil fragmentos el todo social, merced á la diversidad de opiniones que luchan, se oponen é imponen unas á otras. Queda, por encima de todo esto, el sufragio, la voluntad general; pero el sufragio es una ficción y no logra cohesionar las fuerzas sociales ni dar una dirección lógica y racional á la humanidad.) Escritores antiguos y modernos—continúa La Sagra—han[Pg 289] combatido el principio de las mayorías como base del derecho moderno. Sin embargo, sólo ese principio sobrevive á la muerte de la fe. «Esto procede de que hasta ahora no ha sido posible sustituir á la destruída autoridad de derecho divino más que la autoridad del número.»
Reina universalmente la anarquía: en el sistema industrial, en el intelectual, en el moral, en el social. La dominación por la riqueza ha reemplazado á la antigua dominación por el privilegio. «La antigua dominación era compensada por la revelación, que declaraba meritorios en otra vida los sufrimientos de los desgraciados explotados en ésta. La dominación moderna no da á la explotación que ejerce más motivo que la fuerza sin consuelo alguno.» El desorden y la incongruencia social irán siendo mayores de día en día. Ese progreso del mal llegará á hacer comunes á todas las clases los sufrimientos que ahora afligen á las masas proletarias. Se hará preciso buscar entonces el remedio á males que á nadie excluirán. El vínculo social que hoy falta sólo puede darlo la ciencia. (Esta es otra de las ideas fundamentales de La Sagra; de La Sagra, que escribe, repitámoslo, en 1849. Un año antes escribía Renán su libro El porvenir de la Ciencia: pensamientos de 1848, libro que no fué publicado hasta 1890.) «Hasta el día—añade La Sagra—la ciencia no ha llegado más que al período materialista, que es la negación del espiritualismo.»
«Para la humanidad—añade nuestro autor—no puede haber mas que dos géneros de existencia: ó[Pg 290] por la fe ó por la ciencia. El reinado social de la fe ha desaparecido; es preciso, pues, que el de la ciencia aparezca ó que la humanidad se extinga.» Nos hallamos á la hora presente en un estado de conturbación espiritual y de desorientación. No puede darse un período de más aguda crisis; en la historia de la humanidad no habrá acaso época tan angustiosa como ésta. «En resumen: el despotismo es imposible y la libertad es anárquica.» De este modo podemos caracterizar los tiempos que alcanzamos. Es decir, que el elemento necesario para la marcha (la libertad) es origen de perturbación y de desorden; y por otra parte, el factor que pudiera remediar y encauzar el mal (la autoridad) se ha hecho imposible. ¿Cómo resolver este formidable, trágico conflicto?
Tales son, sumariamente, las ideas de don Ramón de La Sagra. Sencillamente, somos expositores. Y lo somos porque para la historia del pensamiento español durante el siglo XIX nos parece interesante no olvidar á este divulgador de ideas, cualquiera que sea nuestra opinión sobre él. Un hombre que en 1849 ha proclamado la religión de la Ciencia: ése es La Sagra. La religión de la Ciencia como ideal para la humanidad, como socializadora de la humanidad. La fe en la Ciencia acabará con la anarquía producida por las opiniones diversas y pugnantes.
[Pg 291]
Pío Baroja acaba de publicar un nuevo libro; es este volumen de Baroja el primero de una serie de novelas históricas. Se titula El aprendiz de conspirador. El título genérico que llevarán estas novelas será el de Memorias de un hombre de acción. Digamos, ante todo, el motivo que Baroja ha tenido para emprender esta serie de obras novelables é históricas: entre los antecesores del novelista se encuentra un vasto andariego é inquieto, llamado Eugenio de Aviraneta; revolviendo Baroja papeles viejos, allá en los arcones y armarios familiares, encontróse con algunos documentos relativos á su antecesor; entróle curiosidad por conocer más datos referentes á Aviraneta; leyó libros de Historia; metióse en las bibliotecas y husmeó por los puestos de libros viejos; fué enfrascándose poco á poco en el estudio de una época; á la postre, nuestro Baroja—antihistórico y antirretórico—se encontró con un cúmulo tal de pormenores, particularidades y detalles, que fácilmente cayó en la tentación de entrarse, pluma en[Pg 292] ristre, por los campos lóbregos y falaces de la Historia.
Sin embargo, no se asusten los devotos del novelista; más adelante explicaremos cómo entiende Pío Baroja la Historia; afirmemos desde luego que nuestro autor no es un copiante servil de la realidad, no un amontonador de datos y fechas, no un frío hacinador de prolijos pormenores que á nadie pueden interesar. El aprendiz de conspirador palpita de vida, de pasión y de amenidad en todas sus páginas. La novela ha alcanzado ya á estas horas lisonjero éxito; se la elogia entre los literatos y se la han dedicado artículos fervorosos en los periódicos. Huelga decir que el libro está escrito en el estilo sobrio, escueto, limpio, que es peculiar en Pío Baroja; nada más lejos que Baroja de la prosa pseudocastiza, imitada de los clásicos del siglo XVII, artificiosa, sin verdad y sin realidad. Todo un mundo separa á las novelas escritas en este estilo (por ejemplo, la titulada Ave Maris stella, de Juan García) de las novelas de Baroja; nuestro novelista escribe para decir algo, y lo dice de la manera más rápida y exacta.
Se comienza á contar en la nueva novela la vida de un hombre de acción. Los hombres de acción han atraído siempre á Pío Baroja; él mismo se lamenta de no poder ser un hombre de acción. Pero el concepto que se tiene del hombre de acción—el que tiene Baroja—será preciso definirlo, con objeto de no exponernos á torcidas interpretaciones. Un hombre de acción—para nosotros—es Goethe; lo es también Spinoza; lo es Voltaire; lo[Pg 293] es Spencer; lo es Tolstoi. Todos son hombres que no han salido de las cuatro paredes de su estudio (como no salió tampoco Kant), pero que han removido un mundo, han hecho transformarse las sociedades (ellos, con auxilio de otros muchos), han creado nuevas visiones de las cosas, han troquelado flamantes, desconocidos valores intelectuales; han sido, en suma, excitantes y levaduras poderosas de la marcha humana. ¿Quién es más hombre de acción: Kant ó Garibaldi? ¿Quién: Spencer ó Hernán Cortés?
Mas Baroja, intelectual, removedor de prejuicios, impulsador—en más ó menos escala—de deseos y de iniciativas (todo ello acción), se encuentra seducido, hechizado por la otra acción: por las idas y venidas, el afanoso tráfago, las agitaciones populares, las empresas industriales, los largos viajes. De aquí que, desde su mesa de trabajo, cada vez que se sienta á escribir, ponga su pensamiento en aventureros, gentes errátiles, cabecillas, vagabundos, bohemios, hombres, en fin, que se mueven continuamente y que hacen cosas. Eugenio de Aviraneta—providencialmente descubierto en un armario viejo—ha venido á ser el símbolo supremo, la representación más alta—y, desde luego, ancestral—de la obra, las meditaciones, los anhelos y las esperanzas de Pío Baroja. Un volumen acaba de consagrarle el novelista; pero un volumen, ni dos, ni cuatro, es poco; de diez constará toda la vida de Aviraneta.
La obra que acaba de emprender Baroja, como toda obra henchida de intensa vida, será motivo[Pg 294] de comentarios y discusiones; se la comentará y se la discutirá (y las discusiones y comentarios han comenzado ya) por la concepción que el novelista expone en ella tanto de la vida como de la representación de la vida en el pasado; es decir, de la Historia. Aviraneta nació á fines del siglo XVIII; toda su vida fué una perenne agitación; se mezcló en las guerras civiles y tramó pintorescas conspiraciones.
Contemplemos desde lejos la vida de Aviraneta; ya con las 300 páginas que ahora nos da Baroja podemos comenzar á contemplarla. Primera observación que se nos ocurre hacer; Aviraneta no es ni liberal ni conservador; toma unas veces partido por los liberales y otras por los conservadores. Aviraneta no es una línea recta; su vivir ondula, se tuerce en un complicado zig-zag. Y, sin embargo—atajemos el pensamiento del lector—, sin embargo, Aviraneta no es un vividor, un logrero, un negociante turbio (lo que ahora son muchos políticos españoles); Aviraneta no es tampoco un inconsciente, un ingenuo. ¿Cómo clasificar esta vida sinuosa? ¿De qué manera encasillar á este hombre que, apenas nacido á la literatura, ya comienza á inquietarnos y preocuparnos? No existen casilleros para los hombres como Eugenio de Aviraneta; evoluciona este personaje por encima de los valores conocidos; obra independientemente de la tradición sancionada. ¿Es un enamorado de la fuerza por la fuerza? ¿Un dominador pre-nietzschano? ¿Un hombre que, secuaz de Maquiavelo, lector de Il Principe, no repara en medios (zarpazo[Pg 295] de león ó artimaña de vulpeja) para llegar al fin que se propone: no su engrandecimiento—según el falso maquiavelismo—, sino el engrandecimiento de la patria—según el verdadero maquiavelismo? ¿Es un superhombre—como diría Nietzsche, ó un serpihombre—como diría Gracián? Es realmente Aviraneta—por lo que comenzamos á ver—un hombre superior, fuera de la medida ordinaria; pero su superioridad, tan lejana del sentir medio de la masa, nos inquieta y nos hace reflexionar. El espectáculo del mundo no es para Aviraneta lo que para la mayoría de los hombres; su representación de la realidad es distinta. Siendo la representación diversa, diversa ha de ser también la moral. Aviraneta no es ni moral ni inmoral. De amoral estamos tentados de calificarle; por lo menos, seguidor de una moral que no acopla con nuestra moral; una moral que principiamos á entrever en este primer volumen de su vida y que quizá cuando se publiquen los restantes podremos comprender y definir. Para entonces aplazamos nuestro juicio sobre el asunto.
Vengamos á la concepción histórica de Baroja. Alfredo de Vigny ha sentado, en el célebre prólogo á su novela Cinq-Mars, una teoría capital respecto de la Historia. En síntesis, para Vigny, la verdad del arte es más verdadera que la verdad real. «El espíritu humano—escribe Vigny—no parece preocuparse de lo verdadero mas que en cuanto al carácter general de una época; lo que sobre todo le importa es la masa de los acontecimientos y los grandes pasos de la humanidad que arrastran[Pg 296] á los individuos.» «Pero indiferente en los detalles—añade el autor—, el espíritu humano no los ama tanto reales cuanto bellos, ó grandes y completos.» Es decir, que dada la realidad histórica, á grandes pinceladas, de una época, luego, sobre ese fondo de autenticidad, el artista, el gran artista, puede dar á los personajes que en realidad existieron una vida distinta de la que tuvieron, pero más intensa, más bella, más verdadera que la auténtica. Sirvan de ejemplos el Cid creado por el desconocido poeta del Cantar, ó el Felipe II, de Schiller, de Alfieri y del moderno Verhaeren. Será inútil, completamente inútil que protestemos; serán ineficaces cuantas refutaciones cuajadas de datos hagamos. La creación artística vivirá perdurablemente, con luminosidad inextinguible, por encima de la menguada rastrera realidad. Ante la sucesión de los siglos se mantendrá incólume, tal como la ha creado el poeta alemán, la figura del monarca de El Escorial; ante el tiempo, sin conmoverse, subsistirá la imagen de Rodrigo Díaz que el ignorado vate ha estampado en su Poema.
La realidad que busca Pío Baroja en la serie de sus novelas históricas es la realidad viva y palpitante que crea el arte. Sobre un lienzo de realidad histórica Baroja construye sus figuras. ¿Qué importan detalles más ó menos? Lo que importa es la vida. Y las creaciones de Pío Baroja se mueven, hablan, sienten, gesticulan, se apasionan, ríen, plañen, llegan á nuestro corazón é inquietan nuestro espíritu.
[Pg 297]
Aranjuez en otoño tiene un encanto que no tiene (ó que tiene de otro modo) en los días claros y espléndidos de la primavera. Las largas avenidas, desiertas, muestran su fronda amarillenta, áurea. Caen lentamente las hojas; un tapiz muelle cubre el suelo; entre los claros del ramaje se columbra el pasar de las nubes. En los días opacos el amarillo del follaje concierta—melancólicamente—con el color plomizo, ceniciento, del cielo. Y si el viento, á intervalos, mueve las ramas de los árboles y lleva las hojas de un lado para otro, la sensación del otoño—tristeza, anhelo infinito—es completa en estos parajes, entre estos árboles, á lo largo de estas seculares avenidas, solos, rodeados de silencio; y nuestro espíritu se siente sobrecogido, sin saber qué esperar y sin poder concretar su inquietud. Un tren silba á lo lejos y pasa rápido, allá en la lontananza, por el extremo de una alameda...
Aranjuez encierra recuerdos literarios y políticos de diverso orden. Viajeros ilustres que han[Pg 298] visitado en distintas épocas Madrid, han llegado luego hasta las frondas de Aranjuez. Aranjuez, más ó tanto como Madrid, ha sido, desde este punto de vista intelectual, el contraste de Europa con España, con su historia, con su paisaje y con su raza. Aranjuez es una creación, no del pueblo, de la masa, sino de lo más selecto de España; lo más elevado socialmente ha podido aquí, materialmente, exteriorizarse. Alrededor de Aranjuez se extiende el campo manchego, el campo uniforme, gris, triste, pobre, el campo con sus pueblecillos, sus cortijos, sus labores someras y escasas. Si Aranjuez representa la exteriorización—en los jardines y en el palacio—de lo selecto español, esta campiña es la expresión de lo popular de España. Por lo tanto, quienes después de pasar por Madrid llegaban á Aranjuez desde los países extranjeros, era aquí donde realmente ponían en contacto su espíritu moldeado en otros medios con lo refinado español. Ningún elemento extraño estorbaba esta comunicación espiritual; en Aranjuez, como en El Escorial, como en Sevilla, el choque del resto de Europa con lo genuino de España podía perfectamente verificarse.
Saint-Simón es uno de los viajeros que nos han dejado sus impresiones de Aranjuez. Vino á nuestro país Saint-Simón en 1721; precisamente en el otoño fué cuando el aristócrata francés visitó el indicado Real Sitio. ¿Qué impresión le causó Aranjuez, con los campos manchegos que le rodean, á este hombre que venía de Versalles, que traía los ojos empapados con los espléndidos jardines de Le[Pg 299] Nôtre, que vivía en el ambiente espiritual formado por Descartes, Molière, La Bruyère, Pascal? ¿Cómo un cerebro plasmado sobre el orden, la lógica, la simetría, la tradición ordenada y coherente, sintió este medio nuestro? La visión que Saint-Simón nos da de España es de las más originales, profundas y fuertes; este hombre, habituado á la temperatura moral más alta que entonces había en Europa; este hombre fino y agudo, no se dejó sorprender por la impresión primera; en sus juicios, semblanzas y escenas llega, casi siempre, al fondo de las cosas. Un detalle hay en su pintura de Aranjuez que es altamente significativo. Saint-Simón nos dice que, acostumbrado á los jardines de Le Nôtre, no podía menos de encontrar en los de Aranjuez bien du petit et du colifichet. Hemos preferido dejar la frase en su original. ¿Cómo traduciríamos la palabra colifichet aplicada á los jardines de Aranjuez? (Dos colifichets clásicos é ilustres hemos encontrado á lo largo de nuestras lecturas; clásicos é ilustres porque están usados en dos obras capitales de la literatura francesa. Uno lo usa Molière en El Misántropo—acto I, escena II—, cuando Alcestes habla de los versos artificiosos, pulidos, rebuscados, de Oronte. Otro lo emplea Balzac en Eugenia Grandet, al enumerar las fruslerías, perendengues y dijes que se lleva de París á provincias el primo de la protagonista, joven elegante y apuesto.) Saint-Simón añade: «Pero el conjunto resulta algo encantador y sorprendente en Castilla, á causa de la densidad de las sombras y de la frescura de las aguas».
[Pg 300]
El detalle á que aludíamos antes lo da el autor en una observación que hace á continuación. «Me chocó mucho—escribe—un molino sobre el Tajo, á menos de cien pasos del Palacio; un molino que corta el curso del río y que produce un ruido que se oye de todas partes.» Ya está aquí, junto á una expresión de sociabilidad, de civilización (los jardines de Aranjuez), el pormenor revelador de la incuria tradicional, de la insensibilidad histórica. Por una parte, estos jardines nos hacen pensar en una obra—más ó menos perfecta—de coherencia, de afinamiento espiritual; por otra, este molino estruendoso que afea el paisaje y molesta continuamente con su estrépito, nos demuestra que existe una laguna en la sensibilidad creadora de estos parques. (Análogamente, los enormes y toscos carromatos que discurren por las calles de Madrid, con sus reatas de mulas y con sus violentos, coléricos y blasfemadores carreteros; esos carros que pasan ante las tiendas modernas, lujosas, y sobre los cuales, de noche, caen los resplandores de los arcos voltaicos; esos carros son otra incongruencia de la sensibilidad española. Se podrían citar numerosos ejemplos.) Saint-Simón no podía explicarse la existencia de este molino sobre el Tajo. Descartes con su Discurso del método, y Racine con sus tragedias, y La Fontaine con sus fábulas (todos creadores de una sensibilidad) habían hecho que, andando el tiempo, él, Saint-Simón, no pudiera comprender esta aceña de nuestro Real Sitio.
Le preocupaba el tal molino al aristócrata francés.[Pg 301] Vuelto á Madrid, Saint-Simón se apresuró á hablar del asunto al rey. «Hablé del molino y me mostré sorprendido de cómo se le toleraba tan cerca del palacio, en sitio en que su vista, que interrumpía la vista del Tajo, y más todavía su ruido, eran tan desagradables que un particular no lo toleraría.» Veamos cuál es la actitud del rey, es decir, de la representación más alta—oficialmente—de la sensibilidad española. «Esta franqueza mía—añade Saint-Simón—desagradó al rey, el cual me contestó que el molino había estado siempre allí...» Detengámonos un momento, hagamos resaltar la frase que sigue: «... había estado siempre allí, y que allí no hacía ningún daño». Se ha verificado el choque de las modalidades de sensibilidad; un detalle, una pequeñez, una fruslería, si queréis, pero detalle de una alta significación. Saint-Simón, ante las palabras del monarca, siente instantáneamente la capital diferenciación. Je me jetai promptement sur d’autres choses agréables d’Aranjuez... Y nada más.
Más tarde pasó por Aranjuez otro gran observador de hombres y de cosas: el caballero Casanova de Seingalt. En Aranjuez moró una temporada Casanova. En estas mismas páginas dedicadas al Real Sitio habla el autor de su «deseo de observar los hombres y de hacerles hablar sobre el motivo de sus acciones». (¿Es de Casanova ó de Stendhal esta frase?) Paraba Casanova en la casa de un empleado de palacio. «Desde las ventanas—escribe el autor—yo veía á su majestad partir todas las mañanas para la caza y volver luego[Pg 302] agotado por la fatiga.» Unas páginas siguen en que Casanova muestra, al hablar del rey, su visión diferencial de España. No nos detendremos en ella; nos falta el espacio; esta parte de las Memorias de Casanova—la dedicada á España—es sumamente interesante para los lectores españoles. Á notar: un prodigioso, maravilloso retrato de mujer (la señora Nina). Á notar: las siguientes profundas palabras, que sólo un gran observador pudo escribir: «¿Quién duda de que España necesita una regeneración, que no puede ser sino el resultado de una invasión extranjera, ella sola capaz de reanimar en el corazón de todo español ese hogar de patriotismo y de emulación que amenaza extinguirse en absoluto?» (La invasión se produjo años más tarde; soberbia explosión de patriotismo hubo también, en efecto; pero...) «Si España—sigue Casanova—recobra alguna vez su puesto en la gran familia europea, mucho tememos por ella que no sea sino á costa de una terrible conmoción. Sólo el rayo puede despertar esos espíritus de bronce.» (Costa, Macías Picavea, ¿no era esto lo que vosotros decíais un siglo más tarde?)
Chateaubriand pasó también por Aranjuez. Encontramos la referencia en sus Memorias de ultratumba. La parte en esa obra consagrada á España fué traducida, en 1839, con el título de El Congreso de Verona (Madrid, «imprenta que fué de Fuentenebro»), por don Cayetano Cortés, el mismo que escribió un agridulce estudio de Larra que todavía figura al frente de algunas ediciones—la[Pg 303] de Montaner, por ejemplo—de las obras del satírico. «Un día—escribe Chateaubriand—nos paseábamos, en 1807, á orillas del Tajo, en los jardines de Aranjuez, y vimos venir á Fernando á caballo y acompañado de don Carlos. ¡Cuán ajeno estaba entonces de prever que aquel peregrino de Tierra Santa contribuiría en algún tiempo á restituirle la corona!» Nada más sugestivo que este encuentro del hombre que había de renovar toda la sensibilidad literaria moderna y de Carlos IV y su hijo Fernando. Nada más antitético que estas dos representaciones humanas, símbolos de dos grandes y opuestas modalidades sociales...
... Aranjuez, Aranjuez: en los días grises, velados, del otoño, cuando paseamos por las desiertas alamedas, una vaga tristeza invade nuestro espíritu. ¿En qué pensamos? ¿Qué tememos? ¿Qué esperamos? ¿Ponemos nuestro anhelo en un perfeccionamiento de la sensibilidad española; un perfeccionamiento que haga desaparecer tantas cosas, que haga surgir otras? Las hojas caen; á lo lejos suena el agudo silbido de un tren.
[Pg 305]
Solicitado el autor para que enviase artículos á un periódico de la Habana—el Diario de la Marina—inauguró su colaboración con el siguiente trabajo (12 Septiembre 1913):
LA GUERRA
Un viejecito—simbólico—está viajando por España. Tiene este viejecito una larga barba que le llega hasta las rodillas y unos ojos claros, azules. Es chico: como un gnomo. Lleva en su mano un cayado con regatón de hierro. Cuenta con muchos, muchos, muchos años. Allá en las pretericiones de la Historia conoció á los primitivos pobladores de España; luego anduvo entre los godos; más tarde estuvo con los alarbes; después, durante la Edad Media, presenció cómo construían las catedrales y cómo en unos talleres angostos imprimían los primeros libros. Ha departido este viejecito con Mariana; ha platicado con Saavedra Fajardo; ha visto pensativo y angustiado á Cervantes; ha observado, desde lejos, el último paseo de Larra[Pg 306] por Recoletos el mismo día de su muerte... Nuestro viejecito—con su luenga barba y su bastón herrado—camina sin parar por la patria española. En el Norte ha subido á las verdes montañas y ha descansado, junto á los claros riachuelos, en lo hondo de los sosegados valles. Ha preguntado á labriegos y á oficiales de mano. Una paz dulce reina en las tierras españolas del Norte; lo cantan así los poetas y los literatos. Pero por debajo de esa paz tradicional, nuestro viajero ve la intranquilidad y la penuria del labriego. No falta el agua del cielo, que fecunda los campos; mas la vida es pobre, limitada, y ya algunos morbos terribles de la civilización moderna van entrando, poco á poco, en el hogar milenario, y van, poco á poco, corroyendo y aniquilando esa dulzura que loan los poetas. En ninguna región de España hace tantas devastaciones el alcoholismo como en Guipúzcoa. El alcoholismo trae como secuela fatal é inevitable la tuberculosis. Diezma la tuberculosis los habitantes de esa hermosa región de España. El cuadro que nos presentan las estadísticas es verdaderamente aterrador. ¿Quién creería que esta paz, que esta serenidad, que esta poética dulzura encubre los estragos verdaderamente extraordinarios, hórridos, del alcoholismo y de la tisis?
De las provincias vascas, el viejecito de los ojos azules pasa á Castilla. Atrás han quedado las verdes pomaradas; atrás los suaves praderíos, con los puntitos rojos de las techumbres de las casas, colgadas allá arriba en la altura; atrás los claros, silenciosos[Pg 307] regatos que se deslizan entre las anchas y resbaladizas lajas. Ya la estepa castellana abre su horizonte ilimitado; antes la mirada no podía extenderse más allá de un punto próximo; ahora se dilata por la inmensidad gris, rojiza, amarillenta. Ya no hay bosques de árboles; si acaso, algún macizo de álamos gráciles, tremulantes, se yergue á la vera de un riachuelo. La tierra de sembradura produce poco; no se la beneficia toda á la vez y todos los años. Se la divide en dos, tres ó más hojas, y en cada añada una sola de estas tres suertes ó tranzoneras es la que produce el grano. Son breves y superficiales las labores; aún el labriego rige la mancera del milenario arado romano.
Tan poco produce la tierra, que apenas tiene el labrador para pagar el canon del arriendo, los pechos del fisco y los intereses de los préstamos usurarios. Todo el día, desde que quiebra el alba hasta que el sol se pone, el labrador permanece inclinado sobre su bancal. Los fríos le atarazan; los ardores del sol le tuestan en el verano. No hay leña en su vivienda para calentarse en el invierno. No prueba la carne en sus yantares mas que una ó dos veces al año (cuando la prueba). Largas sequías dejan exhaustos de humedad los campos; en tanto que la sementera se malogra ó que los tiernos alcaceles se agostan, allí á dos pasos, corre el agua de los ríos por los hondos álveos hacia el mar, inaprovechada, baldía. No hay piedad para el labriego castellano, ni en el usurero que presta al ciento por ciento, ni en el Estado que agobia con[Pg 308] su tributación, ni en el político que se expande en discursos grandilocuentes y vanos. Castilla se nos aparece pobre y desierta. No llegarán á treinta los habitantes por kilómetro cuadrado. Incómodos y escasos son los caminos. En insalubres y desabrigadas casas moran sus gentes. Leguas y leguas recorremos sin encontrar en la triste paramera ni un árbol...
Nuestro viajero deja Castilla y entra en Levante. Levante se abre ante la vista del viandante con sus colinas suaves, sus llanos de viñedos y sus pinares olorosos. En los pueblecillos, los huertos se destacan en los aledaños con sus laureles, sus adelfas y sus granados. El aire es tibio y transparente; en la lejanía espejea el mar de intenso azul. Pero el labrador de Levante se siente oprimido—como el de Castilla—por los múltiples males que le deparan el Estado y la Naturaleza. Tan frugal es este cultivador de la tierra como el cultivador castellano. No prueba jamás la carne; legumbres y verduras constituyen su ordinaria alimentación. La tierra rinde poco; la filoxera ha devastado la mayoría de los viñedos. El vino ha llegado á una suma depreciación. De las campiñas y de los pueblos emigran á bandadas los labriegos y los artesanos; emigran también de Galicia, de Castilla y de Andalucía. Ahoga asimismo la usura á los pequeños propietarios; han de malvender éstos sus casas y sus predios para pagar al usurero. Los malos años, las sequías, las plagas del campo, hacen que el número de jornaleros empleados en el beneficio de la tierra disminuya; en las viviendas pobres—los[Pg 309] que no emigran—pasan los días inactivos, sin pan, viendo en la miseria más cruel á sus mujeres y á sus hijos.
Continúa nuestro viejecito su camino á través de España. Ahora ha llegado á Andalucía. Sierras abruptas, como las de Córdoba y las de Ronda, nos muestra la Naturaleza. Llanos grises y uniformes, como los de Sevilla, se extienden ante la mirada. La frugalidad en los trabajadores agrarios llega á su colmo en la tierra andaluza; una jornada de trabajo produce apenas para comprar un poco de pan y una escasa porción de aceite. Escuálidos, exangües vemos á los labriegos; con andrajos cubren sus carnes; á centenares abandonan la patria española. Y en tanto que se alejan de los campos que los vieron nacer, en esos mismos campos permanecen incultos, yermos, pertenecientes á unas pocas manos, leguas y leguas de terreno.
¡Ah, viejecito de la barba luenga y de los ojos azules! ¡Ah, viejecito milenario, que tantas cosas has visto á lo largo de la historia de España! La alborada de una nueva vida floreciente y renaciente, el deseo formidable é íntimo de ser mejores no es todavía sino un rudimento en los pechos de unos pocos españoles. Ahora, sobre las calamidades tradicionales, centenarias, de la rutina, la ignorancia, la pobreza, se añade la guerra. Una guerra devasta nuestra Hacienda y deja exhaustos de brazos los campos y los talleres. Nuevos auxilios se le piden al labrador, al industrial, al artesano, al pequeño propietario, todos abrumados y angustiados por la usura, el fisco y las malas cosechas.[Pg 310] Una tremenda causa de despoblación se agrega á las ya existentes: las ya existentes, que hacen que se camine durante horas por las llanuras de Castilla sin encontrar un ser humano. No hay escuelas, no hay caminos, no hay árboles, no hay hombres. El viejecito de la barba larga se ha sentado en la cima de una montaña. Desde la altura se divisaba un vasto panorama de oteros y de valles; en ese paisaje estaba retratada en compendio la patria española. Nuestro viajero ha pensado: «España: discursos, toros, guerra, fiestas, protestas de patriotismo, exaltaciones líricas». Y ha pensado también: «España: muchedumbre de labriegos resignados y buenos, emigración, hogares sin pan y sin lumbre, tierras esquilmadas y secas, anhelo noble en unos pocos espíritus de una vida de paz, de trabajo y de justicia».
El anterior artículo motivó vivas protestas en algunos diarios de la Habana; hemos procurado indagar el motivo que estos periódicos pudieran tener para sus destemplanzas. Nos han dicho que estos periódicos defienden á España. No lo entendemos. No fué esto sólo: multitud de cartas llegaron á nuestras manos, en que se protestaba también enérgicamente de nuestro artículo. Dimos de lado á protestas periodísticas y á protestas postales y escribimos—continuando nuestra colaboración—el artículo que transcribimos:
UN EXTRANJERO EN ESPAÑA
Cuando escribimos estas líneas, Madrid se prepara á recibir la visita del jefe del Estado francés...[Pg 311] Imaginemos una inocente fantasía. Un francés, un buen francés que tenga un poco—aunque no sea mas que un poco—de la finura crítica de un Sainte-Beuve, del colorismo de un Gautier, de la escrupulosidad de un Flaubert (¿queréis más?), ha releído una de las Orientales del gran Hugo y se dispone á visitar á España. Hugo, en esa poesía titulada Granada hace un compendio de su visión de la tierra española. Las principales ciudades de nuestro país va enumerando el poeta. Jaén tiene «su palacio gótico con torrecillas extrañas». Segovia posee «el altar cuyas gradas besamos» y además «el acueducto con sus tres hileras de arcos». (No son mas que dos, querido y glorioso poeta). Barcelona «en lo alto de una columna, eleva un faro al mar.» Alicante «mezcla á los campanarios los alminares». (¿Dónde están los alminares de Alicante?) Valencia cuenta «con los campanarios de sus trescientas iglesias.» «Salamanca se duerme, «al son de las mandolinas» y se despierta á los gritos de los escolares. Á Medina del Campo no le quedan mas «que sus sicomoros; sus puertas las hicieron los romanos y sus acueductos los moros»...
Saint-Simón, Beaumarchais, Hugo, Gautier, Merimée marcan la línea de la observación francesa respecto á España. Estos son los grandes espíritus que de nosotros han sabido ver algo personal, intenso, original. Conoce nuestro francés—el que hemos imaginado—toda esta literatura hispanizante de sus compatriotas. Conoce también—un poco—nuestros autores clásicos. Cuando se pone[Pg 312] en el tren, su imaginación va preparada para recibir el espíritu de España. (La «canción de España», diría Barrès, que es el último de los románticos franceses; romántico en una lengua clásica, densa, límpida y fresca). El país vasco de España es idéntico al país vasco de Francia: el mismo cielo bajo y sedante, las mismas praderías verdes y suaves, la misma lejanía cerrada por la montaña y por la bruma. Los franceses—tal Hugo—que ya ven, desde Fuenterrabía, el paisaje de España, la reverberación de la luz vivaz, el colorido espléndido, se precipitan un poco. Esperad un momento, buenos amigos. Cuando se llega á Vitoria, ya el paisaje ha cambiado. Es la llanura alavesa un feliz eclecticismo del paisaje vasco y del incipiente panorama castellano. Los horizontes se descubren más dilatados y la luminosidad del cielo es más brillante.
El tren—ó el automóvil—avanza. Ya en tierra de Burgos, el paisaje ha cambiado. El aire es más puro y sutil; las llanuras comienzan. Nada más violento, más brusco, que este contraste entre el terreno desolado, yermo, seco, uniforme de Castilla y el verde y ondulado campo francés. Nada más distante de aquellos ríos plácidos y anchos, que estos ríos hondos, angostos y turbulentos. Nada más lejos de aquellos pueblecillos que se sospechan á lo lejos escondidos entre la fronda, que estos otros pueblecillos que se destacan en lo remoto del horizonte, con silueta enérgica, recortados fuertemente en el cielo radiante. ¿Á dónde iremos á parar en nuestra peregrinación por España?[Pg 313] ¿Cuál ha de ser nuestro primer contacto serio, íntimo, con esta tierra de aspereza, de luminosidad y de aire vivo? No iremos á Madrid; un hotel de Madrid—poco más ó menos—es como un hotel de cualquier otra capital. No iremos á una ciudad populosa de provincias; las ciudades populosas se van uniformando sobre un mismo patrón y con un mismo aire. El tren ha llegado á la estación de una pequeña ciudad. Detengámonos aquí.
Un ómnibus nos lleva hasta la lejana población; este coche tiene los cristales rotos, ó por lo menos, chiquitos, sucios; cuando anda hace un ruido sonoro de tablas, de hierros, de desvencijamiento; si es de noche, un farolillo colocado en lo interior humea apestosamente. Avanzamos por las callejas del pueblo. En la fondita nos hacen subir al piso alto; recorremos varios pasillos (en que hay ladrillos sueltos que se mueven sonoramente al poner el pie encima); al fin nos abren un cuartito del que se exhala un fuerte olor á vaho, á humo de tabaco, tal vez á yodoformo. Nos acomodamos en él. ¿Qué remedio nos queda? Ya en nuestro interior nos sentimos vivamente contrariados. «No vale la pena—pensamos—de hacer este viaje; en España no se puede viajar; no existen comodidades; los españoles—¡los pobres!—están muy atrasados.» Nos disponemos á salir á la calle; al pasar por uno de los corredores de la fondita nos asomamos á una ventana. El panorama que entonces descubrimos nos deja profundamente pensativos. Es una perspectiva de tejadillos, de paredones vetustos; entre la grisura de las edificaciones columbramos[Pg 314] unos cipreses que yerguen sus cimas puntiagudas y negras. ¿De dónde salen esos cipreses? ¿Del patio de un convento de monjas? Al final, más allá de las últimas edificaciones de la ciudad, se destaca la larga pincelada de una sierra azul, y si es en invierno, con los picachos blancos. Hay una serenidad profunda, inefable, en el ambiente; forman una delicada armonía los cipreses rígidos, el cielo azul límpido, los viejos seculares paredones y la remota mancha de la montaña. Y en el silencio, intenso, denso, diríase que el tiempo, en su correr eterno, se ha detenido. ¿Cómo verá un extranjero todo esto? Es decir, ¿cómo sentirá un hombre, no habiendo nacido en España, la unión suprema é inexpresable de este paisaje con la raza, con la historia, con el arte, con la literatura de nuestra tierra?
En nuestros paseos por la ciudad vamos recorriendo las callejuelas, entramos en la iglesia, nos asomamos á los viejos caserones. Hemos necesitado un libro; hemos entrado en una tiendecilla; en el escaparate, polvoriento, había unas estampas religiosas, artículos de escribir y unos libros. En la tiendecilla no tienen ningún libro que hable de la ciudad; no se lee nada en el pueblo; nadie pide ningún libro; el librero no sabe tampoco nada de nada. (Poco más ó menos le ocurre lo mismo á los libreros de las grandes ciudades.) Volvemos á pensar, entristecidos, en la pobre España; va nuestra ira irreprimible contra los que no aman á España, contra los que no la conocen, ni quieren conocerla, ni, enfrascados en concupiscencias y equívocos[Pg 315] manejos, ni buscan ni procuran su bien. Pero, llegados junto al río, en las afueras de la población, este panorama tan noble en su austeridad, tan elegantemente severo, nos aplaca y hace olvidar el enojo íntimo que antes nos desazonaba.
En la fondita, cuando vamos á comer, comenzamos á entrar otra vez en desasosiego. El yantar es mediocre; toleramos esto. Pero ¿por qué no ha de ser limpio? En todas las fonditas españolas (ó en casi todas) los tenedores tienen entre los intersticios manchas amarillentas de huevo. ¿Por qué estas indefectibles manchas de los tenedores de todas ó casi todas las fonditas españolas? Un momento después, en nuestro cuarto, tenemos entre las manos las poesías de fray Luis, ó el Quijote, ó La Celestina, ó El Conde Lucanor. Nuestro ánimo ha vuelto á serenarse. Hemos contemplado durante el día el paisaje de Castilla, el cielo, las ringleras de gráciles álamos, el río y los oteros, la llanura amarillenta, las humaredas que se disuelven lejanamente en el aire, las remotas montañas. Nuestro espíritu ha vibrado hondamente frente á la vieja tierra. ¡Cuántas alegrías, cuántos dolores, cuántas esperanzas, cuántas decepciones han pasado por esta tierra durante siglos, á través de los años y de los años, á lo largo de las generaciones! Y todas estas exaltaciones y estas angustias de la larga cadena de nuestros antecesores, han venido á crear en nosotros, artistas, esta sensibilidad que hace que nos conmovamos ante el paisaje y que sintamos—ligada á él—esta página de Cervantes ó esta rima de fray Luis. ¿Cómo un extranjero sentirá[Pg 316] esto? ¿Cómo, aun el mismo Barrès, que esto siente en su Lorena, podrá sentirlo en la castellana Ávila, á la vista del panorama? Y ¿de qué manera un extranjero pasará por encima de la desapacibilidad de la fondita, del desabrimiento de los yantares, de la falta de libros, de la parcial incultura—que nosotros mismos lamentamos—, para ver tan sólo, suprema visión de arte, esta belleza de un paisaje concordado íntima y espiritualmente con una raza y una literatura; para ver la exacta é inefable relación que existe entre la grave prosa castellana y ese macizo de álamos que se levantan esbeltos en el declive de un recuesto austero y limpio?
El anterior artículo no fué publicado. Se nos devolvió en pruebas. Comenzábamos á comprender que el patriotismo es un cristal á través del cual se ve el paisaje de diverso modo. El patriotismo de un pueblo no es igual al patriotismo de otro país. Cambia el concepto del patriotismo según las mil circunstancias del agregado social. Queremos ser escrupulosos al hablar de esta delicada materia. Indudablemente, en Cuba la guerra colonial ha dejado un cierto sedimento afectivo, sentimental; no podrán los españoles residentes allí escuchar—ó leer—una crítica de las cosas de España con la ecuanimidad—relativa—con que aquí las escuchamos ó leemos. Además, y aparte de esto, lejos, muy lejos de la patria columbramos las cosas de ella con otra luz con que las vemos desde la propia casa. Desde la lejanía, el anhelo sentimental sufre menos, mucho menos la crítica; la crítica, desde luego, justa, lógica, exacta, y, por lo tanto, patriótica, alta, profunda, bienhechoramente patriótica.
[Pg 317]
Pero ¿era tan terrible el anterior artículo transcrito? ¿Era tan terrible que un gran periódico no se atreviese á publicarlo? Creemos todo lo contrario; creemos que ese artículo está henchido de amor, de dulce simpatía para las cosas de España. En la carta que acompañaba á su devolución se nos pedía que habláramos de otro modo de España. ¿De qué modo íbamos á hablar de España, de nuestra España?
Sin aludir para nada á las cartas iracundas y á las protestas de los periódicos, quisimos dirigirnos, discretamente, á tales protestadores.
Enviamos al Diario de la Marina el siguiente artículo (7 Noviembre 1913):
EL PATRIOTISMO
La cultura—y la índole de la cultura—de un pueblo puede graduarse por su manera de entender el patriotismo. Lo que se aplica á las naciones puede decirse de los individuos. De cuando en cuando en la vida de un país surge un incidente, más ó menos ruidoso, originado por la interpretación que, desde el punto de vista del patriotismo, se ha dado á un hecho ó á una manifestación oral ó escrita. Ya es un gobernante que lleva á cabo determinada resolución, ó ya es un publicista que lanza un libro ó hace en la prensa periódica estas ó las otras manifestaciones. El acto del gobernante puede llegar á concitar contra su persona las multitudes; las manifestaciones del publicista pueden acarrearle la animadversión de una inmensa mayoría de lectores. Sin embargo, gobernante y publicista habrán procedido rectamente, lealmente, guiados por el más acendrado amor á su patria.[Pg 318] Pasará el tiempo; las pasiones se aplacarán; el enardecimiento de estos días no turbará el juicio de los ciudadanos; otra generación, juzgadora de las consecuencias desastrosas de un régimen, se dará cuenta de la pura intención de quienes lo condenaron valientemente. Y los hombres antes denostados, vilipendiados, escarnecidos, serán—¡tardía reparación!—honrados y enaltecidos.
¿Qué es lo que se puede decir en un país y qué es lo que no se puede decir? ¿Hasta dónde podrá llegar la crítica que un observador puede hacer de las cosas, los hombres, las instituciones de su patria, y hasta dónde no podrá llegar? Hemos citado antes, al hablar de un gobernante y de un publicista, el caso referente á un determinado hecho que surge en la vida de una nación. Ahora no se trata de una contingencia histórica, sino del ejercicio cotidiano, constante, de la observación social, de la crítica. Un pueblo sin conciencia es un pueblo muerto. La conciencia de un pueblo se manifiesta en el conocimiento de sí mismo. El conocimiento de sí mismo supone la reflexión sobre sus hombres, sus sentimientos y sus ideas. Reflexionar sobre todo es pensar, medir, contrastar los méritos y deméritos, las ventajas y las desventajas, los avances y los retrocesos. Todo esto, en suma, es crítica. Cuanto más espíritu de crítica se contenga en la vida de una nación, tanto más esa nación tendrá conciencia de lo que ha hecho y de lo que le falta por hacer. Ahora, imaginad que en nombre del patriotismo, en nombre de un falso, absurdo, monstruoso patriotismo, se les dice á los[Pg 319] ciudadanos de la nación: «Suponed que todo son bienandanzas entre vosotros; cerrad los ojos á todas las corruptelas, á todas las lacras sociales, á todos los desenfrenos de vuestros gobernantes. Imaginad que todo va bien; desentendeos de toda censura y de todo anatema para los obstáculos que mantienen retrasado en el progreso á vuestro pueblo. Haciendo esto daréis muestras de patriotismo». ¿Qué haríamos al escuchar tan extrañas palabras? ¿Cuál sería la disposición de nuestro ánimo?
Existen distintas clases de patriotismo. Las examinaremos brevemente. El primer patriotismo lo ha expuesto pintoresca y amenamente Larra en uno de sus artículos. Aludimos al titulado «El castellano viejo», que vió la luz en El Pobrecito Hablador en Diciembre de 1833. Coleccionado está este trabajo en las obras de Larra; de los más conocidos es entre los que salieron de la pluma del gran satírico. El tipo retratado por Larra hace alarde del más puro, más ferviente, más entusiasta patriotismo. Patriota, archipatriota es el castellano viejo ante todo. Nada hay para él superior á lo de su patria. «Es tal su patriotismo—escribe Larra—, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien puede tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; á trueque de defender que el cielo de Madrid es[Pg 320] purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres...» (Un breve alto y un paréntesis. Dice Larra—en 1833—que su castellano viejo bien pudiera tener razón en creer que los vinos de España son los mejores del mundo. Bueno es el jerez; bueno el málaga; buenos los vinos claros y ligeros de las llanuras manchegas, del Rivero y de la Rioja; bueno el fondillón alicantino. Pero, querido Larra, ¿y el champagne? ¿Y el oporto? ¿Y el rhin? ¿Y el burdeos? ¿Y el chianti? En cuanto á la educación, es decir, á la cortesía, á la caballerosidad, cortesía y caballerosidad hay entre franceses, ingleses, alemanes. Y mujeres, ¿no las hay preciosas, encantadoras, en Inglaterra y Francia? ¿No son espléndidas las americanas? Y respecto al cielo de España, ¿será menos bello porque declaremos que en Nápoles—por no hablar de América—hay un cielo radiante y purísimo?)
¿Quién aceptará hoy el patriotismo del castellano viejo de Larra? ¿De qué manera podrá condenársenos como antipatriotas, como poco afectos á nuestro país porque proclamemos que no todas las cosas de él son las mejores del mundo, que en el mundo hay cosas tan buenas—ó mejores—que las que existen en nuestra patria? Y, sin embargo, aun en España perdura este concepto. «Es un hombre, en fin, que vive de exclusivas»—añade Larra para acabar de trazar la silueta de su personaje—. Abandonemos estos exclusivismos y mezclémonos á la vida universal.
La segunda clase de patriotismo, á que antes[Pg 321] hemos aludido, es un poco menos restrictiva que la anterior. «Está bien—se dice—hagamos la crítica de nuestros defectos y nuestras máculas. Examinémonos imparcial y rigurosamente. En tanto que no lleguemos á esta crítica, no llegaremos tampoco á formar un anhelo firme de progreso y mejoración. Está bien; pero esa crítica ejerzámosla dentro de casa, entre nosotros, sin salir de la familia; no fuera, en el extranjero, á la vista de gentes extrañas.» Así nos hablan estos patriotas y hemos de reconocer—lealmente—que les impulsa, al hablar así, un noble sentimiento. Aman su patria, sí; quieren, sí, la crítica de lo malo que hay en su patria; pero desean que de esas miserias, morbos y corruptelas no se enteren las gentes extrañas. (Santa Teresa habla en su Libro de las fundaciones de unos caballeros tan pundonorosos, tan celosos de su decoro, que quieren más morirse de hambre dentro de casa, «que no que lo sientan los de fuera». Grandeza hay en esa dignidad castellana.) Pero el sistema de crítica interior y no exterior es totalmente imposible. ¿Cómo nos compondremos para lograr esto? Figurémonos que á nosotros, publicistas, nos pide una revista extranjera un estudio serio, imparcial, escrupuloso, sobre la situación de España, sobre el estado de su agricultura, de sus artes, de sus letras. ¿Qué haremos en ese caso? ¿Diremos la verdad, ó mentiremos? ¿Amañaremos la realidad innegable, ó expondremos esa misma realidad tal cual es?
Aparte de esto, si en nuestra propia casa hacemos crítica imparcial, ¿de qué manera podremos[Pg 322] evitar que los periódicos, los discursos, los libros en que esa crítica se hace traspasen la frontera? ¿Vamos á montar en los lindes de la nación un cuerpo especial de aduanas encargado de no dejar pasar hacia afuera esos periódicos, libros y discursos? Y cuando del extranjero se nos pida permiso para traducir un libro nuestro en que se haga el examen de la vida española, ¿nos negaremos á darlo? Todo esto es absurdo é infantil. Reconozcamos el buen propósito; pero hagamos constar su impracticabilidad... y su inutilidad. Al hacer constar tal cosa, entramos en la tercera categoría del patriotismo. Dentro de esta categoría hay quienes aman con mayor ó menor conciencia, con mayor ó menor reflexión la tierra en que han nacido y viven, pero todos la aman leal, recta y noblemente. Dentro de esta categoría, el ejemplar más acabado de patriota podríamos representarlo en un hombre que, conociendo el arte, la literatura y la historia de su patria, supiese ligar en su espíritu un paisaje ó una vieja ciudad, como estados de alma, al libro de un clásico ó al lienzo de un gran pintor del pasado; es decir, el hombre que espiritualmente, lleno de amor, henchido de callado entusiasmo, supiese fusionar, dentro de su espíritu, en un todo armónico, todos estos elementos de su patria: el paisaje, la historia, el arte, la literatura, los hombres. ¿Cuántos serán los que lleguen á estas síntesis de alto patriotismo?
Esta categoría de patriotismo no excluye la crítica, ni hace distingos entre la crítica hecha en casa y la hecha fuera de casa. Como su amor á[Pg 323] España es sincero, perseverante y noble, su crítica transpirará siempre todas esas cualidades de sinceridad y de delicadeza que él pone en su patriotismo. No habrá en ella acrimonia ni odio; una melancólica desesperanza se desprenderá, si acaso, de los lamentos y reproches de ese hombre. Si es español—como venimos imaginando—al hacer la crítica de las cosas, ideas, hombres é instituciones de España, no hará mas que repetir lo que los hombres más eminentes de la política y del periodismo han expresado. Costa, Giner, Pí y Margall, Maura, Azcárate, Sánchez de Toca, Macías Picavea, ¿cuán áspera y veracísima crítica no han hecho de nuestra administración, nuestra justicia, nuestro parlamentarismo, nuestras Universidades?
Cuando lejos de la patria, ausente largos años de la tierra española, estas cosas se leen, irremediablemente un sentimiento de disgusto, de contrariedad y de indignación invade nuestro espíritu. «¡Cómo se pueden decir—exclamamos—estas cosas de nuestra amada España!» Con los ojos del espíritu, allá en las remotísimas lejanías del espacio, vemos las montañas, las llanuras, las ciudades, tal callejuela, tal casa, de nuestra amada España. La crítica que acabamos de leer se nos hace intolerable; arrojamos con despecho el periódico... Y, sin embargo—¡oh, queridos compatriotas! ¡oh, hermanos en historia y en raza!—esa crítica está inspirada en un noble amor á España. Aquí, en el viejo solar, no alejados de él, nosotros sentimos los dolores de España; sus angustias son[Pg 324] nuestras angustias; sus tragedias están hechas con nuestra sangre; con nuestro sudor regamos los campos de donde sale el mantenimiento para todos; íntimamente maldecimos las causas funestas que se oponen á su prosperidad; y desde lo más hondo de nuestro ser anhelamos para ella—la noble y extenuada madre—días de bienandanza, de paz y de progreso...
Se publicó el anterior artículo; pero se nos comunicó por la Dirección del periódico que nuestra colaboración quedaba suspendida. Aquí tiene el lector un pequeño proceso del patriotismo. Podrá ser instructivo para el estudio—según las circunstancias sociales é intelectuales—del sentimiento de patria.
[Pg 325]
Nietzsche, el quijote, los duques.—Añádase al concepto formulado por Heine, respecto del Quijote y de los Duques, el formulado por Nietzsche. Heine: 1837. Nietzsche: 1887. Nietzsche expone, incidentalmente, su concepto en La Genealogía de la moral (utilizamos la versión francesa de ese libro hecha por Henri Albert.) Del año citado es el libro de Nietzsche. Hablando del fenómeno referente á la «espiritualización» y «deificación» de la crueldad, á lo largo de la historia humana, el pensador alemán escribe:
«En todos los casos, no hace todavía mucho tiempo, no se hubiera podido imaginar ni boda principesca ni fiesta popular de gran rumbo sin ejecuciones capitales, sin suplicios ó sin algunos autos de fe; y del mismo modo toda casa de gente grande era imposible sin algunos seres sobre los cuales se pudiera descargar la perversidad y la socarrona crueldad»...
Al llegar aquí, Nietzsche abre un paréntesis—¡oh admirable paréntesis!—y añade:
[Pg 326]
«(Que se piense en don Quijote en casa de la Duquesa. Cuando hoy leemos el Quijote íntegro, se nos pone en la boca un leve sabor amargo; nuestro espíritu se angustia, cosa que parecería extraña y aun incomprensible al autor y á sus contemporáneos—porque ellos leían ese libro con la más tranquila conciencia, como si no hubiera nada más alegre, como si fuera cosa de morir de risa).»
Todo nuestro sentimiento moderno del Quijote está en estas frases, escritas en 1887. «El Quijote—hemos dicho paradójicamente—no lo ha escrito Cervantes; lo ha escrito la posteridad.» Eso mismo es lo que quiere decir Nietzsche.
El retrato de Cervantes.—Conocedores en pintura que han visto el cuadro y han leído el artículo de Foulché-Delbosc, convienen en la falsedad de la pintura. Decididamente, creemos que Cervantes, en el prólogo de las Novelas, lo que quiso decir fué que su amigo Xauregui podía hacer el retrato, si se lo deseaba. Recuerdo y lisonja de la amistad.
La mixtificación hecha—probablemente—á fines del siglo XVIII, es manifiesta. Pero ¿por qué se ha mezclado en este asunto el patriotismo? Graves varones de la tradición y de la rebusca archivística, ¿qué tiene que ver, decid, el patriotismo con que sea falso ó auténtico el retrato de Miguel? Sobre el arte de las falsificaciones, véase el libro de Paul Eudel Le Truquage (Librairie Molière, París, sin año; pero de 1913.) Eudel cuenta la historia[Pg 327] curiosa de la falsificación, hecha por el maravilloso falsificador Vrain-Lucas, de una extensa é importantísima correspondencia entre Newton y Pascal. También entonces se apeló al patriotismo, y hombres políticos, entre otros Thiers, estimaron caso de honra nacional el que tal correspondencia no fuera declarada falsa. Y su falsedad no podía ser más patente. Cayeron todos aquellos defensores del epistolario, defensores por patriotismo, en el más espantoso ridículo. Señores: ¿qué tiene que ver el amor á la patria con estas cosas?
La patria de Don Quijote.—El Toboso, ¿ha debido á Cervantes el no ser alguna vez saqueado y devastado? Charles Nodier habla de esto en el prólogo á sus novelas. (Utilizamos la edición de Charpentier, 1855.)
Escribe Nodier: «En una de esas guerras imperiales que tenían por objeto dar á España un soberano á la manera de nuestro dueño, los franceses, hostigados por las bandas populares, se vengaban, siguiendo la usanza inmemorial de los héroes, recorriendo el país á la luz del incendio. He aquí un pueblecillo más que la tea va á consumir. Se le nombra: es el Toboso. Una explosión de carcajadas simpáticas estalla en las filas. Las armas caen de las manos de los vencedores, y los dichosos compatriotas de Dulcinea escapan á la matanza, bajo la protección del genio de Cervantes.»
No lo hubiera podido imaginar el gran Miguel. Si es cierta la leyenda del atropello cometido por[Pg 328] los toboseños en la persona de Miguel, alcabalero, otra leyenda—ó historia—nos dice que Cervantes, desde la lontananza de lo pretérito, libró de una sangrienta calamidad al Toboso. Compensación...
Gabriel Alomar.—Alomar vino á Madrid á hacer oposiciones á la cátedra de Literatura de Barcelona—Instituto—. Había una inmensa distancia entre Alomar y los demás opositores. Alomar pertenece al núcleo revisionista de los valores clásicos. No ganó las oposiciones—excusado es decirlo—. Votó en el tribunal, á favor de Alomar, don Rodolfo Gil. El programa de esas oposiciones es de lo más curioso (por su incongruencia y futilidad) que hemos leído jamás. Tenemos propósito de publicarlo para que los futuros historiadores tengan un documento preciosísimo referente á la enseñanza de la Literatura en España y en 1913 (y muchos años antes... y suponemos que muchos también de los venideros).
Algunos compañeros de letras de Alomar obsequiaron á éste en Madrid con una comida íntima; el A B C del 4 de Abril de 1913 daba cuenta del acto en la siguiente nota (escrita por el autor de este libro):
«En el restaurant Inglés celebróse anoche una comida en honor de Gabriel Alomar. Tuvo el banquete carácter de intimidad, y exclusivamente literario—sin trascendencia alguna política—fué tal acto. Poeta, periodista, pensador originalísimo Alomar, sus compañeros de letras de Madrid han[Pg 329] querido significarle su afecto y su admiración. Originalidad é intensidad campea en toda la obra de Alomar. Poeta es ante todo, en verso y en prosa, el autor de La columna de fuego. Con visión de delicadísima poesía ha glosado Alomar el más glorioso de los libros españoles: el Quijote. Pocas páginas se han producido en España—en el comentario psicológico y lírico—superiores á esa. La concepción generosa y profunda de la realidad que el gran Hidalgo tiene, es la que Alomar exalta y magnifica en su glosa; esa misma concepción informa toda la obra filosófica y poética de Alomar. «¿Es la visión de Don Quijote—pregunta el poeta—la que hay que aceptar como verdadera, en la íntima y esencial verdad, no en la verdad aparente y externa?» La íntima y esencial verdad es la que persigue el artista. «No hay frase que no tenga, animada por el estro de un poeta, una potencia de sentido espiritual sobre la apariencia corriente del sentido literal», ha escrito también Alomar en su ensayo De poetización. Elegante, férvida y tumultuosa, la obra poética de Alomar descuella por ese sentido hondo de la realidad y de la vida.
Á tan exquisito escritor han querido festejar sus compañeros en Madrid. Reinó en la comida la más efusiva cordialidad. Asistieron á ella Jacinto Benavente, Ortega y Gasset, Roberto Castrovido, Valle-Inclán, Luis de Zulueta, Juan R. Jiménez, Amadeo Vives, Luis Bello, Azorín.»
[Pg 330]
Pío Baroja no pudo asistir á esta comida, á causa de una desgracia de familia; en espíritu y cordialísimamente estuvo con Alomar y sus amigos.
Derrotado Alomar y de regreso en Cataluña, los intelectuales catalanes le obsequiaron con otro banquete. En él leyó Alomar un discurso que es preciso tener en cuenta para el estudio de la estética del artista. Deseamos que el autor lo recoja en alguno de sus libros. Se publicó ese trabajo en El Poble Catalá del 11 de mayo del año citado.
Xenius.—Respondiendo á las indicaciones que hacíamos sobre su modalidad literaria, Eugenio d’Ors nos escribía una carta de la que vamos á copiar unos párrafos. (Perdone el querido Xenius esta indiscreción; nos parece necesaria para completar el estudio de su personalidad, ó por lo menos, para añadir á ese estudio un dato interesante.)
Dice Xenius:
«Sí, en la fórmula del arte ha de entrar, para el artista moderno, la pasión. Pero yo no llamo á esto romanticismo, sino á la ausencia del Dominio del orden sobre la pasión.
Más puede haber de ésta, púdica y recatada, en una bien medida estrofa que en un libre grito.—¿Frialdad de los clásicos? Mi amigo Vand Landoskz ha encontrado en los papeles de un maestro de[Pg 331] baile sietecentista esta dichosa frase: «On ne voit pas tout ce qu’il y a dans un menuet.» (Deliciosa, ¿verdad? Se ve al hombre de oficio, amante de su oficio y que le de importancia, con una sabrosa punta ligera de pedantería, con otra punta de melancolía, y que indica á la vez, en una fórmula de carácter general, la exaltación de tantas heroicas fiebres como el sacrificio, que es esencial en el arte, escondido bajo la perfección formal, bajo la limitación estricta...)
Fórmula de un verdadero clasicismo: «Sólo tiene valor la obediencia á la ley en el que sería capaz de violarla».—Otra fórmula: «Sólo debe violarse una ley, cuando con el acto de la violación se formula una ley nueva».
Víctor Hugo y Vasconia.—Profesó el poeta un cordial amor al país vasco. En El hombre que ríe—libro I, capítulo I—, escribe Víctor Hugo: «Vizcaya es la gracia pirinaica, como Saboya es la gracia alpestre. Las temerosas bahías cercanas á San Sebastián, Lezo y Fuenterrabía, mezclan á las tormentas, á los nublados, á las espumas por encima de los cabos, á las cóleras de las olas y los vientos, al horror, al fragor, las bateleras coronadas de rosas. Quien ha visto el país vasco, desea volverlo á ver. Ésa es la tierra bendita»...
En el Semanario pintoresco de 19 de Enero de 1851, don Ramón de Navarrete daba cuenta[Pg 332] de una conversación con el poeta. Se titula el artículo Una tertulia en casa de Víctor Hugo. La página es curiosa. El poeta habló de España. «Luego, volviéndose hacia mí—escribe Navarrete—, me habló largamente de la España, de su niñez, que pasó en Madrid, siendo gobernador de Guadalajara el general Hugo, su padre; de la casa del príncipe de Masserano, que habitaban en la calle de la Reina; de sus impresiones y de sus recuerdos infantiles, pronunciando como parte de estos algunas frases en castellano. Por último, conmemoró otro viaje que hizo á las provincias vascongadas en 1844, expresándose con vivo entusiasmo acerca de las costumbres sencillas y puras de aquel país, de su dulce clima y de su magnífica vegetación.
—Nada he visto en mis viajes—me decía—, tan pintoresco ni tan lindo como Pasages, á no ser el lago de Ginebra. ¡Y van ustedes—añadía dirigiéndose á los españoles en general—, van ustedes á visitar la Suiza, teniendo otra Suiza más bella en su patria.»
Días después de esta conversación, Hugo envió á Navarrete los siguientes versos, dignos de ser conocidos y divulgados...
... Espagnols! soyons frères!
Échangeons nos grandeurs! Du même laurier d’or
couronnons, vous Corneille et nous Campeador!
Fils du même passé, la glorie est notre mère,
car vous avez l’Achille et nous avons l’Homère.
[Pg 333]
Se corrigieron los errores obvios de puntuación e en la ortografía. Se mantuvieron algunas palabras como en el texto original cuando no se redujo la comprensión. (Obvious errors in punctuation and spelling were fixed. Some words were left as in the original text when it did not impact comprehension.)
La portada del libro fue creada por el transcriptor utilizando la página del título y se coloca en el dominio público. (The cover image was created by the transcriber from the title page and is placed in the public domain.)